Al pub no le faltaba mucho para estar listo, y Clive había dicho que estaba resolviendo lo del distrito SE3, así que Frank se fue temprano al despacho que tenía alquilado detrás de Christ College y pasó la mañana poniéndose al día con otros negocios.
Tenía un montón de permisos de construcción e informes sobre tres locales comerciales nuevos cuya compra estaba tramitando por revisar. Acordó las tarifas de fin de semana con un nuevo contratista polaco y organizó «regalos» para dos concejales distintos cuya buena voluntad le vendría bien para una nueva promoción que se estaba planteando hacer en Battersea. Hizo unas cuantas llamadas y gestionó la entrega de varias cajas de buen vino y relojes «para él y para ella».
Todo formaba parte del juego. Gastos justificados. Su contable podía registrar esas adquisiciones como «regalos de empresa» en los libros de registro.
Después fue a ver a la madre de Laura. Iba solo en el coche, al volante, para variar. No quería que ninguno de sus empleados, ni siquiera Clive, tuviese acceso a aquel aspecto de su vida privada.
La madre de Laura vivía en un dúplex que Frank le había comprado hacía unos años en una bonita zona de Eltham. También le había regalado un pequeño utilitario, algo para que pudiese moverse por ahí; pero Frank tenía la impresión de que no salía mucho de casa últimamente. Aunque para entonces el negocio ya estaba montado y funcionando, Frank había empezado a visitarla con tanta frecuencia como le era posible en cuanto había descubierto que tenía una hermana, y siempre se iba con la sensación de haber hecho algo bueno.
Ella se emocionó al verle, como siempre. Le dijo lo mucho que le agradecía que hubiese ido a verla, lo mucho que le agradecía todo, y sus ojos se llenaron de lágrimas antes de que Frank entrase siquiera. Notó el olor a alcohol que desprendía cuando le abrazó.
Hablaron de Laura, como siempre, mientras Frank se tomaba zumo de naranja y ella abría otra botella de vino. Le preguntó por sus negocios y él le habló del pub. Ella dijo que sonaba de maravilla, que de joven le gustaba salir alguna noche que otra, cuando los pubs no estaban llenos de música chillona y gente viendo el fútbol.
– Laura se quedaba sentada fuera, más buena que el pan. Le sacábamos una botella de Coca-Cola y unas patatas.
– Mi madre hacía eso conmigo -dijo Frank.
– ¿Ves?
– A él le gustaba beber, ¿verdad?
En cuanto le mencionó a «él», el tono de la conversación cambió. El viejo de Frank les había abandonado a él y a su madre, y luego había hecho exactamente lo mismo, muchos años después, cuando Laura tenía más o menos la misma edad que Frank por entonces. La" madre de Laura solía sacar una foto de un hombre de rasgos afilados que se parecía muchísimo a Frank. Luego siempre decía:
– Has sido más padre para ella de lo que ese capullo inútil lo fue en toda su vida.
Frank se había pasado años buscando a su padre, se había dejado un buen dinero en detectives privados que no le habían llevado a ninguna parte. Todavía tenía la esperanza de ajustar las cuentas con él algún día.
Demostrarle a aquel inútil hasta dónde había llegado exactamente…
– Le gustaba la bebida, pero a la bebida no le gustaba él -ninguno de los dos tenía demasiados recuerdos felices cuando se trataba del padre de Frank, y la voz de la segunda mujer del hombre estaba empapada de alcohol y amargura al hablar-. Si lo piensas, es increíble que tú y Laura hayáis salido tan bien.
– Eso es mérito tuyo y de mi madre -dijo Frank.
– Pero los genes son poderosos -se sirvió otra copa-. ¿Alguna vez te ha preocupado lo que podrías haber heredado de él?
– Nunca lo he pensado.
– ¿Por eso no has tenido hijos, Frank?
– No…
– Nunca es demasiado tarde, ¿sabes?
Frank meneó la cabeza.
– No lo creo.
– Nunca es demasiado tarde.
– Cómo eres depende de ti. No hay excusa. No es culpa de otros si metes la pata.
– Tú no has metido la pata, cariño. Te has desenvuelto muy bien.
– Exacto. Y nadie más que yo puede atribuirse el mérito.
Ya se había bebido media copa de vino, y otro trago se hizo cargo del resto.
– Serías un buen padre, Frank.
Frank se levantó y se dirigió al espejo que había sobre la estufa de gas. Enderezó la cadena que llevaba al cuello y se colocó el pelo mientras ella hablaba de cómo se ponía a veces su padre cuando había bebido una copa de más; sobre cómo no podía tener las manos quietas… o los puños. Pero bajo el asco, Frank podía notar la tristeza en su voz. El cabrón de su viejo había sido guapo, eso era innegable, y Frank sabía que no había habido nadie importante en la vida de aquella mujer desde que él se había ido.
Suponía que, muy en el fondo, seguía sintiendo algo más que desprecio por el desgraciado hijo de puta que la había dejado tan jodida.
– ¿Por qué te juntaste con él para empezar? -le preguntó.
Ella se llevó la copa vacía a la mejilla.
– Tengo un gusto de mierda para los hombres, así de sencillo.
– Igual que Laura -dijo Frank.
Una hora más tarde, al volver a casa, pensó en ir hasta Lewisham. Al fin y al cabo, sólo estaba a diez minutos de su casa.
Un par de kilómetros y un mundo de distancia.
Pensar en Laura le había llevado naturalmente a pensar en Paul, y Frank pensó que podía ser interesante recorrer las calles por donde los responsables de su muerte seguían viviendo, por el momento. Ver cómo era la gente que lo había ideado. Los monigotes…
Además, tal como estaban las cosas, podía haber más de uno intentando abandonar la zona rápidamente. En materia inmobiliaria, podría encontrar alguna que otra ganga.
Jenny recogió a Helen pasadas las seis. Cuando se incorporaron a la calle principal, Helen miró atrás, creía haber visto un Jeep negro cuatro o cinco coches por detrás de ellas. Jenny le preguntó qué miraba e, incapaz de volver a ver el coche, Helen se dio por vencida. Le resultaba difícil girar el cuello y, por lo que sabía, podía tratarse de cualquier cuatro por cuatro.
Se sintió asustada y tonta, y se dijo que debía tranquilizarse. Intentó disfrutar de las vistas iluminadas que se desplegaban a un lado mientras se dirigían al sur, a Crystal Palace: el Eye, St. Paul, Canary Wharf.
Jenny había reservado mesa en un pub gastronómico que había visto reseñado en el Time Out. Suelos de madera, extraños cuadros y un poco de jazz en los altavoces. Era más temprano de lo que a Helen le gustaba cenar, y supuso que volvería a atacar la nevera antes de irse a la cama, pero sabía que Jenny tenía que irse a casa para atender a sus hijos, que a Tim no se le daba bien cuidarlos, ni cuidarse.
– Cuando llegue aquello parecerá un campo de batalla -dijo Jenny.
Helen pidió chipirones a la plancha de primero y chuletas de cordero de segundo, mientras que su hermana se decidió por paté y una ensalada César de pollo. Compartieron una botella de agua con gas y la charla fluyó con bastante facilidad.
La discusión que habían tenido el fin de semana anterior no estaba olvidada, y Helen había previsto que el ambiente fuese un poco tenso, por lo que le sorprendió que Jenny se disculpase. Normalmente era Helen la que daba el primer paso, negándose a vivir con la culpabilidad que a su hermana se le daba tan bien generar después de cualquier desencuentro.
– No seas boba -dijo Helen. Si acaso, ser la que recibía las disculpas sólo contribuía a aumentar su culpabilidad. Era como si tuviese una reserva inagotable.
– Me he sentido fatal con esto.
– No te preocupes.
Jenny cogió la mano de Helen y la estrechó, y el tema quedó zanjado. Las cosas siempre habían sido así entre ellas. Como el perro y el gato, o amiguísimas.
– No pasa nada, de verdad -dijo Helen-. Sólo estaba hecha un lío.
– Es comprensible…
– Estoy hecha un lío.
Jenny asintió.
– Claro que lo estás.
De camino desde Tulse Hill, Helen le había contado que el cuerpo de Paul iba a ser entregado a la funeraria y que el funeral tendría lugar en unos días. Habían hablado de si Jenny debía llevar a los niños y finalmente habían decidido que no. Irían todos a casa de los padres de Paul, en Reading, para la ceremonia y para tomar algo luego, y habían discutido si Helen debía pasar la noche allí; si la madre de Paul se sentiría rechazada si decidía volver a casa.
– Todos te ayudaremos -dijo Jenny.
Al mencionar su estado mental, Helen no estaba pensando en el funeral. Durante un segundo o dos, estuvo a punto de contárselo todo a su hermana, hablarle de Linnell, de Shepherd, de lo que creía que había en el portátil… pero decidió no hacerlo. Sentía la necesidad de contárselo a alguien, pero sabía que se sentiría más cómoda contándoselo a Katie o incluso a Roger Deering (a alguien a quien no le fuese a afectar) de lo que jamás podría sentirse hablando con Jenny o con su padre. No era lógico, lo sabía. Podía pensar lo que quisiese de Paul, podía decidir que había hecho cosas despreciables a sus espaldas, pero no podía soportar la idea de que nadie más le juzgase.
Al final, Helen decidió llevar la conversación hacia un derrotero bien conocido por su hermana.
– Es Adam Perrin -dijo.
Jenny se terminó su agua.
– No irás a invitarle, ¿no?
Helen se rio, aunque se le había pasado por la cabeza que podía presentarse allí. No le resultaría difícil conseguir los datos, después de todo.
– Creo que es posible que me haya estado llamando.
Se habían conocido en un congreso hacía poco más de un año. Él había ido con otros agentes de la policía armada y le había parecido el menos repugnante de ellos al verlos reír y hablar demasiado alto en el vestíbulo del hotel. Helen bebía bastante por aquella época y se lo atribuía al estrés del trabajo, pero desde luego no tenía intención de liarse con nadie. Había disfrutado la charla, el coqueteo. Él era fornido, con el pelo rubio y corto. Distinto a Paul…
– ¿Tú crees?
– Llama y no dice nada.
Jenny parecía tan confusa como Helen se sentía. No sabía por qué se le había pasado por la cabeza el hombre con el que había tenido una aventura. Por qué había estado imaginando una conversación telefónica con él, por qué había estado haciendo acopio de comentarios sarcásticos, esperando una oportunidad para lanzárselos:
– Merodeando tras las ventanas. Muy elegante, incluso para ti.
– No seas estúpida, Helen.
– Al menos podías haber esperado a que le enterrase.
– ¿Eso es lo que piensas de mí?
– No pienso en ti para nada.
– Sólo me acosté contigo, ¿sabes?
– La verdad es que no me acuerdo.
– No he matado a nadie. Y tú pusiste mucho de tu parte.
– Sí, ya, por aquella época bebía…
Atacar la hacía sentirse bien, aunque sólo fuese en su imaginación.
La camarera llegó. Se reclinaron en sus sillas y la dejaron colocar los platos. Jenny esperó un minuto, se dedicó a su entrante y luego dijo:
– Deberías volver a verle.
– ¿Qué?
El local no estaba muy lleno, sólo había unas cuantas mesas ocupadas, pero el sonido se transmitía con facilidad y ambas bajaron la voz.
– No digo inmediatamente, por amor de Dios.
– Ah, bueno.
– Tal vez más adelante -Helen había bajado la cabeza, la sacudía, y Jenny esperó a que parase-. Sentías algo por Adam. Sabes que es cierto.
– Sólo fue un rollo. Una estupidez.
– Sucedió porque sabías que algo iba mal entre tú y Paul.
– Yo fui la que estropeó las cosas, ¿vale?
Jenny no dijo nada, se limitó a mirarla, avergonzada, consciente de que había gente detrás de ella.
– Simplemente te encantó la idea porque nunca te gustó Paul desde un principio.
– Nunca me gustó ver que te conformabas con algo -dijo Jenny.
– Chorradas -por encima del hombro de Jenny, una mujer sentada en la mesa de la esquina estiró el cuello. Helen la miró directamente hasta que la mujer volvió a su cena, luego volvió a hablar en un susurro-: Eso son chorradas, Jen…
La tensión que Helen había temido se abría paso por la mesa. Era imposible establecer contacto visual y, cuando Jenny fue a coger más agua, ambas miraron fijamente el vaso.
– En realidad, nunca dijiste de quién era el niño.
– Es de Paul -dijo Helen.
– Nunca lo dijiste, eso es todo.
– Es de Paul.
Les trajeron el plato principal y después hablaron de su padre, de los hijos de Jenny, pero la conversación era desganada y esporádica. El cordero de Helen estaba perfecto, y tenía más hambre de la que había previsto, pero no pudo terminárselo.
Era tarde, y Theo estaba en casa viendo un DVD con Javine cuando Easy se pasó con unas latas de cerveza y algo de hierba. Javine aceptó un porro de Easy a regañadientes y le dijo que no hiciese ruido, pero no dijo más y se quedó allí sentada, pegada a la pantalla, negándose a que la obligasen a irse a la cama. Easy hizo un comentario o dos sobre la película y puso los ojos en blanco, hasta que por fin Theo captó las indirectas contradictorias de ambos y le dijo a Easy que deberían tomarse las cervezas fuera.
Compartieron un porro y miraron por encima del muro que recorría el borde de la pasarela. Había dos chicas dando vueltas en bicicleta a oscuras, y una pareja joven en los columpios hechos con neumáticos del centro, meciéndose lentamente, el uno junto al otro. No los veía, pero Theo sabía que los críos andarían por la parte más alejada de los garajes, cerca de la calle. Estarían vacilándose unos a otros y mirando fijamente cualquier coche que pasase, asegurándose de que todo el mundo supiese que todo les importaba una mierda.
Theo pensó que eran como pequeñas ratas.
– ¿A qué venía lo de ayer en el billar? -preguntó Easy.
– No estaba de humor, eso es todo.
– Pues avisa la próxima vez que no estés de humor. Me viene bien la pasta.
Tres plantas más abajo, el chico del columpio gritó algo a las chicas de las bicis. Una de ellas le respondió y se alejó en la penumbra, por el callejón que llevaba a la urbanización de al lado.
– ¿Has pensado mucho en lo de Mikey y SnapZ? -preguntó Theo.
– Pensé, ¡gracias a Dios que no he sido yo, joder!
– En lo que pasó, quiero decir.
– Todo el mundo sabe lo que pasó, T.
– ¿Pero has pensado por qué?
Easy soltó una bocanada de humo.
– ¿Ya estás otra vez con esa tontería de lo del territorio, tío? ¿Con lo de que me he metido en el terreno de alguien y todo eso?
– No… -La noche era cálida y Theo llevaba una camiseta. Miró el fino tejido que le cubría el pecho, lo observó moverse con los fuertes latidos de su corazón.
– He estado hablando con Wave -dijo Easy.
El tejido empezó a moverse un poco más rápido.
– ¿Recuerdas lo de los triángulos?
– Sí.
– Las cosas tienen que cambiar un poco, ¿vale? Por lo que ha sucedido. Tiene que entrar gente distinta en la casa y unas cuantas caras nuevas por abajo. Para trabajar las esquinas, pasar el material y todo eso, ¿lo pillas?
Theo asintió. Vacantes para unas cuantas ratas.
– Es una oportunidad para que asciendas, tío.
– ¿Tú vas a ascender, entonces?
Easy dio un sorbo a su cerveza.
– Tú asciendes al mismo tiempo que yo, Estrella. Nosotros dos vamos a controlar las cosas juntos. Es un chollo, T, te lo juro. Echarle un ojo a cómo va todo y contárselo a Wave. Serás como mi, ¿cómo se dice?, mi lugarteniente o algo.
– Deja que me lo piense, tío.
– No hay nada que pensar.
– Ya lo veré.
– ¿Qué? -Meneó la cabeza indicando la puerta de la casa de Theo-. ¿Quieres consultarlo con tu novia?
Theo no dijo nada.
Easy se acercó a él, con el gesto burlón de su boca convertido en algo más siniestro.
– Será mejor que te lo pienses bien, ¿me entiendes? Te estoy hablando de algo serio.
Theo ya estaba pensando. En el dinero extra, en el hecho de que las cosas difícilmente podían ir a peor. En lo mucho que su último ascenso le había costado.
– Eso que dijiste antes, lo de que gracias a Dios no habías sido tú…
Easy se encogió de hombros.
– ¿Qué?
– En aquel coche íbamos todos, tío.
– ¿Y?
– Mikey y SnapZ. Wave. Tú y yo.
Lo que quedaba del porro de Easy voló por encima del muro y cayó. Respiraba con dificultad. Theo observó el lento movimiento de la cabeza, el intento de buscar una expresión de sorpresa o incredulidad, pero sabía que estaba sugiriendo algo que ya se le había ocurrido a Easy.
– Se te ha ido la puta olla, Estrella.
– Sólo digo que no es una coincidencia.
– ¿Te has dado un golpe en la cabeza o algo? ¿Esa zorra te ha tirado una sartén a la cabeza, tío?
– A lo mejor deberíamos hablar con Wave.
– Lo que escribí sobre ti…
– Sólo digo que hay que tener cuidado.
Easy golpeó la pared con una mano mientras hablaba, su ira iba en aumento.
– Toda esa mierda, ese testimonio o lo que sea…
– Estoy cagado, Easy, no me importa decírtelo, ¿vale?
Easy estaba pegado a la cara de Theo, presionándole su lata de cerveza contra el cuello y salpicándolo de saliva.
– Puedes cagarte todo lo que quieras, ¿vale?, pero no me cuentes mierdas. No quiero oírlas, y no quiero verte pensando en ello. Y no quiero volverte a oír abrir la boca sobre esto. ¿Me entiendes?
Theo asintió.
Easy retrocedió, le miró fijamente durante unos segundos, luego lanzó la lata rápidamente y con fuerza contra el pecho de Theo. Ya se estaba alejando mientras la cerveza volaba por todas partes y la lata rebotaba y daba vueltas en el suelo.
Los gritos habían hecho que Javine y otras dos personas salieran a sus puertas, pero Theo no levantó la vista. Se quedó mirando la lata soltando espuma sobre la pasarela de cemento, la cerveza corriendo como una meada y goteando sobre la hierba de abajo.
Paul y Adam Perrin habían sido colocados juntos en el féretro, ambos con sus uniformes de gala, de la cabeza a los pies, como niños durmiendo en una misma cama. Por alguna razón, no se habían molestado en ponerle la tapa, y en cuanto la primera palada de tierra les dio en la cara, se incorporaron juntos como un resorte, perfectamente sincronizados, como un dúo, escupiendo tierra y riendo.
– No pasa nada -dijo Paul mirando a Helen-. No hay problema, te lo prometo.
– ¿Qué te parece si le pones los nombres de los dos? -preguntó Adam-. ¿Qué te parece Adam-Paul?
– Paul-Adam suena mucho mejor -dijo Paul, y de repente los dos se pusieron a pelear. Pero lo hacían de broma, dándose con las manos abiertas, como un par de viejas meneando sus bolsos, haciendo más el tonto a cada minuto, hasta que el vicario tuvo que gritarles desde el borde de la tumba, dejándoles claro que estaban molestando al cortejo fúnebre y que tenía que seguir con la ceremonia.
Helen se despertó.
La almohada estaba empapada y esponjosa, y el bebé daba patadas y más patadas. Como si hubiese tenido bastante, como si hubiese oído bastante; como si estuviese listo para salir y hacerla sentir mejor.