Mientras conducía desde Kennington, podía oler a Paul en el coche: sus cigarrillos y su sudor. Era evidente que había estado fumando mucho más de lo que dejaba ver y sintió que se enfadaba con él. Había latas vacías por el suelo, envoltorios de Kit-Kat y restos de papel.
– Y tu coche es un puto desastre -dijo.
En la comisaría había estado ansiosa por entrar y salir rápidamente. Había mostrado su tarjeta de identificación en recepción y había corrido al aparcamiento con la cabeza baja. Casi había logrado salir limpiamente, acababa de cerrar la puerta del coche, cuando el sargento de custodia apareció ajetreado. Le había visto unas cuantas veces en el pub, y siempre le había parecido bastante agradable.
En todas las comisarías había uno como él: duro como una roca y blando como la mierda.
– Helen, espera…
Bajó la ventanilla del coche.
– Sólo quería decirte lo mucho que lo sentimos todos. Dios… -Frotó algo en el techo del coche-. No podíamos creerlo.
– Gracias -no recordaba su nombre. ¿Harry? ¿Henry?
– Sucedió de un modo tan… absurdo, ¿sabes?
– Ya -aunque no podía ver cómo habría sido menos absurdo ser apuñalado por un borracho o volado por los aires en un tren del metro.
– Mira, los chicos están organizando una pequeña colecta…
Ella asintió, por supuesto que la estaban organizando. Amor y matrimonio, pescado con patatas, polis muertos y colectas. No sabía bien qué esperaba, que dijese, así que se limitó a decir «gracias» y encendió el coche.
El sargento la vio dar marcha atrás y girar, le dijo adiós con la mano cuando salió del aparcamiento.
La policía metropolitana tenía una serie de garajes a ambos lados del río. Había uno en Hammersmith, oculto tras unas cancelas de metal azul, en una calle secundaria que daba a Fulham Palace Road. Helen aparcó y fue andando hasta el taller principal. Era una mañana cálida y las puertas estaban abiertas. Varias personas trabajaban fuera, en los vehículos (dos Saabs de la policía destrozados y un Mercedes con la puerta del copiloto hundida), mientras, dentro, un grupo de tres hombres examinaba un bloque de motor en torno a una mesa como si estuviesen tratando de descifrar uno de los manuscritos del Mar Muerto.
El local era como cualquier otro garaje, aunque quizá un poco más limpio y sin calendarios de chicas. Había tornos y fosos, bancos y estantes con herramientas, garrafas de gasolina e instrumentos de corte colocados a lo largo de una pared; junto a la otra había unas escaleras que daban a lo que Helen imaginó que serían oficinas y laboratorios de ingeniería con equipos de alta tecnología para labores más delicadas.
Mostró su identificación a uno de los hombres que trabajaba en el Mercedes y le dio el nombre del responsable de la escena del crimen que estaba buscando. Le indicó el grupo que estaba estudiando el motor y Helen se dirigió a un hombre robusto que llevaba un mono azul y una gorra de béisbol sucia.
Volvió a enseñar su placa.
– Quiero ver el BMW plateado -dijo-. Del caso Hopwood.
Roger Deering era el responsable de la escena del crimen cuyo nombre había copiado del cuaderno del inspector, junto con la dirección del garaje y algún que otro dato más. La acompañó hasta una zona donde había tres coches alineados cubiertos con unas fundas. Tiró de la funda del coche de en medio.
– Aquí tiene…
Helen caminó lentamente alrededor del BMW, consciente de que Deering la estaba observando. La parte delantera del coche estaba abollada, con el capó cerrado. Lo miró fijamente. Era imposible saber qué parte de los daños era producto de la pared con la que el coche había chocado finalmente, y cuál de Paul.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Deering.
El parabrisas había estallado y se había hundido hacia dentro. Se arqueaba hacia el interior del coche como una rejilla de cristal. No había nada de sangre.
– A decir verdad, casi he terminado con este -dijo-. Tal vez le resulte más útil hablar con el investigador de tráfico.
En los accidentes de tráfico con víctimas mortales en los que la muerte se consideraba sospechosa, el responsable de la escena del crimen asumía las funciones que normalmente correspondían a un agente de policía que investigaba la escena del crimen. Como muchos otros investigadores forenses, el responsable de la escena del crimen no era agente de policía y no podía testificar en el juicio. Era responsable del examen forense del coche: tomar muestras, huellas y restos de pintura y colaborar con otros expertos científicos si era necesario. Una vez hecho esto, un investigador de tráfico (normalmente un agente de tráfico con formación especial) se hacía cargo de la reconstrucción del accidente. Luego se desmontaba el vehículo para poder analizar adecuadamente los frenos y la caja de cambios, para que el cuerpo desmembrado del coche pudiese contar su historia.
Toda una autopsia.
Helen se acercó a la puerta trasera que tenía más cerca y la abrió. Habían quitado el asiento trasero y las alfombrillas. En el suelo todavía había cristales de la ventana por la que habían entrado los tiros.
– Hemos sacado una bala del paso de rueda y otra de la puerta opuesta.
Helen dio un respingo. No se había dado cuenta de que Deering se había movido detrás de ella. Se giró para mirarle.
– Están en balística -dijo-. Así que habrá que esperar a ver. Del treinta y ocho, diría yo.
– Tampoco es que vayan a encontrar el arma -dijo Helen.
– Cierto, cierto -asintió y soltó una risa extraña, como una tos sofocada.
Helen se descubrió apoyándose en el coche, retirándose un poco de la mirada de Deering. Se sentía como si prácticamente la estuviese estudiando.
– ¿Por qué no vamos a tomar un té? -dijo él.
La llevó a la planta de arriba, a un pequeño despacho. Los archivadores parecían de antes de la guerra y los dos ordenadores estaban grises por la mugre. Helen se sentó en un sillón de respaldo rígido apoyado contra la pared mientras Deering fue por el té. Volvió rápidamente con dos tazas y un paquete abierto de galletas integrales. Helen cogió una y él acercó otra silla.
– ¿Es usted su novia, verdad? -dijo-. La novia del tipo al que atropellaron.
Ella levantó la vista para mirarle, con la boca llena de galleta.
Un gesto de la cabeza indicando su barriga respondió a la pregunta no formulada.
– Alguien dijo que su pareja estaba encinta.
Sonrió al oír la palabra, no se la había oído a nadie aparte de su abuela. De repente notó un leve resquicio del nordeste en el acento de Deering.
– ¿Ha visto lo que venía a ver? -le preguntó.
– Sólo quería ver el coche de la mujer -se encogió de hombros, como si le pareciese perfectamente razonable. Él asintió como si estuviese de acuerdo, pero aun así, ella se preguntó qué estaría pensando-. ¿Ha encontrado algo?
– Nada que no esperase encontrar. Las balas, obviamente. Un poco de sangre de la señora Ruston en el asiento delantero -la miró por encima del borde de su taza-. Era la conductora.
Helen asintió. Era otro de los nombres que había sacado del cuaderno.
– Creo que el airbag no se desplegó hasta que el coche chocó con la pared. Se rompió la nariz durante el… primer impacto.
– Cuando atropello a Paul, quiere decir.
– Correcto.
Helen tomó un sorbo de té y Deering hizo lo propio.
– Todavía no lo he puesto todo por escrito -dijo-. Prefiero ensuciarme las manos, si le digo la verdad.
– Como la mayoría de nosotros.
– Cierto, cierto.
Se quedaron en silencio unos diez, quince segundos. Deering se quitó la gorra y Helen vio que estaba prácticamente calvo por arriba. Le sorprendió, puesto que tenía mucho pelo por los lados y no podía tener más de cuarenta años. Se terminó el té y le dijo.
– Esto es un poco incómodo.
– ¿Por qué?
– Es como si creyese que puedo decirle algo. Ya sabe, algo que la haga sentirse mejor. Pero lo cierto es que ni siquiera sé a qué velocidad iba el coche.
– No he venido por eso.
– Como le decía, le vendría mejor hablar con el investigador de tráfico.
– No pasa nada, de verdad.
No estaba simplemente intentado hacer que se sintiese mejor. Comprendía de qué hablaba, pero había cosas que en realidad no sentía que necesitaba saber.
No había visto el informe de la autopsia y no pensaba hacerlo. No sabía si Paul había muerto inmediatamente. Sabía que ya se había ido cuando llegó al hospital, que llevaba un tiempo muerto cuando recibió la llamada. Eso le bastaba.
Si había sufrido o había luchado, sus últimas palabras, ese tipo de información no podía ayudar a nadie, estaba segura. Aunque por otra parte, tal vez desarrollase un deseo irrefrenable de saber esa clase de cosas más adelante. Tampoco tenía la sensación de estar haciendo ninguna de las cosas que se suponía que debía hacer, al menos, no en el orden habitual. Desde luego, no podía explicar por qué había querido ver el coche.
Por qué no estaba en casa, hecha un ovillo, sollozando.
Sonó el teléfono, y aunque Deering lo ignoró durante unos segundos, sus mejillas se ruborizaron. Pasó el pulgar y el índice por el borde de su gorra.
– Será mejor que siga trabajando -dijo. El inspector le había dicho prácticamente lo mismo. Empezaba a ser obvio que las viudas en avanzado estado de gestación no eran la más relajante de las compañías.
– Yo también.
– ¿Tiene una tarjeta o algo?
Le dio una y Deering la acompañó abajo. Señaló los dos Saabs destrozados al salir.
– ¿Qué ha pasado aquí?
– Una persecución a unos adolescentes drogados por gran parte de Essex -dijo Deering-. El conductor no salió del lío. Un agente joven con un par de hijos.
Cuando volvió a meterse en el coche de Paul, Helen se descubrió preguntándose dónde guardaban todos los guantes blancos para portar féretros.
Easy llegó al piso franco anunciando que había traído el almuerzo. Theo abrió la bolsa e hizo una mueca.
– Que te den, Jamie Oliver -dijo Easy-. Esta es la carne de calidad, tío, los pinchos, ¿vale? No iba a traer la mierda esa del doner kebab, ¿no? Eso no es más que morro de cerdo, tripas y mierdas.
Dejaron a Mikey tirado en el sofá y se fueron a comer a la cocina. Easy llevaba un chándal rojo y un par de cadenas nuevas, unas muy pesadas que a Theo le gustaron mucho. Decidió que igual se compraba unas al terminar la semana.
– Tienes que hacerlo, tío -dijo Easy-. ¿Por qué si no te dejas el culo trabajando? Te llevaré a ver a un tipo que conozco, te hará buen precio.
Cuando terminaron de comer, Theo recogió los platos y el periódico, puso la tetera. Easy se quedó en la mesa liándose un peta.
– ¿Estás seguro de que Wave se deshizo del arma? -dijo Theo.
Easy se pasó el Rizla por la lengua.
– ¿A qué viene eso ahora?
– ¿Tú qué crees?
– ¿Todavía sigues con lo de la parada de bus?
– Joder, ¿no has visto la policía extra que anda por ahí? -Easy se encogió de hombros y se encendió el porro-. ¿Crees que es casualidad?
– Respira hondo, T. Mantén la calma -Easy abrió mucho la boca, dejó que el humo acre saliese lentamente y se elevase-. Nadie está haciendo preguntas.
Mikey gritó desde la otra habitación.
– ¿No me vais a dar un poco?
Easy le pasó el porro a Theo, que lo cogió, agradecido, y le dio una profunda calada. Cualquier cosa que le hiciese relajarse era buena idea. Llevaba tres noches sin dormir bien y, con el cansancio unido a todo lo demás, acababa peleándose con Javine sin razón alguna. Gritaba al bebé, cosa que sabía que era una locura, y que sólo llevaba a más discusiones. Cada vez le ponían más nervioso las multitudes y los ruidos fuertes. Empezaba a costarle concentrarse, pensar en el negocio.
– ¿Entonces, el arma…?
– Wave dice que la ha eliminado. Él la encontró y la ha vuelto a perder. Punto.
Ambos sabían que Wave tenía primos jóvenes, de doce y trece años, y lo más seguro era que los utilizase para guardar armas de fuego. Era una táctica bastante común. Los niños… los niños de verdad, tenían menos posibilidades de ser pillados con armas, y no se verían ante una sentencia mínima de cinco años si lo eran. Los tipos como Wave no llegaban a donde estaban sin tenerlo todo calculado, sin hacer las cosas bien.
– No quiero que un crío de diez años ande pasando el chisme por ahí a cambio de golosinas -dijo Theo-. Es lo único que digo.
Easy se rió, cogió otra vez el peta.
– Se ha deshecho de ella, T, ya te lo he dicho. Tienes que confiar en mí con esto, ¿vale?
Theo le miró fijamente. Era otra de las cosas que habían cambiado desde el viaje de ida y vuelta a Hackney. Recordó cómo se había portado Easy con él aquella noche: las miradas y las risas desde el asiento de atrás, las idas y venidas con Wave y SnapZ, soltándole pullas y haciéndole de menos. Había habido algo… duro en él, y cruel. Theo le había visto comportarse así con otra gente cuando había sido necesario, sabía que Easy tenía un carácter retorcido, pero no con él, no hasta entonces.
Se lo había echado en cara nada más volver. Easy y los demás iban puestos aquella noche, mientras que Theo sólo esperaba que la adrenalina dejase de recorrer su cuerpo, como si estuviese subido en una montaña rusa acojonante de la que estaba deseando bajar.
Easy se había reído y le había dicho:
– No es más que palabrería, tío. Sólo intentaba mantenerte alerta y listo para el tema, ¿me entiendes? Sigues siendo mi Estrella, T.
Ahora Easy le miraba desde el otro lado de la mesa a través de una cortina de humo, con aquella sonrisa formándose lentamente mientras la maría iba haciendo su trabajo.
– Te necesito para una cosa -dijo.
– ¿Qué?
– Una pequeña colecta. Poca cosa.
Theo extendió los brazos.
– Ahora tengo que cuidar de esto, tío.
– Eso está arreglado.
Theo cogió lo que quedaba del porro.
– Wave se lleva un buen pellizco de lo que saco, así que le parece bien -dijo Easy-. SnapZ se queda cuidando la pasta un rato y tú te vienes conmigo. Y la semana que viene te compras tres cadenazas bien chulas, ¿me entiendes?
– ¿Cuál es el tema?
Ahora la sonrisa mortal se había desplegado del todo.
– Esto sí que es coser y cantar -dijo. Estiró una mano para tocar la cara de Theo-. Y lo único que necesito es un chico con esa cara bonita e inocente que tú tienes.
Theo se echó hacia atrás, apoyando la silla en dos patas, pensando que era una gilipollez. Que, aunque no lo fuese, la cara era lo único que le quedaba.
– Te llamaré para decirte qué y cuándo -dijo Easy.
Se giraron al oír que llamaban con urgencia y vieron a Mikey saltar e ir hacia la puerta. Se oyó una conversación amortiguada a través del interfono, y unos segundos más tarde entró SnapZ embistiendo en la cocina, meneando la cabeza, con una sonrisa de oreja a oreja y tirando la primera edición del Standard sobre la mesa.
Theo vio el titular y sintió el vómito ascendiendo por su garganta.
SnapZ no se molestó en quitarse los auriculares y la música que salía de ellos era como un insecto furioso zumbando por la cocina. Tamborileó con los índices sobre el periódico y luego los apuntó hacia Theo.
– Ahora eres un pez gordo, T -dijo-. Un gángster de la hostia, de verdad -cogió lo que quedaba del porro de entre los labios de Theo, le dio una calada y echó el humo. Señaló el periódico con la cabeza, gritando mucho más de lo necesario-: Has matado a un poli…