Helen ayudó a su padre a recoger las cosas del almuerzo, luego se puso a secar mientras él lavaba los platos. Cuando ella y su hermana eran más jóvenes, les gustaba formar parte de una pequeña cadena de producción mientras su madre descansaba: Jenny guardaba los platos y las tres contaban chistes malos o cantaban al son de la radio. Hoy, Helen y su padre hacían sus tareas en relativo silencio.
Su padre había traído un gran bistec y pastel de riñones del Marks and Spencer y había abierto una lata de cerveza. Le contó sus actividades del día anterior (el marcado de programas de televisión en el Radio Times para ver luego la pinta del almuerzo con el tipo de dos puertas más allá y el café con la agradable señora del otro lado de la calle), mientras Helen asentía y vaciaba su plato, después de que la sesión de vomitonas del desayuno la dejase tan hambrienta como era habitual.
– ¿Y cómo has pasado el domingo? -le preguntó. Ella dijo algo adecuadamente poco comprometedor, sin ganas de responder a las preguntas que seguirían si mencionaba el almuerzo con Roger Deering y la tarde que había pasado en casa de Sarah Ruston. Le dijo que había pasado una noche tranquila.
Mientras veía a su padre terminarse su almuerzo, aprovechó la ocasión para disculparse por la discusión que habían tenido hacía dos días, cuando él estaba montando la cuna. Había sido culpa suya, pero eso nunca había importado cuando se trataba de su padre. Se enfurruñaba, como Jenny.
Él la había mirado desde el otro extremo de la mesa, sonrojado.
– No seas boba, cariño. Soy yo el que tendría que disculparse. Ayer me sentí fatal todo el día.
– Oh…
– Soy un viejo desgraciado.
Aquello era toda una novedad. Sabía lo mucho que deseaba protegerla, y sintió una punzada de compasión por un hombre cuyas grandes manos no entraban fácilmente en guantes de seda.
Helen se había dado cuenta con bastante rapidez de que su estado era una especie de comodín para todo. En cualquier situación, desde una discusión en Correos a un pequeño hurto en una tienda, el embarazo te daba cierta libertad de acción. Al fin y al cabo, no era buena idea discutir con una mujer embarazada, dejar que la pobre se pusiese demasiado emotiva, revolver esas inestables hormonas. Si a eso se añadía la reciente pérdida de un ser querido, era obvio que podías salirte con la tuya incluso en caso de asesinato. Estar preñada y viuda significaba no tener que pedir perdón nunca.
Volvió a pedirlo de todas formas, porque su padre se hubiese sentido fatal, mientras hacía una nota mental para empezar a ser bastante más desagradable con la gente.
– Aunque tenía razón sobre esa cuna -dijo él.
En cuanto terminaron de lavar los platos, su padre se alejó del fregadero, secándose las manos con un paño.
– Todavía no has llorado como es debido, ¿verdad, cariño?
Helen se rio y frotó el último plato.
– ¿Estás de coña? Me harté de llorar con Los asesinatos de Midsomer anoche.
– Ya sabes a qué me refiero.
– Por cualquier tontería…
– Por Paul -dijo-. No has llorado por Paul.
Helen dejó el plato mientras su padre se acercaba a ella y empezó a llorar otra vez, pero por los motivos equivocados. Él la arrulló, le acarició la espalda y ella enterró la cara en su hombro, oliendo su aftershave y frotando su mejilla contra el suave tejido de su camisa.
– Ya te lo he dicho -sollozó-. Por cualquier tontería.
Cuando se separó y metió los platos en la alacena, hablaron del funeral. Seguía sin haber noticias sobre la fecha, pero Helen suponía que no tardarían mucho en entregar el cuerpo. Le dijo que la madre de Paul seguía estando rara. Helen no quería flores, sino donarlo todo a una organización benéfica de la policía, pero Caroline Hopwood era tan tradicional a ese respecto como en lo relativo a la selección musical.
– Es comprensible.
– ¿Sí? Yo voy a tener a su maldito nieto.
– Estoy seguro de que lo superará.
– Si te soy sincera, no sé si me importa demasiado -dijo Helen-. Simplemente no estoy dispuesta a pelear por eso.
– ¿Quieres que hable yo con ella? -preguntó su padre.
Helen recordó la incómoda situación de la fiesta del trigésimo cumpleaños de Paul, la conversación forzada en la única ocasión en que su padre había visto a los padres de Paul.
Recordó las bromas que ella y Paul habían hecho al respecto después.
– Yo lo arreglaré -dijo ella-. Gracias.
Su padre asintió y abrió la nevera. Sacó una tarta de frutas que había comprado con el pastel de riñones.
Helen sonrió.
– Sacando el barco a flote, ¿eh?
– Iba a preguntarte si podía ayudar a llevar a Paul -dijo su padre. Se aclaró la garganta-. A llevar el féretro. Probablemente lo harán sus compañeros, miembros de la familia, supongo…
– Lo harán los polis -dijo Helen-. Una guardia de honor, con uniforme de gala. La madre de Paul quiere toda la ceremonia. Veintiséis salvas, trompetas, el paquete completo.
Su padre asintió, impresionado.
– Es broma.
– No hay problema, de verdad. Sólo había pensado ofrecerme.
– Probablemente tendrás que cargar conmigo.
– No sé si estoy preparado para eso.
Se quedó de pie a su lado observando mientras su padre servía una gran ración de tarta.
– Probablemente debería volver -dijo-. ¿Por qué no le llevas eso a tu amiga? Claro que tendrás que vigilar la línea si quieres llegar a algo con ella.
– ¿Quién dice que no lo he hecho ya?
Le dio un pequeño puñetazo en el hombro y miró a su alrededor en busca de su bolso.
– Llámame cuando llegues a casa -dijo-. O luego. No importa.
Helen asintió.
– Si estoy en condiciones. Dan Los asesinatos de Midsomer en UK Gold todas las santas noches…
El coche de Helen estaba aparcado más o menos frente a la puerta de la casa de su padre. Al cruzar la calle, se quedó inmóvil al oír el chirrido de unos neumáticos y vio un Jeep negro acelerando para incorporarse a unos cincuenta metros a su derecha. Cuando pasó junto a ella, pudo ver que había dos hombres dentro, mirando al frente, y se preguntó si había visto un coche parecido, tal vez el mismo coche, delante de su bloque un par de días antes.
Se estaba diciendo que era ridículo, que había un montón de Jeeps negros por ahí, cuando le sonó el móvil. Era Martin Bescott, el inspector de Paul en Kennington.
– Tenemos algunas cosas más de Paul -dijo.
– ¿Ah? Creía que me lo había llevado todo.
Se hizo una pausa.
– Encontramos otra taquilla. Al sustituto de Paul no le apetecía demasiado quedarse con la suya, así que…
Helen dijo que lo comprendía. Los polis eran más supersticiosos que la mayoría de la gente.
– Al final tuvimos que forzarla.
– ¿No pueden dárselo a la beneficencia? -preguntó-. Ya sabe, ahorrarme…
– Bueno, sí, había unas deportivas viejas, y algunas prendas más. Pero pensé que probablemente querría el portátil.
Ahora era el turno de Helen para hacer una pausa.
– ¿Helen?
– Me pasaré a recogerlo -dijo.
Theo había pasado casi toda la mañana en el piso franco, encerrado hablando de chorradas con Sugar Boy, a quien Wave había enviado al no aparecer SnapZ. Theo tenía la esperanza de que el primer día de una nueva semana fuese bueno. De que empezase a entrar dinero un poco más rápido y poder empezar a sentirse menos inquieto, un poco menos como alguien esperando a que suceda algo malo.
Había tenido bastante mala suerte en ambos aspectos, y en cuanto empezó a acercarse la hora del almuerzo, volvió corriendo a casa para compartir un bocadillo con Javine.
Apenas se había sentado cuando Easy se presentó con su gordo y feo pit-bull tirando de la correa, en la puerta de Theo. Se lo había comprado en cuanto Wave se compró el suyo; le había soltado setenta y cinco libras a un listillo de Essex que se dedicaba a darles palmaditas en la espalda en el Dirty South y se las había apañado para comprar el bicho más tonto de la urbanización. Wave decía que alguien debía de haberle pegado una patada en la cabeza cuando era un cachorro. A Easy parecía gustarle. Parecía pensar que él y su perro tarado estaban hechos el uno para el otro o algo.
Javine empezó a dar voces en cuanto oyó los ladridos. No podía soportar al perro y no lo quería cerca del niño. Theo intentó tirar de la puerta tras él en cuanto a ella empezó a írsele la olla, gritando que no quería animales estúpidos en su casa, tanto si tenían cuatro patas como dos.
Easy se encogió de hombros.
– Vamos a dar un paseo -dijo.
Dieron una vuelta a la urbanización primero; a Easy le agradaba la atención de los chavales de los garajes, las miradas aviesas de algunas de las mujeres mayores (madres y hermanas) mientras observaba a su perro haciendo sus cosas en el raído cuadrado de hierba, pavoneándose por lo que pasaba por campo de juegos antes de meterse hacia Lewisham High Street.
Estaban a veintitantos grados y subiendo. Easy llevaba una camisa de seda abierta sobre una camiseta color teja, al igual que sus pantalones militares y sus deportivas. Theo había elegido unos vaqueros de tiro bajo y una camiseta de Marley, las Timberland que se había comprado después de los robos que había hecho con Easy tres semanas antes.
Con el poco dinero que no había ahorrado.
– ¿Cómo van las cosas, Estrella?
Theo le dijo a Easy que las cosas iban bien, que no le había visto demasiado el pelo los últimos días. Desde lo de Mikey.
– He estado ocupado, T.
Theo movió la cabeza en dirección al piso franco, donde había dejado a Sugar Boy cuidando del fuerte.
– Hay más bien poco movimiento.
– Exacto. Hay que sacar negocio nuevo de donde se puede, ¿me entiendes?
– ¿De dónde lo has estado sacando, entonces?
– De aquí y de allá, tío.
– ¿De algún sitio de dónde no debes?
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Como cuando fuimos a robar, cuando desplumamos a aquellas putas. Tal vez nos metiésemos en el terreno de otros, es lo único que digo.
Easy miró con dureza a Theo y estuvo a punto de tirar a una chica que empujaba un carrito. Ella le insultó y él la ignoró.
– ¿En el terreno de quién? ¿De qué cojones hablas, tío?
– Da igual de quién. Todo lo que no sea nuestro es terreno de otros.
– Siempre te has preocupado demasiado, T.
– Sí, puede que sí.
– Desde que éramos críos, tío.
Un poli uniformado y dos agentes de proximidad (maderos de juguete) venían tranquilamente hacia ellos. El poli le echó una buena ojeada a Easy y a Theo, mientras que los agentes de proximidad parecían bastante más preocupados por el pit-bull.
Easy les regaló una sonrisa de oreja a oreja a todos, y tiró del perro para alejarlo. Doblaron la esquina hacia Lee Bridge.
– Todos estos cerdos de refuerzo van a largarse pronto -dijo-. Las cosas pueden volver a la normalidad, ¿no?
– ¿Tú crees?
– Esto es el Salvaje Oeste, tío. Se les ve en la cara, no les mola.
Se detuvieron unos metros más adelante, cuando el Mercedes de Wave pasó junto a ellos y se paró sobre las líneas amarillas. Así iba al volante e indicó tranquilamente al coche de atrás que pasase cuando su conductor tocó el claxon. Theo se quedó mirando mientras Easy se acercaba y se agachaba para hablar con Wave a través de la ventanilla. Hablaron durante unos minutos y Theo vio los ojos de Wave dirigirse rápidamente a él; le vio saludarle con la cabeza y reírse con algo que Easy había dicho. Theo le devolvió el saludo. Sabía que estaban hablando de él e intentó no pensar en ello.
Podía ser cualquier cosa. La ropa que llevaba, cualquier cosa.
Cuando Wave se fue, siguieron caminando. Easy dijo que seguía pensando en darle una buena bofetada a Así en cuanto se le presentase la oportunidad, luego habló de los diversos líos que tenía con varias mujeres. Se tiraba a bastantes, o eso decía, y había por lo menos dos críos por ahí sueltos.
– Me gusta mantener mis opciones abiertas -dijo-. Tener algo de variedad, ¿sabes a qué me refiero? Nunca he sido de los que sientan la cabeza -siguieron caminando-. Te lo digo yo, tío -se rio-, esa mujer tuya es cosa fina.
– Ya.
– Cosa fina…
Theo sonrió y pisó con cuidado para evitar una plasta marrón de la acera. Pensó: «Sí, y es mi cosa fina».
Hablaron de tonterías durante unos minutos, Easy poniendo a caldo a un DJ de la zona que había oído en la emisora del barrio y alardeando de cómo le había metido el miedo en el cuerpo a un pringado que le había rayado el coche en Shooters Hill. Theo hacía todo lo que podía para parecer relajado. Seguía pensando en aquellos tres uniformes a la vuelta de la esquina; en la cara de aquel policía al mirarle a los ojos. Luchaba por escuchar los desbarres de Easy por encima del quejido de su cerebro a toda velocidad y su imaginación intentaba escaparse de oscuras esquinas.
– T, ¿me estás escuchando, tío?
– No vale la pena oírte, tío.
– Tengo hambre. ¿Tú tienes hambre?
Pararon en el McDonald's que había dentro de Lewisham Centre.
– También tengo que mear -dijo Easy-. Dos pájaros de un tiro, tío. Coser y cantar -le pasó la correa a Theo y le pidió que cuidase del perro mientras iba dentro y compraba McFlurries para los dos.
Theo esperó mientras Easy hacía sus cosas, intentando controlar al perro cuando arremetía contra los transeúntes, reprimiendo la tentación de soltar al chucho y ver cómo se las apañaba en una calle llena de tráfico.
Easy salió y le dio a Theo su helado.
– Lo de antes -dijo-, todo eso de meterse en territorio ajeno. ¿Crees que fue culpa mía que matasen a Mikey?
– Yo no he dicho eso.
– Parecía que eso era lo que estabas diciendo.
– Es jodido, nada más -dijo Theo-. No debería estar pasando.
Easy se encogió de hombros. Comió rápido y cuando hubo terminado lanzó el envase de plástico hacia una papelera. Se volvió hacia Theo, abrió los brazos, con el perro persiguiendo su propia cola a sus pies.
– Así son las cosas, tío. ¿Me entiendes? Se supone que tiene que ser así.
– ¿Cómo? ¿Andar cagado de miedo?
Easy entornó los ojos, se enrolló la correa del perro alrededor de la muñeca y tiró del animal hacía sí.
– ¿Quién tiene miedo?
Theo miró fijamente el tráfico.
– ¿Te vas a terminar eso?
Theo le dio su McFlurry sin empezar, luego cerró los ojos e intentó recordar el sabor de la cebada en un balcón al viento, disfrutando del sol sobre la cara durante medio minuto, mientras esperaba a que Easy terminase.
Ella y Paul nunca se habían metido el uno en las cosas del otro. Habían mantenido su propio espacio, se lo habían concedido mutuamente y estaban bastante contentos con ello. Cada uno veía a sus amigos y nunca habían sentido la necesidad de rendir cuentas de cada conversación, de preguntar al otro con quién había hablado después de colgar el teléfono. Raras veces se habían visto obligados a coordinar sus agendas y tenían cuentas bancadas separadas; una independencia que había sido fácil, aunque luego se había visto forzada, especialmente por Paul, a consecuencia de la aventura de Helen.
Se decía estas cosas en un esfuerzo por explicarse la existencia del ordenador que había recogido en Kennington de vuelta a casa. Para quitarle importancia a su presencia, estilizada y gris, sobre la mesa, delante de ella. Para sentir un poco menos de aprensión al encenderlo.
Había abierto todas las ventanas del piso, pero el ambiente seguía siendo bochornoso; cerrado, habría dicho su padre. Llevaba unos pantalones cortos sueltos y una de las viejas camisetas de Paul y estaba sudando. Una copa de vino frío o, mejor aún, una cerveza, habría sido más que bienvenida.
Bescott la había esperado en el aparcamiento.
La había llevado a su despacho y le había entregado el portátil envuelto en una bolsa de plástico. Le había parecido bastante agradable, pero, como siempre, resultaba difícil decidir hasta qué punto su amabilidad se debía a su estado. A sus… circunstancias. Pero había algo en su cara, como si se estuviese esforzando demasiado, y Helen no pudo evitar preguntarse si él y otros por encima de él albergaban las mismas sospechas que ella acerca de las actividades de Paul. ¿Cuánto tiempo tardaría en llamar a su puerta algún severo funcionario de Asuntos Internos?
Los Chupatintas.
La pantalla del Mac se volvió azul mientras se iniciaba el sistema.
¿Con cuánta insistencia procedería Asuntos Internos en una investigación si el agente en cuestión estaba muerto? ¿Había algún peligro de verse implicada ella misma? Sabía cómo trabajaba aquella gente y que era posible que presumiesen que, como compañera de Paul, su integridad se había visto comprometida.
Pinchó en el icono que había encima del nombre de Paul y se dijo que estaba siendo ridícula. En el peor de los casos, probablemente querrían examinar las cosas de Paul y echar un vistazo a lo que hubiese en aquel ordenador. Rebuscar en busca de basura.
Igual que ella.
Apareció el escritorio y Helen sintió como si la hubiesen dejado sin aliento de un puñetazo: una foto granulosa de Paul y ella, sonriendo a la cámara en una taberna griega hacía tres veranos. Paul llevaba el pelo muy corto y tenía la cara roja. A ella prácticamente se le salían las tetas de un bikini que nunca debería haberse puesto.
– Serás capullo -susurró Helen, aporreando el teclado-. ¿Por qué no me haces sentir aún peor?
Abrió la carpeta de inicio de Paul y echó un vistazo. Todos los archivos por defecto del sistema estaban donde debían. No había absolutamente nada en «Imágenes» ni en «Vídeos» y la carpeta «Documentos» contenía únicamente los datos de usuario que eran de esperar.
El Mac apenas había sido utilizado, o al menos no por mucho tiempo.
Compartían el IBM de casa, utilizando usuarios distintos en el mismo sistema. El escritorio de Paul siempre estaba lleno de documentos y recortes aleatorios, diversas carpetas repletas de canciones descargadas y vídeos ligeramente ofensivos cortesía de Gary Kelly y otros colegas del trabajo. Ella era la de las carpetas bien ordenaditas con nombres como «facturas de servicios», «bebé» e «impuestos municipales».
En el portátil le resultó bastante fácil detectar la carpeta que estaba buscando. Contenía un único documento, llamado «Victoria». Helen pinchó dos veces para abrir el archivo y el sistema le pidió una contraseña.
Miró fijamente el formulario vacío de la pantalla durante un minuto, el cursor parpadeando en su interior, luego introdujo el apellido de Paul y su fecha de nacimiento. Como la mayoría de la gente, utilizaba su fecha de nacimiento como PIN de su cuenta bancaria.
No funcionó.
Probó con el nombre de su madre, el de casada y el de soltera. El de su padre. Luego probó con su propio nombre, preguntándose mientras tecleaba por qué no era lo primero que había pensado.
La contraseña introducida es incorrecta.
¿Por el amor de Dios, cuánta complicación podía tener aquello? Paul no era… nunca había sido precisamente un lince en lo que a esas cosas respectaba.
Victoria…
Tal vez se hubiese tomado la revancha, después de todo. Dios, ¿podía ser tan sencillo como una pequeña aventura? Un tanto pija, además, por como sonaba. Era una idea dolorosa, pero tal vez menos dolorosa que la otra opción.
Pero todavía quedaba lo de Kevin Shepherd por explicar. Y lo de Frank Linnell.
Empezó a teclear rápidamente, gritándose cada vez que se confundía y cuando pulsaba accidentalmente Bloq Mayus, probando con palabras conforme iban surgiendo en su cabeza y aporreando la tecla Intro. Cualquier cosa que pudiese haber significado algo para Paul: el nombre de su mejor amigo de la escuela, el perro que tenía de niño, Queens Park Rangers, La gran evasión, el puto Freddie Mercury…
La contraseña introducida…
Cerró el portátil con tanta fuerza como se atrevió y se quedó allí sentada hasta que recuperó el aliento. Hasta que el sudor empezó a enfriársele sobre el cuello y los hombros.
Recordó que al marido de Jenny, Tim, se le daban bien los ordenadores, lo plasta que se había puesto varias veces hablando de redes y cortafuegos. Pensó en pedirle ayuda, luego se lo pensó mejor enseguida. Sabía que Jenny saldría de caza en cuanto se enterase, que la interrogaría sin descanso. A lo mejor podía pedirle a Tim que lo hiciese a hurtadillas y se lo callase. Tal vez pudiese convencerlo con una mamada; sabía que siempre la había mirado con buenos ojos.
¡Dios!, ¿de dónde demonios había salido aquello?
El bebé le dio una patada bien fuerte. De repente se sintió mareada, aturdida. Fue a la cocina y se bebió media botella de agua.
Cuando se sintió más calmada, llevó el portátil al dormitorio, lo envolvió en la bolsa de plástico y lo escondió en el fondo del armario, detrás de la guitarra de Paul. Se sintió enrojecer aun cuando lo estaba haciendo, pero sabía que fuese lo que fuese lo que había en el disco duro debía permanecer oculto.
Pensó que tal vez Frank Linnell tuviese las respuestas, pero no iba a ser fácil averiguarlas. No había forma de que pudiese pedir ayuda a nadie sin tener que explicar por qué, y no era factible ir a su oficina y sentarse delante del ordenador. Buscar un número de matrícula, como había hecho con Ray Jackson, era bastante fácil, pero utilizar el Ordenador Central de la Policía implicaba iniciar sesión e introducir su contraseña. La sesión quedaría registrada.
Dios, si al menos tuviese el nombre de alguna de las empresas de Linnell, podía ser tan fácil como mirar las Páginas Amarillas.
De vuelta en el salón, echó un vistazo al resto de las cosas de Paul, que seguían donde las había dejado, encima de la mesa: su agenda, cintas y CD, el mapa de carreteras del coche, su GPS.
– Venga, Hopwood, reconócelo. Es una idea genial…
Tal vez no, pero era buena idea, y aunque podía llevarle un rato, tampoco tenía mucho más que hacer.
Tal vez, en esta ocasión, la tecnología se pusiese de su parte.