Cuatro

– ¿Y ese hombre con el que estabas hablando ahí fuera? -me preguntó el inspector Hewitt.

– Dogger -respondí.

– ¿Nombre de pila?

– Flavia -dije; no pude evitarlo.

Estábamos sentados en uno de los sofás estilo Regencia de la habitación Rosa. El inspector dejó bruscamente su bolígrafo y se volvió para mirarme.

– Por si aún no ha quedado claro, señorita De Luce, que yo creo que sí, estamos investigando un asesinato. No pienso tolerar frivolidad alguna. Un hombre ha muerto y mi deber es descubrir por qué, cuándo, cómo y quién lo ha matado. Y cuando haya terminado, tendré la obligación de dar parte a la Corona, es decir, al rey Jorge VI. Y el rey Jorge VI no es muy amigo de las frivolidades. ¿Me he explicado bien?

– Perfectamente, señor -dije-. Su nombre de pila es Arthur. Arthur Dogger.

– ¿Y trabaja como jardinero en Buckshaw?

– Ahora sí.

El inspector había abierto un cuaderno negro y estaba tomando notas con una caligrafía microscópica.

– ¿No lo ha sido siempre?

– Ha hecho un poco de todo -contesté-. Antes era nuestro chófer, hasta que sufrió una crisis nerviosa…

A pesar de haber desviado la mirada, seguí percibiendo la intensidad del ojo detectivesco de Hewitt.

– La guerra -proseguí-. Fue prisionero de guerra. Papá pensaba que… había intentado…

– Lo entiendo -dijo el inspector en un tono repentinamente amable-. Dogger es más feliz en el jardín.

– Dogger es más feliz en el jardín.

– Eres una muchacha sorprendente, ¿sabes? En la mayoría de los casos habría esperado a que uno de tus progenitores estuviera presente antes de hablar contigo, pero dado que tu padre está indispuesto…

¿Indispuesto? ¡Ah, sí, claro! Casi se me había olvidado la mentirijilla. A pesar de mi fugaz mirada de perplejidad, el inspector siguió hablando:

– Has mencionado que Dogger trabajó como chófer durante un tiempo. ¿Tu padre conserva algún automóvil?

De hecho, sí: un Rolls-Royce Phantom II, que seguía en la cochera. Había pertenecido a Harriet y nadie lo había conducido desde el día en que llegó a Buckshaw la noticia de su muerte. Es más, papá no permitía que nadie lo tocara, a pesar de que él ni siquiera conducía.

Por consiguiente, los ratoncillos de campo habían abierto brechas en la carrocería de aquel espléndido purasangre, en su larguísimo capó negro y entre las erres entrelazadas de su radiador niquelado de estilo palladiano, para después escabullirse por el piso de madera e instalarse cómodamente en la guantera de caoba. A pesar de lo decrépito que estaba el pobre automóvil, cuando hablábamos de él lo llamábamos «el Royce», pues así era como la gente con clase se refería a esos vehículos.

«Sólo un campesino lo llamaría Rolls», había dicho Feely en una ocasión en que se me había escapado en su presencia.

Cuando quería estar en algún sitio donde sabía que no me iba a molestar nadie, me encaramaba en la semioscuridad al Roller de Harriet, siempre cubierto de polvo, y permanecía sentada durante horas en un calor más propio de una incubadora, entre la raída tapicería de lujo y la piel agrietada y mordisqueada.

La inesperada pregunta del inspector me hizo recordar un día oscuro y tormentoso del otoño anterior, un día en que llovía a mares y el viento soplaba con furia. Dado que el riesgo de que el vendaval hiciera caer ramas convertía un simple paseo por los bosques cercanos a Buckshaw en una temeraria aventura, había salido a hurtadillas de la casa y había avanzado bajo la tormenta hasta la cochera para poder pensar a solas. En el interior del cobertizo, el Phantom resplandecía débilmente entre las sombras, mientras en el exterior la tormenta aullaba, gritaba y golpeaba las ventanas como si se tratara más bien de una tribu de almas en pena. Ya tenía una mano en el tirador de la puerta cuando me di cuenta de que dentro del coche había alguien. Casi me muero del susto, pero entonces vi que era papá: estaba allí sentado, ajeno a la tormenta, con el rostro bañado en lágrimas.

Permanecí completamente inmóvil durante varios minutos, temerosa de moverme y casi sin atreverme a respirar. Pero cuando papá dirigió despacio la mano hacia el tirador de la puerta, me arrojé en silencio al suelo, como una gimnasta, y me metí debajo del coche. Por el rabillo del ojo vi descender del estribo uno de sus pies, enfundados en unas botas dorias de agua, y mientras papá se alejaba despacio me pareció que se le escapaba un sollozo. Me quedé allí durante mucho tiempo, contemplando el piso de madera del Rolls-Royce de Harriet.

– Sí -respondí-, hay un antiguo Phantom en la cochera.

– Pero tu padre no conduce.

– No.

– Entiendo.

El inspector dejó su bolígrafo y su cuaderno con mucho cuidado, como si estuvieran hechos de cristal veneciano.

– Flavia -dijo, y no se me pasó por alto que ya no se dirigía a mí como «señorita De Luce»-, voy a hacerte una pregunta muy importante. La respuesta que me des será crucial. ¿Lo entiendes?

Asentí.

– Sé que fuiste tú quien informó acerca de este… incidente. Pero… ¿quién descubrió el cadáver?

Mi mente entró en barrena. Si decía la verdad, ¿incriminaría a papá? ¿Sabía ya la policía que yo había llevado a Dogger al huerto de pepinos? Estaba claro que no, pues el inspector acababa de preguntarme acerca de la identidad de Dogger, así que era lógico pensar que aún no lo habían interrogado. Sin embargo…, ¿qué les contaría Dogger cuando lo interrogaran? ¿A quién protegería, a papá o a mí? ¿Existía alguna prueba que permitiera descubrir a la policía que la víctima aún vivía cuando la encontré?

– Yo -respondí bruscamente-, yo descubrí el cadáver.

Me sentí como el petirrojo del cuento.

– Me lo imaginaba -dijo el inspector Hewitt.

Y entonces se produjo uno de esos incómodos silencios, interrumpido sólo por la llegada del sargento Woolmer, que se servía de su inmensa mole para arriar a papá hacia la sala.

– Lo hemos encontrado en la cochera, señor -explicó el sargento-, escondido en un viejo automóvil.

– ¿Quién es usted, caballero? -exigió saber papá. Estaba furioso y, durante un segundo, alcancé a ver fugazmente al hombre que había sido en otros tiempos-. ¿Quién es usted y qué hace en mi casa?

– Soy el inspector Hewitt, señor -dijo el inspector mientras se ponía en pie-. Gracias, sargento Woolmer.

El sargento retrocedió un par de pasos, cruzó el umbral y desapareció.

– ¿Y bien? -dijo papá-. ¿Hay algún problema, inspector?

– Me temo que sí, señor. Ha aparecido un cuerpo en su jardín.

– ¿Qué quiere usted decir con «cuerpo»? ¿Un cuerpo sin vida? -El inspector Hewitt asintió.

– Así es, señor -dijo.

– ¿Y de quién es? El cuerpo, quiero decir.

Fue entonces cuando me fijé en que papá no tenía contusiones, ni arañazos, ni cortes, ni rasguños… por lo menos visibles. También me di cuenta de que había empezado a palidecer, excepto en las orejas, que se le estaban poniendo del mismo tono que la plastilina rosa. Y me di cuenta de que el inspector también había reparado en ello. No respondió de inmediato a la pregunta de papá, sino que la dejó suspendida en el aire.

Papá dio media vuelta y se dirigió hacia el mueble bar trazando una amplia curva y rozando con la yema de los dedos la superficie horizontal de todos los muebles junto a los que pasaba. Se preparó un Votrix con ginebra y se lo bebió de un trago, con un movimiento rápido y decidido que indicaba más práctica de lo que yo imaginaba.

– Aún no lo hemos identificado, coronel De Luce. En realidad, esperábamos que usted pudiera ayudarnos.

Al oír esas palabras, papá palideció más aún, si cabe, y las orejas se le pusieron más rojas.

– Lo siento, inspector -dijo en un tono apenas audible-. Por favor, no me pida que… No sé afrontar bien la muerte, entiéndalo…

¿Que no sabía afrontar bien la muerte? Papá era militar, y los militares convivían con la muerte; vivían para la muerte; vivían de la muerte. Por raro que parezca, para un soldado profesional, la muerte era la vida. Hasta yo lo sabía.

Y, del mismo modo, supe al instante que papá acababa de decir una mentira. De repente, sin previo aviso, un delgado hilo se rompió en alguna parte de mí. Me sentí como si hubiera envejecido un poco y algo antiguo se hubiera quebrado.

– Lo entiendo, señor -dijo el inspector Hewitt-, pero a menos que se nos presenten otras vías de investigación…

Papá sacó un pañuelo del bolsillo y se secó primero la frente y después el cuello.

– Estoy un poco alterado por… todo esto -dijo.

Hizo un gesto vago con mano temblorosa, señalando a su alrededor, y mientras lo hacía, el inspector Hewitt cogió su cuaderno, levantó la tapa y empezó a escribir. Papá se acercó muy despacio a la ventana, desde donde fingió contemplar el paisaje, un paisaje que yo podía imaginar con todo detalle en mi mente: el lago artificial; la isla con sus ruinosos disparates arquitectónicos; las fuentes ahora secas, apagadas desde que había estallado la guerra; las colinas a lo lejos…

– ¿Ha estado usted en casa toda la mañana? -le preguntó sin rodeos el inspector Hewitt.

– ¿Qué? -dijo papá, girando sobre sus talones.

– ¿Ha abandonado en algún momento la casa desde anoche?

Transcurrió largo tiempo antes de que papá contestara.

– Sí -respondió finalmente-. He salido esta mañana. Para ir a la cochera.

Contuve una sonrisa. Sherlock Holmes dijo en una ocasión de su hermano, Mycroft, que encontrarlo fuera del Club Diógenes era tan difícil como encontrar un tranvía en un camino rural. Lo mismo que Mycroft, papá seguía su propio camino y era improbable que se descarriara. Aparte de ir a la iglesia y de alguna que otra colérica escapadita en tren para asistir a alguna exposición de sellos, difícilmente, por no decir nunca, asomaba la nariz fuera de casa.

– ¿Y a qué hora ha sido eso, coronel?

– Las cuatro, más o menos, puede que un poco antes.

– O sea, ¿que ha estado en la cochera durante -dijo el inspector Hewitt, echándole un vistazo a su reloj- cinco horas y media? ¿Desde las cuatro de la madrugada hasta ahora mismo?

– Sí, hasta ahora mismo -asintió papá.

No estaba acostumbrado a que pusieran en duda sus palabras y, aunque el inspector no se dio cuenta, yo sí percibí la creciente irritación en su voz.

– Ya. ¿Suele usted salir a esas horas de la mañana?

La pregunta del inspector sonó informal, casi despreocupada, pero yo sabía que no lo era.

– No, la verdad es que no. No suelo hacerlo -respondió papá-. ¿Adónde quiere ir usted a parar?

El inspector Hewitt se dio un golpecito en la punta de la nariz con el bolígrafo, como si estuviera elaborando la siguiente pregunta para formularla ante un comité parlamentario.

– ¿Ha visto usted a alguien?

– No -dijo papá-. Por supuesto que no he visto a nadie. No había ni una alma.

El inspector Hewitt dejó de darse golpecitos el tiempo suficiente para anotar algo.

– ¿A nadie?

– No.

Como si ya se lo imaginara, el inspector asintió despacio y con aire triste. Pareció decepcionado y suspiró mientras se guardaba el cuaderno de notas en un bolsillo interior de la chaqueta.

– Ah, una última pregunta, coronel, si no tiene inconveniente -dijo de repente, como si acabara de recordar algo-. ¿Qué hacía usted en la cochera?

Papá apartó la mirada de la ventana y tensó los músculos de la mandíbula. Entonces se volvió y miró al inspector directamente a los ojos.

– Eso no estoy dispuesto a decírselo -respondió.

– Muy bien, pues -dijo el inspector Hewitt-. Creo que…

Fue en ese preciso instante cuando la señora Mullet abrió la puerta con un empujón de su enorme trasero y entró caminando como un pato, cargada con una bandeja.

– He traído unas galletitas de semillas -dijo-. Galletas de semillas, té y un vasito de leche para la señorita Flavia.

¡Galletas de semillas y leche! Yo detestaba las galletas de semillas de la señora Mullet tanto como san Pablo apóstol el pecado. Puede que más. Me dieron ganas de trepar a la mesa y, con una salchicha clavada en el tenedor a modo de cetro, gritar con mi mejor voz de Laurence Olivier: «¿No habrá nadie capaz de librarnos de esta turbulenta repostera?»

Pero no lo hice, sino que guardé silencio. Con una discreta reverencia, la señora Mullet dejó su carga frente al inspector Hewitt y entonces reparó de repente en papá, que aún seguía junto a la ventana.

– ¡Ah, coronel De Luce! Menos mal que ha aparecido usted. Lo estaba esperando. Quería decirle que ya me deshice del pájaro el cual muerto encontramos en el umbral de la puerta de ayer.

A la señora Mullet se le había metido en la cabeza la idea de que esos cambios de orden en la frase no sólo resultaban pintorescos, sino también poéticos. Antes de que papá pudiera desviar la conversación hacia otro tema, el inspector Hewitt tomó las riendas del asunto.

– ¿Un pájaro muerto en el umbral? Hábleme de ello, señora Mullet.

– Bien, señor, pues yo, el coronel y la señorita Flavia aquí en la cocina estábamos. Yo acababa de sacar una riquísima tarta de crema del horno y la había puesto a enfriar en la ventana. Era esa hora del día en la cual empiezo a pensar en regresar a casa con mi Alf. Alf es mi marido, señor, y no le gusta que ande yo callejeando cuando es la hora de su té. Se pone todo efervescente cuando tiene que hacer la digestión fuera de horas. Y cuando a mi Alf se le corta la digestión, es un espectáculo digno de verse. Cubos y fregonas por todas partes, en fin…

– ¿La hora, señora Mullet?

– Debían de ser las once, o las once y cuarto. Vengo cuatro horas todas las mañanas, de ocho a doce, y tres por las tardes, de la una a las cuatro, en teoría -dijo, frunciendo el ceño en dirección a papá, que estaba demasiado absorto mirando por la ventana como para advertirlo-. Siempre hago más horas de las que me corresponden, sea por lo que sea.

– ¿Y el pájaro?

– El pájaro estaba en el umbral, más muerto que el asno de Dorothy. Era una agachadiza, una de esas agachadizas chicas. Por suerte o por desgracia, en mis buenos tiempos llegué a cocinar tantas que sé perfectamente cómo son. Qué susto me pegué, la verdad, al verla allí despatarrada: el aire le agitaba las plumas, como si aún le quedara vida después de que se le hubo parado el corazón. Eso es lo que dije a mi Alf: «Alf», le dije, «el pájaro estaba allí despatarrado como si aún le quedara vida…».

– Es usted muy observadora, señora Mullet -dijo el inspector Hewitt, tras lo cual la señora Mullet se hinchó como una paloma buchona y se iluminó toda ella con un resplandor rosa iridiscente-. ¿Vio usted algo más?

– Bueno, pues sí, señor, resulta que llevaba un sello clavado en el pico. Era casi como si lo llevara sujeto con la boca, ¿sabe usted?, igual que las cigüeñas llevan a los niños en un pañal. ¿Sabe lo que quiero decirle? Más o menos así, pero no exactamente igual.

– ¿Un sello, señora Mullet? ¿Qué clase de sello?

– Un sello de correos, señor…, pero no como los que se ven por ahí hoy en día. Oh, no…, no se parecía en nada. Este sello en cuestión tenía dibujada la cabeza de la reina. No su actual majestad, Dios la bendiga, la otra reina… La cual se llamaba… reina Victoria. Bueno, por lo menos habría estado ahí si el pico del pájaro no hubiera atravesado el sello justo por donde debería haber estado la cara.

– ¿Está usted segura de que era un sello?

– Se lo juro, señor, que me muera ahora mismo si no es verdad. Mi Alf coleccionaba sellos cuando era niño y aún conserva lo que queda de su colección en una vieja caja de galletas Huntley and Palmer que tiene guardada debajo de la cama en la sala de arriba. Ya no la saca tanto como cuando éramos jóvenes, porque dice que le pone triste. Aun así, reconozco un Penny Black [1] cuando lo veo, esté o no ensartado en el pico de un pájaro muerto.

– Muchas gracias, señora Mullet -dijo el inspector Hewitt mientras se procuraba una galleta de semillas-. Nos ha sido usted de gran ayuda.

La señora Mullet le dedicó otra reverencia y después se alejó hacia la puerta.

– «Es curioso», le dije a mi Alf. Le dije: «En Inglaterra nunca se ven agachadizas chicas antes de septiembre.» Cuántas habré asado en el espetón y habré servido con una crujiente tostada. A la señorita Harriet, que en gloria esté, nada le gustaba más que una buena…

Oí un quejido a mi espalda y me volví justo a tiempo de ver a papá doblarse por la mitad, igual que una silla plegable, y deslizarse al suelo.


Debo admitir que el inspector Hewitt reaccionó de inmediato. Se plantó junto a papá en menos de un segundo, apoyó una oreja sobre su pecho, le aflojó la corbata y utilizó uno de sus largos dedos para comprobar si algo le estaba obstruyendo las vías respiratorias. Estaba claro que no se había dedicado a dormir durante sus clases de primeros auxilios en St. John Ambulance. Un segundo más tarde abrió la ventana, se llevó a la boca los dedos corazón y anular y emitió un silbido. Yo habría dado una guinea por saber silbar así.

– Doctor Darby -gritó-. Suba, por favor. ¡Dese prisa!

Y traiga el maletín.

En cuanto a mí, aún me tapaba la boca con la mano cuando el doctor Darby entró en la sala y se arrodilló junto a papá. Tras examinarlo rápidamente, sacó de su maletín una pequeña ampolla de color azul.

– Es un síncope -dijo dirigiéndose al inspector Hewitt.

Y después, dirigiéndose a la señora Mullet y a mí-: Eso quiere decir que se ha desmayado. No es nada preocupante.

¡Uf!

Le quitó el tapón al frasco y, durante unos instantes, justo antes de que se lo colocara a papá bajo la nariz, percibí un olor familiar: era mi viejo amigo el carbonato de amonio o, como yo lo llamaba cuando estábamos los dos solos en el laboratorio, sal volátil, o simplemente sal. Sabía que amonio venía de amoníaco y que el amoníaco se llamaba así porque lo descubrieron no muy lejos de la tumba del dios Amón en el Antiguo Egipto. Parece que estaba presente en la orina de los camellos. Y también sabía que más tarde, en Londres, un científico al que admiraba había patentado un método gracias al cual se podían extraer sales de olor del guano patagón.

¡Química! ¡Química! ¡Ah, cómo me gustaba!

Cuando el doctor Darby acercó la ampolla a la nariz de papá, éste soltó un bramido digno de un toro en un prado y levantó los párpados como si fueran persianas enrollables. Sin embargo, no pronunció ni una palabra.

– ¡Bien! ¡Ya vuelve a estar usted entre los vivos! -dijo el doctor mientras papá, visiblemente confuso, trataba de apoyarse en un codo y echaba un vistazo a su alrededor. A pesar del tono jovial que había empleado, lo cierto es que el doctor Darby acunó a papá como si fuera un recién nacido-. Espere un poco hasta que se recobre. Quédese un minuto ahí, sobre esa moqueta Axminster tan bonita.

El inspector Hewitt permaneció junto a ellos con gesto circunspecto hasta que llegó el momento de ayudar a papá a ponerse en pie. Apoyándose con fuerza en el brazo de Dogger -a quien se había avisado-, papá subió muy despacio la escalera y se dirigió a su habitación. Daphne y Feely hicieron acto de presencia, aunque de hecho su aparición fue tan breve que apenas vimos un par de caras pálidas tras el pasamanos.

La señora Mullet, que correteaba ya de vuelta a la cocina, se detuvo un instante y con gesto solícito me puso una mano en el brazo.

– ¿Estaba buena la tarta, cielo? -me preguntó.

Hasta ese momento me había olvidado por completo de la tarta. Seguí el ejemplo del doctor Darby.

– Ajá -dije.

El inspector Hewitt y el doctor Darby ya habían regresado al jardín cuando subí muy despacio la escalera para dirigirme a mi laboratorio. Desde la ventana, contemplé con tristeza, y también con una extraña sensación de pérdida, a los dos camilleros que aparecieron por una esquina de la casa y procedieron a colocar los restos del desconocido en una camilla de lona. A lo lejos vi a Dogger, que se afanaba en decapitar más rosas lady Hillingdon alrededor de la fuente del prado este, la que conmemoraba la batalla de Balaclava.

Todo el mundo estaba ocupado. Con un poco de suerte no me resultaría difícil hacer lo que me proponía hacer y regresar antes de que los demás advirtieran mi ausencia. Bajé sigilosamente y salí por la puerta principal. Cogí mi vieja bicicleta BSA, Gladys, que descansaba apoyada en una urna de piedra, y minutos más tarde pedaleaba frenéticamente en dirección a Bishop's Lacey.

¿Cuál era el nombre que había mencionado papá?

Twining. Sí, eso era. El «viejo Cuppa». Y sabía exactamente dónde encontrarlo.

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