La del viernes era mala noche para intentar llegar a cualquier parte rápidamente. El tráfico había empezado a acumularse en la colina que bajaba hasta Brixton y estaba prácticamente embotellado en Coldharbour Lane desde el Rizty a Loughborough Junction. Helen golpeó el volante con las manos, frustrada. El tiempo no estaba de su parte, ni de la del chico que había hecho la llamada.
Al fin y al cabo, Linnell había encontrado a los demás con bastante facilidad.
Ahora sabía que los chicos que iban en el Cavalier aquella noche habían sido asesinados en venganza por la muerte de Paul, cuando lo único que habían hecho (parte de ellos sin saberlo) era proporcionar una pantalla de humo. Quienes ignoraban el montaje habían sido tan víctimas de él como Paul, y el chico que había empuñado el arma, que creía haber disparado, bien podía ser el único que quedaba.
El tráfico estaba igual de mal hacia Camberwell, así que giró hacia el sur, decidiendo ir por la parte de atrás.
Le habían utilizado, decidió Helen; eso era todo. Pero Frank Linnell no sabía eso. Y aunque ella le informase, no estaba segura de que fuese a importarle.
Seguía pensando en Linnell mientras el tráfico se volvía más fluido por East Dulwich y en la chica de aquellas fotografías.
La hermana asesinada de Linnell.
Helen se preguntó si la chica había sido la razón por la que la relación de Paul con Linnell había sobrevivido tanto tiempo. A Paul le habían afectado profundamente unos cuantos casos desde que ella le conocía, y era fácil ver, por las fotos, por qué podía haberle costado dejar ir este. Por qué había podido querer mantenerse cerca, aun cuando ya no quedaba nada por investigar.
¿Se había enamorado un poco de la chica asesinada? En cierto modo, eso era más fácil que aceptar la alternativa. Y pensar que él había llamado pajilleros a algunos de sus amigos…
– Era guapa, Hopwood, eso te lo reconozco.
Tuvo suerte con varios semáforos en verde, y todavía no eran las diez menos cuarto cuando se metió por Lewisham Way. Aparcó en prohibido a unos noventa metros de donde las urbanizaciones Lee Marsh y Orchard se daban la espalda la una a la otra, y colocó una tarjeta de la policía en el salpicadero. A lo mejor se encontraba con un ladrillo en el parabrisas, pero al menos no le pondrían el cepo.
Al otro lado de la calle había un pequeño grupo de tiendas: un quiosco, una librería y una tienda de reparación de electrodomésticos. Tres chicos se pasaban un porro delante de un Threshers, y oyó un coche dando acelerones en alguna de las calles que había por detrás de ellos.
Había otras dos urbanizaciones, Downton y Kidbrooke, unas calles más arriba, pero allí era hacia donde el chico había señalado cuando ella le había preguntado dónde vivía. No se había parado demasiado a pensar en cómo iba a encontrarle y ahora, al mirar a los diversos bloques, se preguntó por dónde rayos iba a empezar. Probablemente, había ciento cincuenta pisos en cada bloque. Sólo Dios sabía cuánta gente.
Helen entró en el espacio abierto que había en el centro de Orchard y cruzó una plaza de hierba marrón con bancos pintados con spray salpicados a lo largo de ambos lados. Se detuvo durante medio minuto e intentó hacerse una idea del entorno. Era una noche bastante cálida, pero había una buena brisa gimiendo por las pareces y deseó haber traído una chaqueta más gruesa. Miró hacia arriba, a cada bloque de tres pisos, con una puerta que llevaba a unos ascensores en cada extremo y escaleras de hormigón hasta el primer nivel. Sonaba música en algún punto elevado a la izquierda, pero se desvaneció mientras atravesaba hasta la esquina más alejada y avanzaba por la pasarela que conectaba Orchard con Lee Marsh, al lado.
La zona central era idéntica, salvo por la rudimentaria zona de juegos, y también llegaba música desde dos, no, tres sitios. Con letras que no podía descifrar por encima de las baterías y los bajos. Sintió su frenético e insistente ritmo en el metal del tobogán infantil al apoyarse en él.
Había una hilera de garajes retirada de la calle a un lado, y reconoció al grupo de críos con los que había hablado la primera vez que había estado allí. El día que había conocido al chico.
Cuatro, moviéndose lentamente entre sombras que prácticamente habían desaparecido.
Siguió caminando hacia ellos, sintió el fuerte latido de su corazón, la sequedad de su boca. En el trabajo, había estado en sitios peores en visitas de evaluación del riesgo, pero nunca había estado tan asustada; tan consciente del peligro, en cualquier caso. Evidentemente, en esas ocasiones tenía refuerzos, pero sabía que se trataba de algo más.
Ahora eran dos los corazones que latían en su interior.
El chico bajo con el que había hablado antes estaba jugando con su teléfono móvil y apenas levantó la vista cuando se acercó. Otros dos tenían las cabezas juntas. El más alto (la jirafa recién nacida) silbó al verla y los cuatro se juntaron un poco más.
Helen se detuvo a unos metros de ellos y esperó un segundo o dos. Dijo:
– ¿Estoy embarazada o sólo gorda? ¿Os acordáis?
La jirafa recién nacida dio un paso hacia ella y se metió los pulgares en la cinturilla de los vaqueros. Le mostró unos cuantos centímetros más de sus Calvin Klein.
– Estoy buscando a T -dijo Helen.
– ¿Ah sí?
El más bajo levantó los ojos del teléfono sólo un segundo. Helen intentó no mostrar ninguna emoción por el hecho de que evidentemente sabían a quién se refería.
– Tengo que hablar con él.
La jirafa recién nacida sonrió.
– Pues dale un toque. Te dejo un teléfono, si quieres.
– No tengo su número.
Otra mirada del chico bajo. Estaba claro que se turnaban para hacer el papel del tipo huraño y peligroso.
– Escucha, tengo que verle, en serio. Es urgente.
Nadie habló durante unos segundos. Parecía como si la conversación ya se hubiese olvidado y los chicos se contentasen con quedarse allí de pie, escuchando la música. Entonces el más alto volvió a mirarla.
– ¿Qué es tan urgente?
Sabía desde el principio que la placa no sería la estrategia adecuada. Igual de instintivamente, sabía que tenía que trabajar con lo que tenía. Se echó las manos a la barriga e hizo una mueca.
– ¿Tú qué crees?
Hubo risas y codazos.
– ¿Ni siquiera sabes dónde vive? -Los vaqueros bajaron aún más-. Uno rapidito, ¿eh?
– Esto no tiene nada de rápido -dijo Helen-. Se divirtió, así que ahora voy a hacer que asuma sus responsabilidades.
La jirafa recién nacida dejó por fin de reír e hizo un gesto despreocupado hacia el bloque del extremo más alejado de la plaza.
– T está ahí arriba, tía. En la tercera planta, por algún sitio.
El chico más bajo levantó la vista.
– ¿Qué coño estás haciendo?
– ¿Has visto a la novia de T, tío? Van a saltar chispas cuando esta aparezca en su puerta.
– No es asunto tuyo, ¿me entiendes?
– Va a ser descojonante…
Helen se dio la vuelta mientras aún discutían y caminó hacia el bloque, consciente, cuando llegó junto al ascensor, de que la habían seguido lentamente hasta la plaza.
El ascensor era ruidoso y olía como esperaba. Las paredes estaban rayadas pero brillantes, como si las hubiesen limpiado recientemente. Más arriba, el viento le dio con más fuerza en la cara, una pequeña bofetada, al salir a la pasarela de la tercera planta y avanzar hasta la primera puerta.
La primera de treinta o más.
Llamó pero no obtuvo respuesta; avanzó hasta la siguiente y obtuvo el mismo resultado, aunque podía oír que había gente dentro. La tercera puerta se abrió unos centímetros, luego la cerraron de golpe sin una palabra en cuanto hizo la pregunta. El viejo del siguiente piso la escuchó con atención, luego le preguntó si era de Servicios Sociales.
Estaba sin aliento, y sólo llevaba cuatro puertas.
Tal vez debería haber hecho aquella llamada. Quizá no encontrasen el lugar correcto tan rápido, pero una buena brigada de agentes habría invadido la urbanización bastante rápido cuando lo hubiesen encontrado; le habrían sacado mucho más rápido de lo que ella podía.
Helen miró desesperanzada la pasarela mientras recuperaba el aliento. Se estaba preguntando si debería limitarse a quedarse allí y gritar, cuando le tomaron la delantera.
– ¡Eh, T! Será mejor que salgas, tío…
Miró por encima de la barandilla y vio a tres de los chicos de los garajes debajo de ella.
La jirafa recién nacida se llevó las manos a la boca y volvió a gritar.
– Te espera una buena aquí afuera, T. -compartió una risa con los demás y gritó otra vez, alzando la voz por encima de la batería y el bajo y haciéndola resonar por toda la urbanización-. Eh, T. ¡Sal a conocer a la familia!
Helen esperó. Quince segundos después, oyó abrirse una puerta y vio salir al chico a la pasarela, a cincuenta metros de donde ella estaba. Le vio asomarse y gritar, diciéndoles a los chicos de abajo que se callasen. Debió de captar el movimiento cuando ella empezó a caminar hacia él, porque de repente se giró y la miró fijamente.
Siguió andando, observándole mientras él desviaba la mirada unos segundos y volvía a girarse luego para mirarla de frente. Los chicos seguían gritando. Se habían abierto otro par de puertas y la gente había asomado la cabeza para ver qué estaba pasando.
– Tengo que hablar contigo -dijo Helen.
– ¿Cómo te llamas?
Había reculado hacia el interior de su piso y Helen le había seguido, se había metido por un pasillo estrecho que daba a un salón. Le encontró de pie junto a la ventana. Había una televisión encendida en el rincón más alejado, y notó el olor a hierba. Unos segundos más tarde, una joven con un bebé en brazos pasó a su lado y fue a unirse al chico.
Helen volvió a preguntar.
– Theo -dijo el chico.
– ¿Quién es esta? -preguntó la chica.
Helen se acercó y apagó la televisión. Vio cajas de cartón apiladas detrás del sofá, bolsas de plástico llenas de CD y juegos de ordenador. La pareja la miraba sin decir nada, pero en cuanto Helen intentó hablar, la chica empezó a gritar:
– ¿Qué coño crees que haces viniendo aquí? -El chico le puso una mano en el brazo, pero ella se la sacó de encima con una sacudida-. Te voy a arrancar la puta cabeza…
– Cállate.
– Te juro…
– Me llamo Helen Weeks -buscó su placa en el bolso-. Soy agente de policía -la chica no se molestó en mirar; se encogió de hombros como si le diese igual. El chico se miraba los pies-. Mi compañero fue asesinado hace unas semanas. Estaba en una parada de autobús…
Ahora la chica la miró y aupó un poco más al niño. Él parecía bastante contento, olisqueándole el cuello. La chica asintió y habló tranquilamente.
– Lo vi en las noticias.
Helen miró fijamente al chico, pero él se negaba a levantar la cabeza.
– ¿Theo?
Él giró el cuerpo hacia la chica.
– Deberías irte. Mete al niño en la cama o haz algo.
– No me voy a ninguna parte.
– No puedo hacer esto contigo aquí.
– Fue lo de esos chicos del coche, ¿verdad? -La chica miró a Helen-. ¿El tiroteo?
– Sí, pero es complicado.
La chica se sorbió los mocos y parecía intentar con todas sus fuerzas no llorar. Volvió a girarse hacia el chico.
– ¿Qué has hecho? -Le dio un puñetazo en el brazo con la mano que tenía libre y empezó a gritar otra vez-. Tú y tu amigo, ¿qué habéis hecho?
– Él no ha hecho nada -dijo Helen-. Theo, tienes que escucharme. Tú no fuiste el responsable.
Él la miró bien por primera vez.
– Le dieron el mensaje, ¿no? Fui yo quien disparó.
– No hubo ningún disparo.
Él sacudió la cabeza lentamente.
– No sé qué está haciendo aquí. A qué viene esto. No es que pueda sentirme peor, ¿sabe?
– La pistola tenía balas de fogueo -dijo Helen-. La mujer del coche chocó con la parada de autobús a propósito.
La chica se acercó al chico, repentinamente asustada. El niño estiró el brazo, agarrándose al hombro de su padre.
– ¿Qué está pasando, T?
– ¿Recuerdas cuando disparaste a aquel coche?
– Sí, lo recuerdo.
– La ventanilla de atrás estaba abierta, ¿verdad? -El chico asintió-. ¿Entonces, por qué había cristales por toda la parte de atrás del coche? Los disparos ya se habían hecho, y la mujer del coche lo sabía todo. Estaba pensado para que pareciese un accidente, ¿de acuerdo? Como si fuese una casualidad -el chico estaba quieto, con la mirada fija, ignorando la mano de su hijo, que ahora le daba palmadas en el hombro-. Alguien quería ver muerto a mi compañero -Helen sintió una punzada, como ligamentos estirándose allá abajo, y respiró hondo-. Quería ver muerto a Paul.
De repente, parecía hacer mucho calor en la habitación. La puerta principal se había quedado abierta y la música que venía de fuera llegaba en una brisa como la ráfaga de un secador.
El chico se movió con rapidez, dando tumbos por la habitación, alejándose de la pared y volviendo a la ventana. Cuando se giró, le temblaban las manos y parecía estar luchando con todas sus fuerzas para controlar el genio.
– ¿Quién más lo sabía? -preguntó-. De los del coche, quiero decir.
– No lo sé. Errol Anderson, seguro.
– Está muerto.
– Lo sé -dijo Helen.
– Están todos muertos.
Ahora la chica parecía aterrada.
– ¿T…?
– Te vas a alguna parte -dijo Helen-. En el mensaje decías que… -Se detuvo al sentirlo y dio un paso atrás. Se echó las manos a los muslos, limpió la humedad que había en ellos y se quedó mirando las gotas que caían en la moqueta.
– ¿Está bien? -preguntó el chico.
La chica se acercó a Helen.
– Ha roto aguas -le pasó el niño al chico y salió rápidamente de la habitación; volvió unos segundos después con un rollo de papel de cocina-. El cuarto de baño está ahí -dijo.
Helen cogió el rollo y separó media docena de porciones.
– ¿Tenéis el número de algún taxi?
– Sí, si puede esperar -dijo Theo-. No es que se partan las piernas para venir aquí, precisamente. Mierda…
– ¿Sabes conducir? -preguntó Helen.