Veinticinco

Hay veces -especialmente cuando estoy encerrada- en que mis pensamientos tienden a desperdigarse como locos en todas direcciones, igual que el hombre de la historia de Stephen Leacock.

Casi me avergüenza admitir las ideas que se me pasaron por la cabeza al principio. La mayoría de ellas tenían que ver con venenos, unas cuantas tenían que ver con utensilios domésticos y todas tenían que ver con Frank Pemberton.

Regresé mentalmente a nuestro primer encuentro en el Trece Patos. Aunque había visto su taxi detenerse frente a la entrada y había oído a Tully Stoker gritarle a Mary que el señor Pemberton había llegado pronto, en realidad yo no había visto a Pemberton. Eso no sucedió hasta el sábado, en el disparate arquitectónico.

Aunque la repentina aparición de Pemberton en Buckshaw no dejaba de plantear ciertos interrogantes, lo cierto es que hasta ese momento no había reflexionado al respecto.

En primer lugar, Pemberton había llegado a Buckshaw varias horas después de que Horace Bonepenny expiró ante mis ojos. ¿O no?

Cuando había levantado la vista y había visto a Pemberton junto a la orilla del lago, me había quedado muy sorprendida, pero… ¿por qué? Buckshaw era mi hogar: había nacido allí y había vivido allí todos y cada uno de los minutos de mi vida. ¿Por qué me sorprendía tanto ver a un hombre junto a la orilla de un lago artificial?

Noté que la respuesta mordisqueaba el anzuelo que yo había lanzado hasta mi subconsciente. «No la mires directamente -me dije-, piensa en otra cosa… o, por lo menos, finge que piensas en otra cosa.»

Ese día había estado lloviendo, o tal vez acababa de empezar a llover. Yo había levantado la vista desde mi posición, sentada en los escalones del pequeño templo en ruinas, y allí estaba Pemberton, al otro lado del agua, en el extremo sur del lago. Para ser más exactos, en el extremo sureste. ¿Por qué diablos había aparecido en aquella parte?

Ésa era una pregunta cuya respuesta conocía desde hacía algún tiempo.

Bishop's Lacey se hallaba al nordeste de Buckshaw. Desde las verjas Mulford, a la entrada de nuestra avenida de castaños, la carretera avanzaba siguiendo un trazado de recodos y curvas hasta llegar, más o menos directamente, al pueblo. Y, sin embargo, Pemberton había aparecido por el sureste, en la dirección de Doddingsley, que se hallaba a unos cuantos kilómetros a campo traviesa. ¿Por qué entonces, en nombre del Gran Hedor, había decidido venir por allí?, me había preguntado yo. Las posibilidades eran limitadas y no había tardado mucho en apuntarlas en mi cuaderno mental de notas:


1. Si, tal y como yo sospechaba, Pemberton era el asesino de Horace Bonepenny, ¿podría haber regresado, como dicen que hacen todos los asesinos, al escenario del crimen? ¿Tal vez había olvidado algo, por ejemplo, el arma homicida? ¿Había regresado a Buckshaw para recuperarla?

2. Dado que ya había estado en Buckshaw la noche anterior, conocía el camino a campo traviesa y quería pasar inadvertido. (Véase 1.)


¿Y si el viernes, la noche del asesinato, Pemberton, creyendo que Bonepenny llevaba encima los Vengadores del Ulster, lo hubiera seguido desde Bishop's Lacey hasta Buckshaw y lo hubiera asesinado allí?

«Un momento, Flave -me dije-. Para el carro. No vayas tan de prisa. ¿Por qué no se limitó Pemberton a abordar a su víctima en uno de esos setos que bordean prácticamente todos los caminos en esta parte de Inglaterra?»

La respuesta era tan obvia como si la hubieran esculpido en un tubo de neón rojo en pleno Piccadilly Circus: ¡porque quería que culparan a papá del asesinato!

¡Tenía que matar a Bonepenny en Buckshaw! ¡Claro! Y dado que papá vivía prácticamente como un recluso, era lógico pensar que casi nunca salía de casa. Los asesinatos -por lo menos aquellos en los que el asesino pretende eludir a la justicia- hay que planearlos con antelación y, por lo general, hasta el último detalle. Estaba claro que en un crimen filatélico la culpa había que echársela a un filatelista. Y si era poco probable que papá acudiera al escenario del crimen, entonces el escenario del crimen tendría que acudir a él.

Y así había sido.

Aunque ya había elaborado horas antes esa cadena de sucesos -o, por lo menos, estaba segura de cuáles eran los eslabones-, no fue hasta el momento en que me vi obligada a quedarme a solas con Flavia de Luce cuando por fin pude encajar todas las piezas.

«¡Flavia, estoy muy orgullosa de ti! Y Marie Anne Paulze Lavoisier también lo estaría.»

Veamos: Pemberton, claro está, había seguido a Bonepenny hasta Doddingsley; tal vez incluso lo hubiese seguido desde Stavanger. Papá los había visto a los dos en la exposición de Londres hacía tan sólo unas semanas, lo que constituía una prueba irrefutable de que ninguno de los dos vivía de forma permanente en el extranjero.

Sin duda, habían planeado los dos juntos lo de chantajear a papá, lo mismo que habían planeado el asesinato del señor Twining. Y, sin embargo, Pemberton tenía sus propios planes.

Una vez convencido de que Bonepenny se dirigía a Bishop's Lacey (¿adónde, si no, podía estar dirigiéndose?), Pemberton había bajado del tren en Doddingsley y se había hospedado en el Jolly Coachman. Eso lo había comprobado yo misma. Luego, la noche del asesinato, lo único que tuvo que hacer fue caminar a campo traviesa hasta Bishop's Lacey.

Una vez allí, había esperado hasta ver salir a Bonepenny de la posada y dirigirse a pie a Buckshaw. Ya libre de la presencia de Bonepenny, quien por otro lado no sospechaba que lo estuvieran siguiendo, Pemberton había registrado la habitación del Trece Patos y su contenido -incluido el equipaje de Bonepenny-, pero no había encontrado nada. Por supuesto, no se le había ocurrido, cosa que a mí sí, practicar un corte en los adhesivos del baúl.

Era de esperar que se pusiera muy furioso al no encontrar nada.

Tras escabullirse de la posada sin que nadie lo viera (muy probablemente, utilizando la empinada escalera de la parte trasera), había seguido a pie a su presa hasta Buckshaw. Los dos hombres debían de haber discutido en nuestro jardín, pero… ¿cómo es que yo no los había oído?

En menos de media hora había dado a Bonepenny por muerto y le había registrado los bolsillos y la cartera, pero los Vengadores del Ulster no estaban allí: al fin y al cabo, Bonepenny no llevaba los sellos encima.

Pemberton había cometido su crimen y luego se había alejado tan tranquilo en plena noche, para regresar a campo traviesa hasta el Jolly Coachman de Doddingsley. Al día siguiente, sin más, se había presentado en taxi en el Trece Patos y había hecho creer a todo el mundo que había llegado en tren desde Londres. Tenía que volver a registrar la habitación. Peligroso, pero necesario, porque sin duda los sellos seguían allí.

Una parte de esa secuencia de acontecimientos la sospechaba desde hacía ya algún tiempo, y aunque aún no había añadido los hechos restantes, ya había verificado la presencia de Pemberton en Doddingsley gracias a una llamada de teléfono al señor Cleaver, el posadero del Jolly Coachman.

Visto así, parecía todo muy sencillo.

Dejé de pensar durante un instante para escuchar mi propia respiración, que me pareció pausada y regular mientras permanecía allí sentada con la cabeza apoyada en las rodillas, aún recogidas formando una V invertida.

En ese momento, recordé algo que nos había dicho papá en una ocasión: que Napoleón había definido a los ingleses como «una nación de tenderos». ¡Te equivocaste, Napoleón! Puesto que acabábamos de salir de una guerra durante cuyas noches nos habían arrojado sobre la cabeza toneladas y más toneladas de trinitrotolueno, éramos una nación de supervivientes, y hasta yo, Flavia Sabina de Luce, me daba cuenta de ello.

Y luego, por si acaso, murmuré el salmo número veintitrés. Nunca se sabe.

Bien: el asesinato.

De nuevo flotó ante mí en la oscuridad el rostro moribundo de Horace Bonepenny, que abría y cerraba la boca como un pez que boquea sobre la hierba. Su último aliento y su última palabra me habían llegado juntos: «Vale!», había dicho. Y esa palabra había viajado directamente desde sus labios hasta mis orificios nasales. Y me había llegado en una oleada de tetracloruro de carbono.

No me cabía la más mínima duda de que era tetracloruro de carbono, uno de los compuestos químicos más fascinantes del mundo. Para un químico es inconfundible su olor dulzón, aunque muy fugaz. En el orden del universo, no se halla muy lejos del cloroformo que utilizan los anestesistas durante las operaciones quirúrgicas. En el tetracloruro de carbono (que es uno de sus muchos nombres), cuatro átomos de cloro juegan al corro de la patata con un átomo de carbono. Es un poderoso plaguicida, que aún se usa de vez en cuando en casos de anquilostomiasis persistente, es decir, esa enfermedad en que se produce una infestación de minúsculos parásitos silenciosos, los cuales se atiborran impunemente de la sangre que chupan en el intestino de los seres humanos o de los animales.

Pero más importante aún es el hecho de que los filatelistas usan el tetracloruro de carbono para hacer aflorar en los sellos las casi invisibles marcas de agua. Y papá guardaba en su estudio frascos de esa sustancia.

Pensé de nuevo en la habitación de Bonepenny en el Trece Patos. ¡Qué estúpida había sido al pensar en una tarta envenenada! No estábamos precisamente en un cuento de hadas de los hermanos Grimm, sino en la historia de Flavia de Luce.

La masa de la tarta no era más que eso: masa. Antes de salir de Noruega, Bonepenny había retirado el relleno de la tarta y había metido dentro la agachadiza muerta con la que pensaba aterrorizar a papá. Y así era como había conseguido introducir clandestinamente el pájaro muerto en Inglaterra.

No era tanto lo que yo había encontrado en su habitación como lo que no había encontrado. Eso se refiere, claro está, al único objeto que faltaba en el pequeño estuche de piel en el que Bonepenny guardaba el instrumental para la diabetes: una jeringuilla.

Pemberton había encontrado la jeringuilla y se la había guardado en el bolsillo mientras registraba la habitación de Bonepenny, justo antes del asesinato. No me cabía la menor duda.

Eran cómplices y, por tanto, nadie mejor que Pemberton sabía la clase de instrumental médico que necesitaba Bonepenny para sobrevivir. Incluso en el caso de que Pemberton hubiera planeado otro método para deshacerse de su víctima -por ejemplo, golpearlo en la parte posterior de la cabeza con un pedrusco o estrangularlo con la flexible rama de un sauce llorón-, la jeringuilla hallada entre los efectos personales de Bonepenny debió de parecerle un regalo de los dioses. Me estremecí sólo de pensar en cómo lo había hecho.

Me los imaginé a los dos forcejeando a la luz de la luna. Bonepenny era alto, pero no musculoso, por lo que es de suponer que Pemberton lo derribaría igual que un puma a un venado. Después sacaría la hipodérmica y se la clavaría a Bonepenny en la base del cráneo. Así de sencillo. No le llevaría más de un segundo y el efecto sería prácticamente instantáneo. Ésa era, sin duda alguna, la forma en que Bonepenny había hallado la muerte.

De haber ingerido la sustancia -y, desde luego, habría sido casi imposible obligarlo a tragársela-, habría sido necesaria una dosis mucho mayor de veneno, una cantidad que habría vomitado de inmediato. Sin embargo, cinco centímetros cúbicos en la base del cráneo eran más que suficientes para tumbar a un buey.

Los inconfundibles gases del tetracloruro de carbono habían pasado rápidamente a la cavidad nasal y a la bucal, tal y como yo había detectado, pero para cuando llegaron el inspector Hewitt y sus sargentos, ya se habían evaporado sin dejar el más mínimo rastro.

Era casi el crimen perfecto. De hecho, habría sido perfecto de no haber bajado yo al jardín en el momento en que lo hice.

Hasta entonces, no había reflexionado sobre esa cuestión. ¿Era mi continua presencia lo único que se interponía entre Frank Pemberton y la libertad?

Oí una especie de chirrido, pero no hubiera sabido decir desde dónde me llegaba. Giré la cabeza a un lado y el ruido cesó al instante. Durante un minuto o algo más, reinó el silencio. Agucé el oído, pero el único ruido que me llegó fue el de mi propia respiración, que de repente se había vuelto más rápida… y más entrecortada.

¡Otra vez! Era como si arrastraran un trozo de madera, pero con una exasperante lentitud, sobre una superficie arenosa. Intenté decir «¿Hay alguien ahí?», pero la bola dura en que se había convertido el pañuelo que tenía dentro de la boca redujo mis palabras a un apagado gimoteo. Debido al esfuerzo, me dolieron las mandíbulas tanto como si me hubieran clavado una escarpia ferroviaria a cada lado de la cabeza.

Mejor que me limitara a escuchar, me dije. Las ratas no arrastran madera y, a menos que estuviera totalmente equivocada, concluí que ya no estaba sola en el cobertizo del foso.

Cual serpiente, fui moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro, intentando sacar partido de mi aguzado sentido del oído, pero la recia tela que me envolvía la cabeza amortiguaba todos los sonidos, excepto los más estridentes.

Sin embargo, los chirridos no eran tan exasperantes como los silencios entre ellos. Fuera lo que fuese lo que se movía en el foso, estaba tratando de pasar inadvertido. ¿O sólo guardaba silencio para exasperarme?

Se oyó un chirrido y luego un débil clic, como si un guijarro hubiera rebotado en una piedra grande. A la misma velocidad que se abren las flores, fui extendiendo las piernas delante de mí, pero las encogí de nuevo bajo la barbilla al no hallar resistencia. «Mejor permanecer enroscada -me dije-; mejor presentar un blanco más pequeño.»

Durante un momento, concentré toda mi atención en las manos, que aún tenía atadas a la espalda. Tal vez se hubiera producido un milagro; tal vez la seda se hubiera estirado y aflojado, pero no, no tuve tanta suerte. A pesar de tener los dedos entumecidos, me di cuenta de que las ataduras estaban tan tensas como antes. No tenía la más mínima esperanza de soltarme. Estaba claro que iba a morir en aquel foso.

¿Y quién me echaría de menos?

Nadie.

Tras el correspondiente período de duelo, papá se volcaría de nuevo en sus sellos, Daphne sacaría de la biblioteca de Buckshaw otra caja llena de libros y Ophelia descubriría una nueva tonalidad de carmín. Y muy pronto, tanto que casi me resultaba doloroso imaginarlo, sería como si yo no hubiera existido jamás.

Nadie me quería y eso era un hecho. Tal vez Harriet me hubiera querido cuando yo era un bebé, pero Harriet estaba muerta.

Y entonces, para consternación mía, me di cuenta de que estaba llorando. Me quedé atónita, pues había combatido las lágrimas desde que tenía uso de razón. Y, sin embargo, a pesar de tener los ojos tapados, me pareció ver un rostro afable flotando frente a mí, un rostro que en mi desgracia había olvidado. Era, claro está, el rostro de Dogger.

¡A Dogger le entristecería mucho mi muerte!

«Contrólate, Flavia… no es más que un foso.» ¿Cuál era la historia que nos había leído Daffy acerca de un foso? ¿Era un cuento de Edgar Allan Poe, el del péndulo?

¡No! Me negaba a pensar en eso. ¡Me negaba!

Y luego estaba el agujero negro de Calcuta, en el que el nawab de Bengala había encerrado a 146 soldados británicos en un calabozo con capacidad únicamente para tres. ¿Cuántos habían sobrevivido una sola noche en aquel sofocante horno? Veintitrés, recordé, pero por la mañana estaban locos de atar… todos.

«¡No! ¡A Flavia no le pasará!»

Mi mente era como un vórtice que giraba y giraba. Cogí aire con fuerza para calmarme y el olor a metano penetró en mis orificios nasales. ¡Claro! El desagüe que descendía hacia la margen del río estaba lleno de ese gas. Lo único que necesitaba era una fuente de ignición, lo que provocaría una explosión que todo el mundo recordaría durante años. Sí, encontraría el extremo del desagüe y la emprendería a patadas. Si la suerte estaba de mi parte, los clavos de la suela de mis zapatos provocarían una chispa, el metano explotaría y listos.

La única desventaja del plan era la siguiente: que yo estaría junto al extremo del desagüe cuando la cosa estallara. Sería más o menos como estar atada a la boca de un cañón.

¡Bueno, y qué me importaba a mí el cañón! No estaba dispuesta a morir en ese foso inmundo sin oponer antes un poco de resistencia. Reuní las pocas fuerzas que me quedaban, clavé los talones en el suelo y me fui deslizando pared arriba hasta quedar de pie. Me llevó más tiempo de lo que esperaba, pero finalmente conseguí sostenerme en pie, aunque en precario equilibrio.

Se acabó el pensar. O encontraba la fuente del gas metano o moría en el intento. Cuando intenté dirigirme a saltitos hacia el lugar donde creía que podía estar el conducto, una voz gélida me susurró al oído:

– Y ahora le toca a Flavia.

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