El fogonazo de un relámpago borró todo rastro de color de la estancia y llegó acompañado del ensordecedor estallido de un trueno. Los dos nos encogimos.
– Tenemos la tormenta justo encima -dijo papá.
Asentí para tranquilizarlo y darle a entender que, a pesar de las circunstancias, estábamos juntos. Después eché un vistazo a mi alrededor: la bombilla desnuda que pendía sobre nuestras cabezas, la puerta de acero, el catre y la lluvia que caía en el exterior le daban a aquel cubículo profusamente iluminado un extraño parecido con la sala de mandos del submarino de la película We Dive at Dawn. Imaginé que el fragor vibrante del trueno era el sonido de cargas de profundidad que explotaban justo sobre nuestras cabezas y, de repente, ya no temí tanto por papá. Por lo menos, éramos aliados. Jugué a creer que mientras nos quedáramos muy quietos y yo permaneciera en silencio, nada ni nadie podría hacernos daño.
Papá prosiguió como si no se hubiera producido ninguna interrupción.
– Bony y yo nos distanciamos mucho -dijo-. Aunque los dos seguimos formando parte del Círculo de Magia del señor Twining, cada cual persiguió sus propios intereses. A mí me apasionaba escenificar trucos espectaculares, como serrar a una dama por la mitad, hacer desaparecer una jaula llena de vivaces canarios y cosas por el estilo. Por supuesto, la mayoría de esos efectos no estaban al alcance de mi presupuesto de estudiante, pero a medida que pasaba el tiempo me bastaba con leer al respecto y aprender cómo se ponían en práctica.
»Bony, sin embargo, se pasó a los trucos que requerían una destreza aún mayor con las manos: efectos sencillos, que podían ponerse en práctica delante mismo de las narices del espectador sin tener que recurrir a demasiados artilugios. Era capaz de conseguir, ante los ojos de cualquiera, que un despertador niquelado desapareciera en una de sus manos y apareciera en la otra. Jamás quiso enseñarme cómo lo hacía.
»Fue más o menos en aquella época cuando al señor Twining se le ocurrió la idea de crear la Sociedad Filatélica, que era otra de sus pasiones. Estaba convencido de que si aprendíamos a coleccionar, catalogar y fijar sellos de todo el mundo, también aprenderíamos mucho sobre historia, geografía y pulcritud, por no hablar ya del hecho de que los debates periódicos fomentarían la seguridad en sí mismos de los miembros más tímidos del club. Y puesto que Twining era un ferviente coleccionista, no veía motivo alguno para que sus muchachos no se entusiasmaran con la idea.
»Su colección era la octava maravilla del mundo, o eso me parecía a mí. Se había especializado en los sellos británicos y, sobre todo, en las variaciones de color de la tinta de impresión. Poseía el asombroso talento de deducir el día (y, en algunas ocasiones, incluso la hora) en que se había impreso un ejemplar concreto. Le bastaba con comparar las microscópicas fisuras y variaciones producidas por el desgaste y la tensión en los clichés de impresión para extraer una sorprendente cantidad de información.
»Las hojas de sus álbumes eran auténticas obras maestras. ¡Qué colores! Y cuántas variaciones en una misma página, como si fueran pinceladas de la paleta de Turner.
»La colección empezaba, claro está, con los sellos negros de 1840, pero el negro pronto se convertía en marrón, el marrón en rojo, el rojo en naranja y el naranja en estridente carmín o en índigo y rojo veneciano. Un derroche de vivos colores, con los que podría pintarse el florecimiento del mismísimo Imperio británico. ¡Eso sí que es cubrirse de gloria!
Jamás había visto a papá tan animado. De repente, volvía a ser un niño: su rostro se había transformado y relucía como una lustrosa manzana. Pero eso que había dicho sobre la gloria… ¿dónde lo había oído yo? ¿No era eso lo que le decía Humpty Dumpty a Alicia? Permanecí en silencio, tratando de adivinar las conexiones que en ese momento debían de estar estableciéndose en la mente de papá.
– Y, sin embargo -prosiguió-, no era el señor Twining quien poseía la colección filatélica más valiosa de Greyminster. Ese honor le correspondía al doctor Kissing, cuya colección, aunque no era muy extensa, era selecta…, y puede que también de incalculable valor.
»El doctor Kissing no era, como quizá podría esperarse del director de uno de los mejores internados privados de este país, un hombre de ilustre cuna o de familia adinerada. Se quedó huérfano al nacer y lo crió su abuelo, un hombre que trabajaba en una fundición de campanas en el East End londinense, barrio que en aquella época era más conocido por sus lamentables condiciones de vida que por sus organizaciones benéficas, más famoso por su delincuencia que por sus oportunidades educativas.
»Cuando tenía cuarenta y ocho años, el abuelo del doctor Kissing perdió el brazo derecho en un espantoso accidente con metal fundido. Dado que ya no podía ejercer su oficio, no le quedó otro remedio que echarse a las calles a pedir limosna, apurada situación en la que se vio inmerso durante casi tres años.
»Cinco años antes, en 1840, la firma londinense Perkins, Bacon & Petch había sido designada por el Tesoro Público como única casa de impresión de los sellos británicos.
»El negocio les fue muy bien. Sólo en los primeros doce años tras la designación imprimieron más de dos mil millones de sellos, la mayoría de los cuales acabaron tirados en las papeleras de todo el mundo. Hasta Charles Dickens comentó la ingente producción de efigies de la reina.
»Por suerte, fue precisamente en la imprenta que dicha compañía tenía en Fleet Street donde el abuelo del doctor Kissing encontró finalmente un empleo… como barrendero. Aprendió a manejar la escoba con una sola mano mucho mejor que la mayoría de los hombres con dos y, puesto que creía a pies juntillas en el respeto, la puntualidad y la responsabilidad, no tardó mucho tiempo en convertirse en uno de los empleados más apreciados de la compañía. De hecho, el doctor Kissing me contó en una ocasión que el socio más antiguo de la firma, el mismísimo Joshua Butters Bacon, siempre llamaba a su abuelo «Campanero», como muestra de respeto hacia su antiguo oficio.
»Cuando el doctor Kissing aún era un niño, su abuelo solía llevarse a casa sellos rechazados o descartados debido a alguna irregularidad durante el proceso de impresión. Aquellos «trocitos de papel», como él los llamaba, se convertían muy a menudo en sus únicos juguetes. Se pasaba horas y horas ordenando y reordenando los trocitos de colores según el tono o según variaciones demasiado sutiles para apreciarlas a simple vista. Su mejor regalo, me dijo, fue una lupa que su abuelo le regateó a un vendedor ambulante después de haber empeñado a cambio de un chelín el anillo de boda de su propia madre.
»Todos los días, en el trayecto de ida y vuelta al internado, el muchacho entraba en todas las tiendas y oficinas que encontraba y se ofrecía a barrer el suelo a cambio de los sobres timbrados que arrojaban a las papeleras.
»En aquella época, aquellos trocitos de papel se convirtieron en el núcleo de una colección que con el tiempo sería la envidia de la realeza. Muchos años más tarde, cuando ya era director de Greyminster, el doctor Kissing seguía conservando la lupa que le había regalado su abuelo.
»«Los placeres sencillos son los mejores», solía decirnos.
»El joven Kissing aprovechó la tenacidad, con que la vida lo había dotado de niño y fue obteniendo una beca tras otra, hasta el día en que el viejo Campanero, hecho un mar de lágrimas, vio a su nieto licenciarse en Oxford con las mejores notas.
»Bien, ciertos individuos que se las dan de entendidos aseguran que los sellos de correos más raros son los ejemplares anormales o mutilados que inevitablemente resultan del proceso de impresión, pero eso no es cierto. Da igual las sumas que dichas monstruosidades alcancen cuando se ponen a la venta en el mercado: para el verdadero coleccionista no son más que material de desecho.
»No, las rarezas son los sellos que se han puesto oficialmente en circulación, de forma legal o no, pero en cantidades muy limitadas. A veces salen a la venta unos cuantos miles de sellos antes de que se detecte un problema. Otras veces son sólo unos pocos centenares, como ocurre cuando una única hoja consigue eludir el Tesoro Público.
«Pero en toda la historia del servicio de correos y telégrafos del Reino Unido existe una sola ocasión, una sola, en que una hoja de sellos haya sido radicalmente distinta de sus millones de compañeras. Así fue cómo ocurrió:
»En junio de 1840, un joven camarero medio loco llamado Edward Oxford había disparado dos revólveres, casi a bocajarro, contra la reina Victoria y el príncipe Alberto cuando éstos viajaban en un carruaje descubierto. Por suerte, ambos disparos erraron el blanco, y la reina, que por entonces estaba embarazada de cuatro meses de su primer hijo, resultó ilesa.
»Algunos creyeron que el intento de asesinato formaba parte de un complot organizado por el movimiento cartista, mientras que otros lo consideraban una conspiración de los partidarios de la Casa de Orange para colocar al duque de Cumberland en el trono de Inglaterra. Lo segundo se acercaba a la verdad más de lo que el gobierno creía, o más de lo que estaba dispuesto a admitir. Aunque Oxford pagó su delito al pasarse los siguientes veintisiete años encerrado en Bedlam (donde, dicho sea de paso, parecía más cuerdo que la mayoría de los internos y que muchos de los doctores), quienes lo habían adiestrado seguían en libertad, ocultos en la invisibilidad de la metrópoli. Tenían otras liebres a las que soltar.
»En el otoño de 1840, la firma Perkins, Bacon & Petch contrató a un aprendiz de tipógrafo llamado Jacob Tingle. Dado que era, ante todo, un ser muy ambicioso, el joven Jacob progresó en su oficio a pasos agigantados.
»Lo que sus jefes aún no sabían era que el tal Jacob Tingle era en realidad un simple peón en un peligrosísimo juego… del que sólo tenían conocimiento sus siniestros maestros.
Si había algo que me llamaba la atención en aquel relato era la forma en que mi padre le hacía cobrar vida. Casi me parecía estar tocando a los caballeros con sus almidonados cuellos y sus chisteras, a las damas con sus faldas de miriñaque y sus gorritos. Y a medida que los personajes de su relato cobraban vida, lo mismo le sucedía a papá.
– La misión de Jacob Tingle era un gran secreto: debía imprimir, utilizando para ello todos los medios que tuviera a su alcance, una hoja, una única hoja, de sellos Penny Black. Y debía hacerlo con la llamativa tinta de color naranja que se le había proporcionado a tal efecto. En una taberna situada junto al cementerio de St. Paul, un hombre con un sombrero de ala ancha, que permanecía sentado en la penumbra y hablaba en guturales susurros, le había entregado la botellita de tinta y una iguala.
»Una vez que hubiera impreso aquella hoja bastarda, Tingle debía esconderla en una resma de Penny Black normales, de los que se enviaban a las oficinas de correos de toda Inglaterra. En cuanto lo hubiera hecho, su misión habría terminado y el destino se encargaría del resto.
»Tarde o temprano, en algún lugar de Inglaterra, aparecería una hoja de sellos de color naranja, los cuales transmitirían un mensaje muy claro para quien tuviera ojos: «Estamos entre vosotros», dirían los sellos. «Nos movemos entre vosotros a nuestro antojo y sin que nos veáis.»
»El servicio de correos y telégrafos, ajeno a la conspiración, no tendría oportunidad alguna de retirar de la circulación los sellos incendiarios. Y en cuanto salieran a la luz, la noticia de su existencia correría como la pólvora. Ni siquiera el gobierno de su majestad podría mantenerlo en secreto. El resultado sería el terror en su máxima expresión.
«Aunque su mensaje llegó muy tarde, un agente secreto se había infiltrado en las filas de los conspiradores y había informado de que el descubrimiento de los sellos de color naranja constituiría la señal para que los conspiradores de todas partes iniciaran una nueva oleada de ataques individuales contra la familia real.
«Parecía un plan perfecto. Si fracasaba, sus autores sólo tenían que dejar pasar el tiempo y volver a intentarlo otro día. Pero no hubo necesidad de volver a intentarlo, porque el plan funcionó como un reloj.
»El día después de haberse reunido con el desconocido junto al cementerio de St. Paul se produjo una espectacular, si bien sospechosa, deflagración en un callejón que estaba justo detrás de Perkins, Bacon & Petch. Cuando los tipógrafos y el personal administrativo se precipitaron al exterior para ver el fuego, Jacob sacó con mucha serenidad la botellita de tinta de color naranja que llevaba oculta en el bolsillo, entintó el cliché con un rodillo que había escondido en un estante, tras una hilera de frascos con productos químicos, colocó una hoja de papel afiligranado humedecido e imprimió la hoja. Puede decirse que hasta le resultó demasiado fácil.
«Cuando los otros empleados regresaron a sus puestos, Jacob ya había ocultado la hoja de color naranja entre sus hermanas negras, había limpiado el cliché, había ocultado los trapos sucios y estaba preparando ya la siguiente tirada de sellos ordinarios. En ese momento apareció el viejo Joshua Butters Bacon, que se acercó al joven y lo felicitó por haber demostrado tanta calma ante el peligro. El anciano le dijo que llegaría lejos en el oficio.
»Y entonces el destino lo fastidió todo, como tiene por costumbre. Lo que los conspiradores no podían haber previsto era que el hombre del sombrero de ala ancha iba a ser embestido esa misma noche en Fleet Street, bajo la lluvia, por un caballo de tiro fugitivo, como tampoco podían haber previsto que con su último aliento abrazaría de nuevo la fe en la que lo habían educado y confesaría la conspiración (incluido el asunto de Jacob Tingle) a un policía envuelto en una capelina negra, que el moribundo confundió con la sotana de un sacerdote católico.
»Para entonces, sin embargo, Jacob Tingle ya había realizado su sucia labor y la hoja de sellos de color naranja ya viajaba, en el correo de la noche, hacia algún rincón desconocido de Inglaterra. Espero que todo esto no te parezca demasiado aburrido, Harriet.
¿Harriet? ¿Papá me había llamado «Harriet»?
No es raro que los padres con unas cuantas hijas reciten de un tirón todos los nombres, por orden de edad, cuando quieren llamar a la menor, así que ya estaba acostumbrada a que me llamaran «Ophelia Daphne Flavia, caray». Pero…
¿Harriet? ¡Jamás! ¿Había sido un simple lapsus línguae o acaso papá creía de verdad que le estaba contando aquella historia a Harriet?
Quise darle una paliza y dejarlo para el arrastre; quise abrazarlo; quise morirme.
Me di cuenta de que el sonido de mi voz podía romper el hechizo, así que sacudí lentamente la cabeza de un lado a otro, como si estuviera a punto de caérseme. En el exterior, el viento azotaba las enredaderas que bordeaban la ventana, mientras seguía lloviendo a mares.
– Se lanzó el grito de «¡Al ladrón!» -prosiguió al fin mi padre, y yo dejé de contener la respiración-. Se enviaron telegramas a los jefes de todas las oficinas de correos del territorio. Llegaran donde llegasen los sellos de color naranja, debían guardarse de inmediato bajo llave e informar en seguida al Tesoro Público de su paradero.
«Dado que a las ciudades se habían enviado las remesas más grandes de Penny Black, se creía que lo más probable es que los sellos de color naranja aparecieran en Londres o Manchester, o tal vez en Sheffield o Bristol. Sin embargo, dio la casualidad de que no aparecieron en ninguna de esas ciudades.
»Escondido en uno de los rincones más remotos de Cornualles se encuentra el pueblo de St. Mary-in-the-Marsh, un lugar en el que jamás había ocurrido nada y tampoco se esperaba que ocurriera nada.
»El jefe de la oficina de correos era un tal Melville Brown, un anciano caballero que ya había superado en unos cuantos años la edad habitual de jubilación, pero que intentaba sin demasiado éxito ahorrar una parte de su mísero sueldo para «que lo ayudara a pagarse el entierro», como le contaba a todo aquel que quisiera escuchar.
«Corno era de esperar, ya que St. Mary-in-the-Marsh se hallaba lejos de los caminos trillados en más de un sentido, el jefe de correos Brown no había recibido la directriz telegrafiada del Tesoro Público, así que se llevó una buena sorpresa unos cuantos días más tarde cuando, después de haber desembalado una pequeña remesa de Penny Black, procedió a contarlos para comprobar que el pedido cuadrara y se encontró, literalmente, con los sellos de color naranja entre los dedos.
»Obviamente, detectó al instante los sellos de color naranja. ¡Alguien había cometido un tremendo error! No había recibido, como hubiera sido de esperar, un folleto oficial de «Instrucciones para los jefes de correos» en el que se comunicara el cambio de color de los Penny Black. No, aquél era un asunto de suma importancia, aunque Brown no acabara de entender de qué se trataba.
»Durante un segundo (sólo un segundo, fíjate bien), Brown pensó que aquella hoja de sellos de extraño color podía tener un valor superior al nominal. Pocos meses después de que se introdujo el Penny Black, mucha gente, sobre todo de Londres, por lo que él había oído decir, gente que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo, había empezado a coleccionar sellos de correos autoadhesivos y a colocarlos en unos libritos. Un sello impreso fuera de registro o con los números de control invertidos podía llegar a valer una o dos libras, así que una hoja entera…
»Pero Melville Brown era uno de esos seres humanos que abundan tan poco como los arcángeles: era un hombre honrado. Así pues, procedió de inmediato a telegrafiar al Tesoro Público y, en menos de una hora, salió de Paddington un mensajero ministerial con la misión de recuperar los sellos y llevarlos de vuelta a Londres.
»El gobierno tenía intenciones de destruir de inmediato los sellos defectuosos, cosa que se disponía a hacer con toda la solemnidad oficial de una misa pontifical de réquiem. Joshua Butters Bacon, sin embargo, propuso que los sellos se conservaran en los archivos de la imprenta, o incluso en el Museo Británico, para que las futuras generaciones pudieran estudiarlos.
»A la reina Victoria, sin embargo, que, como dicen los estadounidenses, tenía bastante de urraca, se le ocurrió otra idea. Pidió que le entregaran uno solo de aquellos sellos como recordatorio del día en que se había salvado de las balas de un asesino. Los demás sellos debían ser destruidos por el directivo de rango más alto de la compañía que los había impreso.
»¿Quién se atrevía a decirle que no a la reina? Por aquella época, con las tropas británicas a punto de invadir Beirut, el primer ministro, el vizconde Melbourne (de quien se decía que en otros tiempos había mantenido un idilio con su majestad), tenía otras cosas en que pensar. Así que se dio carpetazo al asunto.
»Y así fue cómo la única hoja de sellos Penny Black de color naranja quedó reducida a cenizas en una vinagrera, en el despacho del director ejecutivo de Perkins, Bacon & Petch. Pero antes de encender la cerilla, Joshua Butters Bacon había recortado con una precisión quirúrgica (te hablo de una época en que aún no se había introducido el dentado) dos ejemplares: de una esquina de la hoja recortó el sello marcado como «AA» para la reina y de la otra esquina, en el mayor de los secretos, recortó para sí el sello marcado como «TL».
»Esos dos sellos recibirían un día, en el mundo del coleccionismo, el nombre de Vengadores del Ulster, aunque durante muchos años antes de que se conocieran con ese nombre, su mera existencia fue un secreto de Estado.
»Años más tarde, cuando tras la muerte de Bacon retiraron su mesa, cayó al suelo un sobre que de alguna manera estaba oculto detrás de ella. Como seguramente ya habrás adivinado, el barrendero que lo encontró era Ringer, el abuelo del doctor Kissing. Muerto el anciano Bacon, pensó el hombre, ¿qué mal había en llevarle a su nietecito de tres años, para que jugara un rato, el vistoso sello de color naranja que descansaba dentro del sobre?
Noté cómo la sangre se me agolpaba en las mejillas y recé para que mi padre no se diera cuenta. ¿Cómo podía, sin empeorar aún más la situación, decirle que los dos Vengadores del Ulster, uno marcado como «AA» y el otro como «TL», estaban en ese preciso instante, metidos de cualquier manera, en el fondo de mi bolsillo?