Espero que mucho después de que mi hermana Ophelia esté muerta y enterrada, el primer recuerdo que me venga a la cabeza al pensar en ella sea su maravilloso talento al piano. Cuando se sienta ante las teclas de nuestro viejo Broadwood de cola, en el salón, Feely se convierte en una persona completamente distinta.
Los años de práctica ininterrumpida, pasara lo que pasase, le han concedido la mano izquierda de un Joe Louis y la mano derecha de un Beau Brummel (o eso dice Daffy).
Puesto que toca como los ángeles, siempre he creído que era para mí una ineludible obligación ser lo más mala posible con ella. Por ejemplo, cuando interpreta algunas de las primeras composiciones de Beethoven, de esas que suenan como si hubiera copiado a Mozart, dejo inmediatamente lo que esté haciendo, sea lo que sea, y me acerco como quien no quiere la cosa al salón.
– ¡Espléndido para ser una foca! -digo en un tono lo bastante alto como para que me oiga por encima de la música-. ¡Arf, arf, arf!
Ophelia tiene los ojos de un color azul lechoso. Me gusta imaginar que Homero, que era ciego, tenía los ojos exactamente de ese mismo color. Aunque mi hermana se sabe casi todo su repertorio de memoria, a veces se desliza sobre el banco del piano, dobla un poco la cintura hacia adelante como si fuera un autómata y le echa una miradita a la partitura.
En una ocasión en que comenté que parecía un bandicut desorientado, se levantó de un salto del banco y por poco me da con la partitura enrollada de una sonata para piano de Schubert. Es que no tiene sentido del humor.
Cuando subí el último escalón para salvar la cerca y Buckshaw apareció ante mis ojos al otro lado del campo, a punto estuve de quedarme sin aliento. Era desde ese ángulo y a esa hora del día cuando más me gustaba. Mientras me acercaba a la casa desde el oeste, las viejas piedras se teñían de un tono azafranado gracias a la luz del sol de la tarde, instalado en el paisaje como una complaciente gallina sentada sobre sus huevos, mientras la bandera del Reino Unido ondeaba satisfecha allá en lo alto.
La casa parecía no haber advertido mi presencia, como si yo fuera un intruso que se cuela con sigilo. Aunque me hallaba casi a medio kilómetro de distancia, las notas de la Toccata de Pietro Domenico Paradisi -la sonata en la- salieron a recibirme.
La Toccata era mi composición preferida: en mi opinión, era el mayor logro musical de toda la historia del mundo, pero estaba convencida de que si Ophelia llegaba a enterarse, jamás volvería a tocar esa pieza.
Cada vez que escucho esa música, imagino que desciendo volando la empinada ladera este de Goodger Hill; que corro tan rápido que las piernas apenas me sostienen mientras planeo en picado de un lado a otro, gritando en el viento como una gaviota extasiada.
Tras acercarme más a la casa, me detuve en el campo para escuchar la cadencia perfecta de las notas. No demasiado presto, es decir, como a mí me gustaba. Recordé aquella ocasión en que había escuchado a Eileen Joyce interpretar la Toccata en la emisora BBC Home Service. Papá la había sintonizado, aunque en realidad no estaba escuchando, mientras jugueteaba con su colección de sellos. Las notas se abrieron paso por los pasillos y galenas de Buckshaw, ascendieron suspendidas en el aire por la escalera en forma de espiral y llegaron hasta mi habitación. Al comprender qué era lo que estaba sonando, bajé apresuradamente la escalera e irrumpí en el estudio de papá, pero para cuando llegué la música ya había terminado.
Papá y yo nos quedamos allí mirándonos el uno al otro sin saber qué decir, hasta que finalmente, sin que ninguno de los dos pronunciara palabra, salí retrocediendo del estudio y subí lentamente la escalera.
Eso es lo único malo de la Toccata: que es muy corta.
Rodeé la valla y entré en la galería. Papá estaba sentado a la mesa de su estudio, junto a la ventana, absorto en lo que fuera que estaba haciendo. Según dicen los rosacruces en sus anuncios, es posible conseguir que un perfecto desconocido vuelva la cabeza en un cine abarrotado, y para ello sólo hay que observarle fijamente la nuca. Eso hice con mi padre, observarlo con todas mis fuerzas. Papá levantó la vista, pero no me vio. Tenía la cabeza en otro lado. No moví ni un solo músculo. Y entonces, como si tuviera la cabeza hecha de plomo, papá bajó de nuevo la mirada y prosiguió con su trabajo. En el salón, Feely pasó en ese momento a tocar una pieza de Schumann.
Siempre que pensaba en Ned, Feely tocaba piezas de Schumann. Supongo que por eso la consideran música romántica. En una ocasión en que Feely estaba interpretando una sonata de Schumann con una expresión excesivamente soñadora en el rostro, le comenté en voz alta a Daffy que me encantaban los quioscos de música, y Feely montó en cólera…, cólera que, obviamente, no aplacó el hecho de que yo abandonara la estancia y regresara minutos después con una trompetilla de baquelita que había encontrado en un armario, una taza de estaño y un cartelito escrito a mano, colgado del cuello con un cordel, que decía: «Me quedé sorda en un trágico accidente de piano. Una ayudita, por favor.»
Seguramente, Feely ya había olvidado el incidente, pero yo no. Mientras pasaba a su lado fingiendo que me dirigía a la ventana, aproveché para observarla fugazmente de cerca. ¡Recórcholis! Nada nuevo que anotar en mi cuaderno.
– Me parece que te has metido en un lío -dijo, cerrando de golpe la tapa del piano-. ¿Dónde has estado todo el día?
– ¿Y a ti qué te importa? -repliqué-. No trabajo para ti.
– Todo el mundo te estaba buscando. Daffy y yo les hemos dicho que te habías escapado de casa, pero por lo que veo no hemos tenido esa puñetera suerte.
– Hay que ser muy puñetera y maleducada para decir «puñetera», Feely. No debes hablar así. Y no hinches de ese modo los carrillos, que pareces una pera enfadada. ¿Dónde está papá?
Como si no lo supiera.
– No ha asomado la nariz en todo el día -dijo Daffy-. ¿Creéis que está preocupado por lo que ha pasado esta mañana?
– ¿Por lo del cadáver en el jardín? No, yo diría que no… Él no tiene nada que ver, ¿verdad?
– Eso creo yo también -dijo Feely, levantando de nuevo la tapa del piano y, tras echarse el cabello hacia atrás, se zambulló en la primera de las Variaciones Goldberg de Bach.
Era muy lenta, pero también maravillosa, aunque, a mi entender, Bach no le llegaba a Pietro Domenico Paradisi ni a la suela de los zapatos. Ni en su mejor época.
¡Y entonces me acordé de Gladys! La había dejado en el Trece Patos, donde cualquiera podía verla. Si la policía aún no había estado allí, desde luego no tardaría mucho. Me pregunté si en esos momentos ya habrían obligado a Ned y a Mary a contar lo de mi visita. Pero de haber sido así, reflexioné, ¿acaso no se habría personado ya el inspector Hewitt en Buckshaw para leerme la cartilla?
Cinco minutos más tarde, y por tercera vez en un mismo día, me dirigí a Bishop's Lacey…, pero en esta ocasión a pie.
Manteniéndome pegada a los setos y tratando de ocultarme entre los árboles cada vez que oía acercarse un vehículo, conseguí llegar, aunque siguiendo una ruta algo tortuosa, al extremo más alejado de High Street, que, como era habitual a esas horas del día, estaba sumido en su acostumbrado sopor.
Atajé camino a través del jardín ornamental de la señorita Bewdley (nenúfares, cigüeñas de piedra, peces de colores y una pasarela barnizada de rojo) y no tardé en llegar al muro de ladrillos que bordeaba el patio interior del Trece Patos, donde me agazapé para escuchar. A no ser que alguien la hubiera tocado, Gladys estaba justamente al otro lado.
A excepción del murmullo de un tractor lejano, no se oía nada. Y justo cuando estaba a punto de atreverme a echar un vistazo por encima del muro, oí voces. O, para ser más exactos, oí una voz, que era la de Tully. Creo que la habría oído incluso aunque hubiera estado en Buckshaw con unos tapones en los oídos.
– Jamás en mi vida había visto a ese tipo, inspector. Me atrevería a decir que era la primera vez que se dejaba caer por Bishop's Lacey. Si hubiera estado aquí antes, me acordaría, porque el apellido de soltera de mi difunta esposa, que en paz descanse, era Sanders, y le aseguro que me habría dado cuenta si alguien con ese nombre hubiera firmado el registro. No, ni siquiera estuvo aquí fuera, en el patio. Entró por la puerta principal y fue directamente a su habitación. Si hay pistas, allí es donde las encontrará usted. O en el bar. Estuvo un buen rato en el bar: pidió una pinta mitad rubia y mitad negra, se la bebió de un trago y se largó sin dejar propina.
¡Así que la policía ya lo sabía! Noté los nervios que burbujeaban en mi interior como una cerveza de jengibre, pero no porque los policías hubieran identificado a la víctima, sino porque yo les había ganado con una mano atada a la espalda.
Permití que una sonrisa petulante me iluminara el rostro.
Cuando las voces se alejaron, eché un vistazo por encima del muro a través de una pantalla de enredaderas. El patio de la posada estaba vacío, así que salté el muro, cogí a Gladys y la empujé sigilosamente hasta la desierta High Street. Bajé como una bala por Cow Lane y deshice el camino que había hecho por la mañana: rodeé la biblioteca por la parte de atrás, pasé frente al Trece Patos y recorrí el pedregoso camino de sirga junto al río hasta salir a Shoe Street, pasar frente a la iglesia y finalmente llegar a los campos.
Brinca que te brinca, Gladys y yo cruzamos los campos. Me alegraba disfrutar de su compañía.
Oh the moon shone bright on Mrs Porter
And on her daughter
They wash their feet in soda water. [2]
Era una canción que me había enseñado Daffy, pero sólo después de arrancarme la promesa de que jamás la cantaría en Buckshaw. Parecía una canción más adecuada para cantarla al aire libre, y aquélla era la oportunidad perfecta.
Dogger me esperaba frente a la puerta.
– Tengo que hablar con usted, señorita Flavia -dijo, y percibí nerviosismo en su mirada.
– De acuerdo -asentí-. ¿Dónde?
– En el invernadero -respondió él, haciendo un gesto con el pulgar.
Lo seguí por el lado este de la casa, a través de la puerta verde situada en el muro del jardín de la cocina. Una vez en el invernadero, era prácticamente como estar en África, pues nadie excepto Dogger ponía jamás allí los pies.
En el interior, los cristales del techo, levantados para que corriera un poco de aire, reflejaban la luz del sol de la tarde y la proyectaban hacia donde nos hallábamos nosotros, entre banquillos de jardinero y mangueras de gutapercha.
– ¿Qué hay de nuevo, Dogger? -pregunté en un tono jovial, imitando un poco, pero sin pasarme, a Bugs Bunny.
– La policía -dijo-. Necesito saber qué les ha contado usted acerca de…
– Yo he pensado exactamente lo mismo -respondí-. Usted primero.
– Bueno, el inspector ese… Hewitt. Me ha hecho unas cuantas preguntas acerca de esta mañana.
– Y a mí -dije-. ¿Qué le ha contado?
– Lo siento, señorita Flavia, pero he tenido que decirle que, de madrugada, cuando encontró usted el cuerpo, vino a despertarme y que yo la acompañé al jardín.
– Eso el inspector ya lo sabía.
Dogger arqueó las cejas, que semejaron las alas de una gaviota en pleno vuelo.
– ¿Ah, sí?
– Pues claro. Se lo he dicho yo.
Dogger dejó escapar un largo y débil silbido.
– Entonces… ¿no le ha contado usted nada de… la discusión… en el estudio?
– ¡Pues claro que no, Dogger! ¿Por quién me ha tomado?
– Jamás debe contarle a nadie ni una palabra de eso, señorita Flavia. ¡Jamás!
Bueno, eso ya era harina de otro costal, pues Dogger me estaba pidiendo que conspirara con él para ocultarle información a la policía. ¿A quién estaba protegiendo? ¿A papá? ¿A sí mismo? ¿O tal vez a mí?
Eran preguntas que no podía formularme directamente, así que se me ocurrió probar una táctica distinta.
– Pues claro que guardaré silencio -dije-, pero… ¿por qué?
Dogger cogió una paleta y empezó a meter tierra negra en un tiesto. No me miró, pero tenía las mandíbulas apretadas formando un ángulo muy particular, lo que me daba a entender que había tomado una firme decisión.
– Hay cosas -dijo al fin- que deben saberse. Y también hay cosas que no deben saberse.
– ¿Por ejemplo? -me atreví a decir.
Dogger suavizó la expresión y casi me sonrió.
– Largo de aquí.
En mi laboratorio, saqué del bolsillo el paquetito envuelto en papel y lo abrí con mucho cuidado. Se me escapó un lamento de decepción: después de tanto pedalear y escalar muros, las pruebas habían quedado reducidas a poco más que unas cuantas partículas de tarta.
– ¡Miseria! -exclamé, sin poder evitar una sonrisa de satisfacción ante lo apropiado de la palabra-. ¿Y ahora qué hago?
Con mucho cuidado, guardé la pluma en un sobre y lo dejé en un cajón, entre cartas que habían pertenecido a Tar de Luce, escritas y contestadas más o menos cuando Harriet tenía mi edad. A nadie se le ocurriría mirar allí y, además, el mejor lugar para esconder una expresión acongojada es el escenario de una ópera, como había dicho Daffy en una ocasión.
A pesar de su aspecto mutilado, la tarta me recordó que no había comido nada en todo el día. Debido a cierta ley arcaica de Buckshaw, todos los días la señora Mullet preparaba la cena a mediodía y nos la comíamos recalentada en el horno a las nueve en punto de la noche.
Tenía tanta hambre que hasta me hubiera comido un…, bueno, hasta me hubiera comido un trozo de la repugnante tarta de crema de la señora Mullet. Curioso, ¿no? Justo después de que papá se hubo desmayado, la señora Mullet me preguntó si me había gustado la tarta de crema…, pero en realidad yo no la había probado.
Cuando había pasado por la cocina a las cuatro de la madrugada -justo antes de tropezarme con el cadáver que yacía entre las matas de pepinos-, la tarta estaba en el alféizar, donde la señora Mullet la había puesto a enfriar. Y le faltaba un pedazo.
¡Es cierto! ¡Le faltaba un pedazo!
¿Quién podía habérselo comido? Recordé que ya entonces me había formulado esa misma pregunta. No podían haber sido ni papá, ni Daffy ni Feely, pues antes se comerían una tostada de paté de gusanos que la lamentable tarta de crema.
Y Dogger tampoco podía haber sido, pues no era de los que se comen los dulces sin pedir permiso. Y si la señora Mullet se lo hubiera dado, entonces no me habría preguntado a mí si me había gustado, ¿verdad?
Bajé y me dirigí a la cocina. La tarta ya no estaba. La guillotina de la ventana seguía levantada, tal y como la había dejado la señora Mullet. ¿Se habría llevado ella el resto de la tarta a casa para que se la comiera su esposo, Alf?
«Podría llamarla por teléfono para preguntárselo», pensé, pero luego recordé las restricciones que había impuesto mi padre en cuanto al uso del teléfono.
Papá pertenecía a una generación que despreciaba «ese instrumento», como él lo llamaba. Siempre se sentía incómodo con ese artilugio y sólo bajo circunstancias extremas era posible obligarlo a utilizarlo. Ophelia me había contado en una ocasión que incluso cuando se conoció la noticia de la muerte de Harriet tuvieron que comunicársela por telegrama porque papá se negaba a creer todo lo que no viera por escrito. Utilizar el teléfono de Buckshaw sólo estaba permitido en caso de incendio o urgencia médica. Cualquier otro uso del «instrumento» requería el permiso especial de papá, norma que nos habían inculcado desde que empezamos a dar nuestros primeros pasos.
No, tendría que esperar hasta el día siguiente para interrogar a la señora Mullet acerca de la tarta.
Cogí una hogaza de pan de la despensa y corté una gruesa rebanada. La unté con mantequilla y luego coloqué encima una gruesa capa de azúcar moreno. La doblé dos veces por la mitad, presionando en cada ocasión con la palma de la mano, y después la metí en el horno caliente. La dejé allí el tiempo que tardé en cantar tres estrofas de If I Knew You Were Coming, I'd've Baked a Cake? [3]
No era un auténtico bollo de Chelsea, pero tendría que conformarme.