Veinticuatro

Habían encontrado a SnapZ a primera hora de la mañana.

Volvía a haber policía por toda la urbanización; un coro de gritos y sirenas al amanecer. Una manta de uniformes azules, coches atorando las calles secundarias y cinta amarilla ondeando en torno a la entrada del bloque donde vivía SnapZ. Los rumores empezaron a correr con bastante rapidez y, a media mañana, cualquiera que tuviese oídos sabía lo que había pasado.

Había caído uno de los chicos de la pandilla. Otro. Según algún enterado, que lo había oído de algún policía bocazas, una chica había llamado a la policía el día antes porque llevaba veinticuatro horas sin contestar el móvil. La información había sido debidamente registrada y olvidada. Veinticuatro horas antes, había llamado una mujer para quejarse de un altercado en un piso vecino, de que no era la primera vez que el tirado que vivía dos puertas más allá había echado a perder su domingo poniendo música a todo volumen y dando portazos. Esa queja había recibido aún menos atención: las quejas por exceso de ruido o altercados domésticos ocupaban una posición inferior a tirar basura o las cagadas de perro en las aceras cuando se trataba de la urbanización Lee Marsh.

Easy tenía toda la razón. Sencillamente, no les gustaba aquello.

Nadie movió el culo hasta que un agente administrativo avispado juntó ambos informes y reparó en el nombre que tenían en común. Una hora después, estaban echando abajo la puerta de SnapZ. Luego, antes de que pudiesen quitarse los chalecos antibalas, aquellos agentes que habían vuelto tan contentos a sus tareas administrativas o a patrullar a pie en Greenwich y Blackheath, corrían hacia el oeste, pálidos y cabreados, de vuelta al distrito SED.

Theo observaba tras un grupo de quince o veinte personas que se encontraba tan cerca de la acción como podían. La mayoría de ellos probablemente no sabía que ya se habían llevado a SnapZ, seguían esperando con la esperanza de atisbar el drama.

Era una curiosa mezcla: tenderos, una familia o dos que vivían en la urbanización y varias almas desconcertadas que parecían turistas y debían de haberse desviado mucho de su camino. También andaban por allí uno o dos miembros de la pandilla, para presentar sus respetos o tal vez simplemente para obtener algo de consuelo estando cerca de los demás. Theo había visto a Gospel y Sugar Boy merodeando por allí, había intercambiado con ellos aquellos movimientos de cabeza multiusos antes de bajar la vista.

Cerca de donde él estaba, un niño pequeño lamía un helado junto a su padre y estiraba el cuello para ver bien lo que estaba pasando. A Theo se le revolvían las tripas. Había ido antes a la cafetería y ahora tenía la sensación de ir a echar el bocadillo de beicon en cualquier momento.

Después de otros diez minutos o así, un par de agentes de uniforme con cara de aburrimiento mandó retroceder al gentío y algunos empezaron a dispersase. Theo sabía que la gente ya estaría preparando sus discursos. Había varios equipos de informativos locales y sabía que luego llegarían los más grandes. La televisión nacional y demás, probablemente.

Cuando el padre y el hijo pasaron junto a él, Theo observó al chiquillo, cómo se encogía de hombros, y la expresión de su cara pegajosa.

No había nada que ver.

Otros, al volver a lo que estaban haciendo antes, compartían una expresión distinta.

Nada que no hubiesen visto antes.

Theo esperaba que su cara no revelase demasiado. Que no diese indicio alguno de lo que estaba pasando en su interior, de lo que bullía en su interior. No tenía ni idea de por qué, mucho menos quién, pero ahora sabía que todo aquello no tenía nada que ver con Easy y sus… excursiones. Sabía que no era una cuestión territorial.

Había treinta, tal vez más, miembros de calle en la pandilla, con muchos otros por encima, en los triángulos superiores, para quien sabía dónde buscar.

Mikey estaba muerto y ahora también SnapZ. Era más que una coincidencia.

En lo que a los medios respectaba, la explicación sería sencilla. Se considerarían bajas en una encarnizada guerra de bandas o una disputa territorial. Probablemente les verían también como víctimas de algo mayor: síntomas de no sé qué alienación y no sé qué privaciones, producto de una nueva clase de etnias mixtas o algo así.

Pero Theo sabía que también tenían algo más concreto en común, algo que sólo compartían con él mismo y otras dos personas. La noche de hacía diez días en que había muerto aquel policía. La noche que había matado a aquel agente de policía.

Mikey y SnapZ iban en el asiento de atrás. Theo se dio la vuelta y estuvo a punto de chocar con Gospel. Ella mantuvo la cabeza baja y se pasó una mano por el pelo. -Esto es una pasada, tío -dijo ella. Theo sintió que su desayuno empezaba a revolverse. Gospel se alejó como si tuviese prisa. -Una puta pasada. -Sip -dijo Theo.


Helen tenía que reconocer que algunos de aquellos delincuentes de poca monta eran bastante listos.

Antes de coger su baja de maternidad, había oído hablar de una oleada de robos de coches en los que los chavales entraban en coches con GPS, pulsaban el botón de Inicio y se dirigían a una casa que atracaban de inmediato, seguros sabiendo que el propietario estaba en otra parte. Descubriendo que acababan de mangarle el coche.

Claro que el dispositivo podía utilizarse con fines más nobles; aunque lo que ella estaba haciendo no la hacía sentirse especialmente noble.

Paul conocía bien gran parte de la zona centro y el suroeste de Londres, de modo que en realidad sólo utilizaba el GPS para volver a casa si se encontraba al norte del río o necesitaba ir a otra ciudad. Helen sabía que la lista de «destinos recientes» estaba en el orden en que habían sido programados y esperaba que no hubiese demasiados que examinar. Reconoció un par de ellos y los descartó. Luego, al recordar lo que Gary Kelly le había dicho sobre dónde operaba Frank Linnell, empezó a buscar direcciones en el sudeste de la ciudad.

Las dos primeras fueron una pérdida de tiempo: evidentemente, Linnell no tenía su cuartel general en la comisaría de Catford, y el adosado de Brockley resultó ser la casa de una pareja de jubilados cuya hija había sido testigo en un caso de asesinato que Paul había investigado meses antes.

La anciana le recordaba.

– Un hombre agradable -había dicho-. Educado.

Helen había empezado temprano y justo después de las diez y media se metió por una calle secundaria cerca de Charlton Park y se detuvo junto a un pub a un par de kilómetros o así al sur del Támesis. Vio un Range Rover negro al lado y un contenedor en la entrada y recordó que Kelly también había dicho algo de que Linnell se dedicaba a la construcción residencial.

A la tercera va la vencida.

Cuando salió del coche, un hombre con un mono salpicado de pintura salió del pub y vació el contenido de un cubo de plástico de aspecto pesado en el contenedor.

– ¿Está el jefe? -preguntó Helen. Su placa seguía en el bolso. El hombre gruñó, podía haber sido un «sí» o un «no» y volvió a dentro.

Buscó una sombra y esperó.

Cinco minutos después, la puerta volvió a abrirse y apareció un hombre negro robusto. La sopesó con la mirada y luego le preguntó qué quería beber. Pilló a Helen un poco desprevenida, pero intentó no demostrarlo.

– Un poco de agua estaría bien -el hombre le sujetó la puerta para que entrase.

Atravesó el pub, donde media docena de hombres pintaban, daban martillazos y hacían agujeros. Oyó a dos de ellos hablar una lengua de Europa del este. Polaco, supuso. Había tantos polacos trabajando de fontaneros y albañiles en el Reino Unido que hacía poco su gobierno había emitido una petición oficial, preguntando si podían devolverles unos cuantos.

Frank Linnell estaba sentado en el jardín. Se puso de pie cuando ella entró en el patio y dijo:

– Helen, ¿verdad?

Tenía unos cincuenta y tantos, pero parecía bastante en forma con unos pantalones de deporte de color azul y un polo blanco. No había canas reseñables en un pelo que se rizaba en el cuello y llevaba untado hacia atrás con algo. Su cara era… más dulce de lo que Helen esperaba.

Se sentó frente a él en una pequeña mesa de listones y dio las gracias cuando el hombre corpulento le llevó su bebida.

– Simplemente eche un grito si quiere otra -dijo.

– Se está bien aquí afuera, ¿verdad? -dijo Linnell-. Estará fabuloso en un día o dos. Si te digo la verdad, ni siquiera estoy seguro de querer vender el local.

Habían colocado césped nuevo entre donde ellos estaban sentados y una valla nueva que había a unos diez metros, y un lado del patio estaba cubierto de filas de cestas colgantes y plantas en macetas, todavía envueltas en polietileno.

– Pondremos un par de columpios o un tobogán allí, en la hierba, va a ser la leche.

Helen tomó un largo sorbo y respiró hondo. Miró al hombre que, si una milésima de lo que había oído era cierto, estaba en la carta de Reyes de la mitad de los inspectores veteranos de la ciudad y seguía hablándole como si se conociesen desde hacía años.

– Ya no puede faltar mucho -señaló la barriga de Helen-. Parece que ya está hecho, creo yo.

– Intenta no hacer ruidos fuertes -dijo ella.

– ¿Vas a volver al trabajo inmediatamente o…?

– No de inmediato.

– Es lo mejor para el crío, en mi opinión.

– Ya veremos.

– ¿Y qué me dices de hoy? -Linnell dio un sorbo a su bebida. Parecía Coca-cola, pero no había forma de saber si llevaba algo más-. ¿Estás trabajando hoy?

– Sólo he venido para hablar de Paul -dijo Helen.

Linnell sonrió.

– Eso me gustaría.

Por segunda vez en otros tantos minutos, Helen había vuelto a quedarse de piedra. Se dijo que Linnell y quienes trabajaban para él, probablemente tenían bastante práctica en hacerlo; se conminó a relajarse y concentrarse. El bebé estaba provocando una tormenta de patadas y cambió de postura cuidadosamente para ponerse más cómoda. Se pasó una mano por la barriga por debajo de la mesa y empezó a acariciarla suavemente.

– ¿Cómo conociste a Paul? -preguntó.

– Nos conocimos hace seis años -dijo Linnell. Empezó a jugar con una cadena de oro que llevaba al cuello, moviendo los eslabones adelante y atrás entre los dedos mientras hablaba-. Era parte del equipo que investigaba un caso con el que yo estaba relacionado. El asesinato de alguien cercano a mí. Después… durante todo el tiempo, de hecho, Paul se portó estupendamente. Uno o dos compañeros suyos no eran tan… compasivos, no sé si comprendes lo que quiero decir. Cuando tienes cierta fama, alguna gente sólo puede ver las cosas de una manera. Paul siempre me trató como hubiera tratado a cualquier otra víctima.

– ¿Y después de eso?

– Mantuvimos el contacto.

– ¿Eso es todo?

– Nos hicimos amigos, supongo -se encogió de hombros, como si todo fuese muy sencillo-. Éramos amigos.

– ¿Le veías a menudo?

– Cada mes o dos, más o menos. Los dos estábamos muy ocupados. Bueno, ya sabes…

– ¿Entonces, almorzabais juntos, ibais al cine, qué?

– Almorzábamos, hablábamos de esto y lo otro, íbamos al pub. Una vez le llevé al Oval para ver un partido de cricket -rio-. Acabamos como cubas.

Helen asentía, como si no hubiese nada fuera de lo normal en lo que Linnell le estaba contando, pero se le revolvían las entrañas y no podía evitar que el bebé jugase al fútbol con sus riñones. Tenía que ponerse las pilas, hacer las preguntas más incómodas que había estado ensayando la noche anterior. Vio la calidez en el rostro de Linnell al hablar de Paul y se preguntó si realmente podía no haber más que la amistad que tanto parecía venerar. Se le pasó por la cabeza que podía ser gay, que tal vez hubiese estado enamorado de Pal. Bajó la vista y vio que no llevaba alianza.

Tal vez Paul supiese que Linnell se sentía atraído por él y lo utilizase en su propio beneficio de algún modo.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó Linnell.

Helen sacudió levemente la cabeza y dijo:

– ¿Hablabais del trabajo alguna vez? -Por la mirada que cruzó su cara, estaba claro que Linnell sabía a qué se refería. A su trabajo, si se podía llamar así, tanto como al de Paul.

– Las primeras veces que nos vimos, supongo, por dar conversación, en realidad, pero después no. Era una especie de norma no escrita. No queríamos que ese tipo de cosas se interpusiesen.

Helen observó que seguía manoseando su cadena. Pensó: «¿Que se interpusiesen en qué?»

– ¿Entonces, nunca te preguntaba por tus socios? ¿Nunca te preguntaba por lo que estabas haciendo?

– Como te decía, se hubiera interpuesto. Hubiera enrarecido las cosas -meneó el hielo medio derretido en su vaso-. ¿Tus amigas suelen hablarte de críos que han sufrido abusos?

La había vuelto a pillar desprevenida. Linnell le estaba dejando claro que sabía mucho de ella y de lo que hacía. Tal vez hubiese investigado; no dudaba que conociese a otros polis que habrían hecho averiguaciones de buena gana y le habrían pasado la información. O quizá simplemente se lo oyese a Paul durante una de sus charlas íntimas. Viendo el cricket, tal vez.

En cualquier caso, hizo que a Helen le apeteciese darse una larga ducha caliente.

– ¿Cuándo fue la última vez que le viste? -preguntó.

Él pensó en ello.

– Hace unas dos semanas. Algo así. De hecho, vino aquí.

– Lo sé -dijo Helen. Sólo para dejar claro que ella también había hecho sus averiguaciones.

– Me trajo algo de almorzar -Linnell disfrutó el recuerdo, pero la sonrisa se esfumó de su cara con bastante rapidez-. Me gustaría que nos hubiésemos despedido en mejores términos, si te digo la verdad.

– ¿Qué?

Parecía un poco incómodo, envolviéndose ahora la cadena alrededor de un dedo, pero luego se encogió de hombros, como si acabase de decidir que no tenía nada de malo contárselo. Como si hubiese llegado a la conclusión de que probablemente no fuese a sorprenderle demasiado.

– Lo que te dije antes de no hablar sobre el trabajo… Bueno, sí lo hicimos, el último par de veces que nos juntamos. Paul me había pedido que le echase una mano, que le diese unos cuantos nombres. Gente con la que yo creyese que él podía… hablar.

Helen tragó saliva.

– Le dije que no podía ayudarle -dijo Linnell-. Bueno, que no quería. Que no estaría bien por toda clase de razones.

– ¿Qué clase de gente?

– Gente que se dedica a lo mismo que yo. Gente de negocios. Gente con la que tal vez te hayas encontrado en tu trabajo.

– ¿Como Kevin Shepherd?

– ¿Quién? -La miró como si nunca hubiese oído ese nombre.

Helen notaba la lengua espesa y pesada en la boca.

– ¿Por qué quería Paul que hicieses eso?

– Venga, bonita.

– Adivina.

– ¿Cómo has hecho tú, quieres decir?

Helen se agachó para coger su bolso, se lo acercó, con la sensación de que quizá tuviese que levantarse de la silla y largarse en cualquier momento.

Linnell desvió la mirada y miró el pequeño jardín.

– Tal como terminaron las cosas, me hubiera gustado ayudarle. Uno repasa esas cosas cuando pierde a alguien, ¿no? Revive momentos. Estoy seguro de que tú has estado haciendo lo mismo.

– Dudo que hayamos estado haciendo lo mismo.

– La verdad es que es absurdo -Linnell se aclaró la garganta-. No hubiera tenido problema en dejarle algo de dinero si era de eso de lo que se trataba. Sólo tenía que pedirlo, ¿sabes?

– Nunca se debe pedir dinero a los amigos -dijo Helen, enfatizando la última palabra. No acababa de creer que no hubiese un trato más formal.

– ¿Tenía algún tipo de problema relacionado con el dinero?

Helen en absoluto estaba dispuesta a responder. No iba a darle nada de sí misma, de ella y Paul. En absoluto iba a contarle que los problemas que tenía Paul eran algo que guardaba estrictamente para sí. Sentía que la ira se iba acumulando en su interior, como las ganas de mear o vomitar; contra Paul, por supuesto que sí, pero también contra sí misma por su estupidez. Como si pudiese salir de aquello con algún otro sentimiento.

Contra Linnell en especial, en aquel preciso momento, porque lo decía sinceramente. Porque le importaba. Porque sus ojos se habían llenado de lágrimas un segundo antes de desviar la mirada.

El hombre robusto salió al patio y le dijo a Linnell que le necesitaban dentro. Alguien había perforado un cable.

Linnell puso una mano sobre la de Helen al levantarse.

– Quédate y termina tu bebida, bonita -dijo.


Theo estaba sentado en el piso franco, no porque esperase hacer mucho negocio, no con las calles a rebosar de pasma, sino porque le parecía que era el lugar más seguro.

Desde lo de Mikey, se preguntaba si debía empezar a llevar pistola todo el tiempo. Easy y Wave las llevaban, les gustaba enseñarlas como si fuesen joyas cada vez que podían. La mayoría de los demás decían que llevaban, se daban palmaditas en los bolsillos como si tuviesen sus pollas en ellos, pero Theo nunca se había molestado. Siempre había creído que llevar un arma te convertía en objetivo, caza fácil. Easy decía que eso era una tontería, que como miembro de la pandilla de calle era un objetivo de todos modos, y que la gente daría por hecho que la llevaba tanto si lo hacía como si no.

Easy decía cosas sensatas de vez en cuando. Tal vez una pistola hubiese sido mejor inversión que aquellas Timberland.

Aunque Theo no acabase de decidirse a conseguir una para su uso personal, siempre había una pistola a mano en el piso franco, razón por la que era un sitio tan bueno como cualquier otro para sentarse a pensar. Para esconderse. Sabía usarla, sabía que podía tenerla en la mano para cuando alguien lograse cruzar la puerta de acero reforzado.

– Esto es como Fort Knox -había dicho Easy-. Sólo hay peligro si algún cabrón se planta en la puerta con una excavadora.

Mikey y SnapZ habían estado en Hackney y ahora ambos estaban muertos. ¿Pero estaba Theo siendo un idiota? Tal vez Mikey hubiese pagado por lo que le había hecho a aquella fulana. Tal vez SnapZ hubiese estado haciendo negocios propios de los que nadie sabía nada. Su mente recorrió todas las posibilidades, pero fue incapaz de encontrar una explicación que no le pareciese ridícula para lo que estaba pasando.

¿Podían ser polis?

Al fin y al cabo, él había matado a uno de los suyos y sabía cómo acababan esas cosas. Una vez había visto una película, una de Eastwood, de antes de que se pusiese serio y se hiciese viejo, en la que unos polis se tomaban la justicia por su mano y mataban a traficantes de drogas, violadores y todo eso. ¿Y si sabían quién estaba en el coche? ¿Y si lo habían sabido desde el principio y habían decidido que cinco balas eran mucho menos lío que cinco órdenes de arresto? Una buena forma de ahorrarse papeleo…

Theo oyó gritos en la puerta y se quedó paralizado, buscando con los ojos la pistola sobre la mesa, delante de él.

Esperó. Sólo eran unos críos, disfrutando de toda la emoción.

Tenía que llamar a Javine, decirle dónde estaba y lo que estaba pasando. Abrió el teléfono y marcó el número, intentando relajarse para que ella no le notase nada en la voz.

No era fácil.

De camino, al cruzar la urbanización, había pasado por el sitio donde estaban haciendo el mural de Mikey. Como siempre, lo habían dado todo, lo habían hecho parecer una especie de ángel. Con la piel dorada y dientes de un blanco reluciente.

Theo se había quedado mirando los ladrillos pintados y había pensado en SnapZ y en todos los demás. No pudo evitar preguntarse si iban a necesitar una pared más grande.


Sentarse con los pies en alto frente a la tele (en bata y pantalón de pijama, con un té y un paquete de Jaffa Cakes en rápida disminución), le ayudaba un poco a mitigar el recuerdo de su encuentro con Frank Linnell.

La sensación de ser manejada.

Tampoco había esperado volver con demasiadas respuestas, o con ninguna en absoluto, pero no había contado con salir del pub con más preguntas todavía.

En el trabajo, los casos a menudo resultaban ser mucho más complejos de lo que parecían en principio: el pariente horrorizado que resultaba ser el autor de los abusos, que luego se descubría que, a su vez, había sufrido abusos. Siempre había algo más. La mayor parte de sus compañeros odiaban esos casos, les agotaban las horas extras y el papeleo, el peso de todo ese dolor.

Pero a Helen le daba alas.

Algunas personas abrían la caja de las tempestades y luchaban por volver a poner la tapa el doble de rápido, pero Helen siempre había tenido más tendencia a meter las manos hasta el fondo. Dejar que las cosas viscosas y retorcidas se le enroscasen en los dedos hasta que desarrollaba cierta sensibilidad hacia ellas.

Le gustaban los líos, no era realmente feliz a menos que tuviese unos cuantos problemas que resolver, eso era lo que Paul le decía. Cuantos más líos, mejor.

– Sí, vale, Hopwood. Bastante irónico, teniendo en cuenta…

Cambió de canal y se metió otro Jaffa Cake en la boca; subió el volumen y puso los pies en el suelo al ver lo que estaba pasando.

Una reportera hablando directamente a cámara, con un muro pintado con spray detrás de ella. Era joven, negra y con gesto adecuadamente severo; intentaba ignorar al grupo de jóvenes que hacían todo lo posible por entrar en plano.

– Se trata de otro tiroteo entre bandas -dijo.

El segundo asesinato en apenas unos días que sacudía aquella comunidad estrechamente unida. La policía de Lewisham estaba haciendo grandes esfuerzos para llegar al fondo de los asesinatos, pero todo parecía indicar que tenían una guerra de pandillas entre manos. Dos de los chicos se inclinaron para entrar en plano mientras la reportera devolvía la conexión al estudio. Gritaban a cámara y hacían poses.

Helen recordó lo que el inspector le había dicho cuando había estado en su despacho la mañana del primer lunes después del accidente. Paul había muerto en el norte de Londres, pero el coche había sido robado en el sur. Tal vez la banda responsable estuviese implicada en una guerra territorial, por lo que habían realizado el tiroteo en territorio rival deliberadamente. Sólo se trataba de saber qué bandas, había dicho el inspector, cosa que no era fácil de averiguar cuando había tantas. Cuando ninguna estaba precisamente haciendo cola para ayudar a la policía.

Ahora, quizá lo habían hecho un poco más obvio.

Desde luego, era un sitio bastante bueno por el que empezar a buscar. Tenía cita en el hospital a primera hora, pero, después, podía mandarlo todo a paseo. No había razón para no intentarlo.

Para no enterrar un poco más sus gordos dedos.

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