Cuarta parte. FUERA LUCES
Treinta y siete

– ¿Cuánto hace que saliste de cuentas? -Semana y media -dijo Helen-. Si no pasa nada antes del fin de semana, me lo van a provocar.

– Supongo que deberíamos ponernos en marcha, entonces.

Jeff Moody estaba sentado frente a ella, en el sofá, como había hecho la primera vez que había visitado el piso. Llevaba lo que parecía el mismo traje azul, aunque Helen suponía que probablemente tenía varios iguales. Desde luego no era el tipo de hombre que pierde el tiempo yendo de compras, en especial últimamente. Había estado ocupado.

– ¿Cómo está él? -preguntó Helen. No era capaz de decir su nombre.

– Plantando cara -dijo Moody-. No va a ser sencillo.

Helen asintió. Las cosas no solían serlo, aunque normalmente era ella la que daba explicaciones a los frustrados parientes de las víctimas. Ella también se había sentido frustrada, por supuesto, pero sólo ahora comprendía realmente lo trivial que era su frustración en comparación. Ella siempre tenía la oportunidad de pasar a otro caso. Las víctimas y sus seres cercanos sólo tenían una vida.

Moody abrió su maletín y le pasó una foto. Helen miró el manojo de llaves de la foto; el gastado llavero de cuero que había visto mil veces.

– Las encontramos en casa de Kelly -dijo Moody-. Evidentemente, así es como entró aquí.

– Difícil de explicar, diría yo.

– Alega que Paul se las dio, por si vosotros perdíais las vuestras.

Helen meneó la cabeza.

– Ese es el juego de Paul. Debió de cogérselo.

– Creo… que es posible que las cogiera del cuerpo de Paul -dijo Moody-, en la parada de autobús, mientras esperaban que llegase la ambulancia. El testigo dice que estaba agachado en el suelo, junto a Paul. Sería bastante fácil.

Helen tragó saliva y le devolvió la fotografía.

– Pero no va a ser fácil probarlo.

– Como todo lo demás.

– Tenemos la cinta del CCTV. Le tenemos hablando con Wave -Moody asintió-. ¿Qué hay de Sarah Ruston? -preguntó Helen.

– Está cooperando.

– ¿A cambio de una reducción de la pena?

Moody se encogió de hombros; ambos sabían cómo funcionaban las cosas.

– Ha identificado a Errol Anderson, alias Wave, como uno de los hombres que le dio las instrucciones, que disparó a su coche el día antes, le indicó todos los tiempos, velocidades y demás. Afirma que eran dos, pero no puede identificar al segundo. Es posible que fuese uno de los otros chicos asesinados, pero no está segura. Llevaba la capucha puesta todo el tiempo.

– Pero seguimos teniendo una conexión directa con la banda.

– Tenemos una grabación de Kelly hablando con uno de ellos. No hay forma de establecer qué se dijo.

– Pero es demasiada coincidencia, ¿no crees?

– Sí…

– Casualmente está hablando con una pandilla que luego organiza el accidente que mata a uno de sus compañeros. Un amigo personal que casualmente investiga a polis corruptos.

– No es a mí a quien hay que convencer, Helen.

Respiró hondo y le dijo a Moody que lo sentía. Él se sonrojó y desechó sus disculpas con un gesto de la mano.

– ¿Cómo explica él esa reunión en el billar? -preguntó Helen.

– Bueno, contra la recomendación de su abogado, está hablando bastante.

Helen recordó la falsa preocupación de la cara de Kelly mientras se sentaban y hablaban de la lectura que iba a hacer en el funeral.

– Apuesto a que sí.

– Afirma que estaba haciendo un trabajo de incógnito. Un chivatazo anónimo.

– ¿Bajo el mando de quién?

– Por su cuenta y riesgo. Dice que sabe que estaba asumiendo un riesgo al no seguir el procedimiento adecuado y todo eso. No le importa reconocer que buscaba protagonismo.

– Es mejor que ser un asesino, ¿no?

– Sí…

– ¿Entonces, cómo lo ves? En general.

Moody se recostó e hinchó los carrillos.

– El problema es que es un caso raro, y la Fiscalía no tiene ni idea de cómo manejarlo. Ya les costó bastante decidir con que imputar a Ruston.

Al final habían optado por homicidio. Helen había colgado el teléfono de golpe cuando Tom Thorne la llamó para darle la noticia.

– Como decía, no va a ser sencillo.

– ¿Pero irá a la cárcel? -dijo Helen-. Me dijiste que iría a la cárcel.

– Mira, todo es circunstancial, pero si tenemos suerte, el peso de esas pruebas puede bastar. Las llaves, el vídeo y todo lo demás. Pero el móvil va a suponer un problema.

– ¿Qué había en el ordenador?

– En cuanto a algo que pudiese ser relevante, no mucho. Desde luego no había mención alguna de Gary Kelly ni nada que pueda implicarle.

– Tenía que sacar de en medio a Paul antes de que eso sucediese.

Moody asintió.

– Aunque no podía estar seguro de que no hubiese sucedido ya, que es por lo que quería el portátil, por lo que entró en su piso. No contaba con encontrarte en casa.

– Le había dicho que iba a quedarme en casa de mi padre esa noche -dijo Helen.

– Lo que necesitamos saber es por qué Kelly creía que Paul era un peligro para él para empezar. Cómo descubrió lo de la operación.

Helen apenas había salido del piso en una semana. Se había quedado sentada, había comido y dormido y pensado en lo que había hecho Gary Kelly exactamente, por qué lo había organizado como lo había hecho.

– Eso es lo que nos ayudará a pillarle -dijo Moody.

Tenía que parecer aleatorio, como el peor caso de alguien que se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado. La naturaleza de la operación Victoria implicaba que incluso un «accidente» podría parecer sospechoso. Paul no podía simplemente olvidarse de apagar el gas o caerse por una escalera. Y cualquier tipo de golpe por encargo era implanteable.

Después de decidir qué hacer y cómo hacerlo, Kelly debió de pasarse días dándose palmadas en la espalda.

El accidente no sólo quitaba a Paul de en medio, sino que eliminaba la menor posibilidad de sospecha con respecto a Kelly. Después de todo, casi se había matado, con un testigo en la parada de autobús para corroborar el hecho. Helen también había estado pensando en ello. El hombre de la parada de autobús había mencionado que Paul había apartado a Kelly cuando el coche se dirigía hacia ellos, pero podía haber malinterpretado lo que había visto. Los testigos lo hacían habitualmente, y en situaciones menos estresantes.

Era agradable creer que la última acción de Paul, aunque equivocada, había sido heroica; pero cuando Helen cerraba los ojos veía que era Kelly el que empujaba; asegurándose de que Paul era atropellado mientras que él salía indemne. Saliendo de allí con unos bonitos cortes y magulladuras, llorando a su amigo, tirándose al suelo para coger las llaves de Paul mientras él se moría.

– ¿Helen?

– Creo que sé cómo lo descubrió Kelly -dijo.

– Sigue.

– Kevin Shepherd. Estaba en la nómina de Shepherd.

Helen le habló de su conversación con Ray Jackson en la parte de atrás de su taxi. El comentario cuya relevancia había pasado por alto. No había sido más que un ligero malentendido o, al menos, eso era lo que le había parecido en el momento:

«-Llevaste a un pasajero en la parte de atrás de tu taxi, un agente de policía, el viernes…

¿Cuál?

¿Verdona?

¿Qué viernes?» Recordó que Jackson había titubeado un segundo o dos. Había disimulado su desliz, y ella no se había dado cuenta.

– Cuando preguntó «¿cuál?» quería decir cuál de los dos policías, no qué día.

– Shepherd paga a muchos polis -dijo Moody-. Por eso Paul le estaba investigando.

Helen sacudió la cabeza. Estaba segura.

– Shepherd le contó lo de Paul a Kelly. Eso es lo que tenéis que investigar.

Moody pensó en ello.

– Tiene sentido, al menos, desde una perspectiva cronológica. Shepherd era el único objetivo que investigaba Paul cuando le mataron.

– Ahí tienes tu móvil -dijo Helen.

– Espero que tengas razón. Entonces lo único que tendremos que hacer es convencer a la Fiscalía. Aun así pueden decidir que a lo máximo que podemos aspirar es a conspiración para cometer un delito.

– Con que vaya a la cárcel, Jeff.

El maletín de Moody estaba abierto sobre sus rodillas. Se inclinó sobre él.

– Mira, si hay alguna posibilidad de encerrar a Kelly por lo que le pasó a Paul, le encerrarán -cerró el maletín y se aclaró la garganta-. Pero yo sé que lo hizo, lo que significa que, aparte de todo lo demás, es seriamente corrupto. Si todo lo demás falla, yo le meteré en la cárcel por eso. ¿De acuerdo?

Helen no respondió, así que él volvió a preguntar. Podía ver que Moody lo decía sinceramente, y sabía que no podía aspirar a más. Le dio las gracias y él prometió llamar en cuanto tuviese alguna noticia. Luego le hizo prometerle lo mismo.

– ¿Qué hay de Frank Linnell?

– Bueno, no es mi área, evidentemente, pero hemos pasado la información que nos dio y los que están investigando los tiroteos de Lewisham le investigarán. Pero tal como operan los tipos como Frank Linnell, tampoco creo que sea fácil.

Helen estaba de acuerdo, pero no se refería a eso.

– Me refería a Linnell y Paul. Dijiste que intentarías averiguar algo.

– Sí, claro -parecía incómodo, como si tuviese alguna novedad, ya no mala, sino vergonzosa-. Estamos prácticamente seguros de que nunca hubo ningún asunto ilegal entre ellos, así que todo lo que tengo es un poco de historia.

– Linnell me lo contó -dijo Helen-. Un caso en el que Paul había trabajado.

– La hermanastra de Linnell, Laura -dijo Moody-, fue asesinada por su novio hace seis años y Paul era uno de los subinspectores asignados al caso. Parece que después mantuvieron el contacto.

Helen recordó las fotos que había en la cocina de Linnell. No era su hija, entonces.

– ¿Cómo la mató?

– A puñaladas. Cuestión de celos, al parecer.

– ¿Cuánto le cayó?

– Bueno, esa es la cuestión. Le mataron a puñaladas cuando cumplía la preventiva en Wandsworth. Dos días antes del juicio.

– Alguien le ahorró un dinero al contribuyente -por la cara de Helen estaba claro quién creía que había sido ese «alguien».

La sonrisa de Moody fue adecuadamente sombría.

– Bueno, hablé con el responsable de la investigación y eso es lo que él cree, en cualquier caso. Por supuesto, nunca lograron probarlo…

Helen todavía veía la cara de la joven; y la de Linnell al mirar las fotos. No le costaba creer que los asesinatos de Lewisham no fuesen la primera vez que Frank Linnell se había tomado la justicia por su mano.

– Así que, en lo que respecta a… Linnell y Paul -Moody estaba recogiendo sus cosas-. Sólo eran amigos. No había nada más -al ver la cara de Helen, abrió la boca para decir algo más, pero ella le interrumpió.

– Una vez jugaste al tenis con un tipo que era falsificador. Sí, ya lo sé.

Moody levantó las manos, como si hubiese expuesto su argumento.

– ¿Pero a cuánta gente mató ese falsificador?

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