Veintidós

Siempre que estoy al aire libre y siento la necesidad de ponerme a pensar, me tumbo de espaldas, extiendo brazos y piernas hasta parecer un asterisco y contemplo el cielo. Durante los primeros minutos, por lo general me entretengo observando mis «partículas flotantes», esas minúsculas cadenas retorcidas de proteínas que nadan de un lado a otro de nuestro campo visual como si de pequeñas y oscuras galaxias se tratara. Cuando no tengo prisa, hago el pino para sacudirlas un poco y luego me tumbo de nuevo a contemplar el espectáculo, como si fuera una película de animación.

Ese día, sin embargo, tenía demasiadas cosas en la cabeza, así que nada más salir de Rook's End, cuando apenas había pedaleado un par de kilómetros, me tumbé en el talud cubierto de hierba y contemplé fijamente el cielo veraniego.

No conseguía apartar de mis pensamientos algo que papá me había dicho, a saber: que los dos, él y Horace Bonepenny, habían matado al señor Twining. Que ambos eran los responsables de su muerte.

Si aquélla no hubiera sido más que otra de las absurdas ideas de mi padre, la habría descartado de inmediato, pero había algo más: la señorita Mountjoy también creía que ellos habían matado a su tío, y así me lo había comunicado.

No costaba mucho darse cuenta de que papá se sentía claramente culpable. Al fin y al cabo, él se hallaba entre quienes tanto habían insistido en ver la colección de sellos del doctor Kissing, y su amistad de otros tiempos con Bonepenny lo convertía, a pesar de haberse enfriado, en una especie de cómplice indirecto. Pero aun así…

No, tenía que haber algo más, pero no se me ocurría qué podía ser.

Seguí tumbada en la hierba, contemplando la azul bóveda celeste tan intensamente como los faquires de la India, acuclillados en pilares, contemplaban el sol antes de que los civilizáramos, pero no podía pensar como Dios manda. Justo encima de mí, el sol era como un gran cero blanco que resplandecía sobre mi cabeza hueca.

Me imaginé colocándome mi ficticio gorro de pensar, calándomelo hasta las orejas como tantas veces había ensayado. Era un gorro alto y de forma cónica, como los de los magos, decorado con ecuaciones y fórmulas químicas: una cornucopia de ideas.

Pero nada.

¡Un momento! ¡Sí! ¡Claro! Papá no había hecho nada. ¡Nada! Había sabido -o por lo menos sospechado- desde el principio que Bonepenny había robado el preciado sello del director y, sin embargo, no se lo había contado a nadie.

Era un pecado de omisión: una de esas ofensas del catálogo eclesiástico de delitos del cual siempre hablaba Feely y que, al parecer, era aplicable a todo el mundo excepto a ella.

Sin embargo, la culpa de papá era moral y, por tanto, no tenía interés para mí. Aun así, era innegable: papá había guardado silencio, y con su silencio tal vez había hecho creer al piadoso Twining que debía cargar con la culpa y pagar con su vida aquella deshonra.

Seguro que en su momento se comentó la noticia. Los oriundos de esta parte de Inglaterra no nos caracterizamos precisamente por nuestra reticencia, más bien lo contrario. A lo largo del último siglo, Herbert Miles, poeta de Hinley y amante de las lagunas, se había referido a nosotros como «esa bandada de gansos que chismorrean alegremente entre la gozosa vegetación». Y lo cierto es que no andaba del todo errado. A la gente le gusta hablar -sobre todo si hablar supone responder a las preguntas de los demás- porque hace que se sientan necesarios. A pesar de que la señora Mullet guardaba en una alacena de la despensa un ejemplar, manchado de salsa de asado, de Preguntar de todo sobre todo, yo ya había descubierto hacía mucho que la mejor forma de obtener respuestas sobre cualquier tema era acercarse a la primera persona que apareciera y preguntárselo. Preguntar sin reservas.

No podía interrogar a papá sobre su silencio en aquel momento de su infancia. Y aunque me atreviera, que no me atrevía, papá estaba recluido en un calabozo y era más que probable que se quedara allí. Tampoco podía interrogar a la señorita Mountjoy, que me había dado con la puerta en las narices porque para ella yo no era más que la cálida sangre de un asesino a sangre fría. Dicho de otra manera, que estaba sola.

Durante todo el día, algo había estado sonando en algún rincón de mi mente, como si de un gramófono en una habitación lejana se tratara. Si consiguiera sintonizar bien la melodía… La extraña sensación se había iniciado justo cuando hojeaba la pila de periódicos en el cobertizo del foso, detrás de la biblioteca. Era algo que había dicho alguien, pero… ¿qué?

A veces, intentar atrapar un pensamiento fugaz es como intentar atrapar un pájaro dentro de casa. Uno lo acecha, se acerca de puntillas, intenta agarrarlo… y el pájaro se marcha, siempre cuando uno casi lo roza con los dedos, y sus alas…

¡Sí! ¡Sus alas!

«Parecía un ángel que estuviera descendiendo», había dicho uno de los muchachos de Greyminster. Toby Lonsdale, sí, ése era su nombre. ¡Un comentario bastante extraño acerca de un profesor que se precipitaba al vacío! Además, papá había comparado al señor Twining, justo antes de que saltara, con un santo con aureola como los de los manuscritos ilustrados.

El problema era que no había buscado lo suficiente en los archivos. En el Hinley Chronicle se decía claramente que las investigaciones policiales sobre la muerte del señor Twining, y el robo del sello del doctor Kissing, proseguían. ¿Y la nota necrológica? Habría aparecido más tarde, desde luego, pero… ¿qué decía?

En menos de lo que un cordero muerto da los últimos coletazos, estaba ya sobre el sillín de Gladys, pedaleando frenéticamente hacia Bishop's Lacey y Cow Lane.


No vi el cartel de «Cerrado» hasta hallarme a un par de metros de la entrada de la biblioteca. «¡Claro! Flavia, a veces parece que tengas tapioca en lugar de cerebro, en eso Feely no se equivocaba.» Era martes, así que la biblioteca no volvería a abrir hasta el jueves a las diez de la mañana.

Mientras empujaba despacio a Gladys en dirección al río y el cobertizo del foso, pensé en las ñoñas historias que contaban en La hora de los niños: esos instructivos cuentos morales como el de la pequeña locomotora («Creo que puedo…, creo que puedo…»), capaz de arrastrar un tren de mercancías al otro lado de una montaña sólo porque creía que podía, creía que podía. Y porque jamás se rindió. No rendirse jamás era la llave del éxito.

¿La llave? Le había devuelto la llave del cobertizo del foso a la señorita Mountjoy, de eso me acordaba perfectamente. Pero… ¿y si por casualidad existía un duplicado? Una llave de repuesto escondida bajo el alféizar de alguna ventana para usarse en caso de que alguien muy olvidadizo se fuera de vacaciones a Blackpool con la llave original en el bolsillo… Dado que Bishop's Lacey no destacaba (por lo menos, no hasta hacía unos cuantos días) por ser un caldo de cultivo de la delincuencia, la posibilidad de que hubiera una llave escondida no era desdeñable.

Pasé los dedos sobre el dintel de la puerta, busqué bajo las macetas de geranios que flanqueaban el sendero e incluso levanté un par de piedras de aspecto sospechoso.

Nada.

Hurgué en las grietas del muro de piedra que iba desde el callejón hasta la puerta.

Nada. Nada de nada.

Apoyé ambas manos en el cristal de una ventana para mirar y vi las pilas de periódicos que dormían en sus cunas. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.

Estaba tan furiosa que hasta habría sido capaz de escupir, cosa que hice.

¿Qué habría hecho Marie Anne Paulze Lavoisier?, me pregunté. ¿Se habría quedado allí echando humo y espuma como los diminutos volcanes que resultan de prenderle fuego a una pila de dicromato de amonio? En cierta manera, lo dudaba. Marie Anne dejaría a un lado la química y embestiría la puerta.

Giré sin piedad el pomo y me precipité al interior de la estancia. ¡Algún idiota había estado allí y se había dejado la odiosa puerta abierta! Deseé que nadie me hubiera visto y me alegré de haberlo deseado, porque eso me recordó de inmediato que lo mejor era meter dentro a Gladys, no fuera que pasara por allí algún chismoso y la viera.

Evité los bordes del foso, cubierto de tablones, y lo rodeé con cautela para dirigirme a los estantes de periódicos amarillentos. No me costó mucho localizar los números del Hinley Chronicle que me interesaban. Sí, allí estaba. Tal y como yo imaginaba, la nota necrológica del señor Twining había aparecido el viernes posterior a la publicación de la noticia sobre su muerte:


Twining, Grenville, licenciado en Letras por la Universidad de Oxford, falleció repentinamente el pasado lunes en Greyminster School, cerca de Hinley, a la edad de setenta y dos años: Halla el eterno reposo junto a sus padres, Marius y Dorothea Twining, de Winchester, Hants. Deja una sobrina, Matilda Mountjoy, de Bishop's Lacey. El funeral tuvo lugar en la capilla de Greyminster, donde el reverendo canónigo Blake-Soames, rector de St. Tancred, Bishop's Lacey, y el capellán de Greyminster oficiaron la misa. Fueron numerosos los tributos florales.


Pero… ¿dónde lo habían enterrado? ¿Habían devuelto su cadáver a Winchester para que descansara junto a sus padres? ¿Lo habían enterrado en Greyminster? Por algún motivo, tenía mis dudas. Me parecía mucho más probable que su tumba estuviera en el cementerio de St. Tancred, a poco más de dos minutos a pie de donde me hallaba.

Lo mejor era dejar a Gladys en el cobertizo del foso, pues no tenía mucho sentido llamar innecesariamente la atención. Si caminaba agachada y me mantenía tras el seto que bordeaba el camino de sirga, no me resultaría difícil llegar desde el cobertizo al cementerio sin que me viera nadie.

Cuando abrí la puerta, un perro ladró. La señora Fairweather, presidenta de la sección femenina de la Cofradía del Altar, estaba al final del callejón con su corgi. Cerré despacio la puerta antes de que ella o el perro me vieran. Observé por una esquina de la ventana y vi al perro olisquear el tronco de un roble mientras la señora Fairweather mantenía la mirada perdida en la distancia, fingiendo que no sabía lo que estaba ocurriendo al otro extremo de la correa.

¡Maldición! No me iba a quedar más remedio que esperar hasta que el perro terminara de hacer sus cosas. Eché un vistazo a la habitación. A ambos lados de la puerta habían colocado improvisadas estanterías, de corte tan basto y maderas tan combadas que parecían la obra de un carpintero inepto aunque bienintencionado.

Las estanterías de la derecha almacenaban generaciones enteras de anticuados libros de referencia, como Crockford's Clerical Directory, Hazells' Annual, Whitaker's Almanack, Kelly's Directories o Brassey's Naval Annual. Los libros se amontonaban unos junto a otros en estantes de madera sin pintar, y sus elegantes tapas, que en otros tiempos habían sido rojas, azules o negras, aparecían ahora desteñidas por efecto del tiempo y de la luz diurna que se filtraba en la estancia. Todos olían a ratoncillo.

Las estanterías de la derecha mostraban hileras y más hileras de volúmenes idénticos encuadernados en gris, todos ellos con el mismo título en el lomo de elaboradas letras góticas grabadas en pan de oro: The Greyminsterian. Recordé entonces que aquéllos eran los anuarios del internado de papá. Incluso corrían unos cuantos de ellos por casa. Cogí uno del estante antes de darme cuenta de que era del año 1942. Lo devolví a su sitio y fui pasando el dedo por el lomo del resto de los volúmenes, hacia la izquierda: 1930-1925…

¡Allí estaba! 1920. Me temblaron las manos cuando cogí el libro y lo hojeé rápidamente desde el final hasta el principio. En sus páginas abundaban los artículos sobre criquet, remo, atletismo, becas, rugby, fotografía e historia natural. Por lo que estaba viendo, no había ni un solo artículo dedicado al Círculo de Magia ni a la Sociedad Filatélica. Repartidas entre las páginas había fotografías en las que hileras y más hileras de muchachos sonreían y, en algunos casos, hacían muecas a la cámara.

En el lado opuesto de la portada había un retrato fotográfico con un borde negro. En él aparecía un caballero de aspecto distinguido con toga y birrete, sentado con aire informal en el borde de una mesa. En una de las manos tenía una gramática latina y miraba al fotógrafo con una expresión ligeramente risueña. Bajo la foto, una leyenda decía así: «Grenville Twining, 1848-1920.»

Y eso era todo. Ninguna alusión a los sucesos que habían rodeado su muerte, ningún panegírico ni entrañable recuerdo de su persona. ¿Se habría producido entonces una conspiración de silencio?

Tenía que haber algo más de lo que se veía a simple vista.

Empecé a pasar lentamente las páginas, escudriñando los artículos y leyendo los pies de foto que iba encontrando. Cuando ya había pasado más o menos dos tercios de las páginas, me encontré con el nombre «De Luce». En la fotografía aparecían tres muchachos en mangas de camisa y gorro del colegio sentados en la hierba junto a una cesta de mimbre, la cual reposaba sobre una manta en la que habían dispuesto lo que parecía un picnic: una hogaza de pan, un tarro de mermelada, tartas, manzanas y jarras de cerveza de jengibre.

El pie de foto decía así: «Ornar Khayyam revisitado. La tienda de golosinas de Greyminster nos trata a cuerpo de rey. De izquierda a derecha: Haviland de Luce, Horace Bonepenny y Robert Stanley posan para un cuadro vivo sacado de las páginas del poeta persa.»

No había ninguna duda de que el muchacho de la izquierda, sentado sobre la manta con las piernas cruzadas, era papá, que parecía mucho más alegre, jovial y despreocupado de lo que yo lo había visto jamás. En el centro, el muchacho alto y desgarbado que fingía estar a punto de zamparse un sándwich era Horace Bonepenny: lo habría reconocido incluso sin el pie de foto. Sus llameantes rizos rojos aparecían en la imagen como una fantasmal aureola blanca en torno a su cabeza.

No pude evitar un escalofrío al recordar el aspecto que tenía el cadáver de Bonepenny.

Un poco apartado de sus compañeros, el tercer muchacho parecía estar esforzándose por mostrar su mejor perfil, a juzgar por el ángulo extraño en que mantenía la cabeza vuelta. Poseía un inquietante atractivo, como la sugerente belleza de una estrella del cine mudo, y era algo mayor que los otros dos.

Curiosamente, tuve la sensación de que ya había visto antes esa cara. De pronto, me sentí como si alguien acabara de meterme una lagartija por el cuello. Pues claro que había visto antes esa cara… ¡y no hacía mucho! El tercer muchacho de la foto era la persona que, tan sólo dos días antes, se me había presentado con el nombre de Frank Pemberton. El mismo Frank Pemberton que se había refugiado conmigo de la lluvia bajo el disparate arquitectónico de Buckshaw; el mismo Frank Pemberton que esa misma mañana me había dicho que tenía que ir a ver un panteón en Nether Eaton.

Uno tras otro, los hechos fueron encajando y, al igual que Saúl, vi tan claro como si se me hubieran caído las escamas de los ojos: Frank Pemberton era Bob Stanley, y Bob Stanley era «El Tercer Hombre», por decirlo de alguna forma. Él había asesinado a Horace Bonepenny en el huerto de pepinos. Estaba tan segura que me hubiera jugado mi propia vida.

A medida que las piezas iban encajando, mi corazón empezó a latir como si estuviera a punto de estallar. Desde el principio había percibido algo sospechoso en Pemberton, pero era una cuestión en la que no había vuelto a pensar desde el domingo, en el disparate arquitectónico. Era algo que había dicho, pero… ¿qué?

Habíamos hablado del tiempo y nos habíamos presentado. Él había admitido que ya sabía quién era yo, que nos había buscado en el Quién es Quién. ¿Qué necesidad tenía de hacer tal cosa si conocía a papá prácticamente de toda la vida? ¿Sería ésa la mentira que me había hecho mover las invisibles antenas?

Y luego me acordé de su acento. Apenas perceptible, pero…

Me había hablado de su libro: Las casas señoriales de Pemberton: un paseo por el tiempo. Verosímil, supongo. ¿Qué más había dicho? Nada importante, que si estábamos los dos abandonados en una isla desierta, que si tendríamos que ser amigos…

El trocito de leña que había estado consumiéndose lentamente en algún rincón de mi mente se convirtió de golpe en una llamarada.

«Confío en que con el tiempo lleguemos a ser buenos amigos.»

¡Ésas habían sido sus palabras exactas! Pero… ¿dónde las había oído yo antes? Como una pelota sujeta al extremo de una goma elástica, mis pensamientos regresaron a un día de invierno. Aunque aún era temprano, los árboles al otro lado de la ventana del salón habían pasado ya del amarillo al naranja y del naranja al gris, y el cielo, del azul cobalto al negro.

La señora Mullet había traído un plato de panecillos tostados y había corrido las cortinas. Feely estaba sentada en el sofá, contemplando su propia imagen en la parte posterior de una cucharilla, mientras que Daffy estaba despatarrada sobre el viejo sillón de papá, junto al fuego. Nos estaba leyendo en voz alta un fragmento de Penrod, libro que había requisado del estante de libros infantiles que se conservaba intacto en el vestidor de Harriet.

Penrod Schofield tenía doce años, es decir, era un año y unos pocos meses mayor que yo, pero teníamos una edad lo bastante similar como para que despertara en mí cierto interés. Para mí, Penrod era una especie de Huckleberry Finn transportado en el tiempo hasta la primera guerra mundial y situado en una ciudad estadounidense del Medio Oeste. Aunque el libro estaba lleno de caballerizas, callejones, altas cercas de madera y camionetas de reparto que en aquella época aún eran de tiro, la historia en sí se me antojaba tan extraña como si se desarrollara en Plutón. Feely y yo habíamos escuchado fascinadas la lectura de Scaramouche, de La isla del tesoro y de Historia de dos ciudades, pero había algo en Penrod que hacía que su mundo nos pareciera tan lejano como la última glaciación. Feely, que veía los libros en términos de compases musicales, decía que estaba escrito en clave de do.

Aun así, mientras Daffy se abría paso entre sus páginas, nos habíamos reído en una o dos ocasiones, aquí y allá, cuando Penrod se rebelaba ante sus padres o las autoridades. Recuerdo haberme preguntado qué tenía aquel muchacho problemático para haber despertado la imaginación, y quizá el amor, de una joven Harriet de Luce. Tal vez entonces pudiera empezar a averiguarlo.

La escena más divertida, recordé, era aquella en la que a Penrod le presentaban al mojigato reverendo Kinosling, que le daba una palmadita en la cabeza y le decía: «Confío en que lleguemos a ser buenos amigos.» Ésa era la clase de condescendencia de la que yo hacía gala en mi vida, y supongo que me reí demasiado alto.

La cuestión, sin embargo, tenía que ver con el hecho de que Penrod era un libro estadounidense, escrito por un autor estadounidense. Probablemente, no era tan conocido en Inglaterra como lo era al otro lado del océano.

¿Era posible que Pemberton -o Bob Stanley, que, según acababa de averiguar, era su verdadero nombre- se hubiera topado con el libro, o con la frase, en Inglaterra? Era posible, claro que sí, pero parecía poco probable. Y… ¿no me había contado papá que Bob Stanley -el mismo Bob Stanley que se había convertido en cómplice de Horace Bonepenny- se había marchado a Estados Unidos y había montado un turbio negocio relacionado con los sellos de correos?

¡Ese acento apenas perceptible de Pemberton era estadounidense! ¡Un ex alumno de Greyminster con un toque del Nuevo Mundo! ¡Qué estúpida había sido!

Eché otro vistazo por la ventana y descubrí que tanto la señora Fairweather como su perro habían desaparecido y que Cow Lane estaba desierto. Dejé el anuario abierto sobre la mesa, salí sigilosamente por la puerta y, tras rodear el cobertizo del foso, me dirigí al río.

Un siglo antes, el río Efon había formado parte de un sistema de canales, del cual ya no quedaba gran cosa aparte del camino de sirga. Al pie de Cow Lane se conservaban aún los restos medio podridos de los pilotes que en otros tiempos habían bordeado el dique, pero a medida que fluían hacia la iglesia, las aguas del río habían sobrepasado sus deteriorados confines y en algunos lugares se habían desbordado para formar amplias charcas, una de las cuales se hallaba precisamente en el centro de una zona pantanosa tras la iglesia de St. Tancred.

Salté la puerta de la entrada techada del camposanto para entrar en el cementerio propiamente dicho, donde las vetustas lápidas se inclinaban peligrosamente como boyas flotantes en un océano de hierba tan alta que tuve que abrirme paso a través de él como si fuera un bañista con el agua hasta la cintura en la orilla del mar.

Las tumbas más antiguas, y las de los difuntos feligreses más acaudalados en vida, eran las que se hallaban más cerca de la iglesia, mientras que allí, junto a la pared de piedra suelta, se encontraban las de los sepelios más recientes.

Había también un estrato vertical. Los cinco siglos de uso constante habían otorgado al cementerio el aspecto de una abultada hogaza, una hinchada hogaza verde de pan recién horneado que se elevaba considerablemente sobre el nivel del resto del terreno. Me estremecí de placer al pensar en los mohosos restos que yacían bajo mis pies.

Durante un rato, curioseé sin rumbo fijo entre las lápidas, leyendo los apellidos que tan a menudo había oído mencionar en Bishop's Lacey: Coombs, Nesbit, Barker, Hoare y Carmichael. Allí, bajo una lápida con un grabado de un corderito, descansaba el pequeño William, hijo de Tully Stoker, que de haber sobrevivido tendría ya treinta años y sería el hermano mayor de Mary. El pequeño William había muerto a los cinco meses y cuatro días «de garrotillo», como decía la lápida, en la primavera de 1919, un año antes de que el señor Twining se precipitara al vacío desde la torre del reloj en Greyminster. Era bastante probable, pues, que el profesor también estuviera enterrado por allí cerca.

Por un momento, creí haberlo encontrado: una lápida negra terminada en forma piramidal en la que habían grabado toscamente el nombre de Twining. Pero al inspeccionar más de cerca la lápida, resultó que ese Twining era un tal Adolphus que había desaparecido en el mar en 1809. La lápida estaba asombrosamente bien conservada, tanto que no pude resistirme a la tentación de pasar los dedos por la fría superficie pulida.

– Que descanses, Adolphus -dije-, estés donde estés.

Sabía que la lápida del señor Twining -en caso de que la tuviera, lo cual me parecía más que probable- no sería uno de esos especímenes de arenisca erosionada que se inclinaban como irregulares dientes marrones, ni tampoco uno de esos inmensos monumentos con pilares, flácidas cadenas y fúnebres rejas de hierro fundido que señalaban las parcelas de las familias más acaudaladas y aristocráticas de Bishop's Lacey (cosa que incluía a un considerable número de difuntos de la familia De Luce).

Me puse en jarras y me quedé allí plantada, hundida hasta la cintura entre los hierbajos que cercaban el cementerio. Al otro lado del muro de piedra se hallaba el camino de sirga y, más allá aún, el río. En algún lugar allí atrás había desaparecido la señorita Mountjoy tras huir de la iglesia, justo después de que el vicario nos pidió que rezáramos por el eterno reposo del alma de Horace Bonepenny. Pero… ¿adónde se había dirigido?

Salté de nuevo la puerta de la entrada techada, esta vez hacia el camino de sirga. Desde allí veía perfectamente las pasaderas, que asomaban aquí y allá entre serpentinas de algas, justo bajo la superficie del río que fluía lentamente. Las piedras seguían un sinuoso trazado por la amplia charca hasta llegar a una arenosa orilla en el extremo más alejado, más allá de la cual partía un seto de zarzamoras que bordeaba un campo perteneciente a la hacienda Malplaquet.

Me quité los zapatos y los calcetines y apoyé un pie en la primera piedra. El agua estaba más fría de lo que esperaba.

Aún me goteaba un poco la nariz y me lloraban los ojos, así que por un momento me cruzó por la mente la idea de que probablemente moriría de neumonía dentro de uno o dos días y me convertiría, en menos de lo que se tarda en decir «¡Jesús!», en inquilina permanente del cementerio de St. Tancred.

Agitando los brazos como si fuera un código de señales, fui avanzando con cuidado por el agua y resbalé torpemente en el barro de la orilla. Me agarré a una mata de largos hierbajos y conseguí subir por el dique, que en realidad era un terraplén de tierra prensada que se alzaba entre el río y el campo colindante.

Me senté a recuperar el aliento y limpiarme el fango de los pies con un puñado de la hierba que crecía en matas junto al seto. No muy lejos de allí, un escribano cerillo que cantaba su monótona canción se quedó callado de repente. Presté atención, pero lo único que se oía era el lejano murmullo propio del campo: la cantinela de la distante maquinaria agrícola.

Después de volver a ponerme los calcetines y los zapatos, me sacudí el polvo y eché a andar junto al seto, que al principio me pareció una impenetrable maraña de zarzas y espinas. Y justo entonces, cuando estaba a punto de dar media vuelta, lo encontré: una angosta abertura entre los matorrales, poco más que una grieta, en realidad. Me abrí paso a través de ella y salí al otro lado del seto.

Unos cuantos metros más atrás, en la dirección del cementerio, algo sobresalía de la hierba. Me acerqué con cautela y noté cómo se me erizaba el vello de la nuca, a modo de primitiva alarma.

Era una lápida, y en ella, toscamente grabado, se leía el nombre de Grenville Twining. En la base inclinada de la piedra había una única palabra: «Vale!»

«Vale!»¡La palabra que el señor Twining había gritado desde lo alto de la torre! La palabra que Horace Bonepenny me había exhalado en plena cara al morir. Y entonces, como si de repente me empapara una ola, caí en la cuenta: la mente moribunda de Bonepenny había querido confesar el asesinato de Twining, y el destino le había proporcionado la única palabra capaz de hacer tal cosa. Dado que yo había escuchado esa confesión, me había convertido en el único ser vivo que podía relacionar ambas muertes. A excepción, tal vez, de Bob Stanley, mi señor Pemberton.

Al pensar en ello, un escalofrío me recorrió la espalda.

En la lápida del señor Twining no había fecha alguna, como si quien lo había enterrado allí hubiese querido borrar su historia. Daffy nos había leído relatos que hablaban de suicidas a los que se enterraba fuera del cementerio o en alguna encrucijada, pero la verdad es que yo nunca me los había creído del todo, y los consideraba más bien chismes eclesiásticos. Y, sin embargo, no pude dejar de preguntarme si, lo mismo que Drácula, el señor Twining yacía bajo mis pies envuelto en su capa de profesor.

Pero la toga que yo había encontrado en el tejado de la torre de la Residencia Anson, toga que en esos momentos obraba en poder de la policía, no era la del señor Twining: papá había dicho muy claramente que el señor Twining llevaba su toga cuando se precipitó al vacío. Y lo mismo le había dicho Toby Lonsdale al Hinley Chronicle.

¿Acaso se equivocaban los dos? Papá había admitido que, después de todo, cabía la posibilidad de que el sol lo hubiera deslumbrado. ¿Qué más me había dicho?

Recordé las palabras exactas que había utilizado para describir a Twining cuando éste se hallaba de pie sobre el parapeto: «Parecía como si toda su cabeza irradiara luz; el pelo era como un disco de cobre al resplandor del amanecer; como la aureola de un santo en un manuscrito ilustrado.»

Y, entonces, me empapó el resto de la verdad, como una nauseabunda oleada: había sido Horace Bonepenny quien se había encaramado a las almenas. Horace Bonepenny, el del pelo rojo fuego; Horace Bonepenny, el imitador; Horace Bonepenny, el mago.

¡Todo había sido un estudiado truco de ilusionismo!

La señorita Mountjoy tenía razón. Él había matado a su tío.

Bonepenny y su cómplice, Bob Stanley, debían de haber engañado al señor Twining para que subiera al tejado de la torre, seguramente con la falsa promesa de que iban a devolverle el sello robado, escondido allí arriba.

Papá me había hablado de los extraños cálculos matemáticos de Bonepenny. Gracias a sus incursiones arquitectónicas, era de esperar que estuviera tan familiarizado con las tejas de la torre como con su propia habitación. Cuando el señor Twining los había amenazado con contar la verdad, lo habían matado, probablemente golpeándole la cabeza con un ladrillo. Tras una caída tan horrenda, sin duda hubiera resultado imposible detectar el golpe mortal. Y luego habían escenificado el suicidio: todo, hasta el último detalle, planeado a sangre fría. Tal vez incluso lo hubieran ensayado.

Quien se había estrellado contra los adoquines había sido el señor Twining, pero Bonepenny era quien había trepado a las almenas al amanecer y, ataviado con una toga y un birrete que no le pertenecían, había gritado «Vale!» a los muchachos que lo observaban desde el patio interior. «Vale!»…, una palabra que sólo podía insinuar un suicidio.

Después de eso, Bonepenny se había agazapado tras el parapeto mientras Stanley arrojaba el cuerpo por la abertura del desagüe en el tejado. A cualquier espectador del patio, medio deslumbrado por el sol, le habría parecido que el anciano se había precipitado desde el parapeto. No era más que la Resurrección de Tchang Fu representada en un escenario mucho más amplio, con deslumbramiento incluido.

¡Qué convincente había resultado el truco!

Y, durante todos aquellos años, papá había creído que su silencio era lo que había impulsado al señor Twining a cometer suicidio, que él era el único responsable de la muerte del pobre hombre… ¡Qué espantosa y horrenda carga había soportado!

Durante treinta años, hasta el momento en que yo había encontrado las pruebas bajo las tejas de la Residencia Anson, a nadie se le había ocurrido pensar que se tratara de un asesinato. Y los criminales casi habían conseguido salirse con la suya.

Me apoyé en la lápida del señor Twining para recobrarme.

– Veo que lo has encontrado -dijo alguien, cuya voz me heló la sangre, a mi espalda.

Giré sobre mis talones y me encontré cara a cara con Frank Pemberton.

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