Greyminster School holgazaneaba al sol, como si estuviera soñando con su esplendor de antaño. El lugar era exactamente tal y como me lo había imaginado: espléndidos edificios antiguos de piedra, cuidados prados verdes que descendían hacia el lánguido río e inmensos campos vacíos de deporte de los que parecían brotar los ecos silenciosos de partidos de criquet, cuyos jugadores llevaban ya mucho tiempo muertos.
Apoyé a Gladys contra un árbol en el camino lateral por el que me había adentrado en los terrenos del colegio. Tras un seto se oía el motor al ralentí de un ocioso tractor de cuyo conductor no había ni rastro.
Desde la capilla llegaban, flotando sobre los padres, las voces de los muchachos del coro. A pesar de que era una radiante mañana de sol, cantaban:
Softly now the light of day
Fades upon my sight away… [12]
Me quedé escuchando unos instantes, hasta que de repente cesaron las voces. Luego, tras una pausa, comenzó a sonar de nuevo el órgano, un tanto irritado, y el coro empezó desde el principio.
Mientras caminaba despacio sobre la hierba de lo que sin duda papá habría llamado «el patio interior», los ventanales del colegio me observaban con frialdad y, de repente, experimenté la extraña sensación que debe de experimentar un insecto cuando lo colocan bajo el microscopio -es decir, la sensación de tener sobre la cabeza una lente invisible-, y percibí también algo extraño en la luz.
A excepción de un estudiante que pasó corriendo y de un par de profesores con toga negra que caminaban con las cabezas muy juntas, los amplios prados y los sinuosos senderos de Greyminster se hallaban desiertos bajo un cielo intensamente azul. El lugar en sí tenía un aire ligeramente irreal, como una imagen Agfacolor desmesuradamente ampliada: la clase de fotografías que se ven en libros con títulos del estilo La Inglaterra pintoresca.
El caserón de piedra caliza que se hallaba en el lado este del patio interior -el que tenía una torre del reloj- debía de ser la Residencia Anson, me dije: el lugar en el que había vivido mi padre.
A medida que me acercaba, levanté una mano para protegerme los ojos del resplandor del sol. Desde algún lugar allí arriba, entre las tejas y las almenas, se había precipitado el señor Twining a los adoquines entre los que había hallado la muerte. Antiquísimos adoquines que estaban a pocas decenas de metros del lugar donde me hallaba.
Caminé por la hierba para echar un vistazo, pero me decepcionó no encontrar manchas de sangre. Por supuesto, era lógico que no las hubiera después de tantos años. Era de esperar que las hubieran limpiado lo antes posible: seguramente, antes incluso de que el maltrecho cuerpo del señor Twining hubiera hallado algo parecido al reposo eterno.
Esos adoquines no tenían ninguna historia que contar, a no ser la de su continuo desgaste tras dos siglos de ilustres pisadas. El sendero, que discurría pegado a los muros de la Residencia Anson, medía apenas dos metros de ancho.
Incliné la cabeza hacia atrás y contemplé la torre del reloj. Vista desde ese ángulo, se elevaba vertiginosamente, formando un escarpado muro de piedra que terminaba muy arriba, en una filigrana de elegante y decorativa mampostería. Las nubes blancas y mullidas que pasaban lánguidamente sobre los parapetos producían la extraña sensación de que la estructura al completo se inclinaba…, caía…, se desmoronaba sobre mí. La ilusión me mareó un poco y tuve que apartar la vista.
Unos desgastados escalones invitaban a subir desde el sendero adoquinado y conducían bajo una entrada en forma de arco hasta una puerta de doble hoja. A mi izquierda se hallaba la portería, cuyo ocupante estaba en ese momento encorvado sobre un teléfono. Ni siquiera se molestó en mirar cuando entré disimuladamente.
Un frío y oscuro pasillo iniciaba ante mí su recorrido hasta lo que parecía el infinito: me adentré por él, levantando cuidadosamente los pies para que las suelas de los zapatos no chirriaran sobre el suelo de pizarra.
A cada lado del pasillo descubrí una galería de rostros sonrientes, algunos de estudiantes y otros de profesores, que iban desapareciendo en la oscuridad. Todos aquellos rostros, cada uno en su marco negro barnizado, pertenecían a miembros de Greyminster que habían dado su vida por la patria. «Para que otros puedan vivir», decía en un pergamino dorado. Al final del pasillo, separadas de los otros retratos, vi las fotografías de tres muchachos cuyos nombres estaban grabados en rojo en pequeños rectángulos de bronce. Bajo los rectángulos se podía leer lo siguiente: «Desaparecido en combate.»
¿«Desaparecido en combate»? Me pregunté por qué no estaba allí la foto de papá, pues por lo general mi padre estaba tan ausente como aquellos jóvenes, cuyos huesos descansaban en alguna parte de Francia. Ese pensamiento me hizo sentir un poco culpable, pero no era ninguna mentira.
Creo que fue en ese momento, en aquel sombrío vestíbulo de Greyminster, cuando empecé a ser consciente del verdadero alcance del carácter distante de papá. El día anterior había sentido la imperiosa necesidad de echarle los brazos al cuello y estrujarlo tanto como pudiera, pero en ese momento entendí que la íntima escena del calabozo no había sido en realidad un diálogo, sino tan sólo un atormentado monólogo. No hablaba conmigo, sino con Harriet. Y, como ya había sucedido con el moribundo Horace Bonepenny, mi papel no había sido más que el de un involuntario confesor.
Greyminster, el lugar donde habían empezado los problemas de mi padre, se me antojó en ese momento frío, remoto y muy poco hospitalario.
Más allá de las fotos, en la penumbra, divisé una escalinata que conducía al primer piso. Subí por ella y me hallé en otro corredor que, como el que había dejado abajo, recorría el edificio en toda su longitud. Aunque las puertas que se veían a ambos lados estaban cerradas, estaban provistas de un pequeño panel de cristal que me permitía echar un vistazo al interior: todas las habitaciones eran aulas…, y todas exactamente iguales.
Al final del pasillo se veía una habitación esquinera que parecía más interesante. El rótulo de la puerta decía: «Laboratorio de química.» Probé suerte y la puerta se abrió. ¡La maldición se había roto!
No sé qué me esperaba, pero desde luego no me esperaba aquello: mesas de madera manchadas, sosos matraces, retortas empañadas, tubos de ensayo desportillados, mecheros Bunsen de baja calidad y una tabla periódica de elementos a todo color, colgada de la pared, que contenía un ridículo error tipográfico por el cual se habían intercambiado las posiciones del arsénico y el selenio. Lo detecté de inmediato y, tras coger un trozo de tiza azul de la repisa inferior de la pizarra, me tomé la libertad de corregirlo, para lo cual tracé una flecha de dos puntas. «¡Está mal!», escribí bajo la flecha, y subrayé dos veces las palabras.
Eso que llamaban laboratorio no se podía ni comparar con el que yo tenía en Buckshaw, y esa constatación me hizo henchir el pecho de orgullo. En ese momento, lo único que quería era volver a casa a toda prisa para poder estar en mi laboratorio, acariciar mis relucientes objetos de cristal y preparar un veneno perfecto.
Pero tales placeres tendrían que esperar, pues primero debía llevar a cabo otra tarea.
De vuelta en el corredor, deshice lo andado y me dirigí de nuevo al centro del edificio. Si no me equivocaba, en ese momento me encontraba justo debajo de la torre del reloj, por lo que la entrada no podía andar muy lejos.
Abrí una puertecita disimulada en el revestimiento de madera de la pared, que al principio me había parecido un armario para guardar escobas y demás, y me topé con una empinada escalera de piedra. El corazón me dio un vuelco.
Y entonces vi el cartel. Unos cuantos escalones más arriba, cerraba el paso una cadena de la que colgaba un cartel escrito a mano: «Acceso a la torre estrictamente prohibido.»
Subí como una bala. Era como estar en el interior de la concha de un nautilo. La escalera subía y subía en espiral, girando sobre sí misma en estrechas vueltas idénticas. Resultaba imposible ver qué había por delante, y también, a decir verdad, qué se dejaba atrás. Lo único que veía eran los pocos escalones que tenía justo delante y justo detrás.
Durante un rato me dediqué a contar los escalones en voz baja mientras subía, pero al cabo de un rato decidí que necesitaba hasta ese aliento para impulsar las piernas. El ascenso era empinadísimo, y pronto me dio flato. Me detuve unos instantes a descansar.
La poca luz que había procedía, al parecer, de las estrechas ventanas, separadas entre sí por una vuelta completa de escalera. Deduje que a ese lado de la torre se hallaba el patio interior y, con la respiración aún algo entrecortada, seguí subiendo.
Y entonces, tan abrupta como inesperadamente, la escalera terminó sin más en una puertecita de madera. Era tan pequeña como la que utilizaría un enano del bosque para entrar en el tronco de un roble: apenas una trampilla redondeada en la parte superior con una hendidura de hierro para una llave maestra. Y, por supuesto, la muy estúpida estaba cerrada.
Se me escapó un resoplido de indignación y me senté en el último escalón, respirando trabajosamente.
– ¡Maldición! -exclamé, y el eco de las paredes me devolvió la palabra a un volumen sorprendente.
– ¿Hola? -me llegó una voz hueca y sepulcral, acompañada por el rumor de pasos más abajo.
– ¡Maldición! -repetí, esta vez entre dientes.
Me habían descubierto.
– ¿Quién hay ahí arriba? -quiso saber la voz.
Me tapé la boca para reprimir la necesidad de responder.
Cuando los dedos me rozaron los dientes, se me ocurrió una idea. Papá me había dicho en una ocasión que algún día me alegraría de haber tenido que llevar aparatos en los dientes, y tenía razón. Había llegado el día. Sirviéndome de los pulgares y de los índices a modo de doble par de pinzas, tiré del aparato tan fuertemente como pude, hasta que los hierros se soltaron con un satisfactorio «clic» y cayeron en mi mano.
Mientras los pasos se acercaban más y más, en su implacable ascenso hasta el lugar en el que me hallaba atrapada, junto a la puerta cerrada, doblé el alambre en forma de L y le hice un bucle en la parte superior. A continuación, introduje en la cerradura mi ya inservible ortodoncia. Papá me iba a dar unos cuantos latigazos por ello, pero no me quedaba más opción.
La cerradura era antigua y nada sofisticada. Sabía que podía forzarla…, pero necesitaba tiempo.
– ¿Quién es? -preguntó la voz-. Sé que estás ahí, puedo oírte. El acceso a la puerta está prohibido. Baja en seguida, muchacho.
«¿Muchacho?», pensé. O sea, que en realidad no me había visto.
Moví con cuidado el alambre y lo doblé hacia la izquierda. Como si lo hubieran engrasado esa misma mañana, el pestillo se retiró suavemente hacia atrás. Abrí la puerta, entré y volví a cerrarla en silencio. No tenía tiempo de volver a pasar el pestillo y, por otro lado, quienquiera que estuviese subiendo por la escalera seguramente tenía la llave.
Me hallaba en un lugar tan oscuro como una carbonera, pues las estrechas ventanas finalizaban en lo alto de la escalera.
Los pasos se detuvieron al otro lado de la puerta. Caminé de puntillas hacia un lado y me pegué a la pared de piedra.
– ¿Quién está ahí? -preguntó la voz-. ¿Quién es?
Entonces introdujo una llave en la cerradura, saltó el pasador, se abrió la puerta y un hombre asomó la cabeza por la abertura. Dirigió a uno y otro lado el haz de luz de la linterna que llevaba, iluminando un curioso laberinto de escaleras de mano que ascendían retorciéndose en la oscuridad. Enfocó la linterna hacia las escaleras, una por una, e hizo subir el haz de luz peldaño a peldaño, hasta que desapareció en la oscuridad de las alturas.
No moví ni un solo músculo, ni siquiera parpadeé. Gracias a la visión periférica, me hice una idea del aspecto del hombre cuya silueta se recortaba contra la puerta abierta: pelo cano y aterrador mostacho. Se hallaba tan cerca de mí que podría haberlo tocado con sólo extender una mano.
Se produjo una pausa que duró una eternidad.
– Otra vez esas puñeteras ratas -dijo al fin, como si hablara consigo mismo.
Cerró la puerta de golpe y me dejó a oscuras. Oí el tintineo de unas llaves y el sonido del pestillo al ocupar de nuevo su sitio.
Estaba encerrada.
Supongo que debería haber gritado, pero no lo hice. No estaba en absoluto desesperada. De hecho, más bien estaba empezando a divertirme.
Sabía que podía volver a forzar la cerradura y descender de nuevo la escalera, pero seguramente sólo conseguiría caer en las garras del portero. Dado que no podía quedarme para siempre donde estaba, la única opción era seguir subiendo. Extendí ambos brazos al frente, como si fuera sonámbula, y fui poniendo un pie delante del otro muy despacio, hasta que toqué con los dedos la más cercana de las escaleras que había iluminado la linterna del hombre. Y empecé a subir.
No tiene mucho secreto subir una escalera a oscuras. A veces, incluso es preferible eso antes que ver el abismo que se abre a los pies de uno. Pero a medida que iba subiendo, los ojos se me fueron acostumbrando a la oscuridad… o semioscuridad. Las minúsculas rendijas de la piedra y la madera abrían aquí y allá agujeritos de luz, que pronto me permitieron vislumbrar el contorno de la escalera, negro sobre negro a la luz gris de la torre.
Los peldaños terminaron abruptamente y me encontré en una pequeña plataforma de madera, como si fuera un marinero en las jarcias. A mi izquierda, otra escalera ascendía en la oscuridad.
La zarandeé un poco y, aunque crujió de forma un tanto amenazadora, me pareció lo bastante sólida. Cogí aire con fuerza, apoyé el pie en el peldaño inferior y comencé a subir.
Un minuto más tarde ya había llegado a lo alto, una plataforma más pequeña e inestable. Otra escalera más, ésta aún más estrecha y endeble que las anteriores, tembló de un modo inquietante cuando apoyé un pie e inicié mi lento y sigiloso ascenso. A mitad de camino empecé a contar los peldaños:
– Diez [aproximadamente]…, once…, doce…, trece…
Me golpeé la cabeza contra algo y, durante unos instantes, no vi nada que no fueran las estrellas. Me aferré desesperadamente a los peldaños: la cabeza me dolía como si fuera un melón reventado y la escalera hecha de palillos me vibraba entre las manos como la cuerda de un arco que se acaba de disparar. Me sentía como si me hubieran arrancado la cabellera.
Cuando levanté una mano para palparme la cabeza rota, me topé con un tirador de madera. Empujé con las pocas fuerzas que me quedaban y la trampilla se levantó.
En un santiamén, salté al tejado de la torre, parpadeando como un búho a pleno sol. Desde la plataforma cuadrada del centro, las tejas de pizarra descendían con elegancia hacia los cuatro puntos cardinales.
La vista era poco menos que espléndida: al otro lado del patio interior, más allá del tejado de pizarra de la capilla, se abría un panorama de diversas tonalidades de verde que se superponían hasta perderse en la brumosa distancia.
Bizqueando aún, me acerqué un poco más al parapeto y a punto estuve de perecer en el intento. De pronto se abrió un enorme agujero a mis pies y tuve que agitar los brazos como aspas de molino para no caer en él. Mientras me balanceaba junto al borde, divisé una escalofriante imagen de los adoquines allá abajo, cuyo color negro relucía iluminado por el sol.
El hueco medía casi medio metro de ancho y tenía a su alrededor un reborde de uno o dos centímetros. Aproximadamente cada tres metros, salvaba el vacío una estrecha pasarela de piedra que unía el parapeto al tejado. Aquella abertura, obviamente, estaba pensada para que hiciera las veces de desagüe de emergencia en caso de lluvias torrenciales.
Salté con cuidado el hueco y eché un vistazo entre las almenas, que me llegaban más o menos a la cintura. Abajo, la hierba del patio interior se extendía en tres direcciones distintas.
Dado que el sendero de adoquines estaba pegado a los muros de la Residencia Anson, no era visible debido a las almenas que sobresalían. «Qué extraño», pensé. Si el señor Twining hubiera saltado desde esas almenas, por lógica tendría que haber caído sobre la hierba.
A menos, claro está, que en los treinta años que habían transcurrido desde el día de su muerte, el patio interior hubiera sufrido importantes cambios paisajísticos. Tras otra vertiginosa mirada a través de la abertura que tenía justo detrás, concluí que no: los adoquines de allí abajo y los tilos que los flanqueaban eran claramente antiguos. El señor Twining había caído por ese agujero. Sin la menor duda.
De repente oí un ruido a mi espalda y me volví. En el centro del tejado había un cadáver, que oscilaba colgado de una horca. Tuve que hacer un esfuerzo para no gritar.
Igual que el cuerpo maniatado de un salteador de caminos que había visto una vez en las páginas del Newgate Calendar, aquella cosa giraba y se balanceaba impulsada por una repentina brisa. Y entonces, sin avisar, pareció como si le estallara la barriga: las entrañas salieron volando, convertidas en una retorcida cuerda roja, blanca y azul.
Con un sonoro «crac», las vísceras se desplegaron y de repente, justo sobre mi cabeza, en lo más alto del mástil, ondeó al viento la bandera del Reino Unido.
Mientras me recobraba del susto, me fijé en que la bandera estaba colocada de forma que pudiera subirse y bajarse desde abajo, tal vez desde la portería misma, gracias a un ingenioso sistema de cables y poleas que culminaban en una funda de lona impermeable…, que era lo que yo había tomado por un cuerpo colgado de una horca.
Sonreí tontamente mientras pensaba en lo boba que era y me acerqué al mecanismo para observarlo mejor. Aparte de lo ingenioso que resultaba el artilugio en términos mecánicos, no tenía mayor interés.
Me había vuelto de nuevo con la intención de dirigirme al hueco cuando tropecé y caí de bruces al suelo. Me golpeé la cabeza contra el reborde del abismo.
Podría haberme roto hasta el último hueso del cuerpo y no me atrevía a moverme. Miles de kilómetros más abajo, o por lo menos eso me pareció, vi un par de figuras pequeñas como hormigas que salían de la Residencia Anson y empezaban a cruzar el patio interior.
Lo primero que pensé fue que aún estaba viva. Pero luego, a medida que remitía el terror, lo sustituyó la rabia: rabia por lo torpe y estúpida que era, pero también rabia hacia la bruja invisible que estaba malogrando mi vida con una interminable serie de puertas cerradas, espinillas raspadas y codos despellejados.
Me levanté muy despacio y me sacudí el polvo. No sólo mi vestido daba pena, sino que además había conseguido arrancarme media suela del zapato izquierdo. La causa de tales daños no fue difícil de localizar: había tropezado con el afilado borde de una teja saliente que, arrancada de su sitio, se hallaba ahora suelta en el tejado, como si fuera una de las tablas en las que Moisés había recibido los Diez Mandamientos.
«Será mejor que vuelva a ponerla en su sitio -pensé-. De lo contrario, los habitantes de la Residencia Anson no tardarán en descubrir que el agua de lluvia les cae directamente en la cabeza, y la culpa no será sino mía.»
La teja pesaba más de lo que parecía y tuve que ponerme de rodillas para intentar colocarla de nuevo en su sitio. Tal vez se hubiera torcido, o tal vez se hubieran combado las tejas de los lados. Fuera lo que fuese, el caso es que la pieza se negaba a entrar en la oscura cavidad de la cual yo la había arrancado con el pie.
No me resultaría muy difícil introducir la mano en el hueco para comprobar si había alguna obstrucción, pero entonces recordé que en tales grutas suelen anidar arañas y escorpiones.
Cerré los ojos e introduje los dedos. En el fondo de la cavidad palpé algo…, algo blando. Retiré la mano de golpe y me arrodillé para echar un vistazo en el interior, pero en aquel agujero no se veía nada, aparte de oscuridad.
Con mucho cuidado, volví a meter los dedos y, sirviéndome del índice y el pulgar, tiré despacio de lo que estaba en el fondo del agujero. Al poco salió casi sin esfuerzo, desplegándose igual que antes se había desplegado la bandera sobre mi cabeza. Era un trozo de aherrumbrada tela negra -alpaca, creo que se llama-, cubierta de moho: la toga de un profesor. Y enrollado dentro, tan arrugado que ya no servía para nada, había un birrete universitario.
En ese preciso instante supe, sin la más mínima duda, que aquellos objetos habían tenido algo que ver con la muerte del señor Twining. No sabía qué ni cómo, pero desde luego pensaba averiguarlo.
Sabía que debería haber dejado las cosas allí, que debería haberme dirigido al teléfono más cercano para llamar al inspector Hewitt. Y, sin embargo, lo primero que me vino a la cabeza fue lo siguiente: ¿cómo iba a salir de Greyminster sin que nadie me viera?
Y entonces, como suele suceder cuando se está en apuros, la respuesta se me ocurrió de repente. Metí las manos en las mangas de la mohosa toga, alisé como pude la arrugada parte superior del birrete y me lo encasqueté. Luego, como un enorme murciélago negro, descendí muy despacio y muy peligrosamente, entre el aleteo de los faldones de la toga, por la cascada de temblorosas escaleras de mano hasta llegar a la puerta cerrada.
La ganzúa que me había fabricado con los aparatos de los dientes había funcionado antes, y tenía que volver a funcionar ahora. Mientras manipulaba la cerradura con el alambre, le ofrecí una silenciosa plegaria al dios que se ocupa de tales asuntos.
Tras un buen rato escarbando, un alambre doblado y un par de maldiciones, alguien escuchó por fin mi plegaria y el pestillo se deslizó con un hostil graznido.
En menos que canta un gallo estaba al final de la escalera, escuchando a través de la puerta de abajo, contemplando el largo vestíbulo por una rendija. El lugar estaba vacío y en silencio.
Abrí la puerta, salí sigilosamente al pasillo y recorrí a toda prisa la galena de muchachos perdidos, para después pasar frente a la portería vacía y salir finalmente a la luz del día.
Había estudiantes por todas partes, o eso me parecía, que charlaban, holgazaneaban, paseaban y reían. Disfrutaban del aire libre, sabedores de que el trimestre estaba a punto de finalizar.
Mi primer instinto fue encogerme bajo la toga y el birrete y tratar de cruzar el patio interior con el mayor disimulo posible. ¿Me descubrirían? Pues claro que me descubrirían: para aquellos muchachos de voraz apetito, yo destacaría tanto como el reno herido que cierra el rebaño.
¡No! Echaría los hombros hacia atrás y, como un muchacho que sale tarde en la carrera de obstáculos, echaría a correr, con la cabeza bien alta, hacia el callejón. Mi única preocupación era que alguien advirtiera que bajo la toga llevaba un vestido.
Pero nadie se dio cuenta: de hecho, nadie se molestó siquiera en prestarme un poco de atención. Cuanto más me alejaba del patio interior, más segura me sentía, pero también sabía que en el espacio abierto mi presencia resultaría más notoria.
Unos cuantos pasos delante de mí, un viejo roble se asentaba cómodamente en un prado, como si llevara descansando allí desde los tiempos de Robin Hood. En el momento exacto en que me disponía a tocarlo («¡Salvada!»), una mano surgió de detrás del tronco y me agarró la muñeca. -¡Ay! ¡Suélteme! ¡Me hace daño! -grité de inmediato.
Quien fuera me soltó el brazo de golpe, cuando yo aún no había terminado de volverme para enfrentarme a mi agresor.
Era el sargento detective Graves, que parecía tan sorprendido como yo.
– Bueno, bueno -dijo sonriendo muy despacio-. Bueno, bueno, bueno, bueno, bueno.
Me disponía a hacer un mordaz comentario, pero lo pensé mejor. Sabía que le caía bien al sargento, y lo cierto es que podría necesitar su ayuda.
– Al inspector le gustaría disfrutar de tu compañía, si eres tan amable -dijo, señalando a un grupo de personas que estaban hablando en el callejón donde había dejado a Gladys.
El sargento Graves no dijo nada más, pero mientras caminábamos, me empujó suavemente delante de él en dirección al inspector Hewitt, como un leal terrier que le ofrece a su amo una rata muerta. La suela rota de mi zapato daba lengüetazos como la de Charlot vagabundo y, aunque el inspector reparó en el detalle, fue lo bastante considerado como para ahorrarme los comentarios.
El sargento Woolmer sobresalía por encima del Vauxhall con un rostro tan adusto y escarpado como el monte Cervino. En la sombra que proyectaba se hallaban un hombre nervudo con la piel tostada por el sol que iba vestido con un mono de trabajo y un arrugado caballerete de mostacho blanco que, al verme, apuntó nerviosamente al aire con un dedo.
– ¡Es él! -dijo-. ¡Ése es!
– ¿Está seguro? -le preguntó el inspector Hewitt, mientras me quitaba el birrete de la cabeza y me retiraba la toga de los hombros con el gesto deferente de un valet.
Los ojos azul claro del hombre estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.
– Pero… ¡si no es más que una cría! -exclamó.
Me entraron ganas de darle una bofetada.
– Sí, es ella -aseguró el hombre del rostro tostado por el sol.
– El señor Ruggles tiene motivos para creer que has subido a la torre -dijo el inspector, señalando con el mentón al hombre del mostacho blanco.
– ¿Y qué? -repuse-. Sólo estaba echando un vistazo.
– El acceso a la torre está prohibido -dijo el señor Ruggles con voz atronadora-. ¡Prohibido! Y así se indica en el cartel. ¿Es que no sabes leer?
Me encogí de hombros con un grácil gesto.
– Si hubiera sabido que no eras más que una cría, te habría perseguido por la escalera -dijo. Y luego, en un aparte con el inspector Hewitt, añadió-: Mis rodillas ya no son lo que eran. Sabía que estabas ahí arriba -prosiguió-, pero he fingido que no para poder llamar a la policía. Y no me digas que no has forzado la cerradura. Esa cerradura es parte de mi trabajo y estoy tan seguro de que la puerta estaba cerrada con llave como lo estoy de que esto es Fludd's Lane. ¡Quién lo iba a decir! ¡Una cría! -repitió, y chasqueó la lengua mientras sacudía la cabeza con gesto de incredulidad.
– ¿Has forzado la cerradura? -me preguntó el inspector. Aunque intentó disimularlo, me di cuenta de que estaba perplejo-. ¿Dónde has aprendido a hacer eso?
No podía decírselo, claro. Tenía que proteger a Dogger al precio que fuera. -Muy lejos de aquí, hace mucho tiempo -dije.
El inspector me observó con una mirada acerada.
– Puede que haya quien se conforme con una respuesta de ese tipo, Flavia, pero desde luego yo no.
«Otra vez el discursito ese de que el rey Jorge no es muy amigo de las frivolidades», pensé, pero no: el inspector Hewitt había decidido aguardar mi respuesta, tardara ésta lo que tardase.
– En Buckshaw no hay muchos pasatiempos -expliqué-. A veces hago cosas para no aburrirme.
El inspector sostuvo en alto la toga y el birrete.
– ¿Y por eso te has puesto este disfraz? ¿Para no aburrirte?
– No es un disfraz -respondí-. Para que lo sepa, los he encontrado debajo de una teja suelta en el tejado de la torre. Están relacionados con la muerte del doctor Twining, estoy segurísima.
Si al señor Ruggles antes casi se le habían salido los ojos de las órbitas, al oír mi comentario prácticamente se le cayeron de la cabeza.
– ¿El señor Twining? -dijo-. ¿El mismo señor Twining que saltó desde la torre?
– El señor Twining no saltó -repuse. No pude resistir la tentación de devolverle la pelota a aquel desagradable hombrecillo-. Estaba…
– Muchas gracias, Flavia -dijo el inspector Hewitt-. Ya es suficiente. No queremos robarle más tiempo, señor Ruggles, sé que está usted muy ocupado.
El señor Ruggles se hinchó como una paloma buchona y, tras saludar al inspector con la cabeza y obsequiarme a mí con una impertinente sonrisa, se alejó caminando sobre la hierba hacia su territorio.
– Muchas gracias por la información, señor Plover -añadió el inspector volviéndose hacia el hombre que llevaba el mono de trabajo, el cual había permanecido en silencio todo el rato.
El señor Plover hizo una pequeña reverencia y regresó a su tractor sin decir ni una palabra.
– Nuestros espléndidos colegios privados son como ciudades en miniatura -dijo el inspector, agitando una mano-. El señor Plover te consideró una intrusa en el instante preciso en que apareciste en este callejón. Ni siquiera se molestó en perder el tiempo acudiendo al portero.
¡Vaya con el tipo! ¡Y vaya con Ruggles, también! En cuanto llegara a casa, les enviaría una buena jarra de gaseosa de color rosa para demostrarles que no estaba resentida. Ya no era temporada de anémonas, por lo que la anemonina quedaba descartada. Por otro lado, y aunque no era muy frecuente, se podía encontrar belladona siempre y cuando uno supiera exactamente dónde buscarla.
El inspector Hewitt le entregó el birrete y la toga al sargento Graves, que ya había sacado de su maletín varias hojas de papel de seda.
– Genial -comentó-. Puede que la niña nos haya ahorrado un paseíllo entre las tejas.
El inspector le lanzó una mirada que habría detenido a un caballo desbocado.
– Lo siento, señor -dijo el sargento con las mejillas encendidas mientras reanudaba la tarea de envolver.
– Cuéntame con todo detalle cómo has encontrado estas cosas -dijo el inspector Hewitt, como si no hubiera pasado nada-. No te dejes nada…, y tampoco te inventes nada.
Mientras yo hablaba, él iba anotándolo todo con su rápida y minúscula caligrafía. Puesto que siempre me sentaba frente a Feely cuando ella escribía en su diario durante el desayuno, me había convertido en toda una experta en leer al revés, pero las notas del inspector Hewitt no era más que delicadas hormiguitas que desfilaban por la página.
Se lo conté todo, desde los crujidos de las escaleras hasta mi resbalón casi fatal; desde la teja suelta y lo que se ocultaba debajo hasta mi brillante huida. Cuando terminé, lo vi garabatear un par de símbolos junto a mi relato de los hechos, aunque desconocía su significado. El inspector cerró su cuaderno de golpe.
– Gracias, Flavia -dijo-. Me has sido de gran ayuda.
Bueno, por lo menos había tenido el detalle de admitirlo. Me quedé allí expectante, aguardando a que añadiera algo más.
– Me temo que las arcas del rey Jorge no están lo bastante llenas como para que podamos llevarte a casa dos veces en veinticuatro horas -dijo-, así que esperaremos hasta que te marches.
– ¿Tengo que volver a traer el té? -le pregunté.
Se quedó allí plantado, con los pies firmemente apoyados en la tierra y una mirada en el rostro que tal vez no significara nada.
Un minuto más tarde, los neumáticos Dunlop de Gladys zumbaban alegremente sobre el asfalto, mientras el inspector Hewitt «y sus secuaces», como habría dicho Daffy, iban quedándose más y más atrás. Sin embargo, aún no había recorrido ni medio kilómetro cuando el Vauxhall se colocó a mi altura y me rebasó. Saludé con alborozo a sus ocupantes cuando pasaron de largo, pero los rostros que me contemplaron desde las ventanillas se me antojaron más bien lúgubres. Unas decenas de metros más allá se encendieron las luces de freno y el coche se detuvo en el arcén. El inspector bajó su ventanilla justo cuando los alcancé.
– Te llevamos a casa. El sargento Graves cargará tu bicicleta en el maletero.
– ¿Ha cambiado de opinión el rey Jorge, inspector? -le pregunté con altivez.
Por su rostro cruzó una mirada que hasta ese momento no le había visto. Me atrevería a jurar que era de preocupación.
– No -dijo-, el rey Jorge no ha cambiado de opinión, pero yo sí.