Doce

Feely y Daffy estaban sentadas en un floreado sofá del salón, la una en brazos de la otra, ululando igual que sirenas antiaéreas. Ya me había adentrado unos cuantos pasos en el salón para unirme a ellas cuando Ophelia me vio.

– ¿Dónde has estado, mala bestia? -me dijo entre dientes al tiempo que se ponía en pie de un salto y se acercaba a mí como un gato montés. Tenía los ojos hinchados y rojos como los catadióptricos de las bicicletas-. Todo el mundo te estaba buscando. Pensábamos que te habías ahogado. Ah, no sabes cuánto he rezado para que fuera así.

«Bien venida al hogar, Flave», pensé.

– A papá lo han arrestado -dijo Daffy como si fuera lo más normal del mundo-. Se lo han llevado.

– ¿Adónde? -pregunté.

– ¿Y cómo quieres que lo sepamos? -me escupió Ophelia con desdén-. A donde se lleven a los detenidos, supongo. ¿Dónde has estado?

– ¿Bishop's Lacey o Hinley?

– ¿Qué quieres decir? Habla más claro, so estúpida.

– Bishop's Lacey o Hinley -repetí-. La comisaría de Bishop's Lacey sólo tiene una sala, así que no creo que lo hayan llevado allí. La policía del condado está en Hinley, por lo que lo más probable es que lo hayan llevado a Hinley.

– Lo acusarán de asesinato -dijo Ophelia-, ¡y luego lo ahorcarán!

Se echó a llorar de nuevo y dio media vuelta. Durante un segundo, casi la compadecí.


Al salir del salón y dirigirme al vestíbulo vi a Dogger subiendo muy despacio la escalinata oeste, como un condenado que estuviera subiendo los escalones del patíbulo.

¡Era mi oportunidad!

Esperé hasta que Dogger desapareció en lo alto de la escalinata, después entré sigilosamente en el estudio de papá y eché el cerrojo sin hacer ruido. Era la primera vez en mi vida que entraba yo sola en aquella estancia.

Una pared entera estaba consagrada a los álbumes de sellos de papá, gruesos volúmenes de piel cuyo color indicaba el reinado de los distintos monarcas: negro para la reina Victoria, rojo para Eduardo VII, verde para Jorge V y azul para nuestro actual monarca, el rey Jorge VI. Recordé un delgado volumen de color rojo escarlata, situado entre el álbum verde y el azul, que contenía sólo unos cuantos artículos: las nueve variantes conocidas de los cuatro sellos emitidos con la efigie del rey Eduardo VIII, antes de que éste se largara con aquella aristócrata estadounidense.

Me constaba que a papá le producían un inagotable placer las incontables y diminutas variaciones de sus papelitos de colores, pero desconocía por completo los detalles. Sólo cuando papá se emocionaba lo suficiente con algún cotilleo banal publicado en The London Philatelist, lo bastante interesante como para que nos lo contara extasiado durante el desayuno, descubríamos algo más de su reducido mundo. Aparte de esas raras ocasiones, tanto mis hermanas como yo éramos unas auténticas ignorantes en cuestión de sellos de correos, a diferencia de papá: el pobre se entretenía muchísimo colocando sus trocitos de papel de colores, cosa que hacía con un fervor más inquietante que el que llevaba a otros hombres a colgar de la pared cabezas de venado o de tigre.

En la pared opuesta a la que ocupaban los álbumes había un aparador de estilo jacobino cuya superficie y cajones estaban llenos hasta los topes de material filatélico: fijasellos, odontómetros, bandejas esmaltadas para humedecer los sellos, botellitas de fluido para revelar las filigranas, goma de borrar, sobres, arandelas de refuerzo, pinzas para sellos y una lámpara ultravioleta.

En el extremo más alejado de la habitación, frente a las puertaventanas que daban a la galena, se hallaba el escritorio de papá: una mesa de biblioteca tan grande como un campo de fútbol que en otros tiempos tal vez hubiera prestado servicio en la contaduría de Scrooge y Marley. Sospeché de inmediato que los cajones estaban cerrados con llave… y no me equivoqué.

Me pregunté en qué parte de una habitación llena de sellos escondería papá un sello. No me cabía la menor duda de que lo había escondido…, que es exactamente lo mismo que habría hecho yo. Papá y yo compartíamos la pasión por la privacidad y me di cuenta de que mi padre jamás sería tan estúpido como para esconderlo en un lugar obvio.

Más que mirar encima de las cosas, o en el interior de las cosas, lo que hice fue tumbarme en el suelo, como si fuera un mecánico inspeccionando los bajos de un coche, y deslizarme de espaldas por toda la habitación, examinando la parte inferior de los muebles. Miré debajo del escritorio, debajo de la mesa, debajo de la papelera y debajo de la silla Windsor de papá. Miré también debajo de la alfombra turca y detrás de las cortinas. Miré detrás del reloj y en la parte de atrás de todos los cuadros que colgaban de la pared.

Había demasiados libros como para comenzar a buscar entre ellos, así que me puse a pensar en aquellos en los que probablemente nadie buscaría. ¡Claro! ¡La Biblia! Sin embargo, tras ojear rápidamente la versión autorizada del rey Jaime, no encontré más que un viejo folleto de la iglesia y una tarjeta de condolencias escrita con motivo del fallecimiento de algún De Luce de la época de la Gran Exposición.

Y entonces me acordé de que papá había arrancado el sello del pico de la agachadiza chica y se lo había guardado en el bolsillo del chaleco. Tal vez lo hubiera dejado allí con la intención de deshacerse de él más tarde.

¡Sí, claro! El sello no estaba allí. ¡Qué estúpida había sido al pensar que estaría allí! El estudio al completo encabezaba, desde luego, la lista de escondites demasiado obvios. Sentí de golpe la certeza, como si fuera una ola que me empapaba, y supe, gracias a lo que Feely y Daffy denominaban incorrectamente «intuición femenina», que el sello estaba en otra parte.

Tratando de no hacer ruido, giré la llave y salí al vestíbulo. Mis hermanas las Raritas aún estaban llorando en el salón: sus voces aumentaban o disminuían de intensidad según las notas de rabia o de dolor. Podría haberme quedado a escuchar junto a la puerta, pero no quise. Tenía cosas más importantes que hacer.

Subí por la escalinata oeste con el sigilo de una sombra y me dirigí al ala sur.

Tal y como imaginaba, la habitación de papá se hallaba casi a oscuras cuando entré. En muchas ocasiones, había contemplado las ventanas de aquella estancia desde el jardín, y siempre había visto las gruesas cortinas cerradas.

Una vez dentro, la habitación parecía tan melancólica como un museo fuera de horas de visita. La poderosa fragancia de las colonias y las lociones de papá me hizo pensar en sarcófagos abiertos y vasos canopos que en otros tiempos hubieran contenido especias. Las patas delicadamente talladas de un lavamanos estilo reina Ana se me antojaron casi indecentes en comparación con la siniestra cama gótica del rincón, como si un chambelán viejo y avinagrado estuviera contemplando dispépticamente a su querida mientras ésta se bajaba las medias de seda por sus largas y lozanas piernas.

Hasta los dos relojes de la estancia parecían hablar de tiempos pasados. Sobre la repisa de la chimenea había una aberración de similor cuyo péndulo de latón, como si del filo curvo de El pozo y el péndulo se tratara, marcaba el tiempo y resplandecía débilmente al final de cada oscilación, iluminado por la luz tenue de la estancia. Junto a la cama, un precioso reloj de estilo georgiano expresaba en silencio su desacuerdo: sus agujas marcaban las tres y quince, mientras que las del reloj de péndulo indicaban las tres y doce.

Crucé la larga habitación hasta el otro extremo y me detuve: el vestidor de Harriet -al que sólo se podía acceder desde la habitación de papá- era territorio prohibido. Papá nos había educado para respetar el santuario en que había convertido aquel espacio el día que se enteró de la muerte de Harriet. Y nos había educado haciéndonos creer, aunque jamás llegara a decírnoslo abiertamente, que si violábamos aquella norma seríamos conducidas en fila india hasta el fondo del jardín, donde se nos colocaría frente al muro y se nos fusilaría sumariamente.

La puerta de la habitación de Harriet estaba tapizada en paño verde, lo que le confería el aspecto de una mesa de billar puesta de pie. La empujé suavemente y se abrió con un inquietante silencio.

La estancia era un derroche de luz. A través de los ventanales que ocupaban tres de sus lados, el sol penetraba a raudales, difuminado por incontables guirnaldas de tela italiana de encaje, e iluminaba una habitación que podría haber sido perfectamente el escenario de una obra de teatro sobre los duques de Windsor. En la superficie del aparador aguardaban un buen número de cepillos y peines de Fabergé, como si Harriet acabara de entrar en la habitación de al lado para darse un baño. Los frascos de perfume diseñados por Lalique estaban rodeados de vistosos brazaletes de baquelita y ámbar, mientras que un llamativo calientaplatos y una tetera de plata esperaban pacientemente, listos para prepararle su té matutino. Una única rosa amarilla se marchitaba en un esbelto jarrón de cristal.

Sobre una bandeja ovalada vi una minúscula botellita de cristal que no contenía más de una o dos gotitas de perfume.

La cogí, le quité el tapón y me la acerqué con gesto lánguido a la nariz. Olía a florecillas azules, a praderas y a hielo.

Me embargó una emoción muy particular… o, mejor dicho, me atravesó, como si yo fuera un paraguas que trata de recordar lo que se siente cuando lo abren bajo la lluvia. Me fijé en la etiqueta y vi que constaba de una única palabra: «Miratrix.»

Vi también una pitillera con las iniciales «H. de L.», junto a un espejo de mano en cuya parte de atrás estaba grabada la imagen de Flora, la de La primavera de Botticelli. Nunca antes, en las reproducciones que había visto del original, me había fijado en que Flora parecía embarazada y muy feliz de estarlo. ¿Sería papá quien le había regalado aquel espejo a Harriet cuando estaba embarazada de una de nosotras? Y si ése era el caso, ¿de cuál? ¿De Feely, de Daffy o de mí? Me pareció bastante improbable que se tratara de mí: tener una tercera niña difícilmente podía considerarse un regalo de los dioses…, sobre todo en lo que respecta a papá.

No, seguramente se trataba de Ophelia, la primogénita, la que parecía haber llegado a este mundo con un espejo en la mano…, tal vez ese mismo espejo.

Junto a una de las ventanas había una silla de mimbre que constituía un rincón perfecto para leer, y allí mismo, al alcance de la mano, se hallaba la reducida biblioteca de Harriet. Se había traído los libros de su época de estudiante en Canadá y de los veranos que pasaba en Boston con una tía suya: Ana, la de Tejas Verdes y Jane de Lantern Hill estaban junto a Penrod y Merton of the Movies, mientras que al final del estante se hallaba un gastado ejemplar de The Awful Disclosures of Maria Monk. No había leído ninguno de aquellos libros, pero por lo poco que sabía de Harriet, seguro que todos ellos hablaban de espíritus libres y de renegadas.

Muy cerca, sobre una mesita redonda, descubrí un álbum de fotos. Abrí la tapa y me fijé en que las páginas eran de grueso papel negro y que, debajo de cada foto en blanco y negro, figuraba una leyenda escrita a mano con tiza blanca: Harriet a los dos años en Morris House; Harriet a los quince años en la Academia Femenina de la señorita Bodycote (1930, Toronto, Canadá); Harriet con el avión Blithe Spirit, su De Havilland Gipsy Moth (1938); Harriet en el Tibet (1939).

Las fotos mostraban la evolución de Harriet desde que era un querubín regordete con una mata de pelo rubio hasta convertirse en una muchacha alta, delgada y sonriente (completamente plana, al parecer), vestida con un traje de hockey; o en una estrella de cine de rubio flequillo que apoyaba despreocupadamente una mano, cual Amelia Earhart, en el borde de la cabina del Blithe Spirit. No había ni una sola fotografía de papá, ni tampoco de ninguna de nosotras.

En todas las fotos, las facciones de Harriet eran el resultado de coger las de Feely, las de Daffy y las mías, meterlas en un tarro y sacudirlas a base de bien para después redistribuirlas y diseñar el rostro sonriente, seguro de sí mismo y al mismo tiempo increíblemente tímido, de aquella aventurera.

Mientras contemplaba ese rostro, intentando descubrir el alma de Harriet a través del papel fotográfico, alguien llamó a la puerta con suavidad.

Se produjo un silencio y en seguida volvieron a llamar. De repente, la puerta empezó a abrirse.

Era Dogger, que introdujo muy despacio la cabeza en la habitación.

– ¿Coronel De Luce? -dijo-. ¿Está usted aquí?

Me quedé helada y apenas me atreví a respirar. Dogger no movió ni un solo músculo, pero miró hacia el frente, como suelen hacer los sirvientes bien adiestrados que conocen el lugar que ocupan, y confió en que su oído le dijera si estaba o no interrumpiendo algo.

Pero… ¿a qué jugaba? ¿Acaso no acababa de decirme que la policía se había llevado a papá? ¿Por qué diantre, entonces, esperaba encontrarlo allí, en el vestidor de Harriet? ¿Tan confuso estaba Dogger? ¿O es que me estaba vigilando de cerca?

Entreabrí ligeramente los labios y respiré despacio por la boca para que no me delatara un díscolo silbido de la nariz, y al mismo tiempo recé en silencio para que no me entraran ganas de estornudar.

Dogger se quedó allí durante lo que me pareció una eternidad, como un cuadro vivo. En la biblioteca había visto grabados de aquella antigua forma teatral, según la cual los actores debían blanquearse el rostro con afeites y polvos antes de adoptar poses inmóviles, a menudo de naturaleza provocativa, que supuestamente representaban escenas de las vidas de los dioses.

Transcurrido un rato, justo cuando ya empezaba a entender cómo se siente un conejo cuando «se queda paralizado», Dogger retiró muy despacio la cabeza y cerró la puerta sin hacer ruido.

¿Me habría visto? Y, en el caso de que me hubiera visto, ¿estaba fingiendo que no había sido así?

Aguardé y escuché, pero no me llegó ningún ruido de la habitación de al lado. Sabía que Dogger no se quedaría allí mucho, así que cuando consideré que había transcurrido el tiempo suficiente, abrí la puerta y eché un vistazo.

La habitación de papá estaba tal y como yo la había dejado. Los dos relojes seguían marcando el paso del tiempo, pero me pareció -supongo que por el susto- que el tictac se oía mucho más. Al darme cuenta de que disponía de una oportunidad que jamás se me volvería a presentar, empecé la búsqueda utilizando el mismo método que había empleado en el estudio, pero dado que la habitación de papá era tan espartana como seguramente lo fue la tienda de campaña de Leónidas, la verdad es que no me llevó mucho tiempo.

El único libro de la habitación era un catálogo de Stanley Gibbons para una subasta de sellos que iba a celebrarse dentro de tres meses. Le di la vuelta y pasé ávidamente las páginas, pero no encontré nada.

Sorprendentemente, en el armario de papá había muy poca ropa: un par de viejas chaquetas de tweed con coderas de piel (los bolsillos estaban vacíos), dos jerséis de lana y unas cuantas camisas. Rebusqué en los zapatos y en un par de botas militares de agua, pero tampoco encontré nada.

Con una punzada de dolor, me di cuenta de que, aparte de esa ropa, lo único que tenía papá era su traje de los domingos, que seguramente aún llevaba puesto cuando el inspector Hewitt se lo había llevado (me negaba a decir que lo habían «arrestado»).

Tal vez hubiera escondido el Penny Black agujereado en algún otro sitio, como la guantera del Rolls-Royce de Harriet. Que yo supiera, incluso podría haberlo destruido. Y pensándolo bien, la verdad es que tenía sentido. El sello estaba roto y, por tanto, no tenía ningún valor. Había algo en él, sin embargo, que había alterado a papá, así que no era descabellado pensar que le hubiese pegado fuego el mismo viernes, nada más regresar a su habitación.

Eso, por supuesto, habría dejado un rastro: cenizas de papel quemado en el cenicero y una cerilla consumida en la papelera. No me fue difícil comprobarlo, ya que tanto el cenicero como la papelera estaban justo delante de mí…, aunque ambos vacíos.

Tal vez hubiera arrojado las pruebas al inodoro.

Me estaba aferrando a unas posibilidades remotas, estaba claro. «Déjalo ya -me dije-; que se encargue la policía. Vuelve a tu querido laboratorio y sigue trabajando en la obra de tu vida.»

Pensé, con cierto entusiasmo pero sólo durante un instante, en las gotas mortales que podrían destilarse a partir de los especímenes presentes en la Exposición Primaveral de Jardinería: ¿qué alegre veneno podría extraerse del junquillo y qué mortal licor del narciso? Hasta el tejo común de cementerio, tan exaltado por poetas y parejas de enamorados, contenía en sus semillas y en sus hojas suficiente taxina como para aniquilar a la mitad de la población de Inglaterra.

Y, sin embargo, tales placeres tendrían que esperar. Me debía a mi padre; sobre mis hombros había recaído la responsabilidad de ayudarlo, especialmente en esos momentos en que él no podía ayudarse a sí mismo. Sabía que debía acudir a su lado, estuviera donde estuviese, y depositar mi espada a sus pies, de la misma forma que un escudero medieval juraba servir a su caballero. Y aunque no pudiera ayudarlo, siempre podría sentarme a su lado. Me di cuenta en ese momento, con una inesperada y penetrante punzada de dolor, de que lo echaba muchísimo de menos.

Se me ocurrió de repente una idea: ¿a cuántos kilómetros de distancia estaba Hinley? ¿Era posible llegar hasta allí antes de que anocheciera? Y aunque lo consiguiera, ¿me permitirían verlo? El corazón empezó a latirme muy de prisa, como si alguien me hubiera obligado a beber té de dedalera.

Era hora de irse. Ya llevaba allí demasiado rato. Consulté el reloj que estaba a la cabecera de la cama: marcaba las tres y cuarenta. El péndulo de la repisa de la chimenea seguía oscilando solemnemente y marcaba las tres y treinta y siete.

Papá debía de estar demasiado angustiado como para darse cuenta, supuse, porque en lo referente a la hora era generalmente un maniático. Me acordé del tono militar que utilizaba para dar órdenes a Dogger (aunque no a nosotras): «Llévele los gladiolos al vicario a las trece cero cero, Dogger -decía-. Lo está esperando. Vuelva a las trece cuarenta y cinco y ya decidiremos qué hacer con las lentejas de agua.»

Contemplé los dos relojes con la esperanza de que se me ocurriera algo. En uno de sus inusuales momentos comunicativos, papá nos había contado que lo que le enamoró de Harriet fue su capacidad reflexiva. «Ciertamente destacable en una mujer, si lo pensamos bien», había dicho.

Y de repente lo vi: uno de los relojes se había parado. Llevaba exactamente tres minutos parado. El reloj de la repisa de la chimenea.

Me acerqué lentamente a él como si en realidad estuviera acechando a un pájaro. La siniestra caja oscura le daba el aspecto de una carroza fúnebre victoriana, de esas con tanto tirador, tanto cristal y tanto barniz negro.

Noté que mi propia mano se acercaba al reloj y me pareció blanca y pequeña en la penumbra de la habitación; noté cómo mis dedos tocaban la gélida parte frontal y cómo mi pulgar abría el pestillo plateado. El péndulo de latón estaba ahora muy cerca de mis dedos, oscilando de un lado a otro con su horrendo tictac. Casi me daba miedo tocarlo. Cogí aire con fuerza y agarré el péndulo fluctuante. Debido a la inercia, se retorció en mi mano durante un segundo, como si fuera un pececillo; como el corazón delator antes de detenerse.

Palpé la parte trasera del pesado latón y me di cuenta de que había algo pegado, algo sujeto con cinta adhesiva: era un paquetito. Tiré con los dedos hasta que se soltó y me cayó en la palma de la mano. Antes incluso de retirar los dedos de las entrañas del reloj, ya intuía lo que estaba a punto de ver…, y no me equivoqué. Allí, sobre la palma de la mano, reposaba un sobrecito de papel siliconado en cuyo interior se veía claramente un sello de correos Penny Black. Un Penny Black con un agujero en el centro, como el que podría haber dejado el pico de una agachadiza chica muerta. ¿Qué tenía ese sello para haber atemorizado tanto a mi padre?

Lo saqué del sobre para observarlo mejor: en primer lugar, teníamos a la reina Victoria con un agujero en la cabeza. Puede que no fuera muy patriótico, pero tampoco era como para impresionar de aquella manera a un hombre hecho y derecho. No, debía de haber algo más.

¿Qué era lo que diferenciaba ese sello de cualquier otro de su misma clase? Al fin y al cabo, ¿no los habían impreso a millones, todos idénticos? ¿O no lo eran?

Recordé aquella ocasión en que mi padre -con el objetivo de ampliar nuestras miras- nos había comunicado que a partir de ese día las noches de los miércoles estarían dedicadas a una serie de charlas (que él mismo nos daría) de obligada asistencia, las cuales tratarían sobre diversos aspectos del gobierno británico. La «Serie A», como él la denominó, llevaba el predecible título de «La historia del sistema de correos Penny Post».

Los sellos de correos, nos había contado papá, se imprimían en hojas de doscientos cuarenta: veinte filas horizontales de doce, lo cual no me resultó difícil de recordar porque 20 es el número atómico del calcio y 12 el del magnesio, así que lo único que tenía que hacer era pensar en CaMg. Cada sello de la hoja llevaba un identificador propio de dos letras, que empezaba con «AA» en el sello de la esquina superior izquierda e iba avanzando alfabéticamente de izquierda a derecha, hasta que se llegaba a «TL» en la esquina inferior derecha de la última fila, es decir, la vigésima.

Ese método, nos contó papá, lo había ideado correos para evitar falsificaciones, aunque no quedaba del todo claro cómo debían evitarlo. Se había generalizado el temor, nos dijo, de que había cientos de falsificadores que trabajaban sin descanso día y noche, desde Land's End hasta John O'Groats, para producir copias con las que estafar penique a penique a su victoriana majestad.

Contemplé de cerca el sello que tenía en la mano. En la parte inferior, bajo la cabeza de la reina Victoria, se podía leer el valor del sello: «One Penny.» [6] A la izquierda de esas dos palabras estaba la letra «B» y a la derecha, la letra «H».

Leído de corrido, decía así: «B One Penny H.»

«BH.» Luego el sello procedía de la segunda fila de la hoja impresa, octava columna de la derecha. Dos-ocho. ¿Significaba eso algo? Dejando aparte el hecho de que 28 es el número atómico del níquel, no se me ocurría nada.

¡Y entonces lo vi claro! No era un número: ¡era una palabra!

¡Bonepenny! Pero no Bonepenny a secas, ¡sino Bonepenny, H.! ¡Horace Bonepenny!

Ensartado en el pico de la agachadiza chica (¡sí!, el apodo de papá en el colegio era «Jacko»!), [7] el sello había servido a la vez como tarjeta de visita y como amenaza de muerte…, amenaza que papá había detectado y comprendido a simple vista.

El pico del pájaro había perforado la cabeza de la reina, pero había dejado el nombre del remitente a la vista de cualquiera que supiera verlo.

Horace Bonepenny. El difunto Horace Bonepenny.

Devolví el sello a su escondite.


En la cima de la colina, un poste de madera podrida -último vestigio de una horca del siglo XVIII- señalaba dos direcciones opuestas. Sabía perfectamente que podía llegar a Hinley por la carretera de Doddingsley, o bien por otra carretera algo más larga pero menos transitada que pasaba por el pueblo de St. Elfrieda. La primera opción me permitiría llegar más rápido; la otra, escasamente utilizada, reducía el riesgo de que me vieran en el caso de que alguien informara de mi desaparición.

– Ja, ja ja -exclamé en tono claramente irónico.

¿Quién se iba a tomar tantas molestias?

Aun así, tomé la carretera de la derecha y conduje a Gladys hacia St. Elfrieda. Era bajada todo el camino, así que fui ganando velocidad. Cuando pedaleé hacia atrás, el cambio Sturmey-Archer de tres marchas que llevaba Gladys en la rueda trasera emitió un sonido como el que producirían un montón de iracundas serpientes de cascabel escupiendo veneno. Imaginé que me seguían y que intentaban morderme los talones. ¡Fue increíble! No me había sentido tan en forma desde el día en que por primera vez conseguí extraer, tras sucesivos procesos de extracción y evaporación, curare sintético de una cala obtenida en el estanque de nenúfares del vicario.

Apoyé los pies en el manillar de la bicicleta y dejé que Gladys me guiara. Mientras descendíamos a toda velocidad por la polvorienta colina, entoné al más puro estilo tirolés una cancioncilla:


They call her the lass

With the delicate air… [8]

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