Seis

Estábamos tomando el té. La señorita Mountjoy había recuperado de alguna parte una abollada tetera de estaño y, tras rebuscar en la bolsa que llevaba, había sacado un arrugado paquete de galletas Peek Freans.

Me senté en la escalera de mano de la biblioteca y cogí otra galleta.

– Fue una tragedia -dijo-. Mi tío llevaba toda la vida como director de la Residencia Anson, o eso me parecía a mí. Estaba muy orgulloso de la residencia y de sus chicos. No escatimaba esfuerzos a la hora de insistirles en que dieran lo mejor de sí mismos, que se prepararan para la vida.

«Siempre decía en broma que hablaba latín mejor que el mismísimo Julio César, y su gramática latina, Lingua latina de Twining, libro que por cierto publicó con tan sólo veinticuatro años, era un texto clásico en los colegios de todo el mundo. Yo aún conservo un ejemplar en mi mesilla de noche. Aunque no sé leer en latín, a veces lo cojo sólo porque me sirve de consuelo: qui, quae, quod… Esas palabras tienen para mí un sonido reconfortante.

»El tío Grenville siempre estaba organizando cosas: animó a sus chicos para que formaran un círculo de debate, un club de patinaje, un club de ciclismo, un club de naipes… Era un entusiasta prestidigitador, aunque no muy bueno: siempre se le veía el as de diamantes asomando bajo la manga y la goma elástica con que lo sujetaba. Además, era un excelente coleccionista de sellos, y enseñó a los chicos a estudiar la historia y la geografía de los países que habían emitido esos sellos, y también a ordenarlos y clasificarlos en álbumes. Y eso, precisamente, fue su perdición.

Dejé de masticar y seguí sentada con gesto expectante. La señorita Mountjoy se había quedado absorta y parecía incapaz de continuar si no la animaban a hacerlo. Poco a poco me había ido hechizando: me había hablado de mujer a mujer y yo había sucumbido. Me daba lástima…, lástima de verdad.

– ¿Su perdición?

– Cometió el terrible error de depositar su confianza en unos cuantos mocosos malcriados que se habían ganado astutamente su favor. Fingían gran interés en la colección de sellos de mi tío y mayor interés aún en la colección del doctor Kissing, el director del colegio. En aquella época, el doctor Kissing era toda una autoridad mundial en el Penny Black, el primer sello postal del mundo, y en todas sus variantes. La colección Kissing era la envidia, y lo digo con conocimiento de causa, del mundo entero. Aquellos viles jovenzuelos consiguieron convencer a Grenville para que intercediera y organizara una exposición privada de los sellos de efigie.

«Mientras examinaban la joya de la colección, un Penny Black que poseía cierta peculiaridad cuyos detalles he olvidado, el sello en cuestión fue destruido.

– ¿Destruido? -pregunté.

– Quemado. Uno de los muchachos le prendió fuego. En realidad, sólo quería gastar una broma.

La señorita Mountjoy cogió su taza de té y se dirigió cual voluta de humo hacia la ventana, donde permaneció con la mirada perdida durante un tiempo que se me antojó larguísimo. Estaba empezando a pensar que se había olvidado de mí, pero de repente habló de nuevo.

– Por supuesto, se culpó a mi tío del desastre. -Se volvió y me miró directamente a los ojos-. Y el resto de la historia ya la has leído esta mañana en el cobertizo del foso.

– Se suicidó -dije.

– ¡No se suicidó! -chilló ella. La taza y el platillo se le escurrieron de la mano y se hicieron añicos contra las baldosas del suelo-. ¡Fue asesinado!

– ¿Por quién? -pregunté, al tiempo que intentaba controlarme e incluso conseguía formular una pregunta gramaticalmente correcta. Lo cierto es que la señorita Mountjoy estaba empezando a crisparme otra vez los nervios.

– ¡Por aquellos monstruos! -escupió-. ¡Aquellos monstruos desalmados!

– ¿Monstruos?

– ¡Aquellos chicos! Lo mataron, igual que lo habrían matado de haber empuñado una daga y habérsela clavado en el corazón.

– ¿Y quiénes eran esos chicos…, esos monstruos, quiero decir? ¿Recuerda usted sus nombres?

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué derecho tienes tú a hurgar en esos fantasmas del pasado?

– Me interesa la historia -repuse.

Se pasó una mano por los ojos, como si quisiera obligarse a sí misma a salir de un trance, y habló con voz lenta y confusa, como si estuviera drogada.

– Fue hace mucho tiempo -dijo-. Mucho, mucho tiempo. La verdad es que no consigo acordarme… El tío Grenville mencionó sus nombres antes de que…

– ¿Lo asesinaran?-apunté.

– Sí, eso es, antes de que lo asesinaran. Extraflo, ¿no te parece? Durante todos estos años, uno de esos nombres se me había quedado grabado en la mente porque me parecía un nombre de mono…, de esos monos atados con una cadena, ¿sabes?, que van con un organillero y llevan un sombrerito rojo y una taza de estaño.

Se le escapó una risa nerviosa, tensa.

– ¿Jacko? -dije.

La señorita Mountjoy se sentó pesadamente, pasmada, y me contempló con unos ojos como platos, como si yo acabara de llegar de otra dimensión.

– ¿Quién eres tú, pequeña? -susurró-. ¿Por qué has venido aquí? ¿Cómo te llamas?

– Flavia -dije mientras me detenía un momento junto a la puerta-. Flavia Sabina Dolores de Luce.

Lo de Sabina era cierto, pero lo de Dolores me lo inventé en ese momento.


Hasta que decidí rescatarla de su herrumbroso olvido, mi leal BSA En Forma de tres marchas se había pasado años muerta de asco en un cobertizo, entre tiestos y carretillas de madera. Como tantas otras cosas en Buckshaw, en otros tiempos había pertenecido a Harriet, que la había bautizado l'Hirondelle, o sea, «la golondrina». Yo le había cambiado ese nombre por el de Gladys.

Las ruedas de Gladys estaban deshinchadas, el cambio reseco, y pedía a gritos un poco de aceite, pero gracias a la pequeña bomba que llevaba acoplada y al estuche negro de herramientas que colgaba detrás del asiento, Gladys era autosuficiente. Con la ayuda de Dogger no tardé en tenerla como nueva. En el kit de herramientas había encontrado un librito titulado Ciclismo para mujeres de todas las edades, de Prunella Stack, la presidenta de la Liga Femenina de Salud y Belleza. En la cubierta, escrito en tinta negra con hermosa y fluida caligrafía, se podía leer: «Harriet de Luce, Buckshaw.»

Había momentos en los que Harriet no sólo no había desaparecido, sino que estaba en todas partes.

Mientras volvía a casa a toda velocidad, pasando frente a las lápidas cubiertas de musgo del abarrotado camposanto de St. Tancred, atravesando estrechos y frondosos senderos y cruzando la calcárea High Road, para finalmente salir a campo abierto, dejé que fuera Gladys quien tomara el mando: pasamos raudas entre los setos mientras descendíamos vertiginosamente por pendientes y, durante todo ese tiempo, me imaginé que yo era el piloto de uno de los Spitfire que sólo cinco años antes habían pasado rozando aquellos mismos setos, como si fueran golondrinas, cuando descendían para aterrizar en Leathcote.

Había aprendido en el librito que si pedaleaba con la espalda bien recta, como había visto hacer en el cine a la señorita Gulch de El mago de Oz, si elegía distintos terrenos y respiraba profundamente, no sólo irradiaría salud igual que el faro de Eddystone irradiaba luz, sino que jamás me saldrían granos. Una información muy útil que no me había molestado en comunicarle a Ophelia.

¿Existiría un librito gemelo que se titulara Ciclismo para hombres de todas las edades, me pregunté? Y, en el caso de que así fuera, ¿lo habría escrito el presidente de la Liga Masculina de Salud y Apostura?

Me imaginé que yo era el niño que, sin duda, papá siempre había querido tener: un hijo al que pudiera llevar a Escocia a pescar salmones y cazar urogallos en los páramos, un hijo al que pudiera enviar a Canadá para jugar a hockey sobre hielo. No es que papá hiciera ninguna de esas cosas, pero me gustaba pensar que las habría hecho de haber tenido un hijo.

Mi segundo nombre habría sido Laurence, igual que papá, y cuando estuviéramos los dos solos me llamaría Larry. Qué tremenda decepción debía de haberse llevado papá al tener sólo niñas…

¿Había sido yo demasiado cruel con aquella bruja, la señorita Mountjoy? ¿Demasiado vengativa? Al fin y al cabo, la pobre no era más que una solterona inofensiva y solitaria. ¿Se habría mostrado más comprensivo con ella Harry de Luce?

– ¡Ni hablar! -grité al viento, y mientras Gladys y yo volábamos, canté:


Oomba-chukka! Oomba-chukka

Oomba-chukka-boom!


Pero no me creía uno de los malditos exploradores de lord Baden Powell más de lo que me creía el genio de la lámpara mágica.

Era yo. Era Flavia. Y me adoraba a mí misma, aunque nadie más me quisiera.

– ¡Salve, Flavia! ¡Viva Flavia! -grité mientras Gladys y yo cruzábamos las verjas Mulford a toda pastilla y enfilábamos la avenida de castaños que llevaba a Buckshaw.

Aquellas espléndidas verjas, con sus grifos rampantes y sus filigranas negras de hierro forjado, habían adornado en otros tiempos la propiedad vecina, Batchley, el hogar ancestral de los «indecentes Mulford». Un tal Brandwyn de Luce compró las puertas para Buckshaw allá por 1760 y, después de que un Mulford le birló la esposa, las desmontó y se las llevó a casa.

El cambio de la esposa por las verjas («Las mejores a este lado del paraíso», escribió Brandwyn en su diario) zanjó, al parecer, el asunto, pues los Mulford y los De Luce siguieron siendo buenos amigos y vecinos hasta que el último Mulford, Tobías, vendió la propiedad familiar en la época de la guerra civil estadounidense y se marchó a ese país para ayudar a sus primos, que luchaban en el bando confederado.


– Quiero hablar contigo, Flavia -dijo el inspector Hewitt, asomándose a la puerta principal. ¿Me había estado esperando? -Desde luego -respondí, gentilmente. -¿De dónde vienes? -¿Estoy detenida, inspector? Era una broma, y esperaba que la captara. -Es simple curiosidad. El inspector se sacó una pipa del bolsillo, la llenó y encendió una cerilla. Observé la llama mientras descendía a buen ritmo hacia los dedos cuadrados del inspector.

– He ido a la biblioteca -dije.

Hewitt encendió la pipa y con la boquilla señaló a Gladys.

– No veo ningún libro.

– Estaba cerrada.

– Ah -dijo.

Aquel hombre emanaba una calma irritante. Incluso en mitad de un caso de asesinato se mostraba tan tranquilo como si estuviera paseando por el parque.

– He hablado con Dogger -señaló y me fijé en que no me quitaba ojo de encima para analizar mi reacción.

– ¿Ah, sí? -dije, aunque en mi mente sonaba una sirena de alarma como la que suena en un submarino que se prepara para la inmersión.

«¡Cuidado! -pensé-. Mira por dónde caminas.» ¿Qué le habría contado Dogger? ¿Le habría hablado del desconocido del estudio? ¿De la discusión con papá? ¿De las amenazas?

Eso era lo malo de alguien como Dogger, que era capaz de desmoronarse sin motivo aparente. ¿Le habría contado al inspector lo del hombre del estudio? «¡Estúpido Dogger! ¡Estúpido!»

– Dice que lo despertaste a eso de las cuatro de la madrugada y le dijiste que había un cadáver en el jardín. ¿Es correcto?

Contuve un suspiro de alivio y a punto estuve de atragantarme. «¡Gracias, Dogger! ¡Que Dios te bendiga y te proteja y te ilumine con su luz! Mi fiel Dogger: sabía que podía contar contigo.»

– Sí -respondí-, es correcto.

– ¿Y qué ocurrió entonces?

– Bajamos y salimos al jardín por la puerta de la cocina. Le mostré el cadáver y él se arrodilló para tomarle el pulso.

– ¿Cómo lo hizo?

– Le puso la mano en el cuello…, debajo de la oreja.

– Ya -dijo el inspector-. ¿Y se lo encontró? El pulso, quiero decir.

– No.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él?

– No -respondí.

– Ya -repitió el inspector-. ¿Y tú también te arrodillaste junto al cadáver?

– Es posible. No lo creo… La verdad es que no me acuerdo.

El inspector anotó algo. Aun sin verlo, supe lo que había escrito: Duda: 1. ¿Le dijo D. a F. que no había pulso? 2. ¿Vio a F. arrodillarse JC [Junto al Cadáver]?

– Es comprensible -dijo-. Supongo que para ti habrá sido muy impactante.

Rememoré la imagen del desconocido tendido en el jardín, bajo las primeras luces del amanecer: los pelillos que le crecían en la barbilla, los mechones de pelo rojo que la débil brisa de la mañana agitaba suavemente, la palidez, la pierna extendida, los dedos temblorosos, el último aliento… Y la palabra que me había espirado en plena cara: «Vale.»

¡Qué emocionante!

– Sí -dije-, ha sido espantoso.


Estaba claro que había superado la prueba. El inspector Hewitt había regresado a la cocina, donde los sargentos Woolmer y Graves estaban muy ocupados preparando el operativo bajo un aluvión de cotilleos y sándwiches de lechuga, todo ello procedente de la señora Mullet.

Cuando Ophelia y Daphne bajaron a comer, comprobé con decepción que la piel de Ophelia estaba más radiante de lo habitual. ¿Acaso no había surtido efecto mi brebaje? ¿Acaso había creado, por alguna extraña casualidad química, una milagrosa crema facial?

La señora Mullet, que iba de un lado para otro, refunfuñó al depositar sobre la mesa nuestros platos de sopa y nuestros sándwiches.

– No es justo -protestó-. Yo ya voy con retraso, por culpa de todo este jaleo, y encima mi Alf me está esperando en casa. Habrase visto qué cara tan dura, pedirme que saque del cubo de la basura la agachadiza muerta -dijo, estremeciéndose-, sólo para que ellos la sujeten y le hagan un retrato. No es justo. Les he enseñado la papelera y les he dicho que si tanta falta les hace el bicho muerto ése, que lo busquen ellos mismos, que yo tenía que hacer la comida. Cómanse los sándwiches, queridas. Nada mejor que una comida a base de fiambres en junio… Es casi como salir a comer al campo.

– ¿Una agachadiza muerta? -preguntó Daphne, frunciendo los labios.

– La misma que la señorita Flavia y el coronel encontraron en el umbral de la puerta ayer. Aún se me ponen los pelos de punta cuando me acuerdo de la cosa ésa allí despatarrada, con la mirada vidriosa y un trocito de papel ensartado en el pico, que apuntaba hacia arriba…

– ¡Ned! -exclamó Ophelia, dándole una manotazo a la mesa-. Tenías razón, Daffy. ¡Es una prueba de amor!

Daphne había estado leyendo La rama dorada en Pascua, y le había dicho a Ophelia que en nuestra época de progreso y modernidad aún afloraban, de vez en cuando, algunas tradiciones de los mares del sur relacionadas con el cortejo. Era cuestión de tener paciencia, le había dicho.

Las contemplé alternativamente a ambas, perpleja. Había momentos en los que me sentía a miles de kilómetros de mis hermanas.

– Un pájaro muerto, más tieso que un palo y con el pico apuntando hacia arriba… ¿Qué clase de prueba de amor es ésa? -les pregunté.

Daphne se refugió en su libro y Ophelia se ruborizó un poco. Me escabullí de la mesa y las dejé a ambas riéndose tontamente frente a sus platos de sopa.


– Señora Mullet -dije-, antes le ha dicho usted al inspector Hewitt que en Inglaterra no es frecuente ver agachadizas chicas antes de septiembre, ¿verdad?

– Agachadizas, agachadizas, agachadizas. Parece que nadie sabe hablar de otra cosa. Apártese un momento, si no le importa. Tengo que fregar el suelo justo ahí.

– ¿Por qué? ¿Por qué nunca se ven agachadizas chicas antes de septiembre?

La señora Mullet se irguió, dejó la fregona en el cubo y se secó las manos jabonosas en el delantal.

– Porque están en otro sitio -respondió con aire triunfal.

– ¿Dónde?

– Bueno, pues… son como todos los pájaros que emigran.

Están en alguna parte del norte. Qué sé yo, probablemente estén tomando el té con Papá Noel.

– Cuando dice el norte, ¿a qué se refiere? ¿Escocia?

– ¡Escocia! -exclamó con desdén-. No, querida, no. Hasta la segunda hermana de mi Alf, Margaret, se va de vacaciones a Escocia y no es ninguna agachadiza. Aunque su esposo sí lo es -añadió.

Oí un estruendo en el interior de mi cabeza y, de repente, algo hizo «clic».

– ¿Y Noruega? -le pregunté-. ¿Es posible que las agachadizas pasen el verano en Noruega?

– Pues supongo que sí, querida. Tendría usted que buscarlo en algún libro.

¡Sí! ¿No le había dicho el inspector Hewitt al doctor Darby que tenía motivos para creer que el hombre del jardín había llegado de Noruega? ¿Cómo lo habían sabido? ¿Me lo contaría el inspector si se lo preguntaba?

Seguramente no. O sea, que no me iba a quedar más remedio que averiguarlo por mí misma.

– Y ahora márchese -dijo la señora Mullet-. No puedo irme hasta que termine de fregar el suelo y ya es casi la una. A estas horas, mi pobre Alf ya tendrá la digestión hecha cisco.

Salí por la puerta de atrás. La policía y el coronel habían desaparecido y se habían llevado el cadáver, con lo que el jardín parecía extrañamente vacío. No se veía a Dogger por ninguna parte, así que me senté en una parte baja del muro para pensar un poco.

¿Habría sido Ned quien había dejado la agachadiza en el umbral como prueba del amor que sentía por Ophelia?

Desde luego, ella parecía muy convencida. Y si había sido Ned, ¿de dónde había sacado el pájaro?

Dos segundos y medio más tarde cogí a Gladys, salté al sillín y, por segunda vez en el mismo día, volé rauda como el viento hacia el pueblo.

La velocidad era fundamental, pues nadie en Bishop's Lacey se habría enterado aún de la muerte del desconocido. Era más que probable que la policía no se lo hubiera contado aún a nadie… y, desde luego, yo tampoco lo había hecho.

Los chismorreos no empezarían a circular hasta que la señora Mullet terminara de fregar el suelo y regresara andando al pueblo. En cuanto llegara a su casa, la noticia del asesinato en Buckshaw se extendería como la peste. Es decir, que disponía hasta entonces para averiguar lo que quería saber.

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