Era Pemberton y, al oír el sonido de su voz, el corazón me dio un vuelco. ¿Qué había querido decir con eso de «Y ahora le toca a Flavia»? ¿Acaso ya le había hecho algo horrible a Daffy, o a Feely o a… Dogger?
Antes siquiera de que tuviera tiempo de ponerme a imaginar, Pemberton me cogió por la parte superior del brazo en una llave paralizante y me hundió el pulgar en el músculo como ya había hecho antes. Intenté gritar, pero no me salió la voz. Por un momento, pensé que iba a vomitar.
Sacudí la cabeza bruscamente de un lado a otro, pero no me soltó hasta después de que hubiera transcurrido lo que a mí se me antojó una eternidad.
– Pero, antes, Frank y Flavia tendrán una pequeña charla -dijo en un tono familiar, como si estuviéramos paseando por el parque.
En ese momento me di cuenta de que me hallaba a solas con un chiflado en mi propia Calcuta.
– Te voy a quitar esto de la cabeza, ¿me entiendes?
Me quedé completamente inmóvil, petrificada.
– Escúchame, Flavia, y escúchame bien. Si no haces exactamente lo que te digo, te mataré. Así de fácil. ¿Lo entiendes?
Asentí a duras penas.
– Bien. Y ahora, quieta.
Pemberton tiró con fuerza de los nudos que había atado en su propia chaqueta y, casi al momento, el tejido resbaladizo y sedoso del forro empezó a deslizarse por mi rostro y luego se desprendió por completo.
La luz de la linterna que llevaba Pemberton fue como un mazazo que me deslumbró. Retrocedí, aturdida. En mi campo de visión se alternaron las estrellas centelleantes y los parches negros. Llevaba tanto tiempo a oscuras que hasta la luz de una simple cerilla me habría resultado intolerable, pero Pemberton me enfocaba con una poderosa linterna directamente -y también deliberadamente- a los ojos.
Dado que no podía levantar las manos para protegerme, lo único que podía hacer era girar la cabeza a un lado, cerrar los ojos con fuerza y aguardar a que desaparecieran las náuseas.
– Duele, ¿verdad? -dijo-. Pues no te va a doler ni la mitad de lo que te haré si vuelves a mentirme.
Abrí los doloridos ojos y traté de enfocarlos en un rincón oscuro del foso.
– ¡Mírame!-me exigió Pemberton.
Volví la cabeza hacia él y lo miré sin dejar de parpadear, con algo que se me antojó una horrenda mueca. No veía al hombre que estaba tras el cristal redondo de la linterna, cuya intensa luz aún me abrasaba el cerebro como si del gigantesco sol blanco del desierto se tratara.
Muy despacio, tomándose su tiempo, Pemberton desvió a un lado el deslumbrante haz de luz y lo apuntó al suelo. En algún lugar, tras el resplandor, aquel hombre no era más que una voz en la oscuridad.
– Me has mentido.
Me encogí de hombros como pude.
– Me has mentido -repitió Pemberton, esta vez en un tono más alto que me permitió detectar la tensión en su voz-. En el reloj no había nada escondido, excepto el Penny Black.
O sea, ¡que había estado en Buckshaw! El corazón me empezó a revolotear igual que un pájaro enjaulado.
– Gggg -dije.
Pemberton pensó durante un instante, pero no tenía alternativa.
– Te voy a quitar el pañuelo de la boca, pero antes quiero enseñarte algo.
Recogió su chaqueta de tweed del suelo del foso y rebuscó algo en el bolsillo. Cuando retiró la mano, sostenía en ella un objeto reluciente de metal y cristal. ¡Era la jeringuilla de Bonepenny! Me la acercó para que la viera.
– Era esto lo que buscabas, ¿verdad? En la posada y en el jardín. ¡Y resulta que ha estado aquí todo el rato!
Soltó una carcajada nasal, como un cerdo, y se sentó en los escalones. Sujetando la linterna entre ambas rodillas, sostuvo en alto la jeringuilla mientras con la otra mano sacaba de la chaqueta una botellita marrón. Apenas tuve tiempo de leer la etiqueta antes de que Pemberton le quitara el tapón y llenara la jeringuilla.
– Supongo que sabes qué es esto, ¿verdad, doña Sabihonda?
Lo miré fijamente a los ojos pero, por lo demás, no di muestras de haberlo oído.
– Y no te creas que no sé dónde y cómo inyectarlo. Por algo me pasé un montón de horas en la sala de disección del hospital de Londres. Una vez que dejé fuera de combate a Bonepenny, lo de la inyección fue casi pan comido: se inclina un poco hacia un lado, a través del splenius capitis y del semispinalis capitis, se hace una punción en el ligamento atlantoaxial y se desliza la aguja por encima del arco del axis. Y voilà, se acabó. El tetracloruro de carbono se evapora en un santiamén sin dejar apenas rastro. El crimen perfecto, aunque está mal que yo lo diga.
¡Justo tal y como yo había deducido! Y, sin embargo, ¡ahora sabía exactamente cómo lo había hecho! Aquel hombre estaba más loco que una cabra.
– Ahora escúchame -dijo-. Voy a sacarte el pañuelo de la boca y me vas a decir qué has hecho con los Vengadores del Ulster. Una palabra en falso…, un movimiento en falso y…
Sostuvo la jeringuilla en alto, casi rozándome la nariz, y apretó ligeramente el émbolo. Durante un segundo aparecieron de la punta de la aguja unas gotas de tetracloruro de carbono, como si fueran gotas de rocío, que en seguida cayeron al suelo. Me llegó a la nariz el conocido hedor de la sustancia.
Pemberton apoyó la linterna en los escalones y la orientó de forma que me enfocara directamente a la cara. Colocó al lado la jeringuilla.
– Abre -dijo.
Ésta fue la idea que me asaltó de repente: para sacar el pañuelo, tenía que introducirme en la boca el índice y el pulgar, cosa que yo aprovecharía para mordérselos con todas mis fuerzas… ¡y arrancárselos de una dentellada!
Pero luego… ¿qué? Aún seguía atada de pies y manos y, por mucho que lo mordiera, Pemberton aún podría matarme sin dificultad.
Separé un poco las doloridas mandíbulas.
– Abre más -dijo, frenándose.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos, me introdujo los dedos en la boca y sacó el empapado pañuelo. Durante apenas un segundo, la sombra de su mano tapó la luz de la linterna, de modo que no pudo ver -pero yo sí- el destello de color naranja cuando la bola húmeda cayó al suelo en mitad de la oscuridad.
– Gracias -murmuré con voz ronca, en lo que constituía mi primer movimiento de la segunda parte del juego. Pemberton pareció sorprendido-. Los habrá encontrado alguien -grazné-. Los sellos, quiero decir. Los escondí en el reloj… Lo juro.
Supe de inmediato que había ido demasiado lejos. Si ésa fuese la verdad, Pemberton ya no tendría ningún motivo para mantenerme con vida, pues yo era la única persona que sabía que él era un asesino.
– A menos…-me apresuré a añadir.
– ¿A menos? ¿A menos que qué?
Se abalanzó sobre mis palabras como un chacal sobre un antílope derribado.
– Los pies -dije-. Me duelen. No puedo pensar. No puedo…, por favor, al menos aflójeme los nudos… sólo un poco.
– De acuerdo -accedió tras pensarlo sorprendentemente muy poco-. Pero voy a dejarte las manos atadas, así no irás a ninguna parte.
Asentí vigorosamente. Pemberton se arrodilló y desabrochó la hebilla de su cinturón. Cuando el cuero se desprendió de mis tobillos, reuní todas mis fuerzas y le propiné una patada en los dientes. Él se tambaleó hacia atrás: oí el ruido de su cabeza al chocar contra el hormigón y el sonido de un objeto metálico al caer al suelo y rodar hasta un rincón. Pemberton se deslizó pesadamente por el muro hasta quedar sentado, mientras yo subía los escalones renqueando.
Subí…, uno…, dos… Golpeé torpemente la linterna con los pies, que cayó rodando hasta el foso, donde se detuvo con el haz de luz enfocando la suela de uno de los zapatos de Pemberton.
Tres…, cuatro… Tenía la sensación de que mis pies no eran más que muñones cercenados a la altura de los tobillos.
Cinco…
Sin duda, la cabeza ya me sobresalía del borde del foso, pero si ése era el caso, la estancia se hallaba completamente a oscuras. La única luz era la de un débil resplandor rojo sangre procedente de las ventanas de la puerta de fuelle. En la calle debía de haber anochecido, lo que significaba que había dormido durante horas.
Mientras intentaba recordar dónde estaba la puerta, oí a Pemberton escarbar en el foso. El haz de luz de la linterna zigzagueó frenéticamente por el techo y, de repente, Pemberton subió los escalones y me alcanzó. Se abalanzó sobre mí y me estrujó hasta cortarme la respiración. Oí los huesos de los hombros y de los codos que crujían en el interior de mi cuerpo. Intenté darle una patada en la espinilla, pero lo cierto es que ya casi había conseguido reducirme. Nos tambaleamos de un lado a otro del cobertizo, girando como trompos.
– ¡No! -gritó cuando perdió el equilibrio y cayó de espaldas al foso, arrastrándome en su caída.
Se estrelló contra el suelo con un espantoso golpe seco y, en ese mismo instante, yo aterricé sobre su cuerpo. Oí su grito ahogado en la oscuridad. ¿Se habría partido la espalda? ¿O se levantaría otra vez de un salto y me zarandearía como a una muñeca de trapo?
Como si se tratara de una inesperada erupción, Pemberton me apartó de un golpe y salí volando para aterrizar de bruces en un rincón del foso. Como un gusano, fui arrastrándome hasta conseguir ponerme de rodillas, pero ya era demasiado tarde: Pemberton me sujetaba un brazo con fuerza y me arrastraba hacia los escalones.
Le resultó casi demasiado fácil: se acuclilló, recogió la linterna del lugar donde había caído y luego se dirigió hacia los escalones. Yo creía que la jeringuilla había caído al suelo, pero probablemente era el frasco lo que había oído caer, porque un segundo más tarde vi centellear la aguja en la mano de Pemberton… y en seguida noté la punta en la nuca.
Lo único que pude pensar fue que necesitaba ganar tiempo.
– Usted mató al señor Twining, ¿verdad? -jadeé-. Usted y Bonepenny.
Mi comentario lo pilló desprevenido y noté que aflojaba los dedos ligeramente.
– ¿Qué te hace pensar eso? -me susurró al oído.
– Fue Bonepenny quien subió al tejado -dije-… Fue él quien gritó «Vale!» imitando la voz de Twining. Y fue usted quien arrojó el cuerpo por el agujero.
Pemberton cogió aire por la nariz.
– ¿Te lo contó Bonepenny?
– Encontré la toga y el birrete bajo las tejas -dije-. Lo deduje yo sola.
– Eres muy lista -dijo, casi como si lo lamentara.
– Y ahora que ha matado usted a Bonepenny, los sellos son suyos. O lo serían si supiera dónde están.
Esas palabras lo enfurecieron. Me apretó más el brazo y, de nuevo, me clavó el pulgar en el músculo. Grité de dolor.
– Cinco palabras, Flavia -dijo entre dientes-. ¿Dónde están los puñeteros sellos?
En el largo silencio que siguió, aturdida aún por el dolor, me refugié en las fantasías de mi mente. ¿Era ése el fin de Flavia?, me pregunté. En ese caso, ¿me estaría viendo Harriet? ¿Estaría en ese preciso instante sentada sobre una nube, con las piernas colgando, diciéndome: «¡Oh, no, Flavia! ¡No hagas eso; no digas lo otro! ¡Cuidado, Flavia, cuidado!»
Si estaba sentada allí arriba, no la oía; tal vez yo estuviera mucho más lejos de Harriet que Feely o Daffy. Tal vez a mí me hubiera querido menos. Era triste admitirlo, pero de las tres hijas de Harriet, yo era la única que no conservaba recuerdos reales de ella. Feely, la muy avara, había disfrutado y acaparado ocho años de amor materno. Y Daffy insistía en que, a pesar de tener apenas tres años cuando Harriet desapareció, recordaba perfectamente la imagen de una mujer esbelta y risueña que le ponía un almidonado vestido y un gorrito, la sentaba sobre una manta en un prado iluminado por el sol y le hacía fotos con una cámara de fuelle antes de darle un pepinillo en vinagre.
Fue otro pinchazo el que me devolvió a la realidad: tenía la aguja en el tronco cerebral.
– Los Vengadores del Ulster. ¿Dónde están?
Señalé con un dedo el rincón del foso donde yacía el pañuelo, envuelto en sombras. Mientras Pemberton trataba de enfocarlo con la linterna, desvié la mirada y luego miré hacia arriba, como dicen que hacían los santos de antaño cuando buscaban la salvación.
Lo oí antes de verlo. Oí una especie de ronroneo apagado, como si un pterodáctilo gigante estuviera revoloteando en el exterior, sobre el cobertizo del foso. Un segundo más tarde se produjo un monumental y aterrador impacto, seguido de una lluvia de cristales.
Sobre nuestras cabezas, por encima de la boca del foso, una intensa luz amarilla inundó el cobertizo e iluminó las minúsculas nubes de vapor que ascendían como si fueran las almas hinchadas de los difuntos. Incapaz de moverme, me quedé mirando la aparición, extrañamente familiar, que se había detenido temblando sobre la boca del foso.
«Es una crisis nerviosa -pensé-. Me he vuelto loca.»
Justo sobre mi cabeza, palpitando como si tuviera vida, se hallaban los bajos del Rolls-Royce de Harriet. Antes de que pudiera siquiera parpadear, se abrieron las puertas del coche y oí un ruido de pasos sobre mi cabeza.
Pemberton trató de alcanzar los escalones y de escabullirse como una rata acosada. Al llegar arriba se detuvo e intentó desesperadamente abrirse paso entre el borde del foso y el parachoques delantero del Phantom. Una mano sin cuerpo apareció entonces y lo agarró del cuello de la camisa, para después sacarlo a rastras del foso como si sacara un pez de un estanque. Los zapatos de Pemberton desaparecieron en la luz, justo encima de mí, y oí una voz -¡la de Dogger!- que decía:
– Usted perdone.
Se oyó un desagradable crujido y algo se estrelló contra el suelo allí arriba, como si fuera un saco de nabos.
Aún estaba aturdida cuando hizo presencia la aparición, que iba toda vestida de blanco. Se escurrió sin problemas por la angosta abertura entre el cromo y el hormigón y a continuación descendió rápidamente, en un revoloteo de faldas, hasta el fondo del foso. Cuando me echó los brazos al cuello y sollozó en mi hombro, noté que su delgado cuerpo temblaba como una hoja.
– ¡Tonta, más que tonta! -repetía una y otra vez, rozándome el cuello con sus labios en carne viva.
– ¡Feely! -dije, apabullada por la sorpresa-. ¡Te estás manchando de aceite tu mejor vestido!
Ya en el exterior del foso, en Cow Lane, me pareció todo un sueño: Feely lloraba arrodillada, aferrándome la cintura con los brazos. Mientras yo permanecía allí inmóvil, tuve la sensación de que todo se disolvía entre nosotras, de que por un instante nos convertíamos en un único ser iluminado por los rayos de la luna en un sombrío callejón.
Y entonces fue como si todos los vecinos de Bishop's Lacey se materializaran en aquel lugar, como si surgieran lentamente de la oscuridad, cacareando como concejales ante el escenario iluminado por linternas y el enorme boquete donde antes estaba la puerta del cobertizo del foso, contándose unos a otros qué estaban haciendo en el momento en que el terrible estruendo había retumbado por todo el pueblo. Era como una escena de aquella obra, Brigadoon, en la que un pueblo resucita lentamente un único día cada cien años.
El Phantom de Harriet, con el hermoso radiador agujereado después de haber sido utilizado como ariete, humeaba en silencio frente al cobertizo del foso y perdía lentamente agua sobre el polvo. Algunos de los lugareños más musculosos, entre ellos Tully Stoker, habían empujado hacia atrás el pesado vehículo para que Feely me ayudara a salir del foso y me plantara ante el intenso resplandor de los enormes faros delanteros del Phantom.
Feely ya se había puesto en pie, pero aún seguía pegada a mí como una lapa a un acorazado, parloteando sin descanso.
– Lo seguimos, claro. Dogger sabía que no habías vuelto a Buckshaw y vimos a alguien merodeando cerca de la casa…
Nunca antes, en toda mi vida, Feely me había dirigido tantas palabras seguidas, por lo que saboreé el momento.
– Dogger llamó a la policía, claro, pero luego dijo que si seguíamos al hombre…, si manteníamos los faros apagados y no nos acercábamos mucho… ¡Ay, Señor, tendrías que habernos visto volar por los caminos!
«Ah, el silencioso Roller», pensé. Pero papá se iba a poner muy furioso cuando descubriera los daños.
La señora Mountjoy se mantenía apartada, arropándose en el chal de lana que llevaba sobre los hombros y contemplando con mirada torva la astillada brecha que antes ocupaba la puerta del cobertizo del foso, como si aquella brutal profanación de los bienes de la biblioteca fuera la gota que colmaba el vaso. Intenté atraer su mirada, pero ella la desvió con gesto nervioso hacia su casita, como si ya hubiera tenido suficientes emociones por una noche y quisiera regresar a su hogar.
La señora Mullet también estaba allí, acompañada de un hombre bajito y más bien regordete que obviamente la estaba conteniendo. «Ése debe de ser su marido, Alf», pensé. Desde luego, no era el Jack Spratt que yo imaginaba. De haber estado sola, la señora Mullet se habría abalanzado sobre mí, me habría echado los brazos al cuello y se habría puesto a llorar, pero al parecer Alf era de la opinión de que las muestras públicas de afecto no son adecuadas. Sin embargo, le dediqué una tímida sonrisa a la señora Mullet y ella se secó una lágrima con la punta de un dedo.
En ese momento, el doctor Darby apareció por allí con tanta parsimonia como si hubiera salido a dar un paseo vespertino. A pesar de que su aspecto era relajado, no pude evitar fijarme en que llevaba consigo el maletín negro de médico. Su residencia, que también era consulta, se hallaba a la vuelta de la esquina, en High Street, por lo que era más que posible que hubiera oído el estrépito de madera y cristales rotos. Me observó detenidamente de pies a cabeza.
– ¿Estás bien, Flavia? -me preguntó mientras se inclinaba hacia adelante para mirarme a los ojos.
– Perfectamente, doctor Darby, muchas gracias -contesté educadamente-. ¿Y usted?
Buscó sus caramelos de menta. Antes incluso de que terminara de sacar la bolsita de papel del bolsillo, a mí ya se me hacía la boca agua igual que a un perro. Después de tantas horas encerrada y amordazada, tenía el interior de la boca como una boya victoriana.
El doctor Darby hurgó durante unos segundos entre los caramelos, eligió el que le pareció más apetitoso y se lo metió en la boca. Un segundo más tarde se alejó hacia su casa.
La reducida multitud se apartó cuando un coche que venía por High Street giró para entrar en Cow Lane. Al detenerse bruscamente el vehículo junto al muro de piedra, los faros iluminaron las dos figuras que permanecían muy juntas bajo un roble: Mary y Ned. No se acercaron, pero me sonrieron con timidez desde las sombras.
¿Los habría visto juntos Feely? Supuse que no, porque aún estaba parloteando conmigo, hablándome del rescate hecha un mar de lágrimas. En cuanto Feely los viera, sin embargo, no me iba a quedar más remedio que hacer de árbitro en una rústica pelea a tortazos y tirones de pelo. Daffy me había dicho en una ocasión que, en las peleas, normalmente es la hija del señorito quien da el primer tortazo, y nadie conocía mejor que yo la manía que Feely le tenía a Mary. Aun así, me enorgullece afirmar que tuve la suficiente presencia de ánimo -y las agallas, también- de felicitar furtivamente a Ned haciéndole un gesto con el pulgar.
Se abrió la puerta trasera del Vauxhall y bajó el inspector Hewitt. Al mismo tiempo, los sargentos detectives Graves y Woolmer abandonaron los asientos delanteros del coche y descendieron con sorprendente elegancia en Cow Lane.
El sargento Woolmer se dirigió rápidamente hacia el lugar en el que Dogger retenía a Pemberton mediante una especie de complicada y dolorosa llave, que lo obligaba a inclinarse hacia adelante como si fuera una estatua de Atlas sosteniendo el mundo sobre sus hombros.
– Yo me ocupo de él, señor -dijo Woolmer.
Un instante más tarde, me pareció oír el chasquido de unas esposas niqueladas al cerrarse.
Dogger siguió con la mirada a Pemberton, a quien el agente Woolmer obligó a caminar hasta el coche de la policía. Después se volvió hacia mí y se acercó muy despacio. Mientras Dogger se aproximaba, Feely me susurró algo apresuradamente al oído:
– Fue Dogger quien propuso que utilizáramos la batería del tractor para poner el coche en marcha. No olvides felicitarlo.
Dicho lo cual, me dejó caer la mano y se retiró. Dogger se detuvo frente a mí, con las manos colgando a los lados del cuerpo. De haber tenido un sombrero, sin duda estaría retorciéndolo. Nos quedamos inmóviles, mirándonos el uno al otro.
No quería darle las gracias poniéndome a hablar de baterías. Más bien prefería decir lo correcto, pronunciar valientes palabras que todo el mundo recordara durante años en Bishop's Lacey. Una figura oscura que se movió ante los faros del Vauxhall captó mi atención y, durante un segundo, nos envolvió en su sombra a Dogger y a mí. Era un perfil conocido, una silueta en blanco y negro que se recortaba contra el resplandor de los faros: papá.
Empezó a caminar muy despacio hacia mí, casi con timidez, pero cuando reparó en que Dogger estaba conmigo, se detuvo y, como si acabara de recordar algo de trascendental importancia, se volvió hacia un lado para intercambiar unas palabras en voz baja con el inspector Hewitt.
La señorita Cool, la jefa de la oficina de correos, me saludó amablemente con la cabeza, pero se mantuvo apartada, como si en cierta manera yo fuera una Flavia distinta de la que -¿sólo habían transcurrido dos días?- le había comprado en la tienda un chelín y seis peniques de caramelos.
– Feely -dije, volviéndome hacia mi hermana-, hazme un favor: baja al foso y tráeme mi pañuelo…, y asegúrate de que no se pierda lo que está envuelto dentro. Tu vestido ya está que da pena, así que no creo que te importe mucho. Anda, sé buena.
Feely abrió la boca más o menos un metro y, por un momento, creí que iba a darme un puñetazo en los dientes. La cara se le puso tan roja como los labios. Pero luego, sin previo aviso, giró sobre sus talones y se perdió entre las sombras del cobertizo del foso.
Me volví hacia Dogger para pronunciar el comentario que pasaría a la historia, pero él se me adelantó:
– Vaya, señorita Flavia -dijo en voz baja-, ¡parece que esta noche va a hacer muy buen tiempo!