Aunque los De Luce éramos católicos desde que las carreras de cuadrigas estaban de moda, eso no nos impedía a asistir a St. Tancred, la única iglesia de Bishop's Lacey y bastión donde los haya de la Iglesia anglicana.
Los motivos de nuestra asistencia eran diversos: en primer lugar, que nos quedaba muy cerca; y, en segundo, el hecho de que tanto mi padre como el vicario habían estudiado en Greyminster, aunque no en la misma época. Además, nos había dicho papá en una ocasión, la consagración era imborrable, como un tatuaje: St. Tancred, dijo, había sido una iglesia católica antes de la Reforma, y para él seguía siéndolo.
Por tanto, todos los domingos por la mañana sin excepción cruzábamos los campos como una fila de patos: abría el paso papá, que de vez en cuando apartaba la vegetación con su bastón de Malaca, y lo seguíamos Feely, Daffy y yo, en ese orden. En la retaguardia iba Dogger, vestido con el traje de los domingos.
En St. Tancred nadie nos prestaba la más mínima atención. Años atrás, los anglicanos habían protestado tímidamente, pero gracias a una oportuna contribución de mi padre al fondo para la restauración del órgano, la sangre no había llegado al río. «Puede usted decirles que a lo mejor no rezamos con ellos -le había dicho mi padre al vicario-, pero que al menos no rezamos descaradamente contra ellos.»
En una ocasión, cuando Feely perdió la calma e intentó agarrarse al comulgatorio, papá se negó a dirigirle la palabra hasta el domingo siguiente. Desde aquel día, si Feely se atrevía aunque fuera únicamente a mover los pies en la iglesia, papá murmuraba: «Cuidado, jovencita.» Ni siquiera le hacía falta mirarla: el perfil de papá, que era igual que el del abanderado de alguna legión romana especialmente ascética, bastaba para que nos estuviéramos quietecitas, al menos en público.
Al mirar a Feely, que estaba arrodillada con los ojos cerrados y las yemas de los dedos unidas, apuntando hacia el cielo mientras pronunciaba en silencio devotas palabras, tuve que pellizcarme para recordar que estaba sentada junto al mismísimo diablo.
La congregación de St. Tancred no había tardado en acostumbrarse a nuestra presencia y a nuestra devoción, y lo cierto es que en general disfrutábamos de la caridad cristiana…, excepto aquella vez en que Daffy le dijo al organista, el señor Denning, que Harriet nos había inculcado su firme convicción de que la historia del Diluvio Universal que aparecía en el Génesis tenía su origen en el recuerdo colectivo de la comunidad gatuna, especialmente en el ahogamiento de gatitos.
Ese comentario había causado cierto revuelo, pero papá había zanjado el tema con una generosa donación al fondo para reparar el tejado…, suma que había descontado de la paga de Daffy. «Puesto que de todas formas tampoco tengo paga -había dicho Daffy-, nadie sale perdiendo. De hecho, es un buen castigo.»
Escuché, impertérrita, mientras la congregación recitaba la oración de confesión general.
– Hemos dejado de hacer lo que deberíamos haber hecho, y hemos hecho lo que no debíamos hacer.
De inmediato me vinieron a la mente las palabras de Dogger: «Hay cosas que deben saberse. Y también hay cosas que no deben saberse.»
Me volví para mirarlo: tenía los ojos cerrados y movía los labios en silencio. Lo mismo que papá.
Dado que era el domingo de la Santísima Trinidad, nos obsequiaron con un alegre e inusual pasaje del Apocalipsis, que hablaba de sardónices, de un arco iris que rodeaba un trono, de un mar de vidrio semejante al cristal y de cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás, lo que no dejaba de resultar inquietante.
Yo tenía mi propia opinión acerca del verdadero significado de aquella referencia claramente alquimista, pero dado que la reservaba para la tesis de mi doctorado, no la había compartido con nadie. Y aunque nosotros, los De Luce, jugáramos en el equipo visitante, por así decirlo, no podía evitar envidiar a los anglicanos las maravillas de su Libro de oración común.
Los vitrales también eran maravillosos. Sobre el altar, el sol de la mañana se colaba por tres ventanas cuyas vidrieras de colores las habían producido en la Edad Media artesanos del vidrio, medio vagabundos, que vivían y parrandeaban en la linde del bosque de Ovenhood, los tímidos vestigios del cual aún bordeaban Buckshaw por el este.
En el panel de la izquierda, Jonás salía de la boca de la ballena: la imagen reflejaba el momento en que Jonás contemplaba a la bestia por encima del hombro con una mirada de indignación. Recordaba haber leído, en el folleto que solían dar en el porche de la iglesia, que las escamas blancas de la criatura eran el resultado de haber cocido el vidrio con estaño, mientras que la piel de Jonás era marrón gracias a las sales de hierro férrico (que, curiosamente -al menos para mí-, es también el antídoto para los casos de envenenamiento por arsénico).
El panel de la derecha representaba a Jesús saliendo de su tumba y a María Magdalena, con un vestido rojo (hierro también, o tal vez partículas de oro), dándole una prenda de color morado (dióxido de manganeso) y una hogaza amarilla de pan (cloruro de plata).
Sabía que esas sales las habían mezclado con arena y con las cenizas de un carrizo de praderas salinas llamado hinojo marino, que las habían cocido en un horno a temperatura lo bastante elevada como para que Sadrac, Mesac y Abednego lo pensaran mejor, y que por último las habían dejado enfriar hasta obtener el color deseado.
En el panel central, el protagonista era nuestro propio san Tancredo, cuyo cuerpo reposaba en esos mismos momentos en alguna parte de la cripta, bajo nuestros pies. En la imagen aparecía de pie frente a la puerta de la iglesia en la que nos hallábamos (al parecer, antes de que los Victorianos las mejorasen), recibiendo con los brazos abiertos a una multitud de feligreses. San Tancredo tiene un rostro agradable: es la clase de persona a la que todos quisiéramos invitar un domingo por la tarde para hojear números atrasados del Illustrated Londons News, o incluso del Country Life. Dado que compartimos su fe, me gusta imaginar que mientras se pasa la eternidad roncando ahí abajo, siente una debilidad especial por quienes vivimos en Buckshaw.
Cuando mis pensamientos regresaron al momento presente, me di cuenta de que el vicario estaba rezando por el hombre cuyo cadáver yo había encontrado en el jardín.
– Era para nosotros un desconocido -decía-. No es necesario que conozcamos su nombre…
«Eso sería toda una novedad para el inspector Hewitt», pensé.
– … para pedirle al Señor que se apiade de su alma y le conceda la paz.
¡O sea, que ya era del dominio público! A la señora Mullet, me dije, le había faltado tiempo para recorrer a toda prisa el camino hasta Bishop's Lacey y contarle la noticia al vicario. No me parecía muy creíble que el vicario lo hubiera sabido por la policía.
De repente, se oyó un ruido sordo cuando un reclinatorio golpeó el suelo, y me volví justo a tiempo de ver a la señorita Mountjoy saliendo de entre los bancos cual cangrejo, para después huir por el pasillo lateral hacia la puerta del transepto.
– Tengo ganas de vomitar -le dije a Ophelia, que me dejó pasar sin pestañear siquiera.
Si había algo que la horrorizara era que le vomitaran en los zapatos, de lo que yo me aprovechaba de vez en cuando.
En el exterior se había levantado un poco de viento, que sacudía las ramas de los tejos del cementerio y formaba olas que recorrían la hierba sin segar. Vi a la señorita Mountjoy desaparecer entre las lápidas cubiertas de musgo mientras se dirigía hacia la entrada techada del camposanto, cubierta de maleza y medio en ruinas.
¿Por qué de repente parecía tan alterada? Durante unos momentos, consideré la posibilidad de seguirla, pero en seguida cambié de idea: el río serpenteaba en torno a St. Tancred de tal forma que la iglesia se hallaba prácticamente anclada en una isla y, con el paso de los siglos, el curso sinuoso del río había atajado camino por el antiguo sendero que había al otro lado de la entrada techada del camposanto. La única forma que tenía la señorita Mountjoy de llegar a su casa sin tener que deshacer lo andado era quitarse los zapatos y vadear el río por las pasaderas, ahora sumergidas, que en otros tiempos hacían las veces de puente para cruzarlo.
Estaba claro que la señorita Mountjoy quería estar sola.
Regresé junto a mi padre en el momento en que éste le estaba estrechando la mano al sacerdote Richardson. Gracias a lo del asesinato, los De Luce éramos la sensación, y los vecinos del pueblo, todos vestidos con el traje de los domingos, hacían cola para hablar con nosotros o, en algunos casos, simplemente para tocarnos como si fuéramos talismanes. Todo el mundo quería charlar, pero nadie quería decir nada interesante.
– Qué atroz lo que ha sucedido en Buckshaw -le decían a papá, o a Feely o a mí.
– Espantoso -respondíamos nosotros.
Luego les estrechábamos la mano y esperábamos a que se acercara el siguiente peticionario. Sólo después de atender a toda la congregación pudimos regresar a casa para comer.
Mientras cruzábamos el parque, la puerta de un coche azul ya de todos conocido se abrió y de él bajó el inspector Hewitt, que se acercó por el sendero de gravilla para saludarnos. Puesto que yo había decidido que con toda seguridad los policías dejaban de lado sus pesquisas los domingos, me sorprendió un poco ver al inspector, que saludó enérgicamente con la cabeza a papá y se rozó el sombrero como deferencia hacia Feely, hacia Daffy y hacia mí.
– Coronel De Luce, quisiera hablar con usted… en privado, si no le importa.
Observé atentamente a papá, temerosa de que volviera a desmayarse, pero aparte de sujetar con algo más de fuerza la empuñadura de su bastón, no dio muestras de sorpresa. Tal vez, me dije, hasta hubiera estado preparándose para ese momento.
Dogger, mientras tanto, se había escabullido hacia la casa, tal vez para quitarse la anticuada camisa de cuello rígido y los gemelos y sustituirlos por el cómodo mono de jardinero.
Papá echó un vistazo a su alrededor y nos miró como si no fuéramos más que una bandada de impertinentes ocas.
– Acompáñeme a mi estudio -le dijo al inspector, justo antes de dar media vuelta y alejarse.
Daffy y Feely se quedaron allí, mirando a lo lejos como normalmente hacían cuando no sabían qué decir. Durante un segundo consideré la posibilidad de interrumpir el silencio, pero luego lo pensé mejor y me alejé despreocupadamente mientras silbaba el tema Harry Lime de El tercer hombre.
Puesto que era domingo, me pareció apropiado ir al jardín y echarle una ojeada al lugar en el que había hallado el cadáver. En cierta manera, sería como uno de esos cuadros Victorianos en los que aparecen viudas tapadas con un velo y agachadas para dejar un ramito de patéticos pensamientos -normalmente, en un jarroncito de cristal- sobre la tumba de su difunto esposo o de su difunta madre. Sin embargo, la idea me entristeció un poco, así que me salté los aspectos más teatrales.
Sin el cadáver, el huerto de pepinos estaba desprovisto de interés. De hecho, no era más que un poco de vegetación, con algún que otro tallo roto aquí y allá, y algo que se parecía sospechosamente al rastro que dejan los talones al arrastrar un cuerpo. Me resultó fácil apreciar, entre la hierba, los agujeros que habían dejado las puntiagudas patas del pesado trípode del sargento Woolmer al clavarse en la tierra.
Sabía, por lo que le había oído decir al detective Philip Odell en la radio, que cuando se produce una muerte inesperada es habitual que se realice la autopsia, así que no pude evitar preguntarme si el doctor Darby ya habría -como él mismo le había comentado al inspector Hewitt- «pasado el cadáver por la mesa». De todas formas, era algo que tampoco me atrevía a preguntar, al menos de momento.
Levanté la cabeza para mirar hacia la ventana de mi habitación. En ella, tan cerca que casi podía tocarlas con la mano, se reflejaban imágenes de esponjosas nubecillas blancas que flotaban en un mar de cielo azul.
¡Tan cerca! ¡Claro! ¡El huerto de pepinos estaba justo debajo de mi ventana! Entonces, ¿por qué no había oído nada? Todo el mundo sabe que para matar a un ser humano hay que ejercer una considerable cantidad de energía mecánica.
No me acuerdo de la fórmula exacta, pero sé que existe. La fuerza aplicada en un breve espacio de tiempo (por ejemplo, una bala) provoca un ruido considerable, mientras que si la fuerza se aplica más despacio, es posible que no se produzca ningún ruido.
¿Y eso qué significaba? Que si el desconocido había sido víctima de un ataque violento, el ataque debía de haberse producido en otro sitio, lo bastante lejos como para que yo no lo oyera. Si lo habían atacado en el mismo lugar donde yo lo había encontrado, entonces el asesino tenía que haber utilizado un método silencioso: silencioso y lento, dado que al hombre aún le quedaba un rastro de vida, si bien pequeñísimo, cuando yo lo había encontrado.
«Vale», había dicho el moribundo, pero… ¿por qué iba a querer despedirse de mí? Era la misma palabra que había pronunciado el señor Twining antes de precipitarse al vacío, pero… ¿qué conexión existía entre una y otra cosa? ¿Acaso el hombre del huerto de pepinos quería relacionar su propia muerte con la del señor Twining? ¿Había estado presente en el momento en que Twining saltaba? ¿Había participado en aquel asunto?
Tenía que pensar…, y pensar alejada de toda distracción. La cochera quedaba descartada, puesto que ahora ya sabía que, en momentos críticos, corría el riesgo de encontrarme a papá sentado en el Phantom de Harriet. O sea, que sólo me quedaba el disparate arquitectónico.
En el lado sur de Buckshaw, en una isla artificial situada en un lago artificial, había unas ruinas artificiales, en cuyas sombras se alzaba un pequeño templo griego de mármol, cubierto de líquenes. Estaba completamente abandonado e infestado de ortigas, pero en otros tiempos había sido una de las maravillas de Inglaterra: se trataba de una pequeña cúpula que se sostenía sobre cuatro columnas tan esbeltas como hermosas y que, desde luego, podría haber sido un quiosco de música digno del monte Parnaso. En el siglo XVIII, incontables miembros de la familia De Luce habían llevado a sus invitados al disparate arquitectónico en alegres barcazas decoradas con flores, donde comían al aire libre a base de fiambres y pastelillos, y contemplaban a través de espejos burlones al ermitaño a sueldo que a su vez los observaba perplejo y bostezaba en el umbral de su caverna cubierta de hiedra.
La isla, el lago y el disparate arquitectónico eran obra del arquitecto paisajista Capability Brown (aunque esa atribución había sido puesta en tela de juicio más de una vez en las páginas de la publicación trimestral Notes and Queries, que papá leía con avidez aunque sólo cuando aparecían temas de interés filatélico). En la biblioteca de Buckshaw aún se conservaba una enorme carpeta de cuero rojo que contenía varios dibujos originales del paisajista, todos ellos firmados. Dichos dibujos provocaron un comentario irónico en papá: «Que sean esos hombres tan inteligentes los que habiten en sus propios disparates arquitectónicos». [4]
Según una tradición familiar, había sido durante una comida campestre en el disparate arquitectónico de Buckshaw cuando John Montague, cuarto conde de Sandwich, había inventado el tentempié que llevaba su nombre: al parecer, colocó una tira de carne fría de urogallo entre dos rebanadas de pan mientras jugaba una partida de naipes con Cornelius de Luce. «Maldita historia», había dicho papá.
Tras cruzar a pie el lago, pues apenas había un palmo de agua, me senté en los escalones del templo con las piernas dobladas y la barbilla apoyada en las rodillas.
En primer lugar, estaba la tarta de crema de la señora Mullet. ¿Adonde había ido a parar?
Dejé que mi mente regresara a las primeras horas del sábado por la mañana: me recordé a mí misma bajando la escalera, cruzando el vestíbulo en dirección a la cocina y… sí, la tarta estaba en el alféizar de la ventana. Y alguien había cortado un pedazo.
Más tarde, la señora Mullet me había preguntado si me había gustado la tarta. «¿Por qué a mí? -pensé-. ¿Por qué no se lo preguntó a Feely o a Daffy?»
De repente, fue como el estallido de un trueno: se la había comido el muerto. Sí. ¡Todo encajaba!
Resulta que un hombre diabético había realizado un largo viaje desde Noruega y había traído una agachadiza chica oculta en una tarta. Yo misma había encontrado los restos de esa tarta, además de una reveladora pluma, en el Trece Patos. El pájaro muerto había sido depositado ante el umbral de nuestra puerta. Sin haber comido nada -aunque, según Tully Stoker, se había tomado una copa en el bar-, el desconocido se había dirigido a Buckshaw el viernes por la noche, había discutido con papá y, cuando se marchaba, había salido por la cocina y se había servido un trozo de la tarta de crema de la señora Mullet. La tarta lo había tumbado antes de que consiguiera llegar al huerto de pepinos.
¿Existía algún veneno que actuara tan rápidamente? Repasé las opciones más probables. El cianuro actuaba en cuestión de minutos: primero se ponía azul la cara y, después, casi de inmediato, la víctima moría por asfixia. Dejaba, además, un olor a almendras amargas. Pero no, el principal argumento en contra del cianuro era que, en caso de que lo hubieran utilizado, el hombre habría muerto antes de que yo lo encontrara. (He de admitir, sin embargo, que siento debilidad por el cianuro: cuando se trata de rapidez, figura entre los primeros de la lista. Si los venenos fueran ponis, no dudaría en apostar por Cianuro.)
Pero… ¿el olor que había percibido en el último aliento de la víctima era de almendras amargas? No me acordaba.
Luego estaba el curare, que asimismo producía un efecto casi inmediato. Como en el caso del cianuro, la víctima también moría por asfixia a los pocos minutos. Sin embargo, el curare no mataba si se ingería: para que resultara letal debía inyectarse. Además… ¿había alguien en toda la campiña inglesa -aparte de mí, claro- que tuviera curare a mano?
¿Y el tabaco? Recordé que si se dejaban unas cuantas hojas de tabaco en una jarra de agua al sol durante varios días, se evaporaban hasta convertirse en una especie de resina negra y espesa, similar a la melaza pero capaz de producir la muerte en cuestión de segundos. La nicotina, sin embargo, se cultivaba en América y era prácticamente imposible encontrar hojas frescas en Inglaterra, por no hablar ya de Noruega.
Pregunta: ¿Es posible que las colillas, los puros o el tabaco de pipa produzcan un veneno igual de tóxico?
Dado que en Buckshaw no fumaba nadie, no me iba a quedar más remedio que procurarme yo misma las muestras.
Pregunta: ¿Cuándo (y dónde) se vacían los ceniceros en el Trece Patos?
La verdadera pregunta era ésta: ¿quién había puesto el veneno en la tarta? Y más exactamente: si el difunto se había comido la tarta por casualidad, entonces, ¿a quién iba dirigido el veneno?
Me estremecí cuando una sombra cruzó la isla y, justo al levantar la vista, un oscuro nubarrón tapó el sol. Iba a llover… y pronto. Sin embargo, empezó a llover a cántaros antes de que tuviera tiempo de ponerme en pie: era una de esas tormentas repentinas, breves pero violentas, de principios de junio, uno de esos aguaceros que destrozan las flores y hacen estragos en los desagües. Traté de encontrar un lugar seco y resguardado en el centro exacto de la cúpula abierta, un lugar en el que poder guarecerme del chaparrón. De todas formas, tampoco me sirvió de gran cosa, dado que de repente, como si hubiera surgido de la nada, se levantó un viento frío. Me arropé como pude con los brazos en busca de calor. No me iba a quedar más remedio que esperar, me dije.
– ¡Hola! ¿Estás bien?
Había un hombre en el extremo más alejado del lago y me estaba mirando. Debido a la cortina de agua que estaba cayendo no veía más que unas pinceladas de incierto color, que le daban el aspecto de un personaje en un cuadro impresionista. Antes de que pudiera responder, sin embargo, el hombre se remangó los pantalones, se quitó los zapatos y vadeó descalzo el lago para acercarse a mí. Al verlo apoyándose en su largo bastón para mantener el equilibrio pensé en san Cristóbal mártir cruzando el río con el Niño Jesús a cuestas. Sin embargo, cuando el hombre se acercó, me di cuenta de que lo que llevaba sobre los hombros era en realidad una mochila de lona.
Vestía un holgado traje de excursionista y un sombrero de ala ancha y flexible. Recordaba un poco a Leslie Howard, pensé, el actor de cine. Debía de tener unos cincuenta y algo, calculé, más o menos la edad de papá, pero de aspecto más atildado.
Con su cuaderno de bocetos impermeable en la mano, constituía la viva imagen del artista ilustrador ambulante: la vieja Inglaterra y todo eso.
– ¿Estás bien? -repitió.
Fue entonces cuando me di cuenta de que la primera vez no le había contestado.
– Perfectamente, gracias -respondí, balbuciendo en exceso para compensar mi posible grosería anterior-. Me ha pillado la lluvia.
– Ya lo veo -dijo el hombre-. Estás saturada de agua.
– Más que saturada, lo que estoy es empapada -lo corregí. En lo referente a la química, era una purista.
El hombre abrió su mochila y sacó una capelina impermeable como las que llevan los excursionistas en las islas Hébridas. Me la colocó sobre los hombros y entré en calor de inmediato.
– No hacía falta…, pero gracias -dije.
Permanecimos el uno junto al otro en silencio mientras caía la lluvia, contemplando el lago y escuchando el rumor del aguacero. Al cabo de un rato, el hombre dijo:
– Puesto que al parecer estamos los dos abandonados en una isla, no creo que pase nada si nos presentamos.
Traté de situar su acento: Oxford, con un deje bastante particular. ¿Escandinavo, tal vez?
– Me llamo Flavia -dije-. Flavia de Luce.
– Y yo soy Pemberton. Frank Pemberton. Encantado de conocerte, Flavia.
¿Pemberton? ¿No era entonces el hombre que había llegado al Trece Patos justo cuando yo huía de Tully Stoker? No quería que se descubriera mi visita a la posada, así que guardé silencio. Nos dimos un apretón de manos bastante pasado por agua y luego cada cual apartó de inmediato la suya, como hacen los desconocidos después de haberse tocado.
Seguía lloviendo. Al cabo de un rato, el hombre dijo:
– La verdad es que ya sabía quién eras.
– ¿Ah, sí?
– Ajá. Para cualquiera interesado en las mansiones inglesas, el nombre De Luce es bastante conocido. De hecho, tu familia aparece en Quién es Quién.
– ¿Y a usted le interesan las mansiones inglesas, señor Pemberton?
El hombre se echó a reír.
– Se trata de interés profesional, me temo. En realidad, estoy escribiendo un libro sobre el tema. Creo que lo titularé Las casas señoriales de Pemberton: un paseo por el tiempo. Como título, impresiona bastante, ¿no crees?
– Supongo que depende de a quién quiera usted impresionar -dije-, pero sí, impresiona… bastante, quiero decir.
– Resido principalmente en Londres, claro, pero llevo ya una buena temporada recorriendo esta parte del país y tomando notas en mis cuadernos. Me gustaría echarle un vistazo a la finca y entrevistar a tu padre. De hecho, ése es el motivo de mi visita.
– No creo que eso sea posible, señor Pemberton -dije-. Verá, es que se ha producido una repentina muerte en Buckshaw y papá está…, bueno, está ayudando a la policía en sus investigaciones.
Sin pensarlo, había copiado una frase que recordaba de los seriales radiofónicos, aunque no me di cuenta de su trascendencia hasta el momento de pronunciarla.
– ¡Madre de Dios! -exclamó-. ¿Una muerte repentina? Espero que no sea nadie de la familia.
– No -dije-. Se trata de un perfecto desconocido. Pero dado que lo encontraron en el jardín de Buckshaw, mi padre tiene que…
En ese momento dejó de llover tan de improviso como había empezado. Salió el sol para trazar un arco iris en la hierba mojada y cantó un cuco, exactamente como sucede después de la tormenta en la Sinfonía pastoral de Beethoven. Lo juro.
– Lo entiendo perfectamente -dijo el hombre-. No quisiera molestar. Si el coronel De Luce quiere ponerse en contacto conmigo en algún otro momento, me hospedo en el Trece Patos, en Bishop's Lacey. Estoy seguro de que al señor Stoker no le importará hacerme llegar el mensaje.
Me quité la capelina y se la devolví.
– Muchas gracias -dije-. Tengo que volver a casa.
Regresamos vadeando juntos el lago, como un par de bañistas que veranean junto al mar.
– Ha sido un placer conocerte, Flavia -dijo el hombre-. Confío en que con el tiempo lleguemos a ser buenos amigos.
Lo observé mientras se alejaba paseando por la hierba en dirección a la avenida de los castaños, hasta que finalmente lo perdí de vista.