Quince

Al principio, las desacostumbradas palabras de papá brotaron despacio y en tono vacilante: arrancaron a regañadientes, como si fueran oxidados vagones de mercancías en la vía del tren, pero al poco cogieron velocidad y avanzaron a un paso constante.

– Mi padre era un hombre al que no resultaba fácil querer -dijo-. Me envió a un internado cuando yo tenía once años y desde entonces lo vi en muy pocas ocasiones. Es raro, ¿sabes? Jamás conocí sus gustos hasta que en su funeral uno de los portadores del féretro comentó por casualidad que la pasión de mi padre era el netsuke. Tuve que buscarlo en el diccionario.

– Son pequeños objetos japoneses tallados en marfil -expliqué-. Salen en una de las historias de Austin Freeman sobre el doctor Thorndyke.

Papá me ignoró y siguió hablando.

– Aunque Greyminster estaba a pocos kilómetros de Buckshaw, en aquellos tiempos era lo mismo que estar en la Luna.

Fue una suerte tener un director como el doctor Kissing, un hombre delicado que creía que administrar dosis diarias de latín, rugby, criquet e historia no podía perjudicar a ningún niño. En conjunto, nos trataban bien.

»Como la mayoría, al principio fui un muchacho solitario: me encerraba en los libros y lloraba entre los setos en cuanto podía escaparme. Sin duda, me consideraba el muchacho más infeliz del mundo. Pensaba que había en mí algo horrendo, la causa de que mi padre me hubiera apartado tan despiadadamente de su lado. Creí que si conseguía averiguar de qué se trataba, tal vez tuviera la oportunidad de ponerle remedio y de compensar de algún modo a mi padre.

»De noche, en el dormitorio, me acurrucaba bajo las mantas con una linterna eléctrica y me observaba el rostro en un espejo de afeitar robado. No veía nada especialmente raro, pero, en fin, no era más que un crío y no estaba preparado para juzgar esa clase de cosas.

»Pero el tiempo fue pasando, como es su deber, y poco a poco fui dejándome arrastrar por la vida en el internado. Se me daba bien la historia, pero era un negado para los libros de Euclides, lo que me colocaba más o menos en un término medio: no llamaba la atención ni por ser demasiado brillante ni por ser demasiado estúpido.

»Pronto descubrí que la mediocridad era el mejor camuflaje, el tono que mejor protegía. A los muchachos que no suspendían, pero que tampoco destacaban, nadie les hacía caso: ni el director con sus exigencias o sus deseos de prepararlos para la gloria, ni los gamberros del colegio que quisieran convertirlos en chivos expiatorios. Ese hecho, en sí tan sencillo, fue el primer descubrimiento fundamental de mi vida.

»Fue cuando tenía catorce años, creo, cuando por fin empecé a demostrar cierto interés por las cosas que me rodeaban y, como todos los muchachos de mi edad, gozaba de un insaciable apetito por todo lo misterioso. Así pues, cuando el director de mi residencia, el señor Twining, nos propuso formar un club de prestidigitación, ardí en deseos de ingresar en él.

»El señor Twining era más amable que hábil: no puede decirse que fuera un mago refinado, lo admito, pero ejecutaba sus trucos con tal vivacidad y tan noble entusiasmo que hubiera sido muy grosero por nuestra parte negarle atronadoras y juveniles ovaciones.

»Por las noches nos enseñaba a convertir el vino en agua empleando únicamente un pañuelo y un poco de papel secante de color; o a conseguir que un chelín marcado desapareciera de un vaso tapado justo antes de extraerlo de la oreja de Simpkins. Aprendimos la importancia de la «cháchara», es decir, la forma de hablar del prestidigitador, y nos enseñó una espectacular manera de barajar las cartas de modo que el as de corazones quedara siempre al final.

»No es necesario decir que el señor Twining era popular: tal vez sea más apropiado decir «querido», aunque en aquella época muy pocos de nosotros habíamos experimentado ese sentimiento lo bastante como para identificarlo.

»El momento de gloria de Twining llegó cuando el director, el doctor Kissing, le propuso que organizara un espectáculo de prestidigitación para el Día de los Padres, una idea brillante a la que Twining se entregó en cuerpo y alma.

»Puesto que a mí me salía muy bien un truco de ilusionismo llamado «La resurrección de Tchang Fu», el señor Twining deseaba que lo representara a modo de final apoteósico del espectáculo. El truco requería dos personas, por lo que me permitió elegir al ayudante que yo quisiera…, y así fue cómo conocí a Horace Bonepenny.

»Horace había llegado a nuestro colegio desde St. Cuthbert's, tras un escándalo en dicha escuela por algo relacionado con un dinero desaparecido: creo que en realidad no eran más que un par de libras, aunque en aquella época parecía una fortuna. Admito que Bonepenny me inspiraba lástima. Tenía la sensación de que se habían excedido con él, sobre todo cuando me contó que su padre era el hombre más cruel del mundo y que había hecho cosas atroces en nombre de la disciplina. Espero que todo esto no te resulte demasiado ordinario, Flavia.

– No, claro que no -dije, acercando un poco mi silla-. Sigue, por favor.

– Ya por entonces, Horace era un muchacho extraordinariamente alto y con una mata de pelo rojo como el fuego. Tenía los brazos demasiado largos para la chaqueta del uniforme, de forma que las muñecas le sobresalían más allá de los puños de las mangas, como si fueran dos palos desnudos. «Bony», [10] lo llamaban los otros chicos, y se burlaban de él sin piedad por su aspecto. Por si eso fuera poco, tenía unos dedos larguísimos, delgados y blancos, como si de los tentáculos de un pulpo albino se tratara, y la piel clara, casi desteñida, que suele caracterizar a los pelirrojos. Se decía que si tocaba a alguien lo envenenaba. Él lo exageraba un poco, claro está, y jugaba a agarrar torpemente a los chicos que correteaban a su alrededor burlándose de él, siempre lejos de su alcance.

»Una noche, tras jugar a liebres y sabuesos, Bonepenny estaba descansando apoyado en los escalones de una cerca, jadeando como un zorro, cuando un niño llamado Potts se acercó a él de puntillas y le propinó un doloroso golpe en plena cara. En realidad sólo pretendía tocarlo, como cuando juegas al corre que te pillo, pero la cosa se le fue de las manos. Cuando los otros chicos vieron que Bonepenny, el temido monstruo, estaba aturdido y que le sangraba la nariz, se abalanzaron sobre él, y Bony pronto terminó en el suelo, donde empezaron a aporrearlo, patearlo y golpearlo salvajemente. Fue entonces cuando casualmente pasé por allí.

»«¡Quietos!», grité tan alto como pude.

»Para mi sorpresa, la escaramuza cesó de golpe. Los muchachos empezaron a levantarse, uno a uno, de aquel mar de brazos y piernas. Algo en mi voz los impulsó a obedecer de inmediato. Tal vez el hecho de que me hubieran visto realizar trucos de prestidigitación me otorgaba un aire invisible de autoridad, no lo sé, pero lo que sí sé es que, cuando les ordené que regresaran a Greyminster, desaparecieron en el anochecer como una manada de lobos.

»«¿Estás bien?», le pregunté a Bony mientras lo ayudaba a ponerse en pie.

»«Ligeramente tierno, pero sólo en uno o dos sitios bastante separados entre sí… como la carne de vaca de Carnfprth», dijo, y ambos nos echamos a reír. Carnforth era el infame carnicero de Hinley cuya familia suministraba a Greyminster, desde la época de las guerras napoleónicas, la carne dura como suela de zapato para el asado de los domingos.

»Me di cuenta en seguida de que Bony estaba más maltrecho de lo que parecía, pero se comportaba como un valiente.

Le ofrecí el hombro para que se apoyara en mí y lo ayudé a regresar renqueando a Greyminster.

»A partir de ese día, Bony se convirtió en mi sombra. Adoptó los mismos intereses que yo y, al hacerlo, casi se convirtió en una persona distinta. Había momentos, de hecho, en los que tenía la sensación de que Bony se estaba convirtiendo en mí; que allí, ante mis propios ojos, estaba la parte de mí mismo que durante tantas noches había buscado en el espejo.

»Lo que sí sé es que jamás estábamos mejor que cuando estábamos juntos: lo que uno de nosotros no podía hacer, el otro lo conseguía con facilidad. Bony tenía unas dotes innatas para las matemáticas, por lo que no tardó en desvelarme los misterios de la geometría y de la trigonometría. Lo convertía en un juego, hasta el punto de que pasábamos muchas horas de diversión calculando contra qué sala de estudio se estrellaría el reloj de la Residencia Anson cuando lo hiciéramos caer con la gigantesca palanca de vapor que íbamos a inventar. En otra ocasión, calculamos por triangulación una ingeniosa serie de túneles que, a una señal dada, se desmoronarían simultáneamente, lo que provocaría que Greyminster y todos sus habitantes se precipitaran a un abismo dantiano donde los atacarían las avispas, avispones, abejas y gusanos con los que planeábamos infestarlo.

¿Avispas, avispones, abejas y gusanos? ¿Era mi padre el que hablaba? De repente, me di cuenta de que lo escuchaba con una reverencia desacostumbrada.

– Cómo íbamos a hacer todas esas cosas no quedaba claro -prosiguió -, pero lo importante era que mientras yo me iba familiarizando con el bueno de Euclides y sus libros de proposiciones, Bony se estaba revelando, con un poco de ayuda, como un prestidigitador nato. Era gracias a los dedos, claro: aquellos apéndices largos y blancos parecían tener vida propia, y no transcurrió mucho tiempo antes de que Bonepenny dominara por completo el arte de la prestidigitación. Los objetos más diversos aparecían y desaparecían entre sus dedos con tanta elegancia y rapidez que ni siquiera yo, que sabía perfectamente cómo se realizaban los trucos de ilusionismo, creía lo que veía.

»Y a medida que aumentaban sus dotes como prestidigitador, lo mismo sucedía con su autoestima. Gracias a la magia se convirtió en un nuevo Bony, más seguro de sí mismo, más desenvuelto, y tal vez también más descarado. Incluso le cambió la voz. Si hasta entonces tenía la voz estridente de un crío, a partir de ese momento fue como si hablara (por lo menos cuando estaba actuando) con una laringe de caoba pulida: su voz, hipnótica y profesional, siempre encandilaba a los espectadores.

»El truco «La resurrección de Tchang Fu» funcionaba de la siguiente manera: yo me ponía un quimono de seda exageradamente grande que había encontrado en un mercadillo parroquial, una hermosa prenda de color rojo sangre decorada con dragones chinos y misteriosas inscripciones. Me pintarrajeaba la cara con tiza amarilla y me colocaba alrededor de la cabeza una fina goma elástica para dar la sensación de tener los ojos rasgados. Después cogía un par de envolturas de tripa para las salchichas, de las que utilizaba Carnforth, las barnizaba y las cortaba en forma de largas uñas, lo que le daba al disfraz un toque repugnante. Lo único que faltaba para completar mi atuendo era un poco de corcho quemado, unos cuantos trozos de cordel deshilachado a modo de barba y una horrorosa peluca.

»Pedía un voluntario entre el público: un cómplice, desde luego, que había ensayado de antemano. Lo hacía subir al escenario y explicaba, con una alegre voz cantarina de acento mandarín, que me disponía a matarlo, a enviarlo al País de los Felices Ancestros. Al anunciar tal cosa como si fuera lo más normal del mundo, el público inevitablemente reprimía un grito y, antes de que los espectadores tuvieran tiempo de recobrarse, yo sacaba una pistola de entre los pliegues del quimono, la apuntaba al corazón de mi cómplice y apretaba el gatillo.

»Una pistola de salida puede provocar un horrible estruendo si se dispara en un espacio cerrado, así que la detonación resultaba de lo más terrorífica. Mi ayudante se llevaba las manos al pecho y apretaba con una de ellas un cucurucho de papel lleno de kétchup, que brotaba de forma horripilante entre sus dedos. Luego se miraba el pecho y se quedaba boquiabierto de incredulidad:

»«¡Ayúdame, Jacko!», chillaba. «El truco ha salido mal! ¡Estoy herido!» A continuación, caía muerto de espaldas.

»Para entonces, los espectadores contemplaban la escena aturdidos, muy erguidos en sus butacas. Algunos se habían puesto, de pie, otros lloraban. Yo levantaba una mano para tranquilizarlos.

»«¡Silensio!», decía entre dientes, observándolos con una mirada atroz. «Ancestlos quielen silensio.»

»Algunos espectadores dejaban escapar una risilla nerviosa, pero en general todos estaban mudos de asombro. De la oscuridad sacaba una sábana enrollada y la extendía sobre mi cómplice aparentemente muerto, dejando a la vista sólo su rostro vuelto hacia el techo.

»Bien, la sábana en sí era un objeto bastante curioso, que yo mismo había fabricado con el mayor secreto. Estaba dividida en tres partes a lo largo gracias a dos delgadas varillas de madera cosidas en el interior de dos estrechos bolsillos, que recorrían la tela en toda su longitud. Una vez enrollada la sábana a lo largo, las varillas resultaban invisibles.

»Yo me agachaba y, utilizando el amplio quimono como pantalla, aprovechaba el momento para quitarle los zapatos a mi asistente (cosa fácil, pues él se había aflojado disimuladamente los cordones antes de que yo lo eligiera entre el público) y los clavaba, con las puntas hacia arriba, en el extremo de las varillas.

»Los zapatos, claro, estaban preparados a tal efecto, pues les habíamos practicado un agujero en cada tacón, agujero en el cual se insertaba un clavo que se empujaba hasta introducirlo en el extremo de la varilla. El resultado era de lo más convincente: un cadáver con la boca abierta tendido en el suelo, cuya cabeza sobresalía de uno de los extremos de la sábana y los zapatos, que apuntaban al techo, del otro.

»Si las cosas salían según lo previsto, para entonces ya se habrían empezado a filtrar enormes manchas rojas a la sábana, a la altura del pecho del «cadáver». Y, si no, siempre podía echar un poco más de kétchup gracias a un segundo cucurucho de papel que llevaba cosido a la manga.

»En ese momento venía lo más importante. Pedía que apagaran las luces («Ancestlos quielen osculidad total») y, ya en penumbra, provocaba un par de fogonazos con polvo de magnesio. Gracias a ese truco deslumbraba al público durante un instante, cosa que mi ayudante aprovechaba para arquear la espalda y, mientras yo colocaba bien la sábana, apoyar los pies en el suelo y ponerse en cuclillas. Los zapatos, claro está, seguían sobresaliendo de un extremo de la sábana, con lo que daba la sensación de que continuaba tendido en posición horizontal.

»Proseguía yo entonces con mis paparruchas orientales, sacudiendo los brazos e invocando a mi cómplice para que regresara del país de los muertos. Mientras yo farfullaba un cántico inventado, mi ayudante empezaba a levantarse muy despacio hasta ponerse completamente de pie y se apoyaba sobre los hombros las varillas de madera, mientras los zapatos seguían sobresaliendo por un extremo de la sábana.

»Lo que el público veía, claro está, era un cuerpo envuelto en una sábana que se elevaba en el aire y se quedaba allí flotando, a un metro y medio del suelo.

»A continuación, yo suplicaba a los Felices Ancestros que lo devolvieran al País de los Espíritus Vivientes, para lo cual hacía diversos pases de magia con la mano. Después disparaba un último fogonazo con polvo de magnesio y mi ayudante arrojaba la sábana, saltaba en el aire y aterrizaba sobre los pies.

»La sábana, con los zapatos clavados y las varillas cosidas, iba a parar a la oscuridad, tras lo cual a mi ayudante y a mí no nos quedaba más que saludar al público en mitad de una atronadora ovación. Y dado que llevaba calcetines negros, nadie reparaba en que el «muerto» había perdido los zapatos.

»Así era «La resurrección de Tchang Fu», y así era como planeaba representarla el Día de los Padres. Bony y yo nos íbamos con todo el material al lavadero, donde instruía a mi amigo en los entresijos del truco de ilusionismo. Sin embargo, pronto resultó obvio que Bony no era el cómplice perfecto. Por mucho entusiasmo que demostrara, era demasiado alto. La cabeza y los pies le sobresalían en exceso de mi sábana amañada, y ya era demasiado tarde para fabricar otra. Y, por otro lado, estaba el hecho incontestable de que, si bien Bony era un genio con las manos, seguía teniendo el cuerpo y las extremidades de un niño torpe y desgarbado. Las rodillas de cigüeña le temblaban sin remedio cuando supuestamente tenía que levitar, y durante un ensayo llegó incluso a caerse de espaldas, echando estrepitosamente todo el truco por tierra, sábana y zapatos incluidos.

»Yo no sabía qué hacer. Elegir otro ayudante suponía herir los sentimientos de Bony, pero era mucho esperar que consiguiera interpretar su parte a la perfección en los pocos días que quedaban antes de la actuación. Me hallaba al borde de la desesperación, pero fue el propio Bony quien dio con la solución.

»«¿Por qué no intercambiamos los papeles?», propuso tras una caída especialmente nefasta con todo el material. «Déjame intentarlo. Yo me pongo el manto del brujo y tú levitas.»

»Tengo que admitir que era brillante. Con la cara pintada de tiza amarilla y aquellas manos largas y delgadas que sobresalían del quimono rojo (manos que aún resultaban más horrendas gracias a unas uñas de varios centímetros hechas de piel de salchicha), Bony era la figura más imponente que jamás haya pisado un escenario.

»Y dado que era un mimo nato, no le costó en absoluto imitar la voz cascada y estridente de un viejo mandarín. Su cháchara oriental era incluso mejor que la mía y, desde luego, la imagen de aquellos dedos quebradizos moviéndose en el aire como si fueran insectos palo no era nada fácil de olvidar.

»La representación en sí fue magistral. Con la escuela al completo y todos los padres como público, Bony representó un espectáculo que ninguno de ellos podrá olvidar jamás. Unas veces resultaba exótico, y otras, siniestro. Cuando me eligió como ayudante entre el público, hasta yo me estremecí un poco ante aquella amenazadora figura que me hacía señas más allá de las candilejas.

»Y cuando apretó el gatillo y me disparó en el pecho, ¡estalló el caos! Yo había tomado la precaución de calentar el depósito de kétchup y mezclarlo con un poco de agua, con lo que la mancha resultó espantosamente real.

»A uno de los padres (el padre de Giddings) tuvo que retenerlo literalmente el señor Twining, quien ya había previsto que algún crédulo espectador saliera disparado hacia el escenario.

«Tranquilo, caballero», le susurró Twining al oído. «No es más que un truco de ilusionismo. Estos muchachos ya lo han hecho muchas veces.»

»El señor Giddings regresó a regañadientes a su asiento, escoltado y con la cara aún roja de indignación. A pesar de ello, fue lo bastante caballero como para acercarse a nosotros tras la actuación y darnos un malhumorado apretón de manos.

»Tras el sangriento despliegue en el momento de la muerte, la escena de la levitación previa a la resurrección fue casi un timo, si es que puede llamarse así, aunque le arrancó otro sentido aplauso a un público de almas cándidas que sintieron alivio al ver que el desventurado voluntario había resucitado. Tuvimos que salir siete veces a saludar, aunque sé muy bien que en seis de esas ocasiones el público reclamaba a mi compañero.

»Bony absorbió la adulación como si fuera una esponja seca. Una hora después de que hubo finalizado el espectáculo aún seguía estrechando manos y recibiendo en la espalda palmadas de una multitud de madres y padres fascinados, que al parecer se morían por tocarlo. Y, sin embargo, tuve la sensación de que me lanzaba una mirada extraña cuando le pasé un brazo por los hombros: una mirada con la que, durante apenas un instante, me dio a entender que no me conocía de nada.

»Durante los días siguientes, me di cuenta de que en Bony se había operado un cambio. Se había convertido en un prestidigitador seguro de sí mismo y se comportaba como si yo no fuera más que un simple ayudante suyo. Empezó a hablarme de otra manera y adoptó una actitud distante, como si nunca hubiera sido tímido.

»Supongo que podría decirse que prescindió de mí…, o al menos eso fue lo que pensé. A menudo lo veía con otro chico mayor que nosotros, Bob Stanley, que nunca había despertado mis simpatías. Stanley tenía uno de esos rostros angulosos y de mandíbula cuadrada que quedan bien en las fotos pero que en la vida real resultan demasiado crueles. Tal y como había hecho conmigo, Bony adoptó algunos de los rasgos de Stanley, lo mismo que el papel secante absorbe la letra de una carta. Sé que fue por entonces cuando Bony empezó a fumar, y sospecho que también a beber.

»Un día me di cuenta, un tanto sorprendido, de que Bony ya no me agradaba. Algo había cambiado en su interior o tal vez había aflorado. En ciertas ocasiones lo sorprendía mirándome fijamente en clase: al principio, sus ojos me parecían los de un viejo mandarín, pero luego, cuando se posaban en mí, se volvían fríos como los de un reptil. Empecé a sentirme como si me hubieran robado algo, de una forma que no alcanzaba a comprender. Pero lo peor aún estaba por llegar.

Mi padre guardó silencio y esperé a que prosiguiera con la historia, pero en lugar de eso permaneció sentado, contemplando la lluvia sin verla. Me pareció que lo indicado era callar y dejarlo con sus pensamientos, fueran los que fuesen, pero sabía que, al igual que había sucedido con Horace Bonepenny, algo había cambiado entre nosotros.

Allí estábamos los dos, mi padre y yo, encerrados en una habitación minúscula y manteniendo por primera vez algo que podía interpretarse como una conversación. Estábamos hablando casi como adultos, casi como seres humanos, casi como padre e hija. Y aunque no se me ocurría nada que decir, de repente quise que aquella conversación continuara hasta que se apagara la última estrella.

Deseé poder abrazar a mi padre, pero no pude. Ya hacía algún tiempo que había descubierto que en el carácter de la familia De Luce había algo que ahuyentaba toda muestra externa de afecto entre sus miembros, toda declaración abierta de cariño. Lo llevábamos en la sangre.

Así que nos quedamos allí sentados, mi padre y yo, como dos viejecitas en un té parroquial. No era la mejor manera de vivir la propia vida, pero tendríamos que conformarnos.

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