El inspector Hewitt estaba en el centro de mi laboratorio, girando muy despacio y barriendo con la mirada el material científico y las vitrinas de productos químicos, como si del haz de luz de un faro se tratara. Cuando terminó de dar toda la vuelta se detuvo e inició otra vuelta en sentido opuesto.
– ¡Es increíble! -dijo, arrastrando las palabras-. ¡Sencillamente increíble!
Un rayo deliciosamente cálido de sol se colaba a través del ventanal e iluminaba desde dentro un vaso de precipitados lleno de un líquido rojo a punto de entrar en ebullición. Vertí la mitad del brebaje en una taza de porcelana y se la di al inspector, que la observó con cierto recelo.
– Es té -dije-. Té de Assam, comprado en Fortum and Mason. Está recalentado, espero que no le importe.
– El único té que bebemos en la comisaría es recalentado -repuso-. No me conformo con menos.
Mientras el inspector bebía a sorbitos, se dedicó a pasear muy despacio por el laboratorio, observando los instrumentos químicos con interés profesional. Cogió algún que otro tarro de botica de los estantes y lo acercó a la luz para verlo bien. Después se inclinó para echar un vistazo por el ocular de mi Leitz. Me di cuenta de que le costaba un poco ir directamente al grano.
– Esta taza de porcelana fina es preciosa -dijo al fin, levantando la taza por encima de la cabeza para leer la etiqueta del fabricante en la parte inferior.
– Pertenece al período temprano de la porcelana Spode -expliqué-. Albert Einstein y George Bernard Shaw bebieron té en esa misma taza cuando visitaron a mi tío abuelo Tarquín…, los dos a la vez, no, claro.
– Sería interesante saber qué se habrían dicho el uno al otro -dijo el inspector Hewitt, lanzándome una mirada.
– Sí, sería interesante -respondí, devolviéndole la mirada.
El inspector bebió otro sorbito de té. En cierta manera, parecía inquieto, como si quisiera decir algo pero no supiera cómo empezar.
– Ha sido un caso difícil -dijo-. Muy raro, en realidad. El hombre cuyo cadáver encontraste en el jardín era un perfecto desconocido…, o eso parecía al principio. Lo único que sabíamos era que procedía de Noruega.
– La agachadiza -apunté.
– ¿Perdón?
– La agachadiza chica que apareció muerta ante el umbral de la cocina. Las agachadizas chicas no llegan a Inglaterra hasta el otoño. Debía de haberla traído de Noruega… oculta en una tarta. Así es como lo supieron, ¿no?
El inspector se quedó perplejo.
– No -repuso-. Bonepenny llevaba unos zapatos nuevos con el nombre de un fabricante de Stavanger.
– Ah -dije.
– A partir de ahí, no nos resultó muy difícil seguirle la pista. -Mientras hablaba, el inspector Hewitt fue dibujando un mapa en el aire con las manos-. Gracias a nuestras pesquisas aquí y en el extranjero, descubrimos que había viajado en barco desde Stavanger hasta Newcastle-upon-Tyne, y que desde allí había ido en tren hasta York y luego hasta Doddingsley. En Doddingsley cogió un taxi que lo llevó a Bishop's Lacey.
¡Ajá! Tal y como yo me había figurado.
– Exacto -dije-. Y Pemberton… ¿o debería decir Bob Stanley?, lo siguió, pero se quedó en Doddingsley y se hospedó en el Jolly Coachman.
Una de las cejas del inspector Hewitt se alzó como una cobra.
– ¿Ah, sí? -dijo como quien no quiere la cosa-. ¿Y tú cómo lo sabes?
– Llamé al Jolly Coachman y hablé con el señor Cleaver.
– ¿Y eso es todo?
– Estaban compinchados, lo mismo que en el asesinato del señor Twining.
– Stanley lo niega -dijo-. Asegura que él no tuvo nada que ver con ese asunto. Dice que es más inocente que un cordero.
– Pero a mí me dijo en el cobertizo del foso que había matado a Bonepenny. Y aparte de eso, admitió más o menos que mi teoría era correcta, es decir, que el suicidio del señor Twining fue un truco de ilusionismo.
– Bueno, eso está por ver. Lo estamos investigando, pero nos va a llevar cierto tiempo… Aunque debo admitir que tu padre nos ha sido de gran ayuda. Nos ha contado la historia completa de los hechos que condujeron a la muerte de Twining. Lo único que lamento es que no mostrara antes esas mismas ganas de colaborar. Nos podríamos haber ahorrado… Lo siento -dijo-, sólo estaba especulando.
– ¿Mi secuestro? -sugerí.
Me quito el sombrero ante la rapidez con que el inspector cambió de asunto.
– Volviendo al presente -dijo-, veamos si lo he entendido bien: ¿dices que Bonepenny y Stanley eran cómplices?
– Siempre fueron cómplices -aseguré-. Bonepenny robaba sellos y Stanley los vendía en el extranjero a coleccionistas poco escrupulosos. Pero, por alguna razón, jamás habían conseguido deshacerse de los dos Vengadores del Ulster: eran demasiado conocidos. Y dado que uno de esos sellos se lo habían robado al rey, ningún coleccionista se habría arriesgado a que lo pillaran con ese sello en su colección.
– Muy interesante -dijo el inspector-. ¿Y?
– Planeaban chantajear a mi padre, pero parece que en algún momento tuvieron una disputa. Bonepenny viajaba desde Stavanger para poner en práctica su plan, pero Stanley debió de pensar en algún momento que podía seguirlo, asesinarlo en Buckshaw, coger los sellos y abandonar el país. Así de sencillo. Y la culpa de todo se la echarían a mi padre. Y así fue cómo sucedió -añadí con una mirada cargada de reproches.
A continuación se produjo un incómodo silencio.
– Mira, Flavia -dijo al fin-, la verdad es que no tuve mucha elección, ¿sabes? No había ningún otro sospechoso viable.
– ¿Y yo qué? -le pregunté-. Yo estuve presente en el escenario del crimen. -Con un gesto vago, señalé los frascos de productos químicos que cubrían las paredes-. Al fin y al cabo, sé mucho de venenos. Se me podría considerar una persona peligrosa.
– Ya -dijo el inspector-. Una posibilidad muy interesante. Y es cierto que estabas allí a la hora del crimen. De no haber salido las cosas tal y como han salido, tal vez serías tú quien ahora mismo tuviera la soga al cuello.
Eso no lo había pensado. Se me puso la carne de gallina y me eché a temblar. El inspector prosiguió:
– En tu contra, sin embargo, está tu estatura, la ausencia de móvil y el hecho de que no te has esfumado precisamente. El típico asesino suele rehuir a la policía todo lo que puede, mientras que tú… bueno, omnipresente es la palabra que se me ocurre ahora mismo. En fin, ¿qué estabas diciendo?
– Stanley le tendió una emboscada a Bonepenny en nuestro jardín. Bonepenny era diabético y…
– Ya -dijo el inspector, casi como si hablara consigo mismo-. ¡Insulina! No se nos ocurrió pedir análisis de eso.
– No -repliqué-, insulina no: tetracloruro de carbono. Bonepenny murió porque le inyectaron tetracloruro de carbono en el tronco del cerebro. Stanley compró una ampolla de esa sustancia en Johns, la farmacia de Doddingsley. Vi la etiqueta del frasco mientras él llenaba la jeringuilla en el cobertizo del foso. Supongo que la habrán encontrado debajo de la basura.
Por su expresión, supe que no la habían encontrado.
– Pues entonces supongo que se caería por el desagüe -añadí-. Hay un antiguo sumidero que desemboca en el río. Alguien va a tener que pescar el frasco.
«¡Pobre sargento Graves!», pensé.
– Stanley robó la jeringuilla del estuche que Bonepenny tenía en su habitación del Trece Patos -agregué sin pensar.
¡Maldición!
El inspector dio un respingo.
– ¿Y cómo sabes tú qué había en la habitación de Bonepenny? -me preguntó con brusquedad.
– Eh… ahora vuelvo sobre esa cuestión -dije-. Deme unos minutos. Stanley creía que jamás detectarían los restos de tetracloruro de carbono en el cerebro de Bonepenny. Y menos mal, porque entonces podrían haber sacado la conclusión de que procedía de uno de los frascos de papá. Hay litros y litros de esa sustancia en el estudio.
El inspector Hewitt sacó su cuaderno y garabateó un par de palabras, supuse que «tetracloruro de carbono».
– Sé que era tetracloruro de carbono porque Bonepenny me espiró en plena cara, junto con su último aliento, el último rastro de esa sustancia -dije, arrugando la nariz y adoptando una expresión adecuada a las circunstancias.
Si se puede decir que los inspectores de policía se ponen pálidos, el inspector Hewitt se puso pálido.
– ¿Estás segura de eso?
– Sé bastante de hidrocarburos clorados, gracias.
– ¿Me estás diciendo que Bonepenny aún vivía cuando lo encontraste?
– A duras penas -dije-. Esto…, falleció de inmediato.
Se produjo otro de esos largos y sepulcrales silencios.
– Mire -dije-, le enseñaré cómo lo hizo.
Cogí un lápiz, le di un par de vueltas en el sacapuntas y me dirigí al rincón donde se balanceaba el esqueleto articulado, colgado de su alambre.
– Esto se lo regaló el naturalista Frank Buckland a mi tío abuelo Tarquín -le dije, acariciando con ternura la calavera del esqueleto-. Yo lo llamo Yorick.
Lo que no le conté al inspector fue que el anciano Buckland le había hecho ese regalo al joven Tar en reconocimiento a su prometedor talento. «Por el esplendoroso futuro de la ciencia», había escrito Buckland en una tarjeta.
Acerqué la afilada punta del lápiz a la parte superior de la columna vertebral y lo introduje bajo el cráneo mientras repetía las palabras que había pronunciado Pemberton en el cobertizo del foso.
– «… se inclina un poco hacia un lado, a través del splenius capitis y del semispinalis capitis, se hace una punción en el ligamento atlantoaxial y se desliza la aguja por…»
– Gracias, Flavia -dijo el inspector con brusquedad-. Es suficiente. ¿Estás segura de que eso fue lo que dijo?
– Fueron sus palabras exactas -aseguré-. Tuve que buscarlas en la Anatomía de Gray. En la Enciclopedia para niños salen algunas ilustraciones, pero no lo bastante detalladas.
El inspector Hewitt se frotó el mentón.
– Estoy convencida de que el doctor Darby podría encontrar la marca del pinchazo en la nuca de Bonepenny -añadí solícitamente-, si supiera dónde debe buscar, claro. También podría analizar los senos del cráneo. El tetracloruro de carbono es estable en el aire y, dado que el hombre ya no respiraba, podría haber quedado atrapado allí. Y -añadí- podría recordarle, además, que Bonepenny se tomó una copa en el Trece Patos justo antes de ir a pie hasta Buckshaw.
El inspector me observó aún más perplejo.
– El alcohol intensifica los efectos del tetracloruro de carbono -le aclaré.
– Y ¿no tendrás por casualidad alguna teoría que explique por qué podrían haber quedado restos de la sustancia en los senos del cráneo de Bonepenny? -preguntó con una sonrisa informal-. No soy químico, pero por lo que sé, el tetracloruro de carbono se evapora con mucha rapidez.
Sí tenía una explicación, pero lo cierto es que no estaba dispuesta a compartirla con nadie, y menos aún con la policía. Bonepenny padecía un tremendo catarro: catarro que, por otro lado, me había contagiado a mí al espirarme la palabra «Vale!» en plena cara. «¡Un millón de gracias, Horace!», pensé.
Sospechaba también que los conductos nasales de Bonepenny, tapados por el catarro, podían haber conservado el tetracloruro de carbono inyectado, ya que no es soluble en agua -ni tampoco en mocos, claro-, lo que también habría impedido la toma de aire del exterior.
– No -dije-, pero podría usted proponer al laboratorio de Londres que realice el test que aconseja la Farmacopea Británica.
– Ahora mismo, no me viene a la cabeza -dijo el inspector Hewitt.
– Es un procedimiento muy bonito -señalé-, y sirve para medir el valor límite de yodo libre cuando el yoduro de cadmio libera yodo. Estoy segura de que conocen el procedimiento. Me ofrecería a llevarlo a cabo yo misma, pero no creo que a Scotland Yard le guste la idea de proporcionar trocitos del cerebro de Bonepenny a una niña de once años.
El inspector Hewitt me observó durante lo que me parecieron siglos.
– Muy bien -dijo al fin-, vamos a echarle un vistazo.
– ¿A qué? -pregunté, observándolo con una mirada de inocencia herida.
– A lo que has hecho. Vamos a verlo.
– Pero yo no he hecho nada -dije-. Yo…
– No me tomes por estúpido, Flavia. A nadie que haya tenido el placer de conocerte se le ocurriría pensar, ni que fuera un instante, que no has hecho los deberes.
Sonreí con timidez.
– Por aquí -dije, acercándome a una mesa rinconera en la que descansaba una pecera envuelta en un paño de cocina húmedo.
Retiré la tela de un tirón.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó el inspector-. ¿Qué demonios es…?
Contempló boquiabierto el objeto de un tono gris rosado que flotaba plácidamente en la pecera.
– Es un bonito trozo de cerebro -dije-. Lo he robado de la despensa. La señora Mullet lo compró ayer en Carnforth para cenar esta noche. Se va a poner hecha una furia.
– ¿Y has…? -preguntó, sacudiendo una mano.
– Sí, exacto. Le he inyectado dos centímetros cúbicos y medio de tetracloruro de carbono. Exactamente la misma cantidad que contenía la jeringuilla de Bonepenny. Un cerebro humano normal pesa poco más de un kilo -proseguí-, en los hombres quizá un poco más. Teniendo en cuenta eso, he cortado unos ciento cincuenta gramos más.
– ¿Y tú cómo has descubierto todo eso? -me preguntó el inspector.
– Está en uno de los libros de Arthur Mee, creo que la Enciclopedia para niños.
– ¿Y has analizado este… cerebro para hallar rastros de tetracloruro de carbono?
– Sí -dije-, pero he dejado transcurrir quince horas tras haberlo inyectado. Más o menos, calculo que ése es el tiempo que transcurrió entre la inoculación en el cerebro de Bonepenny y el momento en que se le practicó la autopsia.
– ¿Y?
– Aún era fácilmente detectable -declaré-. Un juego de niños. Por supuesto, he utilizado p-aminodimetilanilina. Es un test bastante reciente, pero muy fiable. Se publicó en The Analyst hace unos cinco años. Suba a un taburete y se lo enseño.
– No va a funcionar, ¿sabes? -dijo el inspector, riendo entre dientes.
– ¿Que no va a funcionar? -dije-. Claro que va a funcionar. Ya lo he hecho una vez.
– Me refiero a que no vas a deslumbrarme con todas esas técnicas de laboratorio mientras eludes la cuestión del sello. Al fin y al cabo, es lo que estás intentando, ¿verdad?
Me había acorralado. Lo que yo pretendía era no decir ni una sola palabra del Vengador del Ulster para luego dárselo discretamente a papá. ¿Quién se iba a enterar?
– Mira, sé que lo tienes -dijo-. Fuimos a ver al doctor Kissing en Rook's End.
Traté de adoptar una mirada escéptica.
– Y Bob Stanley, señor Pemberton para ti, nos ha dicho que tú se lo robaste.
¿Que yo se lo robé? ¡Menuda idea! ¡Qué cara tan dura!
– Es propiedad del rey -protesté-. Bonepenny lo birló de una exposición en Londres.
– Bueno, sea de quien sea, es propiedad robada, y mi obligación es ocuparme de que se devuelva a su dueño. Lo único que necesito saber es cómo llegó a tus manos.
¡Caray con el inspector! No podía seguir eludiendo el tema. Iba a tener que confesarle que había entrado en el Trece Patos sin autorización.
– Quiero hacer un trato -señalé.
El inspector Hewitt se echó a reír.
– Hay momentos, señorita De Luce -dijo-, en los que se merece usted una medalla de bronce, y hay otros momentos en los que merece que la encierren a pan y agua en su habitación.
– ¿Y este momento a qué clase pertenece? -inquirí.
«Uy, uy, Flavia, ten cuidado.»
El inspector Hewitt me amenazó con un dedo.
– Te estoy escuchando.
– Bueno -dije-, he estado pensando en que la vida de mi padre no ha sido precisamente agradable en los últimos días. Primero, llegan ustedes a Buckshaw y antes de que se dé cuenta lo acusan de asesinato…
– Un momento, un momento -me interrumpió el inspector-. De ese tema ya hemos hablado. Lo acusamos de asesinato porque él confesó.
¿Ah, sí? Eso no lo sabía.
– Y apenas acababa de confesar tu padre -prosiguió el inspector- cuando apareció Flavia. Ese día recibí más confesiones que visitas Nuestra Señora de Lourdes.
– Yo sólo quería proteger a mi padre -dije-, porque en ese momento pensaba que tal vez sí lo hubiera hecho él.
– ¿Y a quién estaba intentando proteger él? -me preguntó el inspector Hewitt, observándome atentamente.
La respuesta, claro está, era Dogger. Eso era lo que papá había querido decir con «Eso era lo que más temía» después de que yo le conté que Dogger también había escuchado la discusión entre él y Bonepenny en el estudio.
Papá pensaba que Dogger había asesinado a Bonepenny, eso estaba claro, pero… ¿por qué? ¿Lo habría hecho Dogger por lealtad…, o habría sido más bien durante uno de sus ataques?
No, era mejor que Dogger quedara al margen de la historia. Era lo mínimo que podía hacer.
– Probablemente a mí -mentí-. Papá pensaba que yo había matado a Bonepenny. Al fin y al cabo, ¿no fui yo quien apareció, por así decirlo, en el escenario del crimen? Estaba intentando protegerme a mí.
– ¿De verdad crees eso? -preguntó el inspector.
– Sería fantástico pensarlo -respondí.
– Estoy seguro de que así era -dijo el inspector-. Estoy convencido de que así era. Bueno, volvamos al sello. No creas que lo he olvidado.
– Bien, como le estaba diciendo, me gustaría hacer algo por papá. Algo que lo haga feliz, aunque sea sólo por unas pocas horas. Me gustaría regalarle el Vengador del Ulster, ni que sea por un par de días. Por favor, déjeme hacerlo y le contaré todo lo que sé. Se lo prometo.
El inspector se alejó paseando hasta la librería, cogió un volumen encuadernado de Anales de la Sociedad Química del año 1907 y sopló para eliminar el polvo de la parte superior del lomo. Lo hojeó distraídamente, como si buscara lo que debía decir a continuación.
– ¿Sabes? -dijo-, no hay nada que mi mujer, Antigone, deteste más que ir a hacer la compra. En una ocasión me dijo que antes preferiría tener que hacerse un empaste a perder media hora para comprar una pierna de cordero. Pero tiene que hacer la compra, le guste o no; es su destino, dice. Para sobrellevar tan pesada carga, a veces compra un librito amarillo que se titula Tú y tu horóscopo. Tengo que admitir que hasta ahora siempre me había burlado de algunas de las cosas que me lee durante el desayuno, pero esta mañana mi horóscopo decía así, y cito textualmente: «Alguien va a poner a prueba tu paciencia hasta límites insospechados.» ¿Crees que a lo mejor he estado interpretando mal esos pronósticos, Flavia?
– ¡Por favor! -pedí, pronunciando las palabras en un tono lastimero.
– Veinticuatro horas -dijo-. Ni un minuto más.
Y entonces me salió todo a borbotones y empecé a hablar de la agachadiza chica muerta, de la inocente (aunque también incomible) tarta de crema de la señora Mullet, del registro de la habitación de Bonepenny en la posada, del hallazgo de los sellos, de las visitas a la señorita Mountjoy y al doctor Kissing, de los encuentros con Pemberton en el disparate arquitectónico y en el cementerio y del secuestro en el cobertizo del foso.
Lo único que no le conté fue que había inyectado en el pintalabios de Feely un extracto de hiedra venenosa. ¿Para qué confundir al inspector con detalles innecesarios?
Mientras yo hablaba, él iba tomando alguna que otra nota en un cuadernito negro cuyas páginas, advertí, estaban repletas de flechas y crípticos símbolos que muy bien podrían estar inspirados en algún tratado de alquimia de la Edad Media.
– ¿Yo salgo ahí? -le pregunté, señalando el cuaderno.
– Sales -dijo.
– ¿Puedo echar un vistazo? ¿Pequeñito?
El inspector Hewitt cerró el cuaderno.
– No -repuso-. Es un documento confidencial de la policía.
– ¿Escribe usted mi nombre completo o me representa con uno de esos símbolos?
– Tienes tu propio símbolo -dijo, metiéndose el cuaderno en el bolsillo-. Bueno, ya va siendo hora de que me marche.
Me tendió una mano y me dio un vigoroso apretón.
– Adiós, Flavia -dijo-. Ha sido… toda una experiencia.
Se acercó a la puerta y la abrió.
– Inspector…
Se detuvo y se volvió.
– ¿Cuál es? Mi símbolo, quiero decir.
– Es una P -respondió-. Una P mayúscula.
– ¿Una P? -le pregunté, sorprendida-. ¿Y qué significa P?
– Ah -dijo-, eso lo dejo a tu imaginación.
Daffy estaba en el salón, despatarrada sobre la alfombra, leyendo El prisionero de Zenda.
– ¿Sabes que mueves los labios cuando lees? -le pregunté.
Daffy no me hizo ni caso. Decidí jugarme la vida.
– Y hablando de labios -dije-, ¿dónde está Feely?
– En el médico -respondió-. Ha tenido una especie de brote alérgico, parece que es algo que ha tocado.
¡Bien! ¡Mi experimento había funcionado a la perfección! Nadie lo descubriría jamás. En cuanto tuviera un momento de tranquilidad anotaría lo siguiente en mi cuaderno de notas:
Martes, 6 de junio de 1950, 13.20 horas ¡Éxito! Resultados como estaba previsto. Se ha hecho justicia.
Se me escapó una risilla. Supongo que Daffy me oyó, porque rodó sobre sí misma y cruzó las piernas.
– Ni se te ocurra pensar que te has salido con la tuya -comentó muy despacio.
– ¿Qué? -dije.
El ingenuo desconcierto era mi especialidad.
– ¿Qué brebaje le pusiste en el pintalabios?
– No tengo ni la menor idea de lo que estás hablando -repuse.
– Pues mírate al espejo -dijo Daffy-. Y cuidado no vayas a romperlo.
Di media vuelta y me alejé lentamente hacia la repisa de la chimenea, donde una empañada reliquia del período Regencia reflejaba hoscamente el salón. Me acerqué más, sin dejar de contemplar mi imagen. Al principio no vi nada, a excepción de mi radiante persona, mis ojos violetas y mi piel clara, pero al observarme con más detenimiento empecé a percibir ciertos detalles en mi devastado y mercúrico reflejo.
Tenía un manchón en el cuello, ¡un manchón rojo y muy feo! ¡Justo donde Feely me había besado! Se me escapó un chillido de angustia.
– Feely dijo que en menos de cinco segundos en el foso ya se había vengado de ti.
Antes incluso de que Daffy rodara de nuevo sobre sí misma y regresara a su absurda novela de capa y espada, ya tenía un plan.
Una vez, cuando tenía nueve años, escribía un diario sobre lo que significaba ser una De Luce o, por lo menos, sobre lo que significaba ser aquella De Luce en concreto. Reflexionaba mucho acerca de cómo me sentía, hasta que finalmente llegué a la conclusión de que ser Flavia de Luce era como ser un sublimado: como el residuo de cristal negro que dejan en el frío cristal de un tubo de ensayo los gases azul violáceo del yodo. En aquel momento me pareció una descripción perfecta, y en los dos últimos años no ha ocurrido nada que me haya hecho cambiar de idea.
Como he dicho, a los De Luce les falta algo, una especie de enlace químico, o la ausencia del mismo, que les hace un nudo en la lengua cada vez que se ven abordados por un sentimiento. Es tan improbable que un De Luce le diga a otro que lo quiere como que un pico de la cordillera del Himalaya se incline para susurrarle palabras bonitas al risco de al lado.
Ese punto quedó probado cuando Feely me robó el diario, forzó el cierre de latón con un abrelatas de la cocina y lo leyó en voz alta desde el último peldaño de la escalinata, vestida con la ropa que le había robado al espantapájaros del vecino.
En eso pensaba mientras me acercaba a la puerta del estudio de papá. Me detuve un instante, insegura. ¿De verdad quería hacerlo?
Llamé tímidamente a la puerta. Se produjo un largo silencio antes de que me llegara la voz de papá:
– Adelante -dijo.
Hice girar el pomo y entré en la habitación. Papá, sentado a una mesa junto a la ventana, apartó por un momento la vista de su lupa y luego siguió estudiando un sello de color magenta.
– ¿Puedo hablar? -le pregunté, consciente ya en el momento de formular la pregunta de que era un comentario extraño y, al mismo tiempo, parecía lo adecuado.
Papá dejó la lupa, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Parecía cansado.
Me metí la mano en el bolsillo y saqué el fragmento de papel azul en el que había escondido el Vengador del Ulster. Me acerqué como si fuera un suplicante, dejé el papel sobre la mesa y retrocedí de nuevo.
Papá lo abrió.
– ¡Madre de Dios! -exclamó-. ¡Es AA!
Se puso de nuevo las gafas y cogió su lupa de joyero para ver el sello de cerca.
«Ahora -me dije- obtendré mi recompensa.» Me di cuenta de que estaba pendiente de sus labios, esperando a que papá los moviera.
– ¿De dónde lo has sacado? -dijo al fin con esa voz dulce tan típicamente suya que inmoviliza al interlocutor como se inmoviliza una mariposa al clavarle un alfiler.
– Lo encontré -dije.
La mirada de papá era militar…, implacable.
– Debió de caérsele a Bonepenny -añadí-. Es para ti.
Papá observó mi rostro igual que un astrónomo observaría una supernova.
– Un detalle que te honra, Flavia -dijo al fin, como si le costara un gran esfuerzo. Después me devolvió el Vengador del Ulster-. Tienes que restituírselo a su legítimo dueño.
– ¿El rey Jorge?
Papá asintió, aunque su gesto me pareció triste.
– No sé cómo ha ido a parar ese sello a tus manos ni tampoco quiero saberlo. Has llegado hasta aquí tú sola y ahora debes salir de esto tú sola.
– El inspector Hewitt quiere que se lo entregue.
– Muy amable por su parte -dijo-, pero también demasiado oficial. No, Flavia, el AA ha pasado por demasiadas manos, unas pocas ilustres y la mayoría innobles. Ocúpate de que las tuyas sean las más dignas de todas.
– Pero… ¿qué hay que hacer para escribirle al rey?
– Estoy seguro de que encontrarás la manera -dijo papá-. Por favor, cierra la puerta cuando salgas.
Como si pretendiera enterrar el pasado, Dogger estaba arrojando estiércol de una carretilla en el huerto de pepinos.
– Señorita Flavia -dijo mientras se quitaba el sombrero y se secaba la frente con la manga.
– ¿Qué hay que poner en una carta para el rey? -le pregunté.
Dogger apoyó con cuidado la pala en el invernadero.
– ¿En la teoría o en la práctica?
– En la práctica.
– Eeeh… -dijo-. Pues tendría que mirarlo en algún sitio.
– Un momento -dije-. La señora Mullet tiene un libro titulado Preguntar de todo sobre todo. Lo guarda en la despensa.
– Ha ido a comprar al pueblo -señaló Dogger-. Si nos damos prisa, podemos salir con vida de ésta.
Un segundo más tarde, estábamos los dos escondidos en la despensa.
– Aquí está -dije, entusiasmada, cuando el libro se abrió entre mis manos-. Pero un momento…, esto se publicó hace sesenta años. ¿Seguirá siendo correcto?
– Seguro que sí -dijo Dogger-. En los círculos reales, las cosas no cambian tan de prisa como en los nuestros. Y así debe ser.
El salón estaba vacío. Daffy y Feely andaban por alguna parte, seguramente planeando su siguiente ataque. Encontré una hoja apropiada de papel en un cajón y, después de humedecer la pluma en el tintero, copié la fórmula de encabezamiento del pegajoso libro de la señora Mullet. Intenté que mi letra resultara lo más elegante posible:
Benignísimo soberano:
Sea ésta la voluntad de su majestad,
Sírvase encontrar adjunto un objeto de considerable valor que pertenece a su majestad y que fue robado este año. Cómo ha llegado a mis manos [me pareció un toque muy elegante] no tiene importancia, pero le aseguro a su majestad que la policía ha cogido al delincuente.
– Capturado -dijo Dogger, que estaba leyendo por encima de mi hombro. Lo corregí. -¿Qué más?
– Nada -respondió él-. Fírmela y ya está. Los reyes aprecian la brevedad.
Con mucho cuidado de no emborronar la carta, copié la despedida del libro.
Lo saluda, con profunda veneración, la súbdita más humilde y sierva más sumisa de su majestad.
Flavia de Luce (Srta.)
– ¡Perfecto! -exclamó Dogger.
Doblé cuidadosamente la carta y, tras pasar el pulgar, conseguí los pliegues más finos. Después la metí en uno de los mejores sobres de papá y escribí la dirección:
Su alteza real Jorge VI
Buckingham Palace, Londres, S.W. I
Inglaterra
– ¿La marco como «Personal»? -Buena idea -dijo Dogger.
Una semana más tarde, me estaba refrescando los pies desnudos en el agua del lago artificial mientras revisaba las notas que había tomado sobre la coniína, el principal alcaloide de la venenosa cicuta, cuando Dogger apareció de repente, agitando algo que llevaba en la mano.
– ¡Señorita Flavia! -exclamó, y luego cruzó el lago sin quitarse siquiera las botas para llegar a la isla.
Las perneras de sus pantalones estaban empapadas y, aunque se quedó allí plantado chorreando como Poseidón, su sonrisa era tan radiante como la veraniega tarde.
Me entregó un sobre tan blanco y suave como el plumón de un ganso.
– ¿Lo abro? -le pregunté.
– Diría que va dirigido a usted.
Dogger se estremeció cuando rasgué la solapa del sobre y saqué la hoja doblada de papel color crema que había en el interior:
Mi querida señorita De Luce:
Le estoy muy agradecido por su reciente misiva y por la restitución del maravilloso objeto que éste contenía, que, como muy probablemente sabe usted, ha desempeñado un importante papel, no sólo en la historia de mi familia, sino en la historia de Inglaterra.
Por favor, acepte mi más sincero agradecimiento.
La firma decía simplemente «Jorge».