Veintidós

El cuarto de baño de la casa de Sarah Ruston era igual de elegante que el resto del lugar: madera y metales cromados, botes de cristal esmerilado. Helen lo estudió todo mientras estaba sentada, el brillo y su dulce olor, y pensó en mudarse.

En tener que mudarse.

El piso de Tulse Hill todavía estaba repleto de Paul. No era que estuviese tratando de huir de él (al fin y al cabo, ya tenía bastante por lo que sentirse culpable), pero sentía que debía hacer lo que habían planeado. O, al menos, lo que ella había planeado para ellos.

Sabía que quedarse allí acabaría con ella, que las paredes se le echarían encima por la noche. No sería lo bastante fuerte para criar un niño. Se acunó la barriga con las manos, moviendo los dedos adelante y atrás.

– Tenemos que salir de allí -dijo suavemente. Levantó la vista y atisbó a Paul apartándose del espejo-. No te mosquees, Hopwood, tú también te vienes…

Tiró de la cadena y se lavó las manos, olisqueando las pastillas de jabón perfumado que había en un cuenco de madera sobre el estante. Se observó en el espejo mientras doblaba la toalla y volvió a colocarla cuidadosamente en el toallero con calefacción. Por Dios, estaba deseando volver a ponerse vaqueros. Dejar de quedarse sin aliento y de tener que mear cada diez minutos. Que la gente la mirase de otro modo al pasar.

Odiaba aquello. Odiaba ser la tipa regordeta del vestido absurdo.

– ¿Por qué no podías coger y tirarte a alguien tú también? Devolverme la jugada. No hubiera podido reprochártelo.

Si era sincera, Helen no tenía idea de cuáles habían sido los planes de Paul. No estaba segura hacía dos semanas y ahora parecía que Kevin Shepherd, Frank Linnell y Dios sabe quién más probablemente sabían más que ella. Sintió que la recorría un pequeño escalofrío al recordar la cara de Shepherd a la puerta de su casa. Y la voz de Linnell en el teléfono.

«Sé quién eres…»

Ahora ella también sabía quién era él, o qué era, pero seguía sintiendo que necesitaba verle. La sospecha podía acabar con una con tanta facilidad, como la culpa y los malos recuerdos. Necesitaba saber la verdad.

Escupió en el lavabo y lo enjuagó antes de salir del cuarto de baño.

Sarah Ruston estaba esperando en la puerta principal mientras Helen bajaba por las escaleras, y Patrick bajó trotando unos segundos después para unirse a ellas. Para acompañar a Helen a la salida. Se había cambiado y parecía que acababa de salir de la ducha.

– Gracias -dijo Helen. Estaba claro por la mirada con que le respondió Ruston que no tenía más idea de por qué le daba las gracias que la propia Helen-. Y gracias por el té -unido a los dos grandes que se había tomado con Deering, sentía que estaba empapada en té.

– No hay problema -dijo Patrick-. Siento lo que dije antes. Es sólo que… con lo que Sarah ha pasado, ¿sabe?

– No ha sido precisamente un paseo para ella -dijo Ruston.

– Por supuesto que no. Yo sólo…

– No pasa nada -dijo Helen.

Patrick asintió, tratando de encontrar algo más que decir.

– ¿De verdad está investigando lo sucedido usted misma? Quiero decir, ¿está permitido?

– No estoy investigando nada.

– ¿Cree que lograrán encontrar a los chicos que iban en aquel coche? -preguntó Ruston.

– Yo no apostaría mi dinero por ello.

– ¿Han avanzado algo?

– No he oído nada -dijo Helen.

Ruston bajó la cabeza y abrió la puerta principal. Helen volvió a dar las gracias y salió rápidamente a la calle, desesperada por salir de allí antes de que hubiese más llantos. Patrick dio un paso hacia ella, levantando la mano como si se le acabase de ocurrir, pero incapaz de disimular el hecho de que se moría por decirlo desde que Helen había llegado.

– Si habla con los agentes que están… en el caso, me preguntaba si podría hacernos un favor.

– Haré lo que pueda.

– Es el BMW. Necesito saber si han terminado con él. Quiero decir, sé que está siniestro total, pero ya han pasado diez días o así y, ya sabe, hasta que nos lo devuelvan, no podemos arreglar lo del seguro.

Ocho días, pensó Helen. Habían pasado ocho días desde la muerte de Paul.

Dijo que vería qué podía hacer.

Había sido fácil entrar y quitarle el arma al chaval. ¿Pero qué clase de nombre era SnapZ?

En cuanto oyó girar el cerrojo, Clive salió de donde había estado esperando, fuera del campo visual de la mirilla y empujó al muchacho de vuelta al interior del piso. No le hizo falta más que estirar los brazos, estrellando sus enormes puños contra el pecho del chico y lanzándolo por el estrecho pasillo, como si le hubiese dado una descarga de varios miles de voltios.

El piso estaba al final de un rellano de la segunda planta. Billy había estado vigilando desde el otro extremo y, en cuanto Clive entró, se reunió con él rápidamente. Cogieron el arma de la chaqueta de cuero del chaval mientras todavía estaba retorciéndose de dolor en la moqueta.

– El material no está aquí, tío. Aquí no hay nada. Joder.

Clive y Billy auparon a SnapZ y le arrastraron hasta el pequeño salón. Se desplomó en el sofá y miró hacia arriba para encontrarse con la pistola de Billy en la cara. Vio a Clive acercarse hasta el equipo de música, pulsar PLAY y esperar a que la música empezase, luego subió el volumen.

– ¿Qué es este barullo? -preguntó Billy.

Clive se encogió de hombros.

– Puede que hagamos ruido.

– Tampoco hay dinero, lo juro -gritó SnapZ-. Sólo el que tengo encima.

– No necesitamos dinero -dijo Clive.

– Cógelo, tío -SnapZ se dio la vuelta, con los ojos fijos en la pistola mientras luchaba por sacar su cartera.

Billy se la tiró de la mano y le apretó el cañón de la pistola contra la frente.

– ¿Tienes problemas de oído?

SnapZ se estremeció y cerró los ojos. Esperando.

Clive recogió la cartera y la abrió. Sacó los billetes y se los metió en el bolsillo, luego volvió a arrojar la cartera vacía al suelo.

– Parece que el negocio va bastante bien -dijo. Se encogió de hombros cuando SnapZ no dijo nada y se sentó en la silla de en frente-. Sólo necesitamos tener unas palabritas. Un poco de información. Alguna que otra dirección. ¿Vale?

– Yo sólo reparto el material -dijo SnapZ. Se acurrucaba contra el respaldo del sofá, lo más lejos posible de la pistola de Billy-. No sé nada de lo que pasa más arriba. Nombres y todo eso.

– Ya tenemos nombres -dijo Clive-. En realidad sólo necesitamos confirmación. Una especie de comprobación.

Hizo sus preguntas y SnapZ dio las respuestas como si estuviese dando su último aliento, con el miedo subiéndole por el cuerpo, saliendo de su cuerpo conforme se iba dando cuenta de qué estaban hablando.

De su papel en ello…

Clive le dio las gracias y se puso de pie. Se acercó, se inclinó y lanzó su puño contra la cara de SnapZ.

– Eso es por hablarme como lo hiciste antes. Por nuestra conversación a través de la puerta.

Billy vio al chico intentando detener la sangre y se rio.

– Puto KFC…

– Llévalo allí. -Clive indicó el dormitorio con un gesto de la cabeza.

Billy arrancó a SnapZ del sofá y lo empujó por la habitación, con la sangre todavía chorreando de su nariz sobre la sucia moqueta verde. Tras un par de pasos vacilantes, SnapZ giró hacia la derecha repentinamente y se metió en el cuarto de baño, intentando desesperadamente cerrar la puerta tras él. Billy sacudió la cabeza. Clive cruzó la habitación tranquilamente, adelantó el hombro e hizo la puerta un lado.

Dijo:

– No merece la pena.

Billy pasó por su lado y se agachó para sacar a rastras al chico, luego le golpeó en la oreja con la pistola cuando empezó a gritar. Durante unos segundos se oyó únicamente un débil gemido y la línea de bajos de la habitación de al lado, como un latido acelerado.

Clive cogió la pistola de la mesa.

– Eres demasiado joven para andar jugando con una de estas -dijo-. Demasiado joven para ser un hombre cuando alguien te la quita.

Billy empujó a SnapZ al interior del dormitorio y le hizo tirarse en la cama. SnapZ echó las piernas hacia arriba y enterró la cara entre las rodillas, manchando de sangre sus vaqueros.

– Échate -dijo Billy- y date la vuelta.

– ¿Qué vas a hacer, tío?

Billy volvió a pegarle con la pistola.

– No seas tan patético.

Clive se quedó de pie en medio del salón y echó un vistazo a su alrededor. El sitio era una pocilga, la peor que había visto. No entendía por qué aquella gente no utilizaba el dinero que sacaba en intentar mejorarse. Por qué no hacían nada con respecto a su estilo de vida.

No le importaba un carajo cómo ganaban el dinero, no les juzgaba. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo cierto era que a él también le gustaba echarse un porro al final del día para relajarse un poco, pero seguía pensando que era una vergüenza que no se esforzasen más. Que malgastasen lo que habían ganado en anillos de oro y deportivas.

En parecer estrellas de rap y sentirse como putos vagabundos.

– ¿Vamos a hacer esto o qué, colega?

Clive se dio la vuelta cuando Billy gritó. Le vio a través de la puerta abierta del dormitorio, de pie sobre la cama. Con el chico bocabajo.

– Es que tengo un asado dominical esperándome en casa.

Clive asintió. Cogió el mando para bajar la música y abrió su teléfono.


La madre de Theo siempre se tomaba una copa de vino con el almuerzo del domingo. Siempre se ponía sentimental y hablaba de que el domingo era el día favorito de su padre. De cómo solía decir que era el día de la familia. Y después del almuerzo, siempre jugaban a las cartas.

Siempre jugaban al gin rummy, y hoy Angela estaba emocionada por las veces que había conseguido ganar a su hermano mayor, lanzando puñetazos al aire mientras echaba las cartas ganadoras sobre la mesa baza tras baza. Theo solía dejarle ganar un par de manos, pero hoy no necesitaba ayuda. No podía concentrarse más de unos segundos, se dispersaba. Angela y su madre se impacientaban con él, pues se quedaba allí sentado sin hacer nada una y otra vez cuando llegaba su turno.

Después, se sentó a fumar mientras su madre recogía y Angela daba vueltas, todavía resplandeciente.

– ¡Campeona! -cantaba.

– Has tenido suerte, tía. Te tocaron todas las cartas buenas.

– Pura destreza.

Se sentó a sus pies, frente a él, con los pulgares volando sobre los botones de su DS, murmurando para sí mientras mataba monstruos, recogía tesoros o el juego que fuese. Él le miraba la coronilla. Su madre le había hecho algo distinto en el pelo que Theo nunca había visto antes, se lo había trenzado de una forma nueva.

– ¿Qué tal la escuela? -le preguntó.

– Bien.

– ¿Sólo bien?

Ella levantó la vista del juego.

– Estupendamente -volvió a posar los ojos en la pantalla, retorciendo la boca, concentrada, al centrarse en la acción. Tras unos segundos, volvió a mirar hacia arriba y soltó un largo suspiro, como si la acabasen de distraer de una investigación científica vital-. ¿Qué?

– Nada…

Bajó el juego.

– De todas formas, los alienígenas están a punto de matarme -dijo.

No hubiera querido que su hermana lo pasase mal en la escuela, pero seguía estando esa idea de irse, de que todos se fuesen, que ahora se estaba convirtiendo en una fantasía en la que se refugiaba cada vez más. Y sería más imposible si implicaba alejar a Angela de un lugar en el que era feliz. O volver a desestabilizarla.

No era culpa suya que él se hubiese metido en aquel lío. No era culpa de nadie más que él, no importaba lo que dijesen los periódicos ni los demás.

– Estaría bien que pudieses venir a la escuela conmigo -dijo Angela-. Eres listo, así que podrías hacer todas las cosas que son demasiado difíciles.

– Suena bien -asintió como si se lo estuviese pensando y dijo-: Pero tenemos un problema.

– ¿Cuál? -Completamente seria.

– Creo que me descubrirían. Soy un poco grande para tener diez años, tía.

Ella se encogió de hombros, como si se tratase de una minucia.

– Eres listo, así que podrás resolverlo.

– Ya…

– Yo seguiré haciendo juegos y plástica a la hora de la cena y tú puedes hacer todo lo demás, ¿vale?

Sí, era todo un genio. Lo bastante listo como para preguntarse si su madre tendría algo que decir cuando le tocase a él, mientras la pandilla enviaba sus serios SMS y Angela colocaba flores sobre la acera. Lo bastante listo como para estar fastidiándolo todo con Javine y descuidando a su hijo mientras sus amigos morían a tiros en la calle.

Se inclinó para apagar su cigarrillo, escuchando la melodía metálica del juego de Angela una y otra vez.

¿Alguna vez habían sido amigos suyos?

Pensó en Ransford y Kenny. Los compañeros de fútbol de Chatham. Pensó en ellos sin sentir la opresión en el pecho que aparecía cada vez que bajaba a ver a los chicos de la urbanización, o salía a ganarse la vida.

Eran más que amigos, siempre decían eso. Hermanos. Más que familia, incluso, eso es lo que significa pertenecer a la pandilla, pero Theo no se había creído esa mierda ni por un minuto, por muchas veces que chocase los puños e hiciese el saludito ese en plan «mira lo en serio que vamos». Ni Mikey ni SnapZ eran sus amigos, no realmente. Desde luego, no Wave. Easy era el que más se acercaba, el más antiguo en cualquier caso, pero las cosas estaban raras con él últimamente. Desde que se habían subido a aquel Cavalier.

Era lo bastante listo como para haber matado a alguien para ganarse un ascenso.

Angela le pegó en la rodilla para captar su atención.

– ¿Estás bien, Theo?

Miró hacia un lado para ver a su madre de pie en el umbral de la puerta, pasando un paño por un plato. Observándole, con algo en los ojos que hizo que la opresión de su pecho fuese más fuerte que nunca.

Otro golpe.

– ¿Theo?

Se volvió hacia su hermana y mintió.


– Billy ya está listo, ¿no? -preguntó Frank.

Clive miró dentro del dormitorio. Billy estaba listo, pero no podía decir lo mismo del chico de la cama. Se había puesto a revolverlo todo y a gritar hasta que Billy le había indicado, de forma bastante enérgica, que debía quedarse callado y quieto. Clive había oído la voz de un niño aterrado y había visto la mancha oscura de las sábanas debajo de él. El chaval había estado bien gallito antes, al otro lado de la puerta y con una pistola al lado. Pero ese rollo solía desaparecer bastante rápido al acercarse el final.

– Sí, está deseando irse -dijo Clive-. Tiene un asado esperándole en casa.

– Suena bien -dijo Frank-. Yo he mandado a uno de los albañiles a buscarme un bocadillo.

– ¿Cómo está quedando?

– Parece que están trabajando bastante duro, aunque no sé si será sólo porque estoy aquí. Pero el tipo que está haciendo las molduras y esas cosas sabe lo que se hace. Están preciosas.

– ¿Quieres que me pase para que puedas irte a casa?

– Ven a verme a casa luego -dijo Frank-. Para ver cómo vamos.

El tono de su voz sólo cambió ligerísimamente, pero Clive comprendió que ya no estaban hablando de la reforma del pub. Así era como siempre lo hacían, como tenían que hacerlo. Frank no era tonto y sabía cómo funcionaba todo. Sistemas de seguimiento de alta tecnología, pinchazos telefónicos y todo eso. Si alguna vez aparecía algo, transcripciones o lo que fuese, no habría forma de que se sostuviese ante un tribunal. Las únicas personas que se beneficiarían con ese tipo de tonterías serían Frank y su abogado.

Ya les salía de forma instintiva, y ayudaba el hecho de que se conociesen tan bien el uno al otro, de que hubiesen desarrollado un código.

– Llamaré antes de ir -dijo Clive.

– Muy bien. Es sólo para organizar el resto del calendario.

Clive se enorgullecía de la forma en que llevaba las cosas, como con todos los encargos que hacía para Frank. Era eficiente y nunca se tomaba este tipo de trabajo a la ligera. Al final de un día como este, siempre se tomaba una copa o dos, por mucho tiempo que uno llevase haciéndolo. Tal vez un porro también, si había habido más de un encargo.

– Será mejor que te deje terminar, entonces -dijo Frank. El mismo ligero cambio en la voz, como una nube que aparecía durante un segundo-. ¿De acuerdo?

Clive cerró el teléfono, fue hasta el equipo de música y volvió a subir el volumen. Para cuando llegó al dormitorio, el chaval había empezado a gritar otra vez y Clive tuvo que sentársele sobre la espalda para evitar que se tirase de la cama.

– Tranquilo -dijo, cogiendo la almohada y presionándola contra la parte de atrás de la cabeza del chico. Apoyó todo su peso en ella y le hizo un gesto a Billy.

Billy se acercó con paso ágil y eligió su sitio.

Hubo un sonido sordo y una marca de abrasión, no mucho mayor que la quemadura de una colilla apagada, negra y de borde irregular. Clive había visto algo parecido alguna vez en las películas, cosas de gángsteres americanos y, por alguna razón, siempre había unas cuantas plumas revoloteando después.

A veces a cámara lenta, como la nieve de las burbujas. Los hombres que habían hecho el trabajo siempre carecían de expresión y salían lentamente de la habitación mientras empezaba a sonar algo de música y las plumas caían flotando como si hubiesen disparado a unas gallinas o algo.

Nunca había visto algo así en la vida real; siempre era así. Probablemente lo hacían así para darle un efecto bonito. O simplemente tal vez, pensó Clive, nunca había tenido que vérselas con alguien que tuviese almohadas de plumas.

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