Subí a toda prisa la escalera del ala oeste. Mi primer impulso fue despertar a papá, pero algo -una especie de gigantesco imán invisible- me obligó a pararme en seco. Daffy y Feely no servían de nada en caso de emergencia, así que avisarlas era perder el tiempo. Tan rápido y con tanto sigilo como me fue posible, corrí hasta la parte de atrás de la casa, concretamente hasta el minúsculo cuartito que estaba en lo alto de la escalera de la cocina. Llamé a la puerta con suavidad.
– ¡Dogger! -susurré-. Soy yo, Flavia.
En el interior no se oyó ningún ruido, así que volví a llamar y, tras dos eternidades y media, oí a Dogger arrastrar los pies, enfundados en zapatillas, por el suelo de la habitación. La cerradura emitió un sonoro chasquido cuando Dogger descorrió el cerrojo y, a continuación, el hombre entreabrió la puerta apenas unos centímetros. A la luz del amanecer me di cuenta de que estaba ojeroso, como si no hubiera dormido.
– Hay un cadáver en el jardín -dije-. Será mejor que baje usted.
Mientras yo cambiaba el peso de un pie a otro y me mordisqueaba las uñas, Dogger me dirigió una mirada que sólo puedo definir como cargada de reproches, y después desapareció en la oscuridad de su habitación para vestirse. Cinco minutos más tarde estábamos el uno junto al otro en el sendero del jardín.
Pronto resultó obvio que aquél no era el primer cadáver que veía Dogger. Como si llevara toda la vida haciendo lo mismo, se arrodilló y le buscó el pulso colocando dos dedos en el ángulo posterior de la mandíbula. Por su mirada distante e inexpresiva supe que no lo había encontrado. Se puso en pie muy despacio y se sacudió las manos, como si en cierta manera estuvieran contaminadas.
– Informaré al coronel -dijo.
– ¿No deberíamos llamar a la policía? -le pregunté.
Dogger se pasó los largos dedos por la barbilla sin afeitar, como si estuviera ponderando una cuestión de trascendental importancia. En Buckshaw, el uso del teléfono estaba gravemente restringido.
– Sí -dijo al fin-, supongo que deberíamos llamar a la policía.
Nos encaminamos juntos, tal vez demasiado despacio, a la casa. Dogger descolgó el teléfono y se acercó el auricular a la oreja, pero me fijé en que mantenía un dedo de la otra mano apoyado con fuerza en el botón de la horquilla. Abrió y cerró la boca varias veces, para después palidecer. Empezó a temblarle el brazo y, durante un segundo, creí que iba a dejar caer el aparato. Me dirigió una mirada de impotencia.
– Deme -le dije, quitándole el artilugio de las manos-. Ya lo hago yo. Bishop's Lacey, dos, dos, uno -dije al auricular, mientras pensaba que Sherlock Holmes no podría haber evitado una sonrisa ante tal coincidencia.
– Policía -respondió una voz en tono oficioso al otro lado de la línea.
– ¿Agente Linnet? -dije-. Soy Flavia de Luce, llamo desde Buckshaw.
Jamás había hecho nada parecido, así que no me quedaba más remedio que imitar lo que había oído en la radio y lo que había visto en el cine.
– Quisiera informar de una muerte -dije-. ¿Puede usted enviar a un inspector?
– ¿Quiere usted decir una ambulancia, señorita Flavia? -respondió el agente-. Normalmente no avisamos a los inspectores de policía, a no ser que las circunstancias sean sospechosas. Espere un momento, que cojo un lápiz…
Se produjo una exasperante pausa durante la cual oí al agente rebuscar entre sus artículos de escritorio.
– Bien -prosiguió al fin-, dígame cómo se llama el difunto. Despacito y primero el apellido.
– No sé cómo se llama -respondí-. Es un desconocido.
Y era cierto: no sabía cómo se llamaba. Lo que sí sabía, y con toda seguridad, era que el cadáver del jardín -el cadáver de pelo rojo, el cadáver del traje gris- era el del hombre al que yo había espiado a través del ojo de la cerradura del estudio. El hombre al que papá había…
No, pero eso no podía decírselo a la policía.
– No sé cómo se llama -repetí-. Jamás había visto a ese hombre.
Me había pasado de la raya.
La señora Mullet y la policía llegaron en el mismo momento, ella a pie desde el pueblo y ellos en un Vauxhall azul. Las ruedas crujieron sobre la gravilla y, tras detenerse el coche, la puerta delantera se abrió con un chirrido y un hombre descendió frente a la casa.
– Señorita De Luce -dijo, como si el hecho de pronunciar mi nombre en voz alta me pusiera a su merced-. ¿Puedo llamarte Flavia?
Asentí. -Soy el inspector de policía Hewitt. ¿Está tu padre en casa?
El inspector era un hombre de aspecto bastante agradable, con el pelo ondulado, los ojos grises y cierto porte de bulldog que me recordó a Douglas Bader, el as del caza Spit-fire, cuyas fotos había visto en los números atrasados de The War lllustrated que formaban pilas de bordes blancos en el salón.
– Sí que está -respondí-, pero se encuentra indispuesto. -Un término que había tomado prestado de Ophelia-. Yo misma le mostraré el cadáver.
La señora Mullet se quedó boquiabierta y casi se le salieron los ojos de las órbitas.
– ¡Madre de Dios! Discúlpeme usted, señorita Flavia, pero… ¡Ay, madre de Dios!
Si en ese momento hubiera llevado un delantal, se lo habría quitado en un santiamén y habría echado a correr, pero no lo llevaba. Lo único que hizo fue cruzar la puerta abierta tambaleándose.
Dos hombres vestidos con traje azul, que hasta ese momento habían permanecido en el asiento trasero del coche como si aguardaran instrucciones, empezaron a descender lentamente.
– El sargento detective Woolmer y el sargento detective Graves -dijo el inspector Hewitt.
El sargento Woolmer era grandote y fornido, y lucía la nariz aplastada de un boxeador; el sargento Graves, en cambio, parecía más bien un alegre gorrioncillo rubio con hoyuelos en las mejillas, que me sonrió al estrecharme la mano.
– Y ahora, si eres tan amable -dijo el inspector Hewitt.
Los sargentos detectives descargaron su instrumental del maletero del Vauxhall y, acto seguido, los conduje a los tres en solemne procesión por la casa hasta llegar al jardín. Tras indicarles dónde estaba el cadáver, contemplé fascinada al sargento Woolmer, que sacó una cámara de su caja y la montó sobre un trípode de madera. Después, con movimientos sorprendentemente delicados a pesar de tener los dedos gruesos como salchichas, procedió a realizar microscópicos ajustes en los pequeños controles plateados de la cámara. Mientras él tomaba unas cuantas fotografías del jardín, dedicándole especial atención al huerto de pepinos, el sargento Graves abrió una gastada maleta de piel en la que había varias hileras de frascos perfectamente ordenados y en la que también alcancé a ver un paquete de sobres de papel siliconado.
Di un paso al frente para ver mejor, mientras la boca se me hacía agua.
– Me pregunto, Flavia -dijo el inspector Hewitt, entrando con cautela en el huerto de pepinos-, si podrías pedirle a alguien que nos prepare un té.
Supongo que advirtió mi expresión.
– La verdad es que esta mañana empezamos muy pronto a trabajar. ¿Crees que podrías conseguir algo de comer por ahí?
O sea, que era eso. Igual en un nacimiento que en una muerte. Sin decir siquiera «Hola, ¿cómo estás?», se recluta a la única fémina del lugar para que vaya corriendo a ver si el agua ya hierve. ¿Que consiguiera algo de comer por ahí? ¿Por quién me había tomado, por una especie de cowboy?
– Veré lo que puedo hacer, inspector -dije, espero que en tono glacial.
– Gracias -respondió él. Y justo después, mientras me alejaba hecha una furia hacia la cocina, añadió-: Ah, Flavia…
Me volví con gesto expectante.
– Ya entraremos nosotros. No hace falta que vuelvas a salir.
¡Qué cara! Pero ¡qué cara más dura!
Ophelia y Daphne ya estaban sentadas a la mesa, desayunando. La señora Mullet les había filtrado la macabra noticia, así que habían tenido tiempo más que suficiente para adoptar poses de fingida indiferencia.
Los labios de Ophelia no habían reaccionado aún a mi preparado, pero igualmente tomé buena nota mental de registrar más tarde la hora de la observación.
– He encontrado un cadáver en el huerto de pepinos -les dije.
– Muy propio de ti -dijo Ophelia, para después seguir arreglándose las cejas.
Daphne ya había terminado El castillo de Otranto y había avanzado bastante en la lectura de Nicholas Nickleby. Sin embargo, reparé en que se mordisqueaba el labio inferior mientras leía, lo cual era un signo inequívoco de falta de concentración.
Se produjo un operístico silencio.
– ¿Había mucha sangre? -preguntó Ophelia al fin.
– No -respondí-. Ni una gota.
– ¿De quién es el cadáver?
– No lo sé -dije, aliviada ante aquella oportunidad de refugiarme tras la verdad.
– La muerte de un perfecto desconocido -proclamó Daphne con su mejor voz de locutora de la BBC.
Abandonó la lectura de Dickens, aunque tomó la precaución de señalar la página exacta con un dedo.
– ¿Cómo sabes que es un desconocido? -le pregunté.
– Elemental -respondió Daffy-. No eres tú, no soy yo y no es Feely. La señora Mullet está en la cocina, Dogger está en el jardín con los polis y papá estaba arriba hace un momento chapoteando en su baño.
Estaba a punto de decirle que era a mí a quien había oído chapotear, pero en el último momento cambié de idea: cualquier alusión al baño conducía inevitablemente a pullas varias sobre mi higiene personal. Sin embargo, y tras lo que había acontecido de madrugada en el jardín, había sentido la repentina necesidad de darme un rápido remojón.
– Seguramente lo han envenenado -dije-. Al desconocido, rae refiero.
– Siempre los envenenan, ¿eh? -dijo Feely, sacudiendo la melena-. Por lo menos, en esas morbosas noveluchas de detectives. En este caso, seguramente cometió el fatal error de comer algo cocinado por la señora Mullet.
Cuando Feely apartó con gesto brusco los pegajosos restos de un huevo cocido en agua tibia, algo resplandeció en mi mente, como un rescoldo que se despega de la rejilla y cae al fuego, pero antes de que pudiera pararme a analizarlo, el hilo de mis pensamientos se vio interrumpido.
– Escucha esto -dijo Daphne, leyendo en voz alta-. Fanny Squeers está escribiendo una carta: «…mi papá parece que tiene una máscara, lleno de latimaduras tanto azules como verdes también dos formas impregnadas en su sangre. Nos vimos hobligados a cargarlo hasta la cocina donde yace ahora. […] Cuando el sobriño suyo que usted recomendó como maestro terminó de hacerle eso a mi papá y saltó sobre su cuerpo con sus pies y también con lerguaje que no voy a describir para no hensusiar mi pluma, atacó a mi mamá con horrible violencia, la lanzó a tierra y le clavó la peineta posterior varios centímetros en la cabeza. Un poquito más y le habría entrado en el cráneo. Tenemos un certrificado médico de que si lo hubiera hecho, el carapacho de tortuga le habría afectado el cerebro.»
»Y ahora escucha este otro fragmento: «Yo y mi hermano fuimos luego víctimas de su furria desde entonces nos duele mucho lo que nos lleva a la orrenda idea de que recibimos algún daño en nuestros adentros, especialmente porque no hay marcas de violencia visibles externamente. Estoy gritando muy alto todo el tiempo que escribo…»
A mí me parecía un caso claro de envenenamiento por cianuro, pero no me apetecía mucho compartir mi punto de vista con aquel par de zafias.
– «Gritando muy alto todo el tiempo que escribo» -repitió Daffy-. ¿Te imaginas?
– Sé muy bien lo que se siente -respondí, al tiempo que apartaba el plato y dejaba el desayuno intacto.
Después subí muy despacio por la escalera del ala este y me encerré en mi laboratorio.
Cuando estaba molesta por algo, me dirigía siempre a mi sanctasanctórum. Allí, entre frascos y vasos de precipitados, dejaba que me invadiera lo que yo denominaba el Espíritu de la Química. Allí recreaba a veces, paso a paso, los descubrimientos de los grandes químicos de la historia, o con gesto reverencial bajaba de la librería uno de los volúmenes que componían la preciada biblioteca de Tar de Luce, como, por ejemplo, la traducción inglesa del Tratado elemental de química de Antoine Lavoisier. Aunque se había publicado en 1790, las hojas del libro seguían igual de crujientes que el papel de la carnicería, y eso que habían transcurrido ciento sesenta años. Cómo disfrutaba de aquellos anticuados nombres, que sólo esperaban a que alguien los sacara de entre las páginas: mantequilla de antimonio…, flores de arsénico…
«Venenos fétidos», los llamaba Lavoisier, pero yo me deleitaba pronunciando sus nombres y disfrutaba como un cerdo revolcándose en el barro.
– ¡Amarillo real! -exclamé en voz alta, llenándome la boca con esas palabras y saboreándolas a pesar de su naturaleza venenosa-. ¡Licor fumante de Boyle! ¡Ácido de hormigas!
Pero ese día no funcionaba. Mis pensamientos volvían una y otra vez a papá y no podía dejar de darle vueltas a lo que había oído y visto. ¿Quién era ese tal Twining -el «viejo Cuppa»- al que según papá habían matado? ¿Y por qué papá no había bajado a desayunar? Eso sí que me tenía preocupada, pues él siempre insistía en que el desayuno era «el banquete del organismo» y, por lo que yo sabía, no había nada en la faz de la Tierra capaz de conseguir que se lo saltara.
Luego, claro, pensé también en el pasaje de Dickens que Daphne nos había leído y en las lastimaduras azules y verdes. ¿Acaso papá se había peleado con el desconocido y había sufrido heridas que no podría esconder si se sentaba a la mesa? ¿O acaso había sufrido esos daños en sus adentros que describía Fanny Squeers, es decir, esas heridas que no dejaban marcas externas de violencia? Tal vez fuera eso lo que le había ocurrido al hombre del pelo rojo, lo cual aclararía por qué no había visto ni una gota de sangre. ¿Era papá un asesino? ¿Otra vez?
La cabeza me daba vueltas. Para calmarme, no se me ocurrió nada mejor que consultar el diccionario Oxford. Cogí el volumen de las palabras que empezaban por «V». ¿Cuál era la palabra que el desconocido me había espirado en plena cara? «Vale.» ¡Sí, eso era!
Fui pasando las páginas: vagabundear…, vagancia…, vago… Sí, allí estaba: «Vale.» Adiós; despedida. Era la segunda persona de singular del imperativo del verbo valere, que significaba estar sano. Extraña palabra para que un moribundo se la dijera a alguien a quien no conocía de nada.
Un repentino alboroto en el vestíbulo interrumpió el hilo de mis pensamientos. Alguien estaba golpeando con ganas el gong que se utilizaba para avisar que la cena estaba lista. Aquel enorme disco, que parecía una reliquia del estreno de alguna película de J. Arthur Rank, no se había tocado en siglos, lo cual explica el susto que me llevé al oír el estridente sonido.
Salí corriendo del laboratorio y bajé la escalera. En el vestíbulo me encontré con un hombre de descomunal talla junto al gong, con la maza todavía en la mano.
– Coronel -dijo, y supuse que estaba refiriéndose a sí mismo. Aunque no se molestó en decirme su nombre, lo reconocí de inmediato: era el doctor Darby, uno de los dos socios del único consultorio médico de Bishop's Lacey.
El doctor Darby era la viva imagen de John Bull: cara roja, varias papadas y un estómago hinchado como una vela al viento. Vestía un traje marrón con un chaleco amarillo de cuadros y llevaba el tradicional maletín negro de los médicos. Si había reconocido en mí a la niña cuya mano había tenido que suturar el año anterior tras un pequeño incidente con un díscolo objeto de cristal en el laboratorio, no dio muestras de ello, sino que se limitó a esperar con aire expectante, como un sabueso que señala un rastro.
No se veía a papá por ningún sitio, ni tampoco a Dogger. Sabía muy bien que ni Feely ni Daffy se dignarían jamás responder al sonido de un gong («Es tan pavloviano», decía Feely), y en cuanto a la señora Mullet, no salía nunca de su cocina.
– Los policías están en el jardín -le dije-. Yo lo acompaño.
Cuando salimos a la luz diurna, el inspector Hewitt dejó de examinar los cordones de un zapato negro que sobresalía de forma bastante desagradable de entre los pepinos.
– Buenos días, Fred -lo saludó-. He creído conveniente que echaras un vistazo.
– Ajá -dijo el doctor Darby.
Abrió su maletín y rebuscó durante unos instantes en el fondo antes de extraer una bolsa blanca de papel. Metió dos dedos en el interior y sacó un caramelo de menta, que a continuación se metió en la boca y chupó con ruidosa fruición. Un segundo más tarde se había abierto paso entre la vegetación y se había arrodillado junto al cadáver.
– ¿Sabemos quién es? -preguntó, farfullando un poco debido al caramelo.
– Me temo que no -respondió el inspector Hewitt-. Nada en los bolsillos, ningún documento que acredite su identidad… Sin embargo, tenemos motivos para creer que acaba de llegar de Noruega.
¿Que acababa de llegar de Noruega? Sin duda, ésa era una deducción digna del gran Sherlock Holmes… ¡y yo la había escuchado en primera persona! Casi me dieron ganas de perdonar al inspector por sus groseros modales de antes. Casi…, pero no del todo.
– Hemos iniciado las pesquisas. Ya sabes, en los puertos de escala, etcétera.
– ¡Condenados noruegos! -exclamó el doctor, al tiempo que se ponía en pie y cerraba su maletín-. Vuelan en bandadas hasta aquí, como si fueran pájaros hacia la luz de un faro, para luego morirse y que seamos nosotros los que tengamos que limpiarlo todo. No es justo, ¿verdad?
– ¿Qué hora de la muerte pongo? -preguntó el inspector Hewitt.
– Difícil saberlo. Siempre es difícil. Bueno, siempre no, pero muchas veces sí.
– ¿Aproximadamente?
– Nunca se sabe con la cianosis: no es fácil decir si la coloración acaba de empezar o ya está desapareciendo. Diría que de ocho a doce horas. Podré decirte algo más concreto después de que este tipo haya pasado por la mesa.
– O sea, más o menos sería…
El doctor Darby se subió el puño de la camisa para consultar su reloj.
– Bueno, a ver… Ahora son las ocho y veintidós; o sea, no antes de anoche a la misma hora y no más tarde de medianoche, pongamos.
¡Medianoche! Creo que reprimí una exclamación, pues tanto el inspector Hewitt como el doctor Darby se volvieron para mirarme. ¿Cómo podía explicarles que apenas unas horas antes el desconocido me había exhalado en plena cara su último aliento?
La solución era muy fácil: salí pitando.
Encontré a Dogger podando las rosas del arriate que había bajo la ventana de la biblioteca. Su fragancia impregnaba el aire: era el delicioso olor de los cajones de embalaje que llegaban de Oriente.
– ¿Papá aún no ha bajado, Dogger? -le pregunté.
– Las lady Hillingdon de este año son preciosas, señorita Flavia -dijo, impávido, como si nuestro furtivo encuentro nocturno no se hubiera producido jamás.
«Muy bien -pensé-, pues jugaré al mismo juego.»
– Preciosas de verdad -asentí-. ¿Y papá?
– Creo que no ha dormido muy bien. Supongo que se habrá quedado un rato más en la cama.
¿Un rato más en la cama? ¿Cómo podía seguir durmiendo cuando había policías por todas partes?
– ¿Cómo se lo ha tomado cuando le ha contado lo del…, ya sabe…, lo del jardín?
Dogger se volvió y me miró directamente a los ojos.
– No se lo he contado, señorita.
Se inclinó y, con un repentino movimiento de las tijeras de podar, cortó una flor imperfecta. La pobrecilla cayó al suelo con un discreto «plop» y allí se quedó, con su arrugado rostro amarillo contemplándonos desde las sombras.
Ambos estábamos mirando la rosa decapitada, pensando en el próximo paso, cuando el inspector Hewitt apareció tras la esquina de la casa.
– Flavia -dijo-, quiero hablar contigo. Dentro -añadió.