Segunda parte. Monigotes
Once

El inspector probablemente estaba un poco más hablador de lo que solía en un esfuerzo por evitar silencios incómodos, y la mayor parte de lo que decía iba dirigido a la mesa o, cuando se reclinaba en su silla, a las losetas descascarilladas del techo. No establecía demasiado contacto visual pero, desde luego, nadie le culpaba.

– Probablemente haya estado en mi situación usted misma -dijo.

– He tratado con gente con problemas bastante peores que el mío, sí eso es lo que quiere decir.

– Entonces, ya sabe cómo es.

– Le compadezco.

– No quería decir eso -dijo el inspector, sonrojándose-. Sólo…Ya sabe que es complicado hablar del caso con un pariente.

– No estábamos casados.

– Aun así… tenemos buenas razones para no hacer esto normalmente. Comprenderá que probablemente no estaría usted aquí sí no fuese de la Casa.

El despacho del inspector, que claramente compartía con alguien más, estaba en el tercer piso de Becke House, las oficinas centrales de la Brigada de Homicidios de la Zona Oeste. Había dejado claro que, como responsable de la investigación, el inspector jefe habría estado allí en persona si no estuviese en la oficina de prensa preparando una declaración. Los periódicos locales habían publicado la noticia de un accidente con víctimas mortales, pero ahora iban a hacerse públicos todos los detalles (el nombre de la víctima, la intervención de otro coche, los disparos) con la esperanza de atar algún cabo suelto. De que se presentase alguien con información.

– ¿Ya están pidiendo ayuda?

La cara del inspector fue respuesta suficiente. Sólo habían pasado dos días desde el accidente y la investigación ya se había dado de bruces con una pared.

– No tiene sentido que me ande con rodeos -dijo-. A alguna de esa gente le basta con que la mires mal para pegarte un tiro. Hablar con nosotros no es precisamente una prioridad para ellos.

– Sí, ya sé cómo funcionan estas cosas.

Era una soleada tarde de lunes, y en el despacho el calor empezaba a resultar incómodo. El sol calentaba los brazos de las sillas de plástico y sus mejillas, cayendo a chorros a través de las ventanas, sobre las paredes color magnolia y por los tablones de corcho, largamente descoloridos hacia un color crema sucio a franjas.

El inspector la miró a los ojos un momento, luego bajó la vista hacia su mesa.

– ¿Cuándo sale de cuentas?

– Estoy de treinta y siete semanas, más o menos -dijo Helen-, así que, en realidad, puede ser en cualquier momento.

El inspector volvió a levantar la mirada, asintió, y dejó vagar los ojos otra vez por el archivo que reposaba sobre su mesa.

Farfulló un «Lo lamento». Ya lo había dicho unas cuantas veces.

– ¿Lamenta mi pérdida? -preguntó Helen-, ¿o lamenta que mi hijo vaya a nacer sin padre?

Habían pasado dos días desde el accidente…

Dos días desde que Paul Hopwood había sido arrollado y muerto por un automóvil cuando se encontraba en una parada de autobús en Kingsland Road, en Hackney.

Helen pudo ver el bochorno en la cara del inspector y se arrepintió de haber sido tan incisiva. Tenía razón cuando le había dicho que sabía cómo eran estas situaciones, y, cuando ella había afirmado haber tratado con gente con problemas peores que el suyo, no lo había dicho por decir. Como agente de la Unidad de Protección de Menores, Helen Weeks había entrevistado a personas que habían perdido a sus hijos, o cuyos hijos habían sufrido abusos por parte de personas a quienes amaban y en las que confiaban. Aun así, sabía lo difícil que era ser quien hace las preguntas. Soltar los cansinos sermones. Miró al hombre que se sentaba frente a ella y supo lo mucho que deseaba salir de aquel despacho. Tenía cuarenta y tantos años, era moreno y de constitución robusta, con el pelo un poco más cano en un lado que en el otro. Aunque estaba comprensiblemente nervioso, su sonrisa era bastante cálida, pero ella tuvo la fuerte sensación de que no se trataba de un rasgo permanente. De que no era alguien a quien quisiese tener por enemigo.

– ¿Ya sabe lo que va a ser? -preguntó-. ¿Niño o niña?

Ella sacudió la cabeza.

– ¿Tiene nombre?

– No.

Había olvidado el nombre del inspector prácticamente en cuanto se había presentado. Solo tenía una sílaba, eso sí lo recordaba. Le pasaba mucho en los últimos días. No asimilaba la información. Las palabras normales parecían no tener sentido, y se dispersaba durante las conversaciones.

Su cerebro estaba demasiado ocupado creándose imágenes: sangre y cristales rotos sobre la acera, ella y un niño cogidos de la mano ante una tumba.

– Creía que se suponía que eso de los faros era una leyenda urbana -dijo.

– Creo que lo era… -Le sonó el móvil. Lo cogió y estudió la pantalla, susurrando otro «Lo lamento» antes de rechazar la llamada y meterse el teléfono en el bolsillo de la chaqueta-. Creo que empezó en Estados Unidos, llegó aquí por Internet o algo.

Helen lo había oído por primera vez hacía unos años: un aviso para que la gente que cruzaba en coche ciertas zonas de la ciudad de noche no diese luces a los coches que no las llevaban. Una forma horriblemente arbitraria que tenían las pandillas para seleccionar «víctimas», de elegir el coche al que el candidato a entrar en la pandillas tenía que disparar. Probablemente fuese una leyenda, pero resultaba terriblemente plausible teniendo en cuenta cómo estaban yendo las cosas en esas zonas. Ahora contaban con una hipótesis en la que, al parecer, al menos una banda había decidido que era una buena manera de poner a prueba a la savia nueva.

– Parecen cambiar estos ritos de iniciación cada vez que se cansan -dijo el inspector-, o cuando se vuelven demasiado fáciles. Hace un año o dos era echar amoniaco a la gente en la cara. Era popular entre las chicas jóvenes porque podían llevarlo en el bolso.

– ¿Es una banda del norte de Londres, entonces? -preguntó Helen.

– No necesariamente. El coche fue robado en Catford -paró cuando salieron unos pitidos de su chaqueta. La persona que llamaba había dejado un mensaje-. Que hiciesen el tiroteo a este lado del río bien puede deberse a un asunto territorial, para hacer saber a otros que andan por aquí.

– Si es una guerra territorial, deben de saber qué bandas están implicadas.

– No está pasando nada que sepamos. Sólo digo que no podemos dar nada por sentado.

– ¿Pero saben con quién tienen que hablar?

– Obviamente, estamos en contacto con la Brigada Antidrogas. Están intentando llevarnos en la dirección adecuada, pero hay casi doscientas bandas en Londres y como le decía…

– No son muy comunicativas -dijo Helen-. Lo sé -se quedó pensando unos segundos-. ¿Qué hay del análisis forense?

– Habían quemado el Cavalier cuando lo encontramos, así que no creo que vayamos a encontrar mucho en él. Todavía están examinando el BMW.

– ¿Dónde?

El inspector no la oyó o decidió ignorar la pregunta.

– Tenemos el informe preliminar, pero seguimos esperando el de balística -la miró-. Por supuesto, estamos haciéndolo a toda prisa, Helen.

Ella asintió. Por supuesto que sí. Siempre era así cuando había un agente implicado. Pero su pausa le decía que no esperaban descubrir gran cosa. Desde luego, nada que no supiesen ya. No habían faltado testigos oculares: del BMW dando luces, de los tiros disparados desde el Cavalier, del BMW girando hacia la acera y estrellándose contra la parada de autobús. Tenían horas, números de matrícula, unas cuantas descripciones vagas.

Aparte de quién era el responsable, el caso estaba clarísimo.

– ¿Qué pasa con el resto de la gente de la parada de autobús? -preguntó Helen.

– Bueno, el subinspector Kelly, a quien creo que conoce, recibió algunos cortes y magulladuras. El otro hombre prácticamente igual. Los cristales salieron despedidos…

– ¿Y la mujer del coche?

¿Tenía los ojos cerrados al final, cuando lo atropelló? ¿Levantó los brazos para protegerse o vio la cara de Paul cuando voló sobre el capó de su coche, cuando destrozó el parabrisas y el parabrisas le destrozó a él?

– También está bien, creo. Tiene la clavícula rota. Y bastantes golpes en la cara.

– ¿Puede darme su dirección?

– ¿Perdón?

– Me gustaría verla.

Él se reclinó en su silla, con una expresión sinceramente confundida.

– ¿Por qué?

No tenía una respuesta fácil. El sol sobre su cara y su cuello se estaba volviendo insoportable. Se frotó la barriga a través de la tela del vestido.

– ¿Qué se supone que debo hacer? Me siento… ir y venir, ¿sabe?, y no quiero limitarme a quedarme sentada preguntándome si tendré ocasión de enterrar a Paul antes de que nazca el niño. Necesito… algo que hacer. En realidad, no importa el qué.

El inspector se aclaró la garganta.

– ¿Tiene a alguien que se quede con usted?

– El piso es demasiado pequeño. Mi padre y mi hermana entran y salen, pero, para ser sincera, prefiero tener un poco de espacio.

– ¿Qué hay de los padres de Paul?

– Están en un hotel. Están… mejor allí, creo.

– ¿Ha decidido lo del funeral?

Las palabras salieron a trompicones de ella sin que pudiese controlarlas.

– Sí, y creo que, desde luego, debemos hacerlo. Probablemente sea mejor, ¿no cree? Si no, va a empezar a apestarlo todo.

El inspector volvió a sonrojarse, pero ahora le tocaba a Helen disculparse.

– No se preocupe.

– Como si los cambios de humor no fuesen lo bastante malos antes de todo esto.

– Me refería a si había pensado si quieren una ceremonia oficial de la policía.

– En realidad no. Todavía no -había pensado en ello. Había decidido que, aunque ella prefería algo tranquilo, dejaría que decidiesen los padres de Paul. Suponía que, llegado el momento, probablemente se decantarían por los discursos, las banderas y los portadores con guantes blancos.

Llegado el momento.

La investigación forense de la muerte de Paul se había abierto y, de acuerdo con el procedimiento habitual, se había aplazado inmediatamente. Volvería a arrancar en cuanto se completase la investigación policial. ¿Quién sabía cuándo?

– Hablaremos con el forense e intentaremos que entreguen el cuerpo… a Paul, lo antes posible -dijo-, pero puede tardar otro par de semanas -llamaron y se asomó una cara por la puerta-. ¿Qué pasa, Dave?

Los ojos del hombre se dirigieron como dardos hacia Helen y volvieron rápidamente hacia el inspector.

– Tu sesión informativa empezó hace cinco minutos…

El inspector asintió y el hombre cerró la puerta.

– Lo siento, tengo que irme.

Helen empezó a levantarse pero él alzó una mano, se puso en pie y rodeó la mesa.

– Tardaré al menos quince minutos -dijo-. Probablemente más -echó un ojo al cuaderno azul que yacía en medio de su mesa-. Obviamente, todas las declaraciones, informes y demás están en el sistema, pero probablemente es usted como yo, que anoto un montón de cosas en la libreta -Helen no dijo nada-. La verdad es que no vale la pena que me la lleve -dijo-, seguramente la dejaré justo ahí, en la mesa, y ya sé que no hace falta que le diga que no debería mirarla mientras no estoy -caminó hacia la puerta.

– Comprendo -dijo Helen.

Se quedó sentada un minuto o dos después de que el inspector se fuese, le faltaba el aliento, luego salió al pasillo, donde sabía que había un dispensador de agua. Se sirvió tres vasos de papel. Luego volvió al despacho del inspector y abrió su cuaderno.

Su nombre estaba escrito al principio de la primera página. Helen pensó que le pegaba. Supuso que podía ser picajoso y difícil de sacarse de encima. Pasó las páginas perforadas hasta que llegó a una cuyo encabezamiento rezaba: Hopwood, 2 de agosto. El nombre estaba profusamente subrayado y había garabatos en la esquina de la hoja: casas y estrellas. Cogió un bolígrafo de su bolso, una hoja A4 de la mesa y empezó a apuntar cosas.

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