Treinta y tres

Cuando llegó el momento, quería que terminase lo antes posible y quería que no terminase nunca. La última parte fue la peor, como siempre había sabido que sería. Aquellos segundos en que el féretro desaparecía de su vista. El momento del adiós. Cuando las palabras se derrumbaban y daban bandazos por su cabeza: las cosas que nunca había dicho y las cosas que nunca debería haber dicho, ahora, después de todo lo que había pensado y sentido en las semanas transcurridas desde la muerte de Paul. Pero llegado el momento, mientras las cortas cortinas de terciopelo se cerraban, con la música que no lograba ahogar del todo el zumbido del mecanismo y los sollozos de la gente a su lado, sólo había una cosa que realmente deseaba decirle: «Lo siento…».


Su padre había estado espléndido; tampoco había esperado menos. Había dicho que no pasaba nada cuando le había despertado de madrugada para decirle que había cambiado de idea sobre lo de dormir en su casa. Por la mañana, le había preparado el desayuno y le había dicho que tenía un aspecto estupendo, y se había mantenido a su lado desde que llegaron a casa de los padres de Paul.

Helen no le había contado lo del allanamiento.

– No parece adecuado -había dicho al salir-. Un tiempo espléndido en un día como este.

– También hacía buen tiempo en el de Mamá, ¿recuerdas?

– Creo que sólo llueve en los funerales de las películas.

Habría dado igual de todos modos, pensó Helen, puesto que Paul iba a ser incinerado. Recordó a Paul y a Adam peleándose en una tumba, y se preguntó por qué había soñado con un entierro.

Nadie habría imaginado que ella y la madre de Paul se habían cruzado jamás una mala palabra. El abrazo a la llegada de Helen fue cálido y fuerte y, aunque Helen no estaba demasiado segura de qué quería decir, Caroline Hopwood le dijo que su hijo «habría estado orgulloso». Mientras todo el mundo se quedaba de pie en el salón, ella daba vueltas con una botella y unas copas, ansiosa por asegurarse de que cada persona tenía algo de beber o, al menos, se le ofrecía. La mayoría tomaron un poco de coñac, y Helen oyó a una de las tías de Paul diciendo que necesitaba un «revitalizante», palabra que le pareció desafortunada, dadas las circunstancias. Se lo contó a su padre y él se echó a reír.

– Está aguantando bien -dijo, al ver a la madre de Paul yendo de un grupo a otro. Era su frase del día, aunque alguna que otra variante de lo agradable que era el tiempo la seguía de cerca.

El padre y la hermana de Paul estuvieron igual de acogedores, aunque no lo estaban llevando tan bien, con menos cosas en que ocuparse. El padre de Paul era diez años mayor que su mujer, y nunca hablaba demasiado. Cuando Helen fue a la cocina para ver si podía echar una mano, sacudió lentamente su calva cabeza, la abrazó y no la dejó ir hasta que alguien dijo que habían llegado los coches.

– No puedo hacerlo -dijo. Parecía querer echarse y no volver a levantarse jamás.

Había diez minutos de camino hasta el crematorio. El sol entraba a chorros en el gran Daimler, desprendiendo el olor de los cuarteados asientos de cuero. Sentada allí con su padre y los padres de Paul, Helen observó la reacción de los peatones al ver pasar el cortejo. Recordó a la gente parándose y bajando la cabeza cuando se dirigían al funeral de su madre; a un hombre quitándose el sombrero. Tal vez ya no se hacía eso, pensó. Tal vez el fallecimiento de una persona más significase menos ahora que todo el mundo estaba acostumbrado a ver tanta muerte y destrucción en directo por televisión. Se lo comentó a su padre, y él se inclinó para mirar con ella.

– A lo mejor la gente ya no tiene modales -dijo.

Había un montón de policías reunidos a las puertas de la capilla. Helen les vio apagar los cigarrillos al acercarse el coche. Gary Kelly y Martin Bescott estaban con muchos otros compañeros de Paul, del Departamento de Investigación Criminal de Kennington. Vio a Jeff Moody con lo que supuso que era un pequeño grupo de agentes de la SOCA, y había muchos agentes uniformados, parte de la delegación oficial de la policía.

El conductor le ayudó a bajar del coche y habló con varias personas. Dijo algo de lo bonitos que eran los jardines, pero se le iba la cabeza, como si nada de todo aquello fuese real.

En la puerta de la capilla, el comandante de zona se presentó y le dijo que Paul había sido un agente estupendo que había hecho un gran trabajo. Helen le dio las gracias. Por un momento, se preguntó si sabía lo de la operación Victoria, pero supuso que había dicho lo que solía decir en esas ocasiones; que probablemente no hubiese oído hablar de Paul Hopwood hasta que recibió la circular. Se dio la vuelta para ver el coche fúnebre cuando empezaban a sacar el féretro, y vio al comandante de zona sacando un papel de su bolsillo superior, repasando disimuladamente por última vez el discurso que daría en unos minutos.

Los portadores del féretro se aproximaron, todos con sus inmaculados uniformes de gala, y recibieron instrucciones en voz baja del director del funeral. Helen pensó que estaban guapos y nerviosos. Mientras colocaban el peso del féretro sobre sus hombros, miró a la madre de Paul y vio el orgullo y el dolor luchando por controlar la expresión de su cara.

Habían puesto una bandera de la Policía Metropolitana sobre el féretro y ahora colocaron la gorra de gala de Paul sobre la tapa, tras la sencilla corona de flores blancas que Helen había elegido. Era consciente de los ojos que se posaban sobre ella y se preguntó qué expresión tendría. Se sentía vacía y pesada. Como si se estuviese cayendo.

Se apoyó en su padre cuando los portadores empezaron a moverse. Se acercaron lentamente; no en una marcha lenta, sino en formación, mirando al frente. La expresión del agente que estaba más cerca de ella, su sumisa determinación, fue como un puñetazo en el corazón, de modo que bajó los ojos y miró sus pulidísimas botas mientras el féretro pasaba a su lado; las marcadas rayas de los pantalones de gala y las piedrecitas que salían despedidas hacia un lado con cada paso.

El padre de Paul colocó una mano sobre la espalda de su esposa e iniciaron una fila detrás del féretro.

– ¿Estás lista, cariño? -le preguntó su padre.

El ardor de estómago había empezado media hora después del desayuno. Ahora empezaba a mitigarse. Las medias le escocían y pronto tendría que ir al servicio. Cuando tomó aire notó el sabor a hierba cortada y cera, y esperó que sus piernas no cediesen antes de que tuviese ocasión de sentarse.

No me falles, Helen.

Sólo fue una vez, Hopwood. No volverá a pasar.

Rodeó el brazo de su padre y siguió el féretro.


Después de la ceremonia, Helen habló brevemente con Roger Deering y Martin Bescott, y los presentó. Bescott dijo que echarían mucho de menos a Paul en el equipo, y Helen les dio las gracias a ambos por venir. Tenía varias razones por las que estarle agradecida a Deering, aunque fuese un poco sensiblero. Pensó que Bescott parecía bastante agradable, y se preguntó por qué Paul raras veces había dicho algo bueno de él.

Con la madre y el padre de Paul se unió a quienes recorrían la hilera de coronas colocada delante del parterre que rodeaba el edificio. Tras unos minutos, dejó de agacharse para leer las tarjetas y dejó que los demás siguiesen avanzando a su lado. Retrocedió y miró la elaborada cúpula dorada que cubría la capilla, tras la que el cielo de la tarde aparecía perfectamente azul en todas direcciones.

El tiempo había sido tan agradable como su padre había dicho.

Al mirar a la izquierda, vio a Frank Linnell al final de la fila. Probablemente había enviado flores de todos modos, pensó, y estaba comprobando que eran lo impresionantes que debían. La vio y levantó una mano, y ella se giró rápidamente por si decidía acercarse, para mostrarse adecuadamente destrozado y decirle lo hermosa que había sido la ceremonia. Para darle un puñado de billetes cuando nadie mirase. «No es más que un detalle para la lápida, bonita. Un regalo…».

Cuando iba hacia los coches, oyó unos pasos tratando de alcanzarla.

– ¿Helen?

Se dio la vuelta, esperando ver a Linnell, y vio al inspector Capullo Picajoso, con su recordatorio del funeral en la mano.

– Inspector… -Se esforzó por recordar el nombre, sólo durante un segundo, pero el tiempo suficiente para que él se diese cuenta, para mirar sus zapatos-…Thorne.

– Tom.

– Es un detalle que haya venido -dijo.

Parecía incómodo en su traje, con el cuello sobresaliendo ligeramente por encima de una camisa que claramente le estaba demasiado ajustada.

– Sólo quería que supiese que he visto el informe completo del responsable de la escena del crimen -bajó la voz-. Vamos a hacer un arresto mañana.

– Bien -a menos que hubiese pasado algo de lo que no tenía conocimiento, se hacía una idea de a quién iban a arrestar-. Me gustaría estar presente.

Su mirada decía que estaba esperando esa reacción.

– Veré cómo puedo organizado -dijo.

Le dijo que se lo agradecía.

– ¿Qué hay de la gente del coche?

– Bueno, sabemos que estamos buscando en el lugar adecuado.

– Una guerra de pandillas.

– No exactamente. Localizamos al propietario del Cavalier robado cuando intentó hacer una reclamación al seguro. No quería contarnos mucho.

– Menuda sorpresa.

– Pero le convencimos para que viniese y echase un vistazo a los cuerpos de los chicos a los que dispararon.

Helen asintió. Sabía que los agentes de policía podían ser más persuasivos de lo normal cuando se trataba de coger a alguien que había matado a uno de los suyos.

– Identificó a dos de ellos como parte del grupo que le había mangado el coche. Así que, como le decía, vamos en la dirección adecuada.

– ¿Pero…?

– No es una guerra de pandillas. O si lo es, es bastante desigual. Así que no sabemos quién está matando a esos críos, pero estamos bastante seguros de que eran… los críos correctos -se encogió de hombros-. En cualquier caso, no es buen momento. Sólo quería informarle de que nos estamos acercando… y decirle que lo siento -movió el recordatorio entre los dedos-. Y… buena suerte.

– ¿Tiene hijos? -preguntó Helen.

– Uno en camino -dijo Thorne-. No tan avanzado como el suyo, pero… en camino.

– Bueno, que tenga mucha suerte usted también.

Ya se estaba dando la vuelta para marcharse, sonriendo al padre de Helen, que pasaba a su lado en dirección contraria, camino del coche.

– ¿Quién era ese?

– Un amigo de Paul -dijo Helen.

Su padre le sujetó la puerta y ella se metió dentro junto a los padres de Paul. Su padre, el último en entrar, se sentó frente a ella, apartando rápidamente la chaqueta para que el de la funeraria pudiese cerrar la puerta. Se inclinó y le dio unas palmaditas a Helen en la pierna, le preguntó cómo lo estaba llevando.


Estaban de vuelta en la casa sobre las cuatro. El padre de Paul abrió las puertas del salón que daban al patio mientras Caroline y unas amigas sacaban la comida. Los sándwiches estaban en bandejas del Marks & Spencer. Había pollo frío y ensalada de pasta, pasteles y bayas variadas.

– No hay pinchos de salchicha -dijo su padre.

Helen se sentó en un sofá donde no daba el sol y habló con Gary Kelly, que se apoyó en el brazo, intentando sujetar un plato de papel y un vaso. Ella le dijo lo bien que había leído.

– Olvidé un verso -dijo.

– Nadie se dio cuenta.

– Quería que fuese perfecto.

Le recordó lo de la guitarra de Paul y le dijo que se pasase a recogerla cuando quisiese.

– Estábamos cantando aquella noche -dijo-. Los Rolling Stones a grito pelado. La mujer de la parada de autobús nos dijo que nos callásemos.

– Ésa solía ser mi reacción cada vez que Paul se ponía a cantar -dijo Helen. Observó a Kelly mientras volvía a la mesa para rellenar su vaso. Parecía no poder alejarse demasiado de la bebida, y no podía culparle por ello.

No estuvo sola mucho tiempo. Había unas treinta personas en la casa, y no contó demasiadas que no se acercasen al menos una vez para preguntar si necesitaba algo. Si podían hacer algo. Normalmente sólo pedía un poco más de agua u otro sándwich.

Jenny y Tim se acercaron después de una hora o así para decirle que se marchaban. Había una canguro de la que encargarse. Helen le contó a su hermana lo atento que había estado todo el mundo y lo agotador que se estaba volviendo.

– La gente sólo está siendo agradable -dijo Jenny.

– Supongo que sí.

Jenny se agachó para darle un beso a su hermana.

– Te cabrearías si todo el mundo te ignorase.

– Pero es raro -dijo Helen-, ni una sola persona menciona… ya sabes qué -señaló con gesto melodramático el bulto de debajo de su vestido-. No creo que no lo hayan notado. Sé que se supone que el negro estiliza, pero esto es ridículo.

Cuando su hermana se hubo ido, Helen se quedó sentada, devolviendo sonrisas hasta que empezó a dolerle la cara, luego salió al patio. Encontró al padre de Paul sentado en un murete bajo, fumando. Parecía que no quería que nadie le viera.

– Paul solía hacer eso -dijo ella-. Se escabullía al balcón. Como si yo no lo supiese.

El padre de Paul dio una larga calada.

– Las mujeres siempre lo sabéis todo -y otra-. No podemos ocultaros nada.

– Ya.

– Claro que él era un cabrón taimado, incluso de niño -sonrió con tristeza a través del humo, recordando-. Nunca sabías qué tramaba.

El viejo no pareció querer decir mucho más después de eso, así que Helen dio vueltas por el jardín durante veinte minutos, hasta que empezaron a dolerle las piernas y tuvo que volver dentro para utilizar el servicio. Después se sentó junto a la puerta, dando las gracias a la gente cuando empezaron a marcharse. Tras un rato, logró desconectar, poner la cara adecuada mientras pensaba en lo que Deering le había contado y en lo que Thorne había dicho al salir de la capilla.

Ahora sabía que el allanamiento de la noche anterior no había sido un robo corriente, y era una apuesta bastante segura pensar que los chicos que iban en aquel Cavalier cuando mataron a Paul no habían actuado solos. Ahora alguien los estaba matando. Quizá la persona que les había contratado quisiese asegurarse de que nunca se lo contarían a nadie.

– Que Dios te bendiga, bonita.

– Gracias.

Se preguntó si quienes estaban investigando la muerte de Paul estaban empezando a encajar las piezas por sí mismos. O si ella sabía más que ellos.

– Pensaremos en ti.

– Lo sé. Gracias.

Tras consultarlo con su padre, informó a la madre de Paul de que estaba lista para volver a casa. No iba a ser una fuga fácil.

– Habíamos dado por hecho que querrías quedarte.

– Sé que ya tenéis la casa llena.

– No pasa nada, de verdad. Hemos preparado camas para ti y para tu padre.

– Deberíamos volver -dijo Helen-. Creo que debo estar cerca de casa, ¿sabes?

– Ésta también es tu casa, Helen.

– Aun así…

En la puerta, Caroline Hopwood la abrazó y le dijo que quería hacer todo lo que estuviese en su mano para ayudarla a criar a su nieto. Sería maravilloso que fuese niño, dijo. No tenía ningún nieto. Helen le prometió avisarla en cuanto hubiese alguna novedad y, cuando su padre arrancó el coche, dijo adiós con la mano por la ventanilla todo el camino hasta que hubieron doblado la primera esquina.


Pasaba de las nueve cuando llegaron a Tulse Hill y, aunque todavía hacía sol fuera, el piso parecía frío. Helen estaba exhausta, pero no fue del todo consciente de cuánto hasta que se hubo despedido de su padre y estuvo a punto de desplomarse al cruzar la puerta principal. Se preparó un té y se quitó el vestido y las medias. Se sentó en el balcón con la bata e intentó dejar que las cosas se asentasen.

– ¿Taimado incluso de niño, Hopwood?

Se preguntó cuánto tardaría en dejar de hablarle. Si pasaría antes de que dejase de ver su cara con claridad.

Dentro, sacó el recordatorio del bolso y alisó el pliegue que recorría su foto en la parte de atrás. Al final, la música que había elegido la madre de Paul había sido agradable, pero Helen seguía enfadada consigo misma por no plantarle un poco más de cara.

Preocupada porque pareciese que no le importaba.

Buscó entre los viejos discos de Queen de Paul hasta que encontró la canción que quería. Who wants to live forever? seguía sonando en el modo de repetición quince minutos más tarde, cuando se metió en la cama.

Se quedó allí acostada mientras oscurecía, escuchando la música y deseando poder comentar el día con Paul. Poder reírse juntos de ello. Deseando que todavía hubiera sido así entre ellos antes de su muerte. Deseando hacerse un ovillo, destrozar cosas, herir a quien la había hecho sentirse así. A quien había excavado aquel agujero en medio de su ser. Se quedó allí acostada, y las patadas en su interior eran como pequeños gritos.

Salía de cuentas en dos días.

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