Ahora se había convertido en algo. No había descanso desde la muerte de SnapZ y parecía haber cámaras en cada esquina. Hordas de periodistas de los periódicos grandes y de los panfletos amarillistas dando vueltas por ahí con sus chaquetas con coderas, apuntando con sus grabadoras a cualquiera que llevase una sudadera con capucha, meneando la cabeza como perros hambrientos y poniéndose cachondos. Todos locos por conseguir alguna primicia, por llevar algo de aquel adorable peligro a sus primeras planas.
Y no faltaba gente dispuesta a dárselo. Críos que en su vida habían mangado siquiera una bolsa de patatas fritas hablando como si fuesen auténticos gángsters, largando y sacándose un billete de diez libras por las molestias.
– Asegúrate de escribir bien mi nombre, ¿vale, tío? ¿Lo pillas?
Hasta algunos de los miembros de la pandilla se estaban metiendo en eso.
Theo había visto a un puñado de ellos, Sugar Boy y unos cuantos más, grabados al fondo de un oscuro callejón al final de la urbanización, soltando el rollo en London Tonight. Algunos de ellos llevaban bandanas sobre la cara, gafas de sol, todo eso. Un idiota posaba con una pistola. Tal vez fuese suya; tal vez fuese una réplica que le había dado la gente de la tele. Todos con sus mejores poses de tipos duros y soltando gilipolleces.
– Si no eres parte de la pandilla, no tienes nada, tío.
– Somos más que familia.
– Cuando matan a uno de los hermanos, todos lo sentimos, ¿me entiendes? Lo sientes aquí -llevándose el puño al pecho y asintiendo con la cabeza.
A Theo le habían dado ganas de ir y pegarles unas bofetadas en aquellas caras de imbéciles y decirles que cerrasen la boca. Coger el equipo del cámara y metérselo por el culo; llevarse el puño al pecho y decirles a todos que lo que él sentía allí era lo mismo que te hacía tartamudear y cagarte por los pantalones; que te dejaba sin respiración estando completamente despierto y quedarte mirando a tu hijo en plena noche.
Llevaba en el piso franco desde justo después de las ocho, había empezado a irse de casa cada vez antes. Cogía su periódico y su tabaco y esperaba a la puerta de la cafetería hasta que abría.
Habían entrado y habían matado a SnapZ en su propia casa.
De todas formas, Theo nunca se había sentido especialmente seguro en casa: habían apuñalado a bastante gente en su bloque. Pero aquello era diferente. El problema era, ¿qué se suponía que debía decirle a Javine? Era complicado sugerirle que debía coger a Benjamín y pasar el día fuera, estar fuera hasta que él volviese, ya sabes, por si alguien con una pistola en la mano llama a la puerta mientras él se escondía como una nena en la otra punta de la urbanización.
Sugar Boy llegó sobre las diez y media. Hablaron de lo que estaba pasando durante unos minutos y Sugar Boy le enseñó a Theo el dinero que había sacado contándoles mierdas a los reporteros. Theo encendió la tele, intentando perderse en ella.
Le había sugerido a Javine que bajase y pasase un poco más de tiempo con su madre, pero no había ido bien. A decir verdad, nada había ido demasiado bien en las últimas semanas.
– Intenta pasar tú un poco más de tiempo con ella. Y también con tu hijo, ya que estamos.
– Tengo que trabajar.
No necesitaba decir más. Quedaba todo dicho con la forma en que aupaba al niño y lo tenía cogido en brazos, acariciándole la espalda mientras miraba fijamente a Theo por encima de su hombro. Ya: fuera, trabajando y siendo un tipo duro como tu amiguito Easy. Como Mikey. Como el que le metió una bala en su estúpida cabeza. Un tipo duro, un auténtico tipo duro pensaría en cuidar de verdad a su mujer y a su hijo, en conseguir un trabajo en el que las pistolas no fuesen herramientas imprescindibles.
Pero ella no sabía que había matado a alguien. Que alguien, por alguna razón, se había propuesto que los responsables pagasen con sus vidas. Que no podía pensar con claridad o tomar una decisión y que llevaba quince días sin dormir ni cagar como era debido.
– Llamaremos a la puerta de tu madre un poco más tarde -había dicho Javine finalmente-. Nos pasaremos diez minutos, ¿vale?
No sabía que se sentía como una oveja, balando para salvar su vida, con un lobo junto a la puerta.
A Helen seguía preocupándole que quien estuviese investigando a Paul pudiese interesarse por ella, por lo que, cuando, medio dormida, fue dando trompicones a coger el teléfono a las ocho y cuarto de la mañana y oyó presentarse con tono oficial a un agente de policía, se temió lo peor.
El pánico amainó cuando el agente le explicó que la llamaba para ultimar los trámites para pasarle la pensión de Paul; hablar de los datos bancarios, ordenar las transferencias periódicas y demás.
Aquello dio paso a un tipo de pánico completamente distinto.
Aunque, en teoría, los preparativos del funeral estaban bajo control, en algún punto entre la madre de Paul y la Federación de Policía, Helen sabía que todavía había un montón de obligaciones administrativas de las que tendría que encargarse en algún momento: cancelar cuentas, el seguro de vida, compras a plazos. El testamento en sí, que ella y Paul habían redactado una tarde utilizando uno de esos kits de «hágalo usted mismo» de WH Smith, era bastante claro y sencillo, por lo que recordaba, con cada uno de ellos como único beneficiario del otro. Nada de todo aquello podía gestionarse adecuadamente hasta que se conociesen los resultados de la investigación forense y se emitiese un certificado de defunción; pero aun así, prefería no pensar en nada de eso, al menos hasta que naciese el niño. Su padre se había ofrecido a ayudarle con esas cosas y, por una vez, había estado encantada de aceptar su ofrecimiento.
Por teléfono, el empleado de Financial Liaison Services se había mostrado amablemente eficiente y sensible con su situación y le había explicado detalladamente todo el proceso. Era la peor parte de su trabajo, le dijo. Al terminar, le dio las gracias, luego corrió al cuarto de baño a vomitar.
Ahora, después de unas cuantas tostadas y una ducha, se dirigió al escritorio, al profundo cajón que era lo máximo que ella y Paul se habían acercado a un sistema de organización. Recorrió carpetas con datos de la hipoteca, documentos del coche y facturas de teléfonos móviles, y sacó la carpeta que contenía los extractos bancarios de Paul.
Puso la radio y se llevó la carpeta al sofá.
Tal vez debería intentar ocuparse también de todo lo demás. Le vendría bien una distracción, una distracción agradable, aburrida, segura. Sin duda le iría mejor pasar los días hablando con sociedades inmobiliarias y aseguradoras, regodeándose en la compasión de los empleados de atención al cliente, que comportarse como había estado haciendo, yendo de un lado para otro como una puta loca y escarbando en basura suficiente como para enterrar a Paul tres veces.
En la radio, una mujer hablaba de cómo había lidiado con un hijo con una discapacidad grave. El presentador le dijo que era maravillosa. Helen se levantó y volvió a sintonizar Radio One.
Paul tenía cuentas corrientes y de ahorro con el HSBC; hacía la mayor parte de sus transacciones por teléfono e internet. Helen sacó un fajo de extractos de los últimos seis meses y los hojeó. Era extraño que una serie de nombres y números tan árida y ordenada pudiese ser tan reveladora, pudiese ofrecer una instantánea de una persona.
Pagos realizados a Virgin, HMV y Game; al restaurante indio del barrio, a la sucursal de Woodhouse que había en Covent Garden, donde vendían las camisas fáciles de planchar que le gustaba llevar con vaqueros. Domiciliaciones de Sky y Orange. Una pequeña transferencia periódica a una organización benéfica de niños sordos desde que la sobrina de Paul había sido diagnosticada unos años antes.
Encontró el pago del reloj que le había regalado por su cumpleaños, hacía dos meses. Le había dicho que había guardado el recibo por si quería cambiarlo, pero ella había dicho que estaba bien. Tenía intención de ir a comprobar el precio la próxima vez que pasase por la joyería, pero se había olvidado. Ahora vio que había costado treinta libras menos de lo que le había dicho.
– Serás roñoso, Hopwood.
Había muchos pagos que no reconocía: transacciones de tarjetas que podía comprobar con el banco si quería, pero ninguna cantidad grande; además, era a los ingresos en sus cuentas a lo que tenía que tenía que prestar más atención.
Nóminas, unos cuantos cheques de la propia Helen, los diminutos dividendos de unas acciones que le había regalado su madre… Nada que pareciese relevante. Si había recibido pagos de tipos como Shepherd y Linnell, tenían que haber sido ingresados en otra cuenta.
Cuando volvió a guardar los extractos en la carpeta, Helen no sintió alivio alguno. Sabía que había algo pensado para que ella no lo encontrase. Y Paul podía haber sido muchas cosas, pero no idiota.
Ella era la que no sabía guardar secretos.
Helen fue a la habitación para vestirse, sacó una camiseta y se preguntó si lo que había estado buscando podía estar metido en el fondo del armario, detrás de la guitarra de Paul. Con su limitada habilidad técnica, que era tan frustrante como un callejón sin salida. Se había topado con muros de ladrillo muchas veces en el trabajo, por supuesto, pero normalmente había alguien del equipo que tenía los conocimientos necesarios para salvarlos.
Esta vez estaba sola.
En la habitación de al lado, un locutor que siempre habían odiado los dos hablaba sin cesar de un bolo al que había asistido, tan convencido como siempre de que su vida social de tercera era más interesante para los oyentes que cualquier música que pudiese pinchar.
Un recuerdo: Paul gruñendo a la radio mientras cogía la leche de la nevera: «Gordo cabrón, inútil».
Podía intentar salvar el muro de ladrillo, o podía quedarse de pie mirándolo. Si todo lo demás fallaba, podía lanzarse contra él, porque el dolor era bueno.
Mejor.
Sólo era una mirada. Apenas un vistazo por encima del taco mientras se agachaba sobre la mesa, y algo parecido a una sonrisilla cruzándole la cara, pero fue suficiente para que a Theo se le erizasen los pelos del cuello, para decirle que algo malo había sucedido.
Algo más.
Habían ido al Cue Up para almorzar algo: un bocadillo de salchicha y algo de beber; un par de partidas de billar y una hora lejos del piso franco y del calor de la tarde. Easy estaba de buen humor. Había propuesto veinte libras por partida, pero Theo había vuelto a ver la cara de Javine, había oído aquel tono en su voz y aceptó diez al ganador de tres.
El local no estaba más lleno de lo habitual. Las mismas caras hablando en voz baja sobre las mesas de billar o junto a la barra. El mismo viejo murmurando ante su té y su tostada y dándole la murga a la mujer de detrás del mostrador.
Easy ganó la primera partida e iba ganando holgadamente la segunda; probablemente se la habría llevado de calle de todas formas, aunque Theo tuviese la cabeza en el juego.
– No consigo meter una mierda hoy -dijo Theo.
– No estás a mi nivel, Estrella, así de sencillo.
– Tienes razón.
Easy llevaba una cadena nueva, gruesa como una soga. Se balanceaba contra su taco cada vez que se inclinaba para tirar.
– No estás concentrado, tío -metió una bola-. Llevas días así.
– Están pasando muchas cosas.
– Puede.
Theo hizo un gesto indicando la ventana, la calle.
– ¿Tienes algún problema de vista, tío?
Easy sonrió de oreja a oreja, se encogió de hombros.
– Ahora es cuando más tienes que centrarte, tío, ¿me entiendes? Otros están perdiendo de vista el balón, esquivando a la pasma, llorando a los muertos, todo eso. Precisamente ahora es cuando hay que ser espabilado. Alguien tiene que mantener esta pandilla en movimiento.
– ¿No lo está haciendo Wave?
Entró otra bola.
– Wave está haciendo lo que él hace.
Theo no le había visto demasiado el pelo a Wave desde que había empezado todo. No había visto a demasiados miembros de la pandilla por ahí en grupos de tres o cuatro como solían andar. Todo se debía a lo de Mikey y SnapZ, lo sabía, pero aun así, llevaba dos o tres días, tal vez más, sin ver ciertas caras en las esquinas habituales.
– Así anda con cuidado, ¿no?
– Si sabe lo que le conviene… -dijo Easy.
– ¿Anda con Wave?
– Anda pegado a su culo, más bien.
– Hace tiempo que tampoco veo a Ollie -dijo Theo.
Y entonces aquella mirada, como un puñetazo, y una terrible certeza que empezó a apoderarse de Theo mientras esperaba a que Easy se diese la vuelta y apoyase una mano en el borde de la mesa para sujetarse.
Recordó una noche de sábado, dos días después de que mataran a Mikey, en que la pandilla se había reunido en el Dirty South. Para beber y fumar hasta quedarse tontos. Para reagruparse.
Había estado escuchando a un grupo en la parte de atrás; cuando tuvo suficiente, volvió para unirse a la pandilla. Easy había estado gritón, desbarrando, yendo de un miembro de la pandilla a otro; animándoles como un entrenador de fútbol que intentaba animar a un equipo perdedor para el segundo tiempo.
Ollie estaba en una esquina, agarrado a una botella, y Theo recordó a Wave y Gospel sumidos en una conversación a unos metros, en un sofá junto a la puerta. Se había fijado en los cortes y las magulladuras que Gospel tenía en la cara cuando se acercó para hablar en voz baja; había visto a Wave ponerle los dedos en la nuca mientras hablaba, sin duda haciéndose ya con parte de lo que Ollie deseaba.
Theo había visto la mirada de Wave cuando Gospel terminó de hablar, y la mirada de Ollie al ver a Wave girarse para mirarle. Volvió a verlo todo al pensar en esa noche y oyó la voz de Dennis Brown, bien alta, por encima del recuerdo sordo del grupo que tocaba en la parte de atrás. La letra de la canción que había estado escuchando unos días antes.
Wolves and Leopards,
Are trying to kill the sheep and the shepherds.
Too much informers,
Too much tale-bearers… [2]
Cuando Easy levantó la mirada desde la mesa de billar, supo que no volvería a ver a Ollie. Sólo podía esperar, por el bien del chaval, que no fuese Easy quien se había encargado de él. Conocía la capacidad para la violencia de su amigo. Así le sacaba al menos treinta centímetros a Easy, pero Theo sabía por quién apostaría llegado el momento.
Easy dejó una bola en la boca de una tronera, soltó un taco y se incorporó.
– Te toca, T.
Theo tenía la cabeza a mil. Si Wave sabía que Ollie había estado hablando con quien no debía, tal vez también supiese quién era esa persona. Tal vez ya estuviese tomando medidas para parar lo que estaba pasando. Quizá despachasen también a Easy para arreglar la situación…
– T…
Theo se agachó y metió la bola negra en una tronera con la mano.
– ¿Qué coño haces, tío? -dijo Easy.
Theo puso un billete de diez sobre la mesa y dijo:
– Me voy a casa.
Helen había bajado hasta la tienda turca en cuanto terminaron las noticias de mediodía. La mujer del dueño le había dado un poco de baklava relleno de pistacho recién hecho. Helen había comprado también un poco de pan y queso y se lo había llevado todo al parquecito de enfrente para comer.
Cuando volvió a casa, había tres mensajes en el contestador. Los dos primeros habían colgado sin decir nada. Había tenido varias llamadas de ese tipo durante la última semana o así, y todas las veces habían llamado con número oculto y habían esperado diez o quince segundos antes de colgar. Como si se conformasen con no hablar, o tuviesen demasiado miedo para decir algo.
Helen estaba bastante segura de que quien llamaba era un hombre. Y de que no se había equivocado de número.
El tercer mensaje era de una mujer, una auxiliar administrativa de la Brigada de Homicidios de la Zona Oeste.
Al parecer, el responsable de la investigación estaba satisfecho con el rumbo de la misma. Se había reunido con el forense, que se alegraba de autorizar el entierro y emitir un certificado de defunción provisional. Así las cosas, el responsable de la investigación se alegraba a su vez de poder entregar el cuerpo del subinspector Hopwood al día siguiente.
Se alegraba.