Helen llegó al club no más de media hora después de que abriese, pero el hombre que le habían dicho que buscase ya estaba allí, y exactamente donde le habían dicho que estaría. Estaba sentado en la barra, encorvado sobre una taza de té y un plato con tostadas y, cuando Helen se acercó, vio que estaba estudiando las páginas de apuestas del Sun, rodeando sus selecciones con un rotulador azul entre bocado y bocado.
No parecía haber nadie más en el local.
A Jacky el Billares no le agradó que le interrumpiesen, pero cuando Helen le enseñó su placa y le dijo de qué quería hablar, su actitud cambió. Parecía sorprendido. Interesado.
– ¿Cómo se enteró de eso, entonces?
– Eso no importa.
El Billares se encogió de hombros, dando a entender que probablemente no importase. Arrancó un trozo de tostada e hizo un gesto con lo que quedaba.
– ¿Es de verdad? ¿O lleva un cojín ahí metido como disfraz? -Soltó una carcajada entre dientes, enseñando un bocado de tostada empapada y los dientes estropeados.
– No es un cojín -dijo Helen. Indicó con la cabeza las mesas de billar que se extendían en la penumbra detrás de ellos, todavía ocultas bajo unas fundas plateadas remendadas-. Y la verdad es que no me hace gracia la idea de soltarlo sobre una de esas, así que démonos prisa.
El Billares se metió el resto de la tostada en la boca y se limpió las manos en las perneras del pantalón.
– Un billete de veinte tiende a acelerar las cosas -dijo.
En cuanto tuvo el dinero metido en el bolsillo de su camisa, le dijo que una de las pandillas de la zona iba por el club, o solía hacerlo, hasta hacía un par de semanas. No había visto a demasiados de ellos desde entonces.
– ¿Algún nombre? -preguntó Helen.
– Sólo esos motes estúpidos que tienen todos.
– Estoy escuchando.
Mencionó unos cuantos nombres que Helen reconoció del mural que había visto la última vez que había estado en Lewisham. La lista de honor. Confirmaba lo que el llamante anónimo había dicho, y empezó a sentir el nerviosismo acumulándose; dejándola sin aliento.
Y sabía que había más.
– Háblame del hombre del traje -dijo Helen-. Con quién le viste hablar.
El Billares estaba empezando a lanzar prolongadas miradas hacia el periódico.
– Vi a un tipo con un traje. Fin de la historia, de verdad.
– Entonces devuélveme esas veinte libras.
El Billares suspiró, se giró sobre su silla y señaló las escaleras.
– Bajaban por ahí, como si hubiesen tenido una especie de reunión arriba. Esto fue hace cinco o seis semanas, algo así.
Wave… el del pelo absurdo, el que actuaba como si estuviese al mando, y su matón paquistaní. Y el tipo blanco del traje, que parecía un agente inmobiliario o algo. Con mucho colegueo, dándose las manos y todo eso, y había unos cuantos de los otros por ahí, con pinta de no saber qué estaba pasando.
Helen no se molestó en pedirle una descripción. El hombre que había dejado el mensaje en su contestador había dicho que era demasiado lista para eso.
– ¿A quién más le has hablado de esto?
– No sé, a unas cuantas personas. No me acuerdo.
Aunque Helen no hubiese sabido que estaba mintiendo, habría sido evidente por su cara, por la aprensión que había en ella.
– Venga, no me enteré por arte de magia, ¿verdad?
El Billares parecía incómodo, como si ya hubiese dicho más de lo que valían sus veinte libras.
Helen supuso que no importaba demasiado. Desechó con un gesto de la mano su propia pregunta y le dijo que podía retomar sus apuestas en cuanto le dijese dónde estaba el encargado.
– ¿Por qué no lo aceptaste?
– No lo necesitamos.
– Por supuesto que no. Podemos pedírselo prestado al banco, ¿verdad? Podemos recurrir a parte de nuestros ahorros, a todo ese dinero que tenemos por ahí escondido. Sí, no hay problema.
Theo sabía, en cuanto había abierto la boca, que era un error. Javine se había agarrado a ello como un pit-bull, y había estado machacándole desde entonces, como si hubiese echado a perder una gran oportunidad.
– Sólo decía esas cosas, tía -dijo Theo-. Lo de buscarse un trabajo, lo de que está bien y todo eso. Pero tú no le viste la cara.
– Es lo que se supone que hacen los padres. Hacen sacrificios, ¿no?
Theo sacudió la cabeza.
– Sí, cuando eres un crío, cuando no te puedes cuidar por ti mismo. Después, depende de ti. Se supone que tú eres el que tiene que cuidarles a ellos.
Estaban en el salón. Benjamín estaba acostado boca arriba en la esquina, bajo un colorido gimnasio infantil, chillando y moviendo los brazos ante el espejito que colgaba sobre él. Theo estaba sentado en el sofá, mientras que Javine entraba y salía de la cocina, donde estaba preparando un biberón.
– Es sólo que es una pena, ¿sabes? -dijo. Se quedó de pie en la puerta, sacudiendo el biberón-. Tener algo en bandeja así y dejarlo pasar. No pasa todo el tiempo.
No le importaba que gritase (podía contestarle a gritos), pero no podía soportar que utilizase esa voz triste. Como si no quisiese darle importancia pero estuviese decepcionada. Como si no fuese culpa suya haberle fallado.
– Podría haber sido una oportunidad para irnos, eso es todo.
Si se arrepentía de haberle contado que su madre le había ofrecido el dinero, se habría dado una patada a sí mismo por haberle contado por qué. Se había sentido culpable pensando siquiera en irse a algún lugar, en dejar atrás a su madre y a Angela, y era aun peor ahora que su madre lo había planteado abiertamente. Era como si se hubiese dado cuenta de que lo tenía en la cabeza. ¿Era lo que realmente quería o se había ofrecido a ayudar porque se daba cuenta de que él no se atrevía? ¿Que necesitaba que le salvasen, como a un niño pequeño?
Incluso ahora, pensando que sería un error, se sentía egoísta.
Tal vez estuviesen perfectamente sin él. Tampoco era que hubiesen podido contar con él para nada. ¿Pero, cómo lo llevaría él? No estar allí por si alguna vez le necesitaban. No ver crecer a Angela o estar cerca para cuidarla cuando chicos como él le anduviesen detrás.
– Eres buen hijo -dijo Javine.
– Un buen hijo que tiene que ir llorándole a su madre para que le dé dinero.
– Ella te lo ofreció.
– Son los ahorros de toda su vida.
– Sé que estás pensando en tu madre, T…
No tenía que decir más. ¿Pero y yo? ¿Y Benjamín?
Theo la vio darse la vuelta y volver a la cocina, oyó cerrarse la puerta de la nevera y el zumbido del microondas al calentar el biberón.
– No necesitamos ese dinero -dijo.
Miró a Benjamín, dando patadas y mirando hacia arriba, su imagen en el espejito de plástico. Si conservaba la vida, acabase donde acabase, Theo sabía que lo único que de verdad quería era que su hijo pudiese mirarse y sentirse bien consigo mismo.
El encargado del Cue Up era un retaco calvo llamado Adkins. Tenía el culo gordo y llevaba corbata y una camisa de manga corta, cosa que a Helen siempre le resultaba ligeramente ridícula. No estaba segura de qué había estado haciendo arriba en el ordenador, en su pequeño despacho abarrotado, pero no estaba del mejor humor cuando le abrió la puerta.
Una vez más, la placa pareció hacer efecto, aunque Adkins apenas la miró antes de conducir a Helen a través de un montón de monitores de aspecto mugriento apilados bajo la única ventana.
Parecía que le habían dicho que contase con su visita.
El dispositivo de seguridad parecía bastante amplio, con imágenes de una cámara situada en la entrada del club, varias en la barra y las zonas de juego y otras en las escaleras y en las puertas de los servicios. Los trámites para revisar las cintas, sin embargo, eran un poco menos eficientes que los del centro de seguimiento del CCTV, donde Helen había visto a Paul entrando en el taxi de Ray Jackson dos semanas antes.
– Puede que tarde un rato -dijo Adkins.
– ¿Cuánto?
– No contenga la respiración.
El despacho era sofocante y, mientras Adkins buscaba en las grabaciones, Helen fue hasta un pequeño surtidor de agua que había en la esquina y se sirvió un vaso que su anfitrión no se había mostrado inclinado a ofrecerle. Sentía el sudor escociéndole por la espalda y la barriga e incluso después de tres vasos, tenía la boca seca y le costaba tragar.
El bebé se estaba moviendo. Varias veces cada pocos minutos, notó que se le desplazaba el estómago; un profundo bandazo, muy abajo, que no había sentido antes, y la dejó sin aliento durante unos segundos en cada ocasión. No podía estar segura de si era su cuerpo anticipándose el trauma natural inminente, o los nervios… el miedo a lo que podía estar a punto de ver.
Lo que alguien había decidido que debía ver.
– Aquí tiene -Adkins volvió al ordenador y se dejó caer en la silla-. Sírvase usted misma… La segunda por la izquierda.
Helen se acercó y se inclinó para ver mejor, colocándose en línea con la ventana para reducir el resplandor del monitor. Era una pantalla pequeña, de sólo ocho o nueve pulgadas, metida en una baqueteada caja de acero. La imagen estaba congelada: una imagen borrosa, en blanco y negro, de un pasillo; la línea oscura de un pasamanos en la esquina inferior izquierda.
– La he parado -dijo Adkins-. Dele al Play.
Helen presionó el botón y observó. No pasó nada durante medio minuto, salvo el movimiento del código temporal, segundo a segundo, en la esquina inferior derecha. El único sonido era un siseo grave. Se dio la vuelta y preguntó dónde estaban los botones del volumen.
– Ese sistema no tiene audio -dijo Adkins-. Demasiado caro.
Cuando Helen volvió a girarse, vio a dos figuras moviéndose rápidamente hacia la cámara con una tercera siguiéndoles a unos metros. Los dos hombres de delante hablaban mucho, asintiendo, gesticulando con las manos.
Wave y el hombre del traje.
Justo antes de que llegasen a la altura de la cámara y empezasen a distorsionarse, giraron a la derecha y salieron de plano, dirigiéndose hacia las escaleras. La tercera silueta, un fornido joven asiático, les siguió. Helen rebobinó la cinta hasta el momento antes de que Wave y el hombre del traje desaparecieran. Luego congeló la imagen y se quedó allí sentada, igualmente inmóvil.
Miró fijamente la cara que reconocía, a cuya sonrisa había respondido; una cara que había visto agotada de preocupación y llena de compasión sólo dos días antes.
Adkins oyó su grito ahogado cuando contuvo el aliento.
– ¿Está bien, bonita? ¿No irá a…?
– Necesito esta cinta -dijo.
– Muy bien. Haré una copia.
– La quiero ahora.
Mientras Adkins todavía estaba incorporándose, Helen sacó la cinta del vídeo. Él le gritó algo cuando salía, pero no lo oyó. No le importaba. Bajó dos tramos de escaleras y salió a la calle, deseando correr pero pisando con cuidado; con la cinta agarrada con tanta fuerza que tenía la impresión de que sus dedos iban a atravesar la carcasa de plástico.
Recordando algo que Ray Jackson había dicho, sentado en la parte de atrás de su taxi. Algo que debería haberse dado cuenta de que era relevante.
Había un elegante Mercedes azul parado en la acera de en frente de la entrada. Jacky el Billares estaba agachado, hablando con el hombre del asiento de atrás. Cuando el Billares se incorporó y se hizo a un lado, Helen vio a Frank Linnell. Se detuvo a unos metros, desesperada por llegar a su coche, pero consciente de que habría algún tipo de intercambio. De que Linnell lo había estado esperando. Al mirar hacia la parte delantera, reconoció al conductor como el hombre que le había abierto la puerta en el pub de Linnell y le había servido una bebida. Ahora recordó también su voz, y por fin supo quién había dejado el mensaje anónimo en su contestador.
– ¿Helen…?
Vio la expresión de la cara de Linnell y empezó a comprender por qué.
Linnell se asomó por la ventanilla e indicó la cinta que Helen llevaba en la mano.
– ¿Reconoces a alguien?
– No le había visto en mi vida -dijo Helen.
Frank miró por la ventanilla trasera mientras Clive le llevaba a casa, siguiendo la ruta del bus 380 que iba de High Street a la cárcel de Belmarsh. En cuanto superasen el tráfico, subirían por Lewisham Hill y girarían al este, hacia Wat Tyler Road y Blackheath. Bajarían por el otro lado y cruzarían una vasta extensión verde bordeada de casas; residencias enormes de tres o cuatro plantas que no habían sido transformadas en pisos. Pero por ahora, la vista era limitada: puertas repletas de bolsas de basura y letreros con nombres que apenas podía pronunciar. Había recorrido aquellas calles de joven, había hecho negocios en ellas treinta y tantos años antes, pero ahora casi no las reconocía.
– Es como la Europa del este -le dijo a Clive-. Es turbador para el espíritu.
No sabía si se debía a los inmigrantes, a las drogas o a las pistolas que circulaban como cromos de fútbol. No tenía ninguna respuesta. Siempre había algún que otro tarado, incluso entonces, pero joder… Cuando podían rajarte por mirar de la forma equivocada los zapatos de alguien, Frank sabía que había que hacer algo y tal vez los tipos como él estaban en mejor posición para hacerlo que la policía o los políticos.
Frank no sabía si Helen le había mentido o no. Tal como estaban las cosas, no importaba realmente. Sabía que había hecho lo correcto al dejarle aquello a ella. Era algo que podía hacer por Paul, y podía hacerla sentir un poco mejor después de todo lo que había sospechado de él. También estaba en la posición perfecta para organizado. Aunque no conociese al individuo en cuestión, tenía los contactos necesarios para averiguar quién era. Frank, probablemente, sería capaz de conseguir el nombre por sí mismo, antes o después, pero sabía que dejárselo a Helen era la opción más satisfactoria. Llevaba pensando en la mejor forma de manejarlo desde que Clive le había contado lo que le habían dicho en el piso franco; desde que había unido eso a lo que Jacky el Billares les había contado.
Tal vez fuese frustrante a corto plazo dejar que la ley se encargase, pero tendría sus beneficios a la larga. Los polis siempre lo pasaban peor en el trullo. Fuese quien fuese, pagaría cien veces lo que le había hecho a Paul, y a diario.
Frank había decidido que la venganza podía ser un placer inmediato, pero a veces era mejor invertir en una pequeña cantidad.
Se preguntó si Helen Weeks mandaría a algunos de sus colegas tras él, cuando tuviese al niño y las cosas se calmasen un poco. Se sentía bastante seguro, había mantenido la distancia adecuada con respecto a todo, pero suponía que podría tener algún problema más adelante. Estaba claro que estaba enterada de su asunto con los monigotes. Era evidente por el tercer grado al que le había sometido hacía un par de días. Haciendo insinuaciones y preguntándole si sabía algo, como si fuese a poner las manos en alto y cantar allí mismo, en la cocina.
Qué tontería…
Le caía bastante bien, y había sido correcto con ella por Paul, pero ninguno de los dos era tonto, ¿verdad?
Preñada o de vacaciones, daba igual; la gente como Helen Weeks nunca estaba fuera de servicio. Por eso él y Paul nunca habían hablado de negocios; al menos, no hasta el final. Tenía sentido para ambos. Al fin y al cabo, toda amistad como era debido tenía sus parámetros.
Frank miró las tiendas y a los jóvenes holgazaneando fuera, y se preguntó a quién intentaba engañar. Si todo se resolvía y se limpiaba la basura de la noche a la mañana, sabía que pronto llegaría otra cosa en su lugar. Algo incluso peor, probablemente. Ese tipo de hueco en el mercado nunca se quedaba mucho tiempo sin cubrir.
Lo mismo pasaba con los monigotes. En cuanto se acabase con todos, otro grupo diría: «Muchas gracias» y se apresuraría a ocupar su lugar.
A estas alturas también habría alguien ocupando la mesa de Paul. ¿Y cuánto tardaría su novia en encontrar a alguien que le ayudase a criar a su hijo?
– ¿Tienes mucho que hacer el resto del día? -preguntó Clive.
Frank dejó de mirar por la ventanilla y se reclinó en el asiento.
– Estoy hasta las cejas.
La vida seguía.