Aparte de unos minutos que había empleado en pulirse los restos de la sopa que Jenny le había hecho, Helen tenía la impresión de haber pasado la mayor parte de la noche al teléfono. Jenny había llamado sólo unos segundos después de su llegada a casa, luego Katie le había dado un toque. La madre de Paul quería saber si había tenido alguna noticia más sobre la entrega del cuerpo, y su padre la había llamado para recordarle que tenía una cama preparada por si alguna vez le apetecía.
Aunque agradecía que tanta gente se preocupase por su bienestar, había descolgado el teléfono. Pero lo había vuelto a colgar casi de inmediato, tras decidir que Jenny y Katie eran lo bastante histéricas como para enviarle a la policía imaginando que habría hecho alguna tontería.
Y de todas formas, había soñado con que Paul llamaría.
No estaba segura de cuándo lo había soñado, si estaba medio despierta o completamente dormida en ese momento, pero la sensación-recuerdo era potente; el sentimiento de euforia al coger el teléfono y oír su voz.
«Debe de haber una probabilidad entre un millón: una persona con el mismo nombre que yo en esa parada de autobús.
Aunque es agradable saber que todo el mundo estaba tan afectado, Claro. ¿Cómo está el bebé, por cierto?».
Sabía que ese tipo de pensamientos no eran inusuales, la sensación de que la persona que había muerto entraría bailando por la puerta en cualquier momento. Era una cosa a medias entre la negación y la oración, suponía Helen, y sintió alivio por que al menos una de las cosas que sentía fuese normal.
Pero las lágrimas seguían sin aparecer.
Había bajado al aparcamiento, había limpiado el coche de Paul y había metido en bolsas todo lo que había en el suelo y el maletero. Acababa de entrar por la puerta principal cuando el teléfono volvió a sonar. Respiró profundamente antes de cogerlo.
– ¿Helen? Soy Gary.
Se sintió culpable por no haber hablado con Gary Kelly desde el accidente. Sabía que era absurdo culpar a nadie salvo al tirado que había disparado el arma, pero eso no había impedido que lo hiciese, no había impedido que las ideas irracionales se apoderasen de ella.
Si la imbécil del coche no se hubiese dejado llevar por el pánico.
Si Paul hubiese estado lo bastante sobrio para reaccionar con mayor rapidez.
Si no se dirigiesen a casa de Gary.
Le preguntó cómo estaba y él le dijo que estaba mejor. Que la baja que le habían dado era más por compasión que médica y que volvería al trabajo a la semana siguiente. Le preguntó cómo estaba ella, luego empezó a llorar antes de que pudiese responder.
Todos menos yo, pensó Helen.
– Es culpa mía -dijo él.
– No.
– Le pedí que se quedase… porque no quería ir solo a casa. Habría reaccionado más rápido de no haber estado tan borracho.
– Paul también estaba borracho -dijo Helen-. Era bastante obvio cuando me llamó. Parecía contento, Gary. ¿De acuerdo?
– Me apartó, ¿lo sabías?
– Sí, lo sé -a Helen le habían contado lo que había dicho ver un testigo de la parada de autobús. Cómo los dos hombres estaban juntos, de pie, y cómo el que había muerto había empujado a su amigo momentos antes del impacto. Helen escuchó los sollozos del amigo de Paul, y no pudo evitar desear que hubiese sucedido al revés.
Cuando Kelly dejó de llorar, hablaron de cuestiones prácticas unos minutos. Le preguntó si quería decir algo en el funeral y él le dijo que sería un honor. Le habló de la colecta que estaban organizando en la comisaría y le dijo que había decidido donar todos los fondos a alguna organización benéfica de la policía. Kelly le dijo que lo organizaría.
– Si necesitas cualquier cosa -dijo-, tienes todos mis números, ¿no? Simplemente llámame si se te ocurre alguna otra cosa. A cualquier hora.
Helen le dio las gracias.
– De hecho, hay una cosa. ¿Te dice algo el nombre de Frank Linnell?
Llevaba todo el día dándole vueltas a la conversación telefónica de la noche anterior. Sentía que se tensaba cada vez que pensaba en ella y no entendía por qué. No tenía idea de quién era Linnell, ni de qué conocía a Paul, pero tal vez un amigo y compañero de trabajo como Gary Kelly lo supiese.
Lo que sí sabía era que, en las semanas previas a la muerte de Paul, ella no había sido ninguna de las dos cosas.
– ¿Por qué quieres información sobre Frank Linnell?
Había algo en la voz de Kelly que le molestó, y la mentira le salió con facilidad.
– Ya sabes, se te mete un nombre en la cabeza y no tienes ni idea de dónde lo has oído.
– Probablemente sea mejor que se quede en tu cabeza -dijo Kelly-. Frank Linnell no es precisamente alguien a quien quieras acercarte.
– Ahora sí que necesito saber.
Aunque Kelly nunca había trabajado activamente en la Unidad contra el Crimen Organizado, sabía lo bastante para ofrecerle una historia abreviada: los ambientes del sudeste de Londres que controlaba la organización de Linnell, la lista de imputaciones que nunca se sostenía, los métodos utilizados para hacerse con contratos para sus diversas empresas de construcción y promoción inmobiliaria.
– No es el tipo más agradable del mundo, ¿sabes?
– De acuerdo, gracias…
– ¿Estás haciendo algún trabajillo de incógnito para los de Crimen Organizado, entonces? -se rio-. Es una tapadera buenísima.
– ¿El qué?
– Todo el rollo del embarazo. Desde luego, me tenías bien engañado.
Helen también se rio, pero fue un esfuerzo.
– No era más que un nombre que alguien mencionó, creo. Debió de ser Paul, supongo. Aunque él nunca tuvo mucho que ver con esas cosas, ¿no?
– Por lo que yo sé, no. Pero, si te digo la verdad, los últimos meses no tenía ni idea de a qué se dedicaba.
– ¿Perdona?
– Sólo estaba un poco… distraído, creo. Con lo del niño y todo lo demás.
– ¿Qué quieres decir con lo de a qué se dedicaba?
Kelly se mostró reacio, pero Helen insistió hasta que le habló de la cantidad de tiempo que Paul había pasado fuera de la comisaría. Sus vagas explicaciones cuando le preguntaban. Lo que le había dicho sobre un caso antiguo que le estaba dando algunos problemas. Aunque Kelly no llegó a decirlo, Helen pudo oír en su voz que no se había creído ni una sola palabra.
– Estoy segura de que tienes razón -dijo Helen-. Probablemente estaba distraído.
– A Paul no le gustaba que la gente supiese sus cosas -dijo Kelly-. Y está bien, supongo. Creo que tenía más cosas en la cabeza que los demás, eso es todo.
No dijeron mucho más después de eso y, cuando hubo colgado el teléfono, Helen se fue al cuarto de baño. Se duchó, se sentó en el cubículo para afeitarse las piernas. Intentó cantar al ritmo de uno de los discos de REM de Paul mientras se preparaba para irse a la cama, pero no recordaba las letras. Cuando el CD se acabó cuarenta minutos más tarde, ella seguía sentada en el borde de la cama, con una camiseta y el pantalón del pijama, preguntándose qué era lo que Paul tenía en la cabeza exactamente.
Y por qué lo que fuese tenía que ver con Frank Linnell.
Frank estaba solo viendo la tele en la cocina, cuando Clive llegó; hacía varias horas que no veía a Laura. Cogió la chaqueta de Clive y lo condujo por el largo pasillo que salía del recibidor. Pasaron por delante del gimnasio que Frank había mandando instalar el año anterior y salieron al jardín de invierno.
Le gustaba sentarse allí fuera por las noches, con un vaso de vino y un libro de crucigramas. O, si estaba Laura, sentarse juntos y relatarle su día, tal vez pedirle consejo sobre alguno de los edificios que estaba construyendo. A ella se le daban bien esas cosas, aunque siempre le decía que había otros aspectos de su negocio que preferiría que se guardase para sí.
– Cuesta creer -dijo Clive- cómo suceden las cosas.
– En eso tienes razón -dijo Frank.
Frank no le había hablado a Clive de la muerte de Paul cuando se enteró por Helen. Había pensado que sería mejor mantenerlo como un asunto privado, y bien podría haber continuado así de no haber sido por las revelaciones del periódico. La forma en que Paul había muerto lo había cambiado todo.
Se quedaron de pie el uno al lado del otro, mirando el jardín. Había faroles cada cincuenta centímetros o así a lo largo del sendero y en la mayor parte de los parterres, lanzando su luz hacia los árboles. Una gruesa línea de luces más pequeñas recorría la valla y el borde de un enorme cobertizo que había en la esquina.
– Estaba pensando en aquella tarde que vino al pub -dijo Clive-. Cuando entró aquel crío, ¿te acuerdas?
– Por supuesto. ¿Por qué?
– Por nada. Uno siempre piensa en la última vez que vio a alguien, ¿no? Cómo estaba y todo eso.
Frank había pensado mucho en aquella tarde desde que se había enterado de la muerte de Paul. No se habían peleado, no exactamente, sin embargo, Paul se había ido disgustado. Frank sabía que había hecho bien en negarse a colaborar con él, pero aun así deseaba que las cosas hubiesen sido diferentes.
– ¿Entonces, cómo vamos con eso?
– He estado tanteando un poco por ahí desde que me llamaste, y toda la gente con la que he hablado. Creo que nos estamos acercando.
– ¿Tenemos nombres?
– Como dice el periódico, nadie sabe siquiera si es una pandilla del norte o del sur del río.
– No debería ser demasiado difícil.
Clive asintió, mostrando su acuerdo.
– Es un proceso de eliminación.
– Necesito que centres toda tu atención en esto.
– No te preocupes, sé que es importante.
– Los pubs no se van a ir a ningún sitio -dijo Frank-. No es el fin del mundo si terminamos las reformas con un día o dos de retraso.
– Si todo va bien, podemos empezar a retorcer orejas mañana.
– A primera hora -dijo Frank.
No dijeron nada durante quizá un minuto. El sonido de las voces en la televisión bajaba por el pasillo desde la cocina.
– ¿Has visto a los zorros últimamente? -preguntó Clive.
Frank asintió. Había estado vigilando ansiosamente: un par de zorros se habían mudado a su jardín, y sospechaba que habían construido una madriguera debajo del cobertizo. Le dijo a Clive que había llegado un punto en el que ya no les molestaban las luces activadas por el movimiento que inundaban el césped cada vez que lo cruzaban.
– La otra noche me senté y los estuve observando durante media hora -dijo-. El muy jeta vino hasta aquí mismo -señaló-. Echó una meada contra una de esas macetas.
– Qué bueno -dijo Clive, riendo.
Frank estaba pensando en ese momento, un minuto o así después de que el último zorro volviera a desaparecer entre los arbustos, en que las luces se apagasen. Cuando el jardín volviese, en un segundo, a la casi total oscuridad. Imaginó a los jóvenes en el coche, conduciendo por ahí a oscuras y esperando a que algún idiota bienintencionado les diese luces.
Como le había dicho a Laura, no podía permitir que aquello quedase así.
– ¿Necesitas que me quede? -preguntó Clive.
Frank sacudió la cabeza y dijo:
– Necesito que hagas más llamadas. Algunas de las personas que saben de esto apenas acaban de levantarse.
Minutos después de que Clive se fuese, los focos del jardín se encendieron. Frank miró afuera, pero no pudo ver nada. A veces no había nada que ver. A veces, no era más que una araña gateando por uno de los sensores. Pero Frank se quedó vigilando de todas formas.
Theo se había quedado en el piso franco hasta más tarde de lo normal, remoloneando por el dormitorio después de que llegase uno de los chicos asiáticos para el turno de noche, y pasando de allí al servicio durante una hora o así hasta que oscureció y las cosas estuvieron más tranquilas fuera, hasta que dejó de temblar y cagarse.
Se puso la capucha y bajó a paso rápido hasta el Dirty South, en Lee High Road. El bar se llamaba Rose of Lee antes de que él se mudase a Kent, era una sala de conciertos pequeña, decente, a la que habían dado un toque más sofisticado mientras había estado fuera.
Algunos de los grupos no eran demasiado buenos, pero solía haber un DJ que pinchaba algo de break-beat y grime decente y algunas caras de la pandilla que se quedaban hasta tarde, tomándose la última de camino a casa o la primera si iban a salir toda la noche.
Era su local, aunque con cierta frecuencia algún idiota de los Ghetto Boys o unos cuantos capullos de Kidbrooke entraban como si no lo supiesen e intentaban montar algo. Siempre había que estar preparado para eso.
Theo se sentó en uno de los viejos sofás desgastados que había junto a la puerta, con Ollie y otro de los camellos, una chica de catorce años llamada Cospel, que Ollie estaba desesperado por follarse. Nadie decía gran cosa, miraban la pantalla gigante o la mesa de billar. Tras un par de copas volvieron a casa de Ollie y fumaron un rato, hasta que la gente empezó a adormilarse y Theo supo que era hora de irse a casa.
Cruzó la urbanización de vuelta a su piso.
Al pasar junto a los críos del garaje, uno de ellos levantó la barbilla y le dijo:
– ¿Qué hay, T?
Los demás le saludaron con la cabeza. Theo les devolvió el saludo y siguió andando, oyendo sus susurros detrás de él, sirenas en algún lugar en la distancia, con la sensación de que algo se retorcía en su interior, como la carne sobre el mostrador del carnicero.
«Ahora eres un pez gordo, T. Has matado a un poli».
Easy no había dicho gran cosa después de la llegada de SnapZ, pletórico y encantado con la noticia. Theo pudo ver que hasta él estaba un poco alterado. Dudaba que SnapZ y Mikey lo hubiesen notado, pero Theo conocía lo bastante bien a Easy como para ver cómo intentaba disimularlo, quitarle importancia a todo el asunto. Chasqueando la lengua y mirando su reloj. Mirando de soslayo el periódico.
Mierda, si Easy estaba nervioso…
Theo empezó a subir las escaleras de piedra hasta el tercer piso, sus pasos resonaban contra los escalones, el pasamanos de metal, frío bajo la palma de su mano.
«¡Dios!». En el rellano, estuvo a punto de tropezar con alguien que bajaba. Ambos dieron un paso atrás. Theo miró y reconoció al viejo que vivía a dos puertas de su madre. Relajó los puños y se bajó la capucha.
– ¡Theodore! Me has dado un susto de muerte.
Theo farfulló una disculpa, vio que el hombre iba a bajar la basura. Las bolsas le habían parecido alas o algo así en la penumbra y habían asustado a Theodore tanto como al viejo.
– ¿Quiere que se las baje?
No tuvo que preguntárselo dos veces, y le dijo que era un orgullo para su madre mientras volvía a subir trabajosamente las escaleras.
Theo soltó un taco por lo bajo mientras volvía a bajar. Odiaba acercarse a las grandes papeleras metálicas del bajo. Odiaba el olor y el ruido de bichos correteando detrás de ellas. Pero el pobre viejales tenía cara de llevar las bolsas llenas de piedras.
A unos tres metros de las papeleras, Theo se detuvo y tiró adentro las bolsas, luego se dio la vuelta mientras la segunda todavía caía estrepitosamente y volvió a subir las escaleras de dos en dos. Esperó junto a la puerta de su piso, agarrando las llaves con el puño para que no hiciesen ruido. Se apoyó contra la puerta y escuchó. Oyó el llanto ronco del bebé a través del tabique de escayola.
No podía enfrentarse a ello.
Cambió un juego de llaves por otro mientras bajaba dos plantas a saltos y avanzaba por el pasillo. Sabía que su madre y su hermana llevarían un buen rato en la cama, que no tendría que hablar con nadie. No tendría que fingir que todo iba bien y hablar de esto y de lo otro cuando se sentía como si todavía se estuviese despertando de algo.
Como si lo peor todavía estuviese por venir.
Abrió la puerta de casa de su madre y entró sin encender ninguna luz. Se tiró en el sofá, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Helen no había dormido casi nada. Había empezado a quedarse dormida una o dos veces, pero se había dado cuenta de que no había apagado la luz, de que el teléfono estaba sonando otra vez y no acabó de dormirse del todo. Finalmente, se había rendido.
Eran casi las tres de la mañana. Se hizo un té y encendió la radio, escuchó a otros insomnes que llamaban para intercambiar insultos con un presentador furioso mientras se mantenía ocupada. Cogió las bolsas de plástico que había llenado con lo que había en el coche de Paul y lo volcó todo sobre la alfombra. Tiró las latas vacías, los envoltorios y los paquetes de tabaco a la papelera e intentó clasificar todo lo demás.
Gafas de sol, GPS, cintas y CD variados, guías de carreteras y herramientas del maletero, papeles arrugados.
«Creo que tenía más cosas en la cabeza que los demás…» Dispuso todos los papeles sobre la mesa con cuidado. Los alineó todos con esmero, luego los organizó en grupos: recibos de gasolineras y supermercados, tiques de aparcamiento, trozos de papel con nombres y números de teléfonos garabateados.
Entonces recordó que el teléfono había sonado cuando intentaba dormir en vano. Comprobó el contestador.
– Espero no molestar, sólo quería decirle que fue un placer conocerla antes -un suave acento del nordeste-. Perdone… soy Roger Deering, por cierto. Debería haberlo dicho. En cualquier caso, en realidad sólo he llamado para decirle que si necesita algo… por favor, no dude en llamarme. Si se agobia o lo que sea. Sé que no es fácil, así que… aunque sólo le apetezca charlar un rato.
Dejó su número, le dijo que podía llamarle a cualquier hora y añadió: «Con Dios».
Helen volvió a la mesa, pensando que su primera expresión sobre el responsable de la escena del crimen había sido bastante acertada, que era un tipo decente, pero también consciente de que su capacidad para interpretar a la gente se había resentido tanto como el resto de ella. Había clasificado a Deering como un tipo bastante agradable, luego un poco asqueroso, luego agradable otra vez, todo ello a los cinco minutos de conocerle.
Se terminó el té y se quedó mirando los trozos de papel, los colocó en fila donde correspondía, los estiró. Dejando vagar sus ojos sobre ellos, pensó en lo que Gary Kelly le había dicho.
Lo de Frank Linnell. Todo lo demás…
«Sólo estaba un poco… distraído.»
Lo de que Paul se guardaba sus cosas para sí, lo de que no iba a la oficina cuando debía, lo de que no era claro sobre lo que estaba haciendo exactamente. Sintió un extraño alivio por no ser la única que se había topado con su silencio.
La única a la que había mentido.
«… los últimos meses no tenía ni idea de a qué se dedicaba.» Sí, se había establecido una distancia entre ellos desde que Paul había descubierto lo de su aventura, desde que habían existido dudas sobre quién era el padre del niño. Pero, si era sincera consigo misma, Helen tenía la impresión de que había algo más que la simple ira y los celos sexuales. Ahora no tenía sentido no ser franca.
Parecía claro que había cosas que Paul no le había contado, no porque no le apeteciese, sino porque no podía.
En la radio, una mujer hablaba sobre el calentamiento global y el locutor sugería que podía tratarse de una gigantesca teoría de la conspiración. Helen se preguntó si debía coger el teléfono a primera hora de la mañana y llamar a algunos de los números que Paul había apuntado.
«Hola, probablemente esto le resultará extraño, pero mi novio acaba de morir y sé que debería estar pensando en otras cosas, pero su número estaba en un papel que había en su coche y… bueno, básicamente soy una puta cotilla, así que…».
Se fijó en que dos de los tiques de aparcamiento eran del mismo lugar: un aparcamiento público de Brewer Street, en el Soho. Colocó los recibos juntos e intentó pensar por qué habría ido Paul al West End.
Una tarde de viernes, luego la noche del viernes de la semana siguiente. Quince días antes de su muerte.
Fue a buscar su agenda y comprobó las fechas, hizo memoria y se dio cuenta de que el segundo viernes había sido la noche que Paul había vuelto tarde con el aliento oliendo a ajo. Recordó que se había quedado acostada fingiendo estar dormida y se había preguntado si estaba viendo a alguien. Que se había engañado a sí misma diciéndose que había salido con gente del trabajo.
Hacía mucho tiempo, cuando todavía acababa de salir del cascarón, había salido de copas con un viejo borrachuzo de la Brigada de Homicidios con demasiados años a sus espaldas. Después de varias pintas, había empezado a hablarle de la realidad, de lo extraño que era tratar con muertes violentas.
Helen jamás lo olvidó.
– La cuestión es que sólo llegamos a conocer a esa gente después de su muerte, después de que los pobres capullos hayan sido asesinados de un tiro, una puñalada o lo que sea. Ni siquiera conocemos su aspecto, no en realidad. No conocemos sus expresiones, ni cómo caminaban o hablaban, no sabemos cómo eran. A veces averiguamos mierda de todo tipo, revolviendo por todos los rincones. Llegamos a saber cómo eran realmente, aun cuando no lo pretendamos. Y a veces, también las personas con las que convivían.
Helen cogió los dos tiques de aparcamiento y los llevó a la mesa que había junto a la puerta principal. Volvió a colocarlos uno junto a otro, preparados para la mañana. Luego apagó la radio y volvió al dormitorio.
Diez minutos más tarde, acostada a oscuras, dijo:
– ¿A qué coño juegas, Hopwood?