Al llegar a los pies de Okashott Hill pensé de repente en papá y me invadió de nuevo la tristeza. ¿De verdad creían que había asesinado a Horace Bonepenny? Y, si así era, ¿cómo lo había hecho? Si papá lo había asesinado justo debajo de la ventana de mi habitación, debía de haberlo hecho con el sigilo más absoluto y, la verdad, me costaba bastante imaginar a papá matando a alguien sin levantar la voz.
Pero antes de que pudiera seguir especulando, la carretera se niveló y después torció en dirección a Cottesmore y a Doddingsley Magna. A la sombra de un viejo roble se hallaba el banco de una parada de autobús, en el cual descubrí una figura conocida: un viejo gnomo vestido con pantalones bombachos, con el aspecto de un George Bernard Shaw que se hubiera encogido al lavarlo. Estaba allí sentado, con los pies colgando a diez centímetros del suelo. Se lo veía tan tranquilo que era como si hubiera nacido en aquel banco y llevara allí toda su vida.
Era Maximilian Brock, uno de nuestros vecinos de Buckshaw, y recé para que no me hubiera visto. En Bishop's Lacey se rumoreaba que Max, que ya se había jubilado del mundo de la música, se ganaba en secreto la vida escribiendo -bajo seudónimos femeninos como Lala Dupree- escandalosas historias que se publicaban en revistas estadounidenses como Confidential Confessions y Red Hot Romances.
Debido a que metía las narices en los asuntos de todo el que se cruzaba en su camino y luego convertía en oro periodístico todo lo que extraía, a Max lo llamaban, por lo menos a sus espaldas, «La bomba del pueblo». Pero dado que en otros tiempos había sido el profesor de piano de Feely, era alguien a quien no podía ignorar educadamente.
Me detuve en la cuneta poco profunda y fingí que no lo había visto mientras manipulaba la cadena de Gladys. Con un poco de suerte seguiría mirando hacia el otro lado y yo podría ocultarme tras el seto hasta que se hubiese marchado.
– ¡Flavia! Haroo, mon vieux.
¡Maldición! ¡Me había descubierto! Ignorar un haroo de Maximilian -aunque lo hubiera pronunciado desde el banco de la parada del autobús- equivalía a ignorar el undécimo mandamiento. Fingí que acababa de verlo y le dediqué una sonrisa de lo más falsa mientras me acercaba a él empujando a Gladys por la hierba.
Maximilian había vivido durante muchos años en las islas del canal de la Mancha, donde había sido pianista de la Sinfónica de Alderney, puesto que según él requería mucha paciencia y una buena provisión de novelas de detectives.
Según me había contado una vez Maximilian en la Exposición Anual de Flores de St. Tancred, mientras charlábamos sobre la delincuencia, lo único que había que hacer en Alderney para que la ley cayera con todo su peso sobre alguien era plantarse en medio de la plaza del pueblo y gritar: «Haroo, haroo, mon prince. On me jait tort!» Era una especie de «¡Al ladrón!», y significa, básicamente, «¡Atención, mi príncipe, alguien me está agraviando!». O, dicho de otro modo, alguien está cometiendo un delito contra mí.
– ¿Cómo estás, mi pequeño pelícano? -me preguntó Max, y ladeó la cabeza como una urraca que espera una respuesta antes incluso de que se la ofrezcan.
– Bien -dije con cautela, mientras recordaba que Daffy me había dicho en una ocasión que Max era como una araña: mordía a sus víctimas para paralizarlas y no las dejaba hasta haberles chupado hasta la última gota de jugo… suyo y de sus familiares.
– ¿Y tu padre, el bueno del coronel?
– Está muy ocupado entre unas cosas y otras -dije, y noté que el corazón me daba una voltereta dentro del pecho.
– ¿Y la señorita Ophelia? -prosiguió Max-. ¿Aún se maquilla como una mala pécora y luego se contempla a sí misma en el servicio de té?
Ese comentario era demasiado personal, incluso para mí. No era asunto suyo, pero sabía muy bien que Maximilian era capaz de montar en cólera en cualquier momento. Feely lo llamaba a veces, siempre a sus espaldas, «Rumpelstiltskin» y Daffy lo llamaba «Alexander Pope»… o cosas peores.
Aun así, a mí me parecía que Maximilian, a pesar de sus desagradables hábitos, o tal vez porque teníamos una estatura similar, era un interlocutor interesante e instructivo…, siempre y cuando no se confundiese su diminuto tamaño con debilidad.
– Está muy bien, gracias -le dije-. Esta mañana tenía un estupendo color de piel. -No añadí «y exasperante»-. Max -empecé a decir antes de que tuviera tiempo de colarme otra pregunta-, ¿cree usted que yo podría aprender esa tocata tan bonita de Paradisi?
– No -respondió él sin la más mínima vacilación-. No tienes las manos de una gran artista. Tienes las manos de una envenenadora.
Sonreí. Era una broma privada entre nosotros. Y estaba claro que aún no sabía nada del asesinato en Buckshaw.
– ¿Y la otra? -me preguntó-. Daphne, la hermana torpe.
«Torpe» era una referencia al talento de Daffy o, mejor dicho, a la ausencia del mismo, al piano: una lucha eterna y dolorosa por colocar unos dedos muy poco dispuestos sobre unas teclas que parecían querer evitar el contacto. La batalla de Daffy con el piano era como la de la gallina que se enfrenta al zorro, una batalla perdida que siempre acababa en un mar de lágrimas. Y aun así, la guerra se prolongaba debido a la insistencia de papá.
Un día, cuando encontré a Daffy llorando en el banco del piano, con la cabeza apoyada en la tapa cerrada, le susurré «Ríndete, Daffy». Y ella me saltó encima como un gallo de pelea.
Incluso había intentado animarla. Cada vez que la oía tocando el Broadwood entraba en el salón, me apoyaba en el piano y contemplaba a lo lejos, como si su forma de tocar me hubiera hechizado. Por lo general, Daffy me ignoraba, pero una vez, cuando le dije «¡Qué pieza tan hermosa! ¿Cómo se titula?», a punto estuvo de aplastarme los dedos con la tapa. «¡Es la escala en sol mayor!», chilló antes de abandonar corriendo el salón.
La vida no resultaba fácil en Buckshaw.
– Está bien -respondí-. Leyendo a Dickens a toda mecha. Es imposible hablar con ella.
– Ah -dijo Maximilian-, el bueno de Dickens.
Al parecer, no se le ocurrió nada más para ampliar el tema, así que aproveché aquel silencio momentáneo.
– Max -le dije-, usted es un hombre de mundo…
Al oír esas palabras se pavoneó un poco y se irguió todo lo que un hombre de su estatura podía erguirse.
– Pero no un hombre de mundo cualquiera…, un boulevardier -dijo.
– Exacto -le dije, mientras me preguntaba qué significaría esa palabra-. ¿Ha estado alguna vez en Stavanger? -le pregunté, lo que ahorraba tener que consultar el atlas.
– ¿Stavanger, en Noruega?
A punto estuve de gritar en voz alta «¡Bingo!». ¡Horace Bonepenny había estado en Noruega! Respiré hondo para recobrar la calma, con la esperanza de que Maximilian lo interpretara como un gesto de impaciencia.
– Sí, claro, en Noruega -dije en tono condescendiente-. ¿Es que hay alguna otra Stavanger?
Durante un segundo creí que se me iba a echar encima. Entornó los ojos y noté un escalofrío, mientras los nubarrones que anunciaban uno de los legendarios berrinches de Maximilian tapaban el sol. Pero entonces se le escapó una risita, que sonó igual que el agua de un manantial gorgoteando en un vaso.
– Stavanger es la primera piedra en el Camino a Hell…, [9] que es una estación de tren -dijo-. Hice todo el trayecto hasta Trondheim y luego seguí hasta Hell, que, lo creas o no, es un pueblecito de Noruega desde el que los turistas suelen enviar postales a sus amigos con el mensaje «¡Ojalá estuvieras aquí!», y donde interpreté el concierto para piano en la menor de Grieg, quien por cierto era medio escocés y medio noruego. Su abuelo era de Aberdeen, pero se marchó asqueado después de la batalla de Culloden…, aunque supongo que poco debió de faltarle para cambiar de idea al descubrir que no había hecho más que reemplazar los estuarios por los fiordos.
»Debo admitir que en Trondheim tuvimos mucho éxito: críticos benévolos, público atento… Pero es que esa gente ni siquiera entiende su propia música. También interpretamos a Scarlatti, para llevar un poco de sol italiano a esos nevosos climas del norte. Y aun así, en el intervalo oí a un viajante de comercio dublinés decirle a un amigo: «A mí todo me suena a Grieg, Thor.»
Sonreí atentamente, aunque esa vieja hazaña la había oído contar como mínimo cuarenta y cinco veces.
– Ah, pero eso fue en los viejos tiempos, claro está, antes de la guerra. ¡Stavanger! Sí, claro que he estado allí, pero… ¿por qué lo preguntas?
– ¿Y cómo llegó hasta allí? ¿En barco?
Horace Bonepenny había salido vivo de Noruega y ahora estaba muerto en Inglaterra. Quería saber dónde había estado entre uno y otro momento.
– Pues claro, en barco. No estarás pensando en escaparte de casa, ¿verdad, Flavia?
– Es que anoche, durante la cena, tuvimos una discusión… o, mejor dicho, una pelea… sobre esa cuestión.
Ésa era una de las formas de sacarle el máximo partido a una mentira: revestirla de sinceridad.
– Ophelia pensaba que había que embarcar en Londres, papá insistía en que era Hull, y Daphne votó por Scarborough, pero sólo porque allí está enterrada Anne Brontë.
– Newcastle-upon-Tyne -dijo Maximilian-. En realidad, se embarca en Newcastle-upon-Tyne.
Se oyó un rumor a lo lejos cuando apareció el autobús de Cottesmore, que se acercó tambaleándose de un lado a otro por un sendero entre los setos igual que si fuera una gallina caminando por la cuerda floja. Se detuvo delante del banco y resolló trabajosamente, como si se hubiera rendido a la dura vida que llevaba en las colinas. La puerta de hierro se abrió con un lastimero quejido.
– Ernie, mon vieux -saludó Maximilian-. ¿Has subido hoy algún pasaje interesante?
– Arriba -dijo Ernie, mirando a través del parabrisas.
Si había captado la broma, no lo dio a entender.
– Hoy no subo, Ernie. Sólo estoy usando tu banco para descansar los riñones.
– Los bancos son para uso exclusivo de los viajeros que esperan el autobús. Lo dice el reglamento, Max, y lo sabes perfectamente.
– Es cierto, lo sé, Ernie. Gracias por recordármelo.
Max se dejó resbalar por el banco y apoyó los pies en el suelo.
– Adiós -dijo.
Se ladeó un poco el sombrero y se alejó caminando como si fuera Charlie Chaplin.
La puerta del autobús se cerró con un chirrido mientras Ernie metía una marcha, tras lo cual el vehículo arrancó a regañadientes, entre quejidos y sacudidas. Así, cada cual se fue por su lado: Ernie y su autobús a Cottesmore, Max a su casa y Gladys y yo a Hinley.
La comisaría de policía de Hinley estaba en un edificio que en otros tiempos había sido una posada de posta. Incómodamente apretujada entre un pequeño parque y un cine, la fachada de entramado de madera sobresalía hacia la calle como si de una frente prominente de poblado entrecejo se tratara. La luz azul colgaba del saliente del tejado. En uno de los lados se veía un anexo construido más tarde, pintado de un anodino color marrón, que se pegaba al edificio principal como el estiércol se pega a un vagón de tren. Supuse que era allí donde estaban los calabozos.
Tras dejar a Gladys pastando en un aparcamiento para bicicletas donde abundaban las Raleigh negras de aspecto oficial, subí los gastados escalones y entré por la puerta principal.
Sentado a una mesa había un sargento de uniforme que revolvía papeles y se rascaba la escasa cabellera con la punta afilada de un lápiz. Le sonreí y pasé de largo.
– Alto ahí, alto ahí -exclamó-. ¿Adónde crees que vas, jovencita? -me preguntó.
Al parecer, es típico de los policías hablar formulando preguntas. Le sonreí como si no hubiera entendido nada y me acerqué a una puerta abierta al otro lado de la cual se veía un oscuro pasillo. Mucho más rápido de lo que imaginaba, el sargento se puso en pie de un salto y me agarró del brazo. Me había pillado. No me quedaba más remedio que echarme a llorar.
Detestaba tener que hacerlo, pero era la única arma que tenía al alcance.
Diez minutos más tarde estábamos los dos -el agente de policía Glossop y yo- bebiendo chocolate en la sala de té de la comisaría. Me había dicho que tenía una hija igualita a mí (cosa que me permití dudar), de nombre Elizabeth.
– Ah, sí, nuestra Lizzie ayuda mucho a su pobre madre -dijo-, teniendo en cuenta que aquí mi parienta, o sea, la señora Glossop, va y se me cae de la escalera en el manzanar y se rompe una pata hace dos semanas.
Lo primero que pensé fue que el agente Glossop había leído demasiados números de los cómics infantiles The Beano y The Dandy; es decir, que estaba exagerando un poquitín sólo para entretenerme. Sin embargo, su expresión sincera y su ceño fruncido no tardaron en hacerme cambiar de opinión: aquél era el auténtico agente Glossop y no me iba a quedar más remedio que utilizar el mismo método con él.
Así pues, me eché a llorar otra vez y le dije que yo no tenía madre porque se había muerto en un accidente de alpinismo en el Tíbet, que estaba lejísimos, y que la echaba mucho de menos.
– Bueno, bueno, jovencita -dijo-. Aquí está prohibido llorar. Le resta un poco de dignidad al entorno, por así decirlo, así que será mejor que te limpies esos lagrimones o tendré que encerrarte en el calabozo.
Le ofrecí una débil sonrisa que él me devolvió afectuosamente.
Durante mi representación, varios detectives habían entrado en la sala para tomarse un té y un bollo, y todos me habían dedicado en silencio una solidaria sonrisa. Por lo menos, no me habían hecho preguntas.
– ¿Puedo ver a mi padre, por favor? -le pregunté-. Se llama coronel De Luce y creo que lo tienen ustedes aquí detenido.
El agente Glossop se quedó boquiabierto y me di cuenta de que había jugado mi baza demasiado pronto. Me enfrentaba, pues, con la burocracia.
– Espera aquí -me pidió, y salió a un estrecho pasillo en cuyo extremo se hallaba, al parecer, un muro de barrotes negros de acero.
En cuanto salió el agente eché un rápido vistazo a mi alrededor: me hallaba en una deprimente habitacioncilla cuyos muebles estaban tan gastados que sin duda se los habían comprado directamente a cualquier vendedor ambulante. Las patas de las mesas y de las sillas estaban tan astilladas y llenas de muescas que daba la sensación de que llevaban siglos soportando las patadas en las espinillas propinadas por agentes del Estado equipados con botas reglamentarias.
En un vano intento de darle un aire más alegre a la estancia, alguien había pintado de color verde manzana un pequeño armario de madera, pero el fregadero era una reliquia con tantas manchas de herrumbre que parecía sacado de la prisión de Wormwood Scrubs. En el escurridero se amontonaban tazas desportilladas y platillos agrietados. Reparé entonces en que los parteluces de la ventana eran, en realidad, barrotes de hierro que sólo habían conseguido disimular a medias. La estancia despedía un olor acre y extraño que percibí nada más entrar: olía como si alguien se hubiera dejado en un cajón una tarrina de pasta de anchoas Gentleman's Relish, que con los años se había podrido.
Recordé algunos fragmentos de una composición de la opereta Los piratas de Penzance. «La vida del policía no es nada fácil», había cantado en la radio la compañía de ópera D'Oyly Carte y, como siempre, Gilbert y Sullivan tenían razón.
De repente, pensé en huir. Aquella misión era una absoluta insensatez, poco más que un impulso para salvar a papá que había brotado de la parte más prehistórica de mi cerebro. «Levántate y dirígete hacia la puerta -me dije-. Nadie se va a dar cuenta de que te has ido.»
Escuché en silencio durante un instante, ladeando la cabeza igual que Maximilian para potenciar mi ya de por sí aguzado oído. Desde algún lugar distante me llegaba el zumbido de unas voces graves, como si fueran abejas en una colmena lejana.
Fui deslizando muy despacio los pies, primero uno y luego el otro como si fuera una sensual señorita bailando el tango, y me detuve bruscamente junto a la puerta. Desde donde me hallaba sólo veía una esquina de la mesa que el sargento tenía en el vestíbulo y, por suerte para mí, no vi ningún codo policial apoyado en dicha esquina.
Me arriesgué a echar un vistazo. El pasillo estaba desierto, así que proseguí con mi tango hasta llegar a la puerta, cosa que hice sin novedad, y salí a plena luz del sol. Aunque no era ninguna prisionera, experimenté una maravillosa sensación de fuga.
Me dirigí tranquilamente hasta el aparcamiento de bicicletas. Diez segundos más y emprendería el camino de vuelta a casa. Y entonces, como si acabaran de arrojarme un cubo de agua helada en plena cara, me quedé inmóvil, paralizada por la sorpresa: ¡Gladys había desaparecido! Casi lo grité en voz alta.
Allí estaban todas las bicicletas oficiales, con sus luces no oficiales y sus cestas para llevar asuntos gubernamentales…, pero ¡Gladys había desaparecido!
Miré hacia todas partes y, por algún motivo, las calles me parecieron distintas y más aterradoras ahora que iba a pie. ¿Hacia dónde estaba mi casa? ¿Por dónde se llegaba a la carretera?
Por si no tuviera bastantes problemas, encima se acercaba una tormenta. En el cielo, hacia el oeste, se amontonaban los nubarrones negros, mientras que los que tenía directamente sobre la cabeza ya presentaban la amenazadora tonalidad violácea de los moretones. Me invadió primero el miedo y después la rabia. ¿Cómo había podido ser tan tonta de dejar a Gladys sin atar en un lugar desconocido? ¿Cómo iba a volver a casa? ¿Qué iba a ser de la pobre Flavia?
Feely me había dicho una vez que una nunca debía mostrarse vulnerable cuando se hallaba en un ambiente desconocido, pero… «¿cómo se consigue?», me pregunté. En eso estaba pensando cuando alguien me apoyó una pesada mano en el hombro y me dijo:
– Será mejor que me acompañes. Era el inspector Hewitt.
– Eso sería bastante irregular -dijo el inspector-, y poco apropiado.
Estábamos sentados en su despacho, que era una habitación larga y estrecha que en otros tiempos había sido el bar de la posada de posta. La sala resultaba extraordinariamente pulcra: lo único que le faltaba era una aspidistra en una maceta y un piano.
El mobiliario lo componían un archivador y una mesa de diseño bastante vulgar, una silla, un teléfono y una pequeña estantería sobre la cual se veía la foto enmarcada de una mujer con un abrigo de pelo de camello, sentada en el parapeto de un pintoresco puente de piedra. En cierta manera, me esperaba algo más.
– Tu padre permanecerá aquí hasta que obre en nuestro poder cierta información. Llegado ese momento, lo más probable es que sea trasladado a otro lugar que no puedo revelarte. Lo siento, Flavia, pero lo de verlo es totalmente imposible.
– ¿Está detenido? -le pregunté.
– Me temo que sí.
– Pero… ¿por qué?
No era una buena pregunta y lo supe nada más pronunciarla, pues el inspector Hewitt me estaba observando como si fuera una cría.
– Mira, Flavia -dijo-, sé que estás preocupada y lo entiendo. No tuviste la oportunidad de ver a tu padre antes de…
Bueno, no estabas en Buckshaw cuando trajimos aquí a tu padre. Estos asuntos nunca son fáciles para un agente de policía, la verdad, pero tienes que entender que a veces hay cosas que como amigo haría sin dudar, pero que tengo prohibidas como representante de su majestad.
– Ya lo sé -repuse-. El rey Jorge VI no es muy amigo de las frivolidades.
El inspector Hewitt me contempló con tristeza. Se levantó de su mesa y se acercó a la ventana, donde permaneció largo rato observando los nubarrones que se iban acercando, con las manos unidas a la espalda.
– No -dijo al fin-, el rey Jorge VI no es muy amigo de las frivolidades.
Y entonces, de repente, se me ocurrió una idea. Como si hubiera estallado un relámpago, todo encajó a la perfección, igual que en las imágenes de las películas que, reproducidas hacia atrás, las piezas de un rompecabezas van ocupando su lugar hasta completar el puzle.
– ¿Puedo ser sincera con usted, inspector? -le pregunté.
– Desde luego -me dijo-. Adelante.
– El cadáver que apareció en Buckshaw era el de un hombre que llegó a Bishop's Lacey el viernes tras viajar desde Stavanger, en Noruega. Debe usted liberar de inmediato a mi padre, inspector, porque no fue él, ¿sabe usted?
Aunque se había quedado un tanto perplejo, el inspector se recobró en seguida y me dedicó una sonrisa condescendiente.
– ¿No fue él?
– No -dije-. Fui yo. Yo maté a Horace Bonepenny.