Helen miró las dos cámaras de CCTV que había en cada esquina del tejado mientras esperaba en la puerta de entrada. Había visto más en las cancelas por donde había entrado y se preguntó si la había estado viendo mientras se acercaba. En realidad, no era ninguna sorpresa que un hombre así fuese cuidadoso. Tenía mucho que proteger, y probablemente había bastante gente que se alegraría de verle perderlo todo.
Aunque, por otra parte, también debía de tener a bastante gente de su lado; gente que podía advertirle de cualquier peligro u obtener información cuando otros se esforzaban por conseguirla. Una red. Y sus propios métodos para conseguir que la gente hiciese algo de ruido cuando una investigación oficial se daba de bruces contra un muro de silencio.
La idea de que quien estuviese detrás de la muerte de Paul también era responsable de los tiroteos no tenía sentido. Si estabas intentando proteger tu culo, ¿por qué montar algo que iba a exigir librarte de toda una banda después? De modo que, una vez eliminado de la foto quien hubiese utilizado a los chicos del coche para hacerle el trabajo sucio, no había sido muy difícil.
No había precisamente muchos más candidatos.
Helen había llamado temprano a Jeff Moody, después de varias conversaciones con la Brigada de Homicidios para organizar su cita en el Workz. Al mencionar a Frank Linnell, él le había asegurado que todavía estaba haciendo indagaciones, comprobando la naturaleza exacta de su relación con Paul.
– Creo que podré descubrir un poco más por mí misma -había dicho ella.
– No estoy seguro de que sea buena idea.
– Abandoné las buenas ideas hace semanas -dijo Helen.
Esta vez no había habido problema para preguntar la dirección de Linnell.
El recibidor le recordó al vestíbulo de un hotel exclusivo, con una gran extensión de mármol marrón veteado y una exagerada lámpara de araña. Había óleos en las paredes y una amplia escalera curvada que ascendía tres, tal vez cuatro pisos o más. Unos cuantos millones, pensó Helen.
Linnell la condujo hasta una cocina que hacía que la de Jenny se pareciese a la suya. Se sentó a la mesa y le observó mientras preparaba un poco de té. Le sorprendió ver que no parecía haber personal interno, que no parecía haber nadie más en la casa.
– Tienes un aspecto fantástico esta mañana -le dijo-. Teniendo en cuenta la noche que habrás tenido. Yo no dormí mucho, si te digo la verdad. Es duro, ¿verdad?, seguir adelante como si nada hubiera pasado.
– Supongo que sí -Helen se quedó mirando su espalda mientras él echaba leche y removía. Lo estaba haciendo otra vez, hablarle como si su relación con Paul significase tanto como la suya.
– Pero al final no nos queda más remedio, ¿no? -Llevó las tazas y le preguntó si quería galletas. Dijo que la mujer que se encargaba de la cocina hacía las mejores galletas, si le apetecían.
Helen ya había comido y había vomitado dos veces.
– Lo hiciste bien ayer – dijo-. Demostraste mucha fuerza, si no te molesta que te lo diga. Más que la mayoría de nosotros, en cualquier caso. Hubo algunas lágrimas, ya te digo.
Helen tomó un sorbo de té hirviendo, y disfrutó la quemazón. No quería hablar de minucias sobre el funeral, en realidad no quería hablar de nada de lo que no tuviese que hablar. Quería abordar la cuestión.
– ¿Has oído hablar de esos tiroteos de Lewisham?
El asintió, envolviendo la taza con las manos.
– No se puede ignorar, está todo el rato en las noticias.
– Cuatro asesinatos en casi dos semanas -dijo ella.
– Doce días.
– Me fío de tu palabra.
– Hay que hacer algo -dijo Linnell-. No sólo vosotros. Gente mejor situada… Resolver el lío -meneó la cabeza-. No quiero parecer insensible, pero me pone un poco enfermo, ¿sabes a qué me refiero? Entierras a alguien como Paul, cuando hay gente por ahí haciendo eso, como si la vida no valiese lo que cuesta una comida para llevar. Te hace querer levantar las manos…
Parecía decirlo en serio. Tal vez los tipos como Frank Linnell pudiesen hacerlo, pensó, disociar sus propias acciones de las de los demás, por terribles que fuesen. O tal vez se hubiese enfrentado a situaciones como aquella desde su nacimiento.
– Eran los chicos del coche -dijo-. Los que mataron. Eran los que iban en el Cavalier cuando mataron a Paul.
Linnell no se esforzó demasiado por parecer sorprendido.
– Difícilmente se les puede considerar chicos.
– El más joven tenía catorce años.
Él se encogió de hombros.
– ¿No crees que renuncias a cualquier tipo de compasión cuando te ganas la vida como ellos lo hacían? ¿Cuando empiezas a llevar pistola?
– ¿Tú sí?
– Mira, comprenderás que no me afecte. Deberías comprenderlo, en cualquier caso.
– ¿Debería?
– ¿No hubo ni una pequeña parte de ti que se alegrase al descubrirlo?
Helen no pudo sostenerle la mirada y sus ojos se desviaron hacia el aparador de la esquina. Encima había una docena de fotos o más en marcos de colores brillantes: una instantánea en blanco y negro de una mujer mayor con un bebé; una foto más reciente de una mujer distinta, de pie junto a una chica joven; el propio Linnell posando con varios hombres trajeados. Y varias fotos de una mujer joven. Era excepcionalmente hermosa, con el pelo largo, castaño, unos ojos enormes y una sonrisa que daba a entender que no acababa de aceptarlo. Helen sabía muy poco de la vida privada de Linnell y se preguntó si sería su hija.
Linnell se giró y siguió su mirada.
– Tengo un par de Paul por alguna parte, si te apetece verlas.
– No, gracias.
Ambos dejaron de mirar las fotos.
– Mira, sé por qué estás tan cabreada -dijo él.
– ¿Ah sí? -¿Tienes la menor idea?, pensó Helen. ¿Puedes entender por un segundo que fuese lo que fuese lo que habían hecho los chicos que iban en aquel coche, formasen parte de lo que formasen, no se merecían lo que les hiciste? ¿De verdad crees que lo que has estado haciendo está justificado o que es, en algún sentido, egoísta y retorcido, honorable?
– No puedes soportar la idea de que Paul decidiese pasar tiempo con alguien como yo.
Helen tragó saliva.
– Lo que Paul hiciese era asunto suyo.
– No estoy diciendo que te culpe por ello.
– No estoy aquí para hablar de Paul.
– Entiendo que has descubierto lo que estaba haciendo -esperó, pero Helen no dijo nada-. Lo que significa que también estás profundamente cabreada por el hecho de que me lo contase a mí y a ti no.
– ¿Por qué crees que lo hizo? -Estaba decidida a mantener la calma, pero estaba levantando la voz-. Te lo contó porque eras parte de la operación. Esperaba que le fueses de utilidad, eso es todo.
– Si eso es lo que prefieres creer, vale. Pero si escuchas, te sentirás mucho mejor.
– No necesito que tú me hagas sentir mejor.
– Yo era la única persona en la que podía confiar -dijo Linnell-. Piénsalo. ¿A quién se lo voy a contar yo? Cree lo que quieras, pero yo no pago a un solo poli por nada, y si lo que Paul estaba haciendo le causaba algún problema a alguno de mis competidores que sí lo hace, tanto mejor. Sí, acudió a mí justo al final para que le echase una mano, cosa que, créeme, ojalá hubiera hecho, pero ahí se quedó la cosa -estaba manoseando su cadena de oro otra vez, envolviéndosela en el dedo-. Creo que necesitaba contárselo a alguien, ¿sabes? Creo que le estaba afectando un poco. Y realmente no podía contárselo a nadie más.
Hubo cierto alivio, una bien recibida dosis de comprensión, pero la sensación se evaporó rápidamente y le dejó mal sabor de boca. Helen no podía digerir la idea de que lo que Linnell le estaba contando debía servirle de consuelo, al igual que no podía soportar pensar que era posible que no le pillasen por vengarse de los chicos que iban en aquel coche.
Pero ella no podía hacer gran cosa al respecto.
– ¿Entonces, no sabes nada de esos tiroteos?
– ¿Aparte de lo que me acabas de contar, quieres decir?
– Y lo que has visto en las noticias, por supuesto.
Él se terminó el resto de su té y sonrió.
– La verdad es que no sé qué esperas que te cuente, Helen.
Cuando echó su silla hacia atrás, Linnell se puso en pie y estiró una mano para ayudarle, chasqueando la lengua tranquilamente, como si le hubiese decepcionado, como si pensase que estaba siendo maleducada. Le preguntó si estaba segura de que no quería un poco de tarta, le dijo que estaría encantado de envolverle un trozo para que se lo llevase.
Abrió la nevera, pero Helen siguió andando.
Theo lo había oído en la voz de su madre cuando le había llamado, y pudo verlo en su cara al entrar. Cuando se levantó del sofá y se acercó para abrazarle.
– ¿Te has tomado una copa?
– Unas cuantas.
– ¿Qué pasa?
– ¿Por qué tiene que pasar algo?
– No es domingo -dijo Theo.
Se sentaron en la mesa del comedor. Ella no le ofreció nada ni le preguntó si ya había comido algo. Se sacó las gafas y se frotó los ojos.
– ¿Está bien Angela?
Ella le miró como si la pregunta fuese ridícula.
– Angela está en la escuela.
– Estabas haciendo que me preocupase, eso es todo -sonrió, pero tenía la impresión de que no le iba a apetecer hacerlo por mucho más tiempo.
– ¿Estás preocupado? -Había un raro y feroz destello de ira en los ojos de su madre.
– ¿Qué?
– ¿Estás preocupado desde hace cuánto? ¿Desde que cruzaste esa puerta hace dos minutos? -La bebida hacía que su acento fuese más cerrado, que sus palabras se alargasen y adquiriesen cierta cadencia-. ¿Quieres saber lo que es preocuparse todo el tiempo?
Theo chistó y desvió la mirada, pensando que su madre no tenía ni idea.
– ¿Preocuparte tanto que no puedes dormir? ¿Estar tan preocupada por uno de tus hijos que no te queda tiempo para pensar en el otro?
– Venga, Mamá…
– Venga, nada -sacudió la cabeza lentamente y se puso de pie-. No quiero pelearme contigo, Theodore -cruzó la habitación y cogió su bolso del sofá-. No pretendía enfadarme contigo.
– No pasa nada.
– No debería haber abierto esa botella.
– De vez en cuando no hace daño.
Llevó su bolso a la mesa y se sentó.
– Creo que te preocupas más si tienes hijos tarde, como nosotros. Piensas que no vas a estar tanto tiempo para ayudarles, ¿sabes?
– Lo sé.
– Por supuesto, resultó que teníamos razón en el caso de tu padre.
Theo se preguntó por un segundo si había estado tan pillado con todo que había olvidado alguna fecha importante: el cumpleaños de su padre o el aniversario de su muerte. Pero faltaban meses para ambas.
– Siempre me decía que eres demasiado listo -dijo ella-. Se sentaba ahí y decía que tú eras el inteligente, que evidentemente lo habías heredado de su lado de la familia.
– Sí, a mí también me lo decía.
Ella sonrió, luego un suspiro se abrió paso a través de la sonrisa.
– Demasiado listo para verte envuelto en alguna estupidez, decía. Para meterte en problemas -hizo una pausa y jugueteó con el cierre de su bolso-. No había nadie con mejor corazón o más trabajador que él -dijo-, pero a veces no veía una mierda -hizo una pausa y miró a Theo.
Theo miró la mesa. No podía recordar la última vez que la había oído decir algo así sobre su padre.
– Pero yo sí -dijo ella-. Claro que habría que estar ciega para no ver lo que está pasando por aquí. O imbécil. Sabes que no soy ninguna de las dos cosas, ¿verdad?
– Por supuesto que lo sé…
Ella levantó un dedo para callarle.
– Así que… -Abrió su bolso y sacó una libretita azul plastificada. La empujó por encima de la mesa.
Theo la abrió.
– ¿Qué es esto? -Aunque era bastante obvio: el logo de la caja de ahorros en la cubierta, la lista de ingresos en cada página.
– Podríais marcharos -dijo ella-. Tú, Javine y Benjamín -señaló la libreta que Theo tenía entre las manos-. No es mucho, un poco menos de mil novecientas libras, pero es suficiente para llegar a algún sitio. Suficiente para cuidaros hasta que encontréis algo.
Theo le devolvió la libreta.
– Creo que deberías limitarte a beber los domingos, ¿vale?
Ella ni siquiera la miró.
Él recorrió las páginas; los ingresos se habían realizado cada dos semanas sin excepción. Tenía la boca seca y los dedos sudorosos sobre el plástico. Todavía tenía la pistola en el bolsillo.
– Podríamos irnos todos -dijo.
Hannah Shirley negó con la cabeza.
– ¿Por qué no? -Se inclinó sobre la mesa-. Como hicimos la última vez.
– Yo no quiero irme -dijo ella-. Aquí tengo montones de amistades y ahora Angela también tiene las suyas. No es como cuando nos mudamos la última vez. No quiero desarraigarla.
Theo recordó lo que su madre había dicho hacía unos minutos: había derrochado toda su preocupación en él y sabía que su hermana se merecía un poco.
– No te puedes permitir darme esto -le dijo.
Ella hizo una mueca, fingiendo estar ofendida.
– No soy una vieja inútil, ¿sabes? Tengo cincuenta y un años. Todavía recibo la pensión de tu padre del Transporte de Londres y puedo buscarme un trabajo a tiempo parcial hasta que tu hermana termine la escuela. Me gustaría hacerlo. Trabajar en una tienda o algo. Estaría bien salir un poco más de casa, si te digo la verdad. Se me da bien tratar con la gente, ¿sabes?
– Ya lo sé.
– Y tú -le señaló- tienes que cuidar de tu propia familia un poco más. -Se reclinó en la silla y le miró fijamente durante unos segundos, luego lanzó los brazos al aire, como si todo hubiese sido una tontería; una agradable discusión hipotética-. En cualquier caso, sólo son palabras -sonrió y tocó con una mano una de las de Theo-. Es el alcohol el que habla.
Theo asintió.
– Vale.
– Muy bien. Voy a preparar un poco de té…
Cuando se hubo ido a la cocina, Theo examinó la libreta de ahorros que su madre había dejado en la mesa. Algunas de las cantidades eran casi ridículamente pequeñas, un par de libras, pero habían sido ingresadas cada quincena y la lista de ingresos ocupaba muchas páginas.
Theo sintió que las lágrimas se acumulaban y empezaban a brotar. Se las enjugó, levantó la vista y vio a su madre observándole desde la puerta de la cocina.
– Tampoco tengas miedo de hacer eso -dijo-. Tu padre nunca lo hacía; era de esa clase de hombres. Incluso cuando estaba enfermo, yo era la que tenía que llorar por los dos -se apoyó en el marco de la puerta-. La única vez que le recuerdo llorando fue cuando Inglaterra le ganó a las Indias Occidentales…
Laura bajó unos minutos después de que Helen se fuese y se sentó en el último escalón.
– Os he oído discutir -dijo.
– No realmente. -Frank recorrió lentamente el recibidor-. Sólo se excitó un poco, nada más. No puedes culparla por estar alterada.
– No sé cómo lo hace -dijo Laura-. Cómo puede andar por ahí, ver gente y seguir adelante con las cosas. Creo que yo me limitaría a acurrucarme en una esquina.
– Sí, desde luego es fuerte. Claro que va a tener que serlo.
Luego le preguntó a Laura qué debía hacer. Si debía ayudar a Helen contándole lo que sabía. No le contó cómo lo sabía, por razones obvias, pero, incluso cuando le estaba haciendo la pregunta, sabía que probablemente se estaba engañando a sí mismo. Laura siempre lograba leer su mente, saber lo que había hecho o lo que estaba pensando hacer; pero aun así, se calló los porqués y las explicaciones. Sólo era algo que había averiguado y quería saber si ella creía que debía informar a la novia de Paul al respecto. Así de sencillo.
– ¿Quieres hacerlo porque te sientes culpable?
Tenía razón: se estaba engañando a sí mismo.
– No seas boba. Es sólo que, teniendo en cuenta de qué se trata, me parece la forma correcta de hacer las cosas. Me parece… lo adecuado, ¿sabes?
Laura seguía allí sentada, mordiéndose una uña y Frank fue a buscar una Coca-Cola Light a la cocina. Cuando volvió, ella estaba de pie en el rellano de la primera planta, de vuelta arriba.
Se inclinó sobre el pasamanos.
– Sí -dijo-. Es lo correcto.
Había un reluciente «5» rojo en el contestador de Helen cuando volvió al piso.
Jenny, su padre y Roger Deering habían llamado todos para ver cómo estaba, cada uno diciéndole que les llamase si necesitaba algo. Gary Kelly quería fijar un momento para pasarse a recoger la guitarra de Paul.
El autor de la quinta llamada no se había identificado.
Escuchó el mensaje por segunda vez, intentado identificar una voz que reconocía pero no lograba situar; luego por tercera vez, en cuanto hubo cogido bolígrafo y papel para apuntar la información relevante.
La dirección, el nombre del hombre con quien debía reunirse, lo que debería ver.
Sabía que el sitio estaría abierto hasta tarde, pero no había forma de que pudiese reunir la energía necesaria para volver a salir esta noche. Ya se sentía tan agotada como después de la semana más jodida en el trabajo. Decidió intentar dormir bien toda la noche e ir por la mañana.
Al salir de cuentas al día siguiente, Helen sabía lo que Jenny y su padre tendrían que decir al respecto, y bien podían tener razón. Lo había utilizado de excusa con la madre de Paul, pero sabía que probablemente era más sensato estar cerca de casa.
Volvió a escuchar el mensaje, pero seguía sin poder identificar la voz. Si el bebé decidía ser puntual, tampoco iban a faltarle hospitales. Y no había tardado mucho en llegar a Lewisham la última vez.