Cuando frené derrapando y dejé a Gladys apoyada contra una pila de viejos troncos, Ned aún estaba trabajando en el patio de la posada. Había terminado ya con los barriles de cerveza y estaba descargando quesos grandes como piedras de molino de la parte de atrás de un camión, cosa que hacía con no poca ostentación.
– ¿Qué hay, Flavia? -dijo al verme, cazando al vuelo la oportunidad de interrumpir el trabajo-. ¿Te apetece un poco de queso?
Antes de que tuviera tiempo de contestar, Ned ya se había sacado del bolsillo una navaja bastante sucia y había cortado con asombrosa facilidad un trozo de queso Stilton. Cortó otro para él y lo devoró al instante con lo que Daphne llamaría «ruidosa fruición». Daphne quiere ser novelista y copia en un viejo libro de cuentas todas las frases que le llaman la atención durante sus lecturas cotidianas. Recordé haber leído la expresión «ruidosa fruición» la última vez que husmeé entre las páginas de dicho libro.
– ¿Has ido a casa? -me preguntó Ned, mirándome tímidamente de reojo.
Me imaginé lo que venía a continuación y asentí.
– ¿Y cómo está la señorita Ophelia? ¿Ha ido el doctor a visitarla?
– Sí -dije-. Creo que la ha visitado esta mañana.
Ned se tragó la mentira.
– Entonces, ¿aún está verde?
– Ahora está más amarilla -respondí-. De un tono más parecido al azufre que al cobre.
Había aprendido que adornar una mentira con detalles produce el mismo efecto que esconder en una manzana una píldora enorme: se traga más fácilmente. En esta ocasión, sin embargo, supe nada más pronunciar esas palabras que me había pasado de la raya.
– ¡Alto ahí, Flavia! -exclamó Ned-. Me estás tomando el pelo…
Le ofrecí mi mejor sonrisa de pueblerina que baja de las nubes.
– Me has pillado, Ned -dije-. Soy culpable de los cargos de los que se me acusa.
Ned me devolvió una extraña sonrisa, fiel reflejo de la mía, y durante una fracción de segundo creí que era él quien se estaba burlando de mí, por lo que empecé a perder los estribos. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que en realidad estaba complacido de haberme descubierto. Era mi oportunidad.
– Ned -le dije-, si te hago una pregunta muy, pero que muy personal, ¿me contestarás?
Le di tiempo para asimilar la información, pues comunicarse con Ned era como comunicarse por cable con un lector algo lento que viviera en Mongolia.
– Pues claro que te contestaré -respondió. El malicioso brillo de su mirada me permitió intuir lo que venía a continuación-. Aunque a lo mejor no te digo la verdad.
Cuando los dos terminamos de reír, me puse manos a la obra y saqué la artillería pesada.
– Ophelia te gusta muchísimo, ¿verdad?
Ned se pasó la lengua por los dientes y luego se metió un dedo bajo el cuello de la camisa.
– Es una joven muy agradable, eso es cierto.
– Pero… ¿te gustaría vivir algún día con ella en una casita de techo de paja y criar un montón de renacuajos?
Para entonces, el cuello de Ned se había convertido en una especie de columna roja, como si fuera un grueso termómetro de alcohol. En cuestión de segundos adquirió el aspecto de esos pájaros que hinchan el gaznate con fines de apareamiento. Decidí echarle una mano.
– Imagínate que ella quisiera verte pero que su padre no se lo permitiera. Imagínate que una de sus hermanas pequeñas pudiera ayudarte.
El buche rojo empezó a deshincharse y pensé que Ned iba a echarse a llorar.
– ¿Hablas en serio, Flavia?
– Muy en serio -respondí.
Ned me tendió sus dedos callosos y me dio un apretón de manos sorprendentemente gentil. Fue como estrecharle la mano a una piña.
– Dedos de amistad -dijo, significara lo que significase.
¿Dedos de amistad? ¿Acababa de recibir un apretón de manos secreto, exclusivo de alguna rústica hermandad que se reunía a luz de la luna en cementerios o en bosquecillos escondidos? ¿Me había convertido en adepta y, por tanto, se esperaba de mí que participara en repugnantes y sangrientos rituales celebrados a medianoche al amparo de los setos? La posibilidad se me antojaba interesante.
Ned me sonreía como si fuera la calavera de la bandera pirata, y aproveché la ventaja.
– Escúchame bien -le dije-. Primera lección: no dejar pájaros muertos ante el umbral de la amada. Eso sólo lo haría un gato en pleno cortejo.
Ned se quedó boquiabierto.
– He dejado flores alguna que otra vez con la esperanza de que ella se diera cuenta -dijo.
Aquello sí que era una novedad. Seguro que Ophelia se había llevado apresuradamente los ramos a su tocador para poder babear a gusto y, de paso, impedir que los demás habitantes de la casa los vieran.
– Pero… ¿pájaros muertos? -prosiguió-. Jamás. Tú me conoces, Flavia, sabes que yo nunca haría tal cosa.
Cuando me detuve unos instantes a reflexionar sobre la cuestión, me di cuenta de que tenía razón: sí, lo conocía, y sí, sabía que jamás haría tal cosa. Mi siguiente pregunta, sin embargo, fue pura suerte.
– ¿Sabe Mary Stoker que estás coladito por Ophelia?
Era una frase que había oído en el cine, en alguna película estadounidense -La rueda de la fortuna o Mujercitas-, y ésa era la primera oportunidad que se me presentaba de utilizarla. Igual que Daphne, yo también recordaba las palabras, pero sin necesidad de un libro de cuentas en el que anotarlas.
– ¿Qué tiene que ver Mary? Es la hija de Tully y punto.
– Venga ya, Ned -dije-. He visto el beso de esta mañana…, mientras pasaba casualmente por aquí.
– Necesitaba que la consolaran. No ha pasado nada más.
– ¿Por culpa de quien fuera que se le ha acercado por detrás?
Ned se puso en pie de un salto.
– ¡Condenada niña! -dijo-. Mary no quiere que se sepa.
– ¿Mientras cambiaba las sábanas?
– Eres el demonio, Flavia de Luce -rugió Ned-. ¡Aléjate de mí! ¡Vuelve a casa!
– Cuéntaselo, Ned -dijo una voz sosegada.
Al volverme, vi a Mary junto a la puerta.
Tenía una mano apoyada en la jamba de la puerta y con la otra se cogía el cuello de la blusa, como Tess de los d'Urberville. Al verla de cerca me di cuenta de que tenía las manos en carne viva y de que era bizca.
– Cuéntaselo -repitió-. En el fondo, a ti te da lo mismo, ¿verdad?
Percibí al instante que yo no le caía bien. Es una triste realidad de la vida: una chica es capaz de saber al instante si le cae bien o no a otra chica. Feely dice que entre hombres y mujeres hay una especie de línea telefónica cortada y que es imposible saber quién ha colgado. Con un chico, una nunca sabe si él está locamente enamorado o si lo que siente es más bien asco, pero con una chica se sabe en menos de tres segundos. Entre chicas existe una especie de flujo eterno e invisible de señales, como los mensajes de radio de alta frecuencia entre tierra firme y los barcos en alta mar. Y ese flujo de puntos y rayas indicaba que Mary me detestaba.
– ¡Vamos, cuéntaselo! -gritó Mary.
Ned tragó saliva con dificultad y abrió la boca, pero no le salió ninguna palabra.
– Eres Flavia de Luce, ¿verdad? -dijo-. De esa familia de raritos que vive en Buckshaw, ¿no?
Me lo dijo igual que si me estuviera arrojando un pastel en plena cara. Asentí aturdida, como si fuera la ingrata hija del señorito, engendrada por endogamia y necesitada de un poco de cariño. «Es mejor seguirle el juego», pensé.
– Ven conmigo -dijo Mary, haciéndome una seña-. Date prisa… y estate calladita.
La seguí al interior de una oscura despensa de piedra y luego hasta una escalera de madera que subía en vertiginosa espiral hasta el piso superior. Al llegar arriba salimos a lo que en otros tiempos debió de ser un ropero: un armario alto y cuadrado equipado ahora con estantes en los que se guardaban productos químicos de limpieza, jabones y ceras. En un rincón se amontonaban de cualquier manera fregonas y escobas, todo ello impregnado de un abrumador olor a ácido fénico.
– ¡Chis! -dijo, pellizcándome el brazo con furia.
Oímos unos pasos pesados que se acercaban, subiendo por la misma escalera que habíamos subido nosotras. Nos apretujamos en un rincón, con cuidado de no tirar al suelo las fregonas.
– Sí, seguro que un caballo de Cotswold se llevará algún día el premio… ¡cuando las ranas críen pelo! Si yo fuera usted, probaría suerte con Seastar y no haría ni caso de los pronósticos de esos fanfarrones de Londres, que no tienen ni la más remota idea.
Era Tully, que intercambiaba con alguien información confidencial sobre carreras de caballos, pero a un volumen tan alto que sin duda lo oían hasta en Epsom Downs. La otra voz murmuró algo que terminó en «¡Vaya, vaya!», al tiempo que el sonido de los pasos de ambos se iba perdiendo en el laberinto de pasadizos revestidos de madera.
– No, por aquí -bisbiseó Mary, tirándome del brazo.
Doblamos la esquina y salimos a un estrecho corredor. Mary sacó unas cuantas llaves del bolsillo, abrió en silencio la última puerta de la izquierda y entramos.
Nos hallábamos en una estancia que probablemente no había cambiado mucho desde que la reina Isabel había visitado Bishop's Lacey en 1592, durante una de sus giras veraniegas. Los primeros detalles en los que me fijé fueron las vigas de madera del techo, los paneles de yeso, la minúscula ventana de cristales emplomados que permanecía entreabierta para que corriera el aire y las anchas tablas de madera del suelo, que subían y bajaban como el oleaje del mar.
Junto a una pared se hallaba una mesa de madera bastante estropeada. Bajo una de las patas descubrí una guía de horarios de trenes (de octubre de 1946), cuya misión era impedir que la mesa se tambaleara. Sobre el mueble descansaban un jarro y un aguamanil de porcelana de Staffordshire que no combinaban en absoluto, un peine, un cepillo y un pequeño maletín de piel. En un rincón, junto a la ventana abierta, se hallaba el único equipaje: un baúl de camarote, de los baratos, de fibra vulcanizada empapelado con adhesivos de colores. Junto al baúl había una silla de respaldo recto a la que le faltaba un travesaño. Al otro lado de la habitación se hallaba el armario de madera, que parecía sacado de un mercadillo de beneficencia, y la cama.
– Y esto es todo -dijo Mary.
Mientras ella echaba el cerrojo, me volví para mirarla de cerca por primera vez. A la luz grisácea y turbia que se colaba por los cristales sucios de hollín me pareció más vieja y más frágil que la muchacha con las manos en carne viva que acababa de ver en el patio, a la luz radiante del sol.
– Imagino que nunca habías estado en una habitación tan pequeña, ¿verdad? -dijo en tono burlón-. A vosotros, los que vivís en Buckshaw, de vez en cuando os gusta dar una vueltecita por el manicomio, ¿no es así? Para vernos a nosotros, los chiflados que vivimos en jaulas, y echarnos una galletita.
– No sé de qué hablas -le dije.
Mary se volvió hacia mí, de forma que recibí en pleno rostro toda la fuerza de su mirada hostil.
– Tu hermanita… Ophelia… te ha enviado para que le des un mensaje a Ned, y no me digas que no es verdad. Se cree que soy una andrajosa, pero no lo soy.
En ese preciso instante decidí que Mary me caía bien, aunque yo no le cayera bien a ella. Valía la pena cultivar la amistad de cualquiera que conociera la palabra «andrajosa».
– Escucha -le dije-, no traigo ningún mensaje. Lo que le he dicho a Ned era sólo para cubrirme las espaldas. Tienes que ayudarme, Mary, sé que puedes hacerlo. Se ha producido un asesinato en Buckshaw…
«¡Eso es!» ¡Ya estaba dicho!
– …y aún no lo sabe nadie excepto tú y yo… y el asesino, claro.
Me observó durante no más de tres segundos y luego dijo:
– ¿Y quién es el muerto?
– No lo sé. Por eso estoy aquí, porque se me ha ocurrido que si aparece un muerto entre los pepinos y ni siquiera la policía sabe quién es, el lugar más probable en el que se alojaría, si es que se alojaba por aquí, claro, es éste: el Trece Patos. ¿Puedes traerme el registro?
– No hace falta que te lo traiga -repuso ella-. Ahora mismo sólo tenemos un huésped y es el señor Sanders.
Cuanto más hablaba con Mary, mejor me caía.
– Y ésta es su habitación -tuvo la amabilidad de añadir.
– ¿De dónde es? -le pregunté.
El rostro de Mary se ensombreció.
– No sabría decírtelo exactamente.
– ¿Se había alojado antes aquí?
– Que yo sepa, no.
– Entonces tengo que echarle un vistazo al registro. ¡Por favor, Mary! ¡Por favor! ¡Es muy importante! Pronto llegará la policía y entonces ya será demasiado tarde.
– Haré lo que pueda… -dijo y, tras descorrer el cerrojo de la puerta, salió de la habitación.
En cuanto se fue, abrí el armario. A excepción de un par de perchas de madera, estaba vacío, así que me concentré en el baúl de camarote, que estaba cubierto de adhesivos como si fueran lapas pegadas al casco de un barco. Aquellos crustáceos de vivos colores, sin embargo, tenían nombres: París, Roma, Estocolmo, Amsterdam, Copenhague, Stavanger y otros muchos.
Manipulé el cierre y, para mi sorpresa, el baúl se abrió. ¡No estaba cerrado con llave! Las dos mitades, unidas con bisagras en el centro, se separaron sin dificultad y me encontré cara a cara con el vestuario del señor Sanders: un traje de sarga azul, dos camisas, un par de zapatos marrones (¿con un traje de sarga azul? ¡Hasta yo combinaba mejor la ropa!) y un extravagante sombrero flexible que me recordó las fotografías de G. K. Chesterton que había visto en el Radio Times.
Abrí los cajones del baúl, con mucho cuidado de no tocar el contenido: un par de cepillos (de imitación de carey), una navaja de afeitar (de las que llevan afilador incluido), un tubo de espuma de afeitar (Morning Pride sin cortes), un cepillo de dientes, dentífrico (timol: «especialmente indicado para eliminar los gérmenes de la caries»), un cortaúñas, un peine recto (xilonita) y un par de gemelos cuadrados (marca Whitby Jet, con un par de iniciales grabadas en plata: «H. B.»).
¿H. B.? ¿No era ésa la habitación del señor Sanders? ¿Qué podía significar «H. B.»?
De repente, se abrió la puerta y una voz dijo entre dientes:
– ¿Qué estás haciendo?
Casi me muero del susto. Era Mary.
– No he podido coger el registro. Mi padre estaba… ¡Flavia! ¡No puedes revolver el equipaje de un huésped así por las buenas! Nos vamos a meter las dos en un berenjenal. ¡Déjalo ya!
– De acuerdo -dije mientras terminaba de rebuscar en los bolsillos del traje. De todas formas, estaban vacíos-. ¿Cuándo fue la última vez que viste al señor Sanders?
– Ayer a mediodía. Aquí.
– ¿Aquí? ¿En esta habitación?
Mary tragó saliva y asintió, al tiempo que desviaba la mirada.
– Estaba cambiando las sábanas de la cama cuando él se me acercó por detrás y me sujetó. Me puso una mano en la boca para que no gritara. Menos mal que en ese momento mi padre me llamó desde el patio. Se puso nervioso, vaya que sí. Y no creas que no se llevó por lo menos un par de patadas. ¡Ah, qué asqueroso, con esas manazas! Si hubiera podido, le habría sacado los ojos.
Me miró como si hubiera hablado demasiado, como si de repente se hubiera abierto entre nosotras un inmenso abismo social.
– Pues yo le habría sacado los ojos y le habría sorbido las cuencas.
Mary, horrorizada, abrió unos ojos como platos.
– John Marston -le dije-. La cortesana holandesa, 1604.
Se produjo una pausa de aproximadamente doscientos años y luego Mary se echó a reír.
– ¡Mira que eres…! -dijo.
Acabábamos de salvar el abismo.
– Segundo acto -añadí.
Segundos más tarde, las dos nos estábamos tronchando de risa, tapándonos la boca con la mano, brincando por la habitación y resoplando igual que un par de focas adiestradas.
– Feely nos lo leyó una vez bajo las mantas, a la luz de una linterna -dije y, por algún motivo, eso se nos antojó aún más divertido a las dos, así que nos echamos a reír de nuevo hasta que la risa nos dejó casi paralizadas.
Mary me echó los brazos al cuello y me dio un aplastante abrazo.
– Eres tremenda, Flavia -dijo-. Vaya que sí. Ven aquí, échale un vistazo a esto.
Se acercó a la mesa, cogió el maletín de piel negra, desabrochó la correa y levantó la tapa. En el interior vi dos filas de ampollas de cristal: en cada fila había seis, lo que sumaba doce en total. Once de ellas contenían un líquido de un color amarillento, y la otra estaba llena en tres cuartas partes. Entre las dos hileras de ampollas se advertía una hendidura semicircular, como si faltara algún objeto de forma tubular.
– ¿Qué te parece? -me susurró Mary, mientras la voz de Tully resonaba vagamente a lo lejos-. Veneno, ¿no crees? Nuestro Sanders es todo un doctor Crippen, ¿eh?
Le quité el tapón a la ampolla medio vacía y me la acerqué a la nariz. Olía igual que si alguien hubiera derramado vinagre en la parte de atrás de una tirita: un olor acre y proteico, como si a un alcohólico se le estuviera quemando el pelo en la habitación de al lado.
– Insulina -dije-. Es diabético.
Mary me observó perpleja y, de repente, supe cómo se había sentido Arquímedes al exclamar «¡Eureka!» en la bañera. Le agarré el brazo.
– ¿El señor Sanders es pelirrojo? -le pregunté.
– Tiene el pelo del color del ruibarbo. ¿Cómo lo has sabido?
Me observó como si estuviéramos en la feria parroquial y yo fuera madame Zolanda, con mi turbante, mi chal y mi bola de cristal.
– Magia -dije.