Diecisiete

Una parte de mí ardía literalmente en deseos de sacar del bolsillo los dos sellos malditos y depositarlos en la mano de mi padre, pero le había dado mi palabra de honor al inspector Hewitt. No podía depositar en la mano de mi padre nada que hubiera sido robado, nada que pudiera incriminarlo aún más.

Por suerte, papá parecía ajeno a todo. Ni siquiera el fogonazo de otro relámpago, seguido de un seco restallido y del prolongado fragor del trueno, consiguieron devolverlo al presente.

– El Vengador del Ulster marcado como TL -prosiguió- se convirtió obviamente en la piedra angular de la colección del doctor Kissing. Era de todos sabido que sólo existían dos sellos de ese tipo. El otro, el ejemplar marcado como AA, había pasado a la muerte de la reina Victoria a su hijo Eduardo VII y, a la muerte de éste, a su hijo Jorge V, en cuya colección permaneció hasta que hace muy poco fue robado a plena luz del día en una exposición de sellos. Aún no ha sido recuperado.

«¡Ja!», pensé.

– ¿Y el sello marcado como TL? -pregunté en voz alta.

– El TL, como ya te he contado, permaneció a salvo en el despacho del director de Greyminster. El doctor Kissing lo sacaba de vez en cuando, «en parte para presumir», nos contó en una ocasión, «y en parte para recordar mi humilde origen en el caso de que alguna vez me crea por encima de los demás».

»Sin embargo, casi nunca mostraba a nadie el Vengador del Ulster. Tal vez sólo a los filatelistas de más prestigio. Se decía que el mismísimo rey se había ofrecido en una ocasión a comprarle el sello, oferta que Kissing rechazó con amabilidad pero también con firmeza. En vista de que no le había salido bien, el rey le suplicó entonces, a través de su secretario personal, un permiso especial para ver el «fenómeno naranja», como él lo llamaba. Kissing accedió de inmediato y la cosa acabó con una visita secreta y nocturna a Greyminster de su difunta alteza real. Uno no puede dejar de preguntarse, claro está, si trajo consigo el AA, de modo que los dos sellos pudieran estar juntos de nuevo, aunque fuera sólo durante unas pocas horas. Tal vez ése sea uno de los mayores misterios de la filatelia.

Me palpé ligeramente el bolsillo y sentí un cosquilleo en los dedos al notar el leve crujido del papel.

– El director de nuestra residencia, el señor Twining, recordaba muy bien la ocasión, y mencionó, en un tono conmovedor, que las luces del estudio del director permanecieron mucho rato encendidas durante aquella noche de invierno. Y eso me lleva de nuevo, ¡ay!, a Horace Bonepenny.

Por el tono distinto de su voz supe que papá había viajado de nuevo al pasado. Noté un escalofrío en la espalda: estaba a punto de descubrir la verdad.

– Por aquella época, Bony se había convertido en un prestidigitador más que consumado. Era por entonces un joven atrevido y prepotente, de modales descarados, que por lo general se salía siempre con la suya gracias a un recurso simple: avasallar más que los demás.

»Aparte de la asignación que le pasaban los abogados de su padre, se sacaba un buen sobresueldo actuando en Greyminster y alrededores, primero en fiestas infantiles y más tarde, a medida que crecía la seguridad en sí mismo, en conciertos para hombres y en cenas políticas. Para entonces, ya había tomado a Bob Stanley como único ayudante, y de vez en cuando corrían rumores de sus extravagantes actuaciones.

»Sin embargo, en aquella época lo veía muy poco fuera de clase. Puesto que el Círculo de Magia se le había quedado pequeño, lo abandonó y, según se decía, iba por ahí haciendo comentarios despectivos acerca de «esos bobos aficionados» que aún seguían siendo miembros.

»Dado que la asistencia era cada vez menor, el señor Twining acabó por anunciar que iba a abandonar «los salones del ilusionismo», como él llamaba al Círculo de Magia, para concentrar todos sus esfuerzos en la Sociedad Filatélica.

»Recuerdo la noche (era a principios de otoño, la primera reunión del año) en que Bony se presentó por sorpresa, con una enorme sonrisa que dejaba sus dientes al descubierto y una actitud de falsa camaradería. No lo había visto desde que había terminado el anterior trimestre y, de repente, me pareció una criatura demasiado grande y extraña para aquel sitio.

»«Vaya, Bonepenny», dijo el señor Twining, «qué inesperado placer. ¿Qué le trae de nuevo por estos humildes lares?».

»«¡Los pies!», gritó Bony, lo que nos hizo reír a la mayoría.

»Y entonces, de repente, dejó a un lado esa actitud y se convirtió de nuevo en el muchacho atento y humilde de siempre.

»«Señor», dijo, «he estado pensando mucho durante las vacaciones y sería fantástico que usted pudiera persuadir al director para que nos enseñe ese sello tan raro que posee».

»El señor Twining frunció el ceño.

»«"Ese sello tan raro", como usted lo llama, Bonepenny, es una de las joyas de la filatelia británica y, desde luego, jamás se me ocurriría proponer que lo sacaran para que lo viera un bergante tan descarado como usted.»

»«Pero, ¡señor! ¡Piense en el futuro! Cuando seamos mayores…, cuando tengamos nuestra propia familia…»

»Al oír esas palabras, los demás intercambiamos muecas y nos dedicamos a restregar la punta de los pies contra la alfombra.

»«Sería como la escena de Enrique V, señor», prosiguió Bony. «¡Aquellas familias de vuelta en Inglaterra, maldiciéndose en el lecho porque no estuvieron en Greyminster para echarle un vistazo al famoso Vengador del Ulster! Por favor, señor. ¡Por favor!»

»«Le subiré un punto por su audacia, pero también le daré un buen coscorrón por su parodia de Shakespeare. Aun así…»

»Todos nos dimos cuenta de que el señor Twining empezaba a ablandarse. Una de las puntas del bigote se le curvó ligeramente hacia arriba.

»«Por favor, señor», pedimos todos a coro.

»«Bueno…», dijo el señor Twining.

»Y así fue cómo se acordó. El señor Twining habló con el doctor Kissing, y el ilustre director, halagado por el hecho de que a sus muchachos les interesara tan misterioso objeto, accedió en seguida. Se decidió que la visita tendría lugar el siguiente domingo al atardecer, después de misa, y que se realizaría en los aposentos privados del director. Sólo estaban invitados los miembros de la Sociedad Filatélica. Para rematar la velada, la señora Kissing nos ofrecería chocolate y galletas.

»La habitación estaba cargada de humo. Bob Stanley, que había acudido con Bony, fumaba un pitillo con todo descaro y a nadie parecía importarle. Aunque los alumnos de secundaria tenían ciertos privilegios, era la primera vez que veía a uno de ellos fumar delante del director. Yo fui el último en llegar, y el señor Twining ya había llenado el cenicero de colillas de cigarrillos Will's Gold Flake, los cuales fumaba sin parar cuando no estaba en clase.

»El doctor Kissing, como la mayoría de los auténticos directores de escuela, era un showman nada desdeñable. Charlaba de esto y de lo otro, del tiempo, de los resultados del criquet, de los fondos donados por ex alumnos, del mal estado en que se encontraban las tejas de la Residencia Anson… Lo que hacía, claro está, era tenernos en vilo.

»Sólo cuando consiguió ponernos a todos nerviosos como grillos, dijo:

»«Vaya por Dios, casi se me olvida… Han venido ustedes a echarle un vistazo a mi famoso papelito.»

»Para entonces, estábamos todos a punto de entrar en ebullición, como si el salón estuviera lleno de teteras. El doctor Kissing se dirigió a la caja fuerte empotrada en la pared y ejecutó una complicada danza con los dedos en la rueda de la cerradura de combinación.

»La puerta se abrió tras un par de clics. El doctor Kissing metió dentro una mano y sacó una pitillera… ¡una vulgar pitillera de cigarrillos Gold Flake! Eso provocó ciertas risas, te lo aseguro. No pude evitar preguntarme si había tenido el descaro de sacar ese mismo recipiente en presencia del rey.

»Hubo cierto revuelo y luego, mientras el director abría la tapa, el silencio se impuso en el salón. Allí dentro, dispuesto sobre un lecho de papel secante, había un minúsculo sobre: demasiado pequeño, podría pensarse, demasiado insignificante como para contener un tesoro de tal magnitud.

»Con un elegante ademán, el doctor Kissing sacó del bolsillo de su chaleco unas pinzas para sellos y, tras retirar la estampilla con tanto cuidado como si fuera un zapador retirando la espoleta de una bomba no detonada, la depositó sobre el papel.

»Todos nos agolpamos a su alrededor, empujándonos unos a otros para ver mejor.

»«Con cuidado, muchachos», dijo el doctor Kissing. «No olviden sus modales. Caballeros hasta la muerte.»

»Y allí estaba el histórico sello, con el mismo aspecto que cabía esperar y al mismo tiempo mucho más… mucho más fascinante. Apenas podíamos creer que nos halláramos en la misma habitación que el Vengador del Ulster.

»Bony estaba justo detrás de mí, apoyado en mi hombro. Notaba su aliento cálido en la mejilla y me pareció percibir un tufillo a pastel de cerdo y clarete, así que me pregunté si habría estado bebiendo.

»Y entonces ocurrió algo que no olvidaré hasta el día de mi muerte…, y tal vez ni siquiera entonces. Bony se abalanzó hacia adelante, cogió el sello y lo sostuvo en alto entre el índice y el pulgar, como un sacerdote alzando la Sagrada Hostia.

»«¡Mire lo que hago, señor!», gritó. «¡Un truco!»

»Nos quedamos todos tan petrificados que nadie se movió y, antes de que pudiéramos siquiera parpadear, Bony sacó una cerilla de madera del bolsillo, la encendió con la uña del pulgar y la acercó a una de las esquinas del Vengador del Ulster. El sello empezó a ennegrecer y luego se arrugó; una pequeña llamarada recorrió su superficie e, instantes después, no quedaba nada de él a excepción de un tiznajo de ceniza negra en la palma de la mano de Bony. El muchacho levantó ambas manos y con una voz siniestra comenzó a cantar: «En polvo y cenizas te convertirás, si no eres del rey, ¡serás de Satanás!»

»Fue un momento atroz. Todos nos quedamos mudos de asombro. El doctor Kissing observaba la escena boquiabierto, y el señor Twining, gracias al cual estábamos allí, parecía haber recibido un disparo en pleno corazón.

»«¡Es un truco, señor!», exclamó Bony con aquella mueca de osario tan característica en él. «Bien, ahora tenéis que ayudarme todos a recuperarlo. Si nos cogemos de las manos y rezamos juntos…»

»Me ofreció su mano derecha, al mismo tiempo que le ofrecía la izquierda a Bob Stanley.

»«Formad un círculo», ordenó. «Cogeos de las manos y formad un círculo de oración.»

»«¡Basta!», le ordenó el doctor Kissing. «Acabe con esta tontería de una vez y devuelva el sello a su caja, Bonepenny.»

»«Pero, señor», dijo Bony, y juraría que vi un destello en sus dientes a la luz de las llamas de la chimenea, «si no colaboramos todos, la magia no funciona. Así es la magia, ¿sabe?».

»«Devuelva… el… sello… a… su… caja…», silabeó muy despacio el doctor Kissing, con una expresión tan horrenda como las de los rostros de las trincheras tras una batalla.

»«Bueno, pues tendré que hacerlo yo solo», dijo Bony, «pero déjeme advertirle de que así es mucho más difícil».

»Jamás lo había visto tan seguro ni tan pagado de sí mismo. Se arremangó la chaqueta y apuntó hacia el techo, todo lo alto que pudo, sus dedos largos y blancos.

»«¡Oh, reina naranja, vuelve a nuestro lado, vuelve y dinos dónde has estado!»

»Tras esas palabras chasqueó los dedos y apareció un sello donde un instante antes no había nada. Un sello de color naranja. La expresión del doctor Kissing se suavizó un tanto y casi sonrió. El señor Twining me clavó con fuerza los dedos en el omóplato y me di cuenta de que hasta ese momento había estado aferrándose a mí como si le fuera la vida en ello.

»Bony bajó el sello para verlo de cerca y se lo acercó casi hasta la punta de la nariz. Al mismo tiempo, sacó rápidamente del bolsillo trasero una lupa de exagerado tamaño y examinó el recién aparecido sello con los labios fruncidos.

»Y, de repente, adoptó la voz de Tchang Fu, el viejo mandarín, y, a pesar de que Bony no llevaba maquillaje alguno, juro que vi su piel amarilla, sus largas uñas y su quimono rojo de dragones.

»«Oh, oh. Honolables ancestlos, envial otlo sello», dijo mientras nos lo mostraba para que lo inspeccionáramos. Era un vulgar sello emitido por Hacienda de Estados Unidos, un sello corriente de la época de la guerra civil como los que la mayoría de nosotros teníamos en nuestros álbumes.

»Lo dejó caer revoloteando al suelo, se encogió de hombros y, de nuevo, dirigió la mirada a lo alto. «Oh, reina naranja, vuelve a nuestro lado…», empezó a decir de nuevo, pero el doctor Kissing lo agarró por los hombros y lo sacudió como si fuera un bote de pintura.

»«El sello», le ordenó, tendiéndole una mano. «Ya.»

»Uno tras otro, Bony volvió del revés los bolsillos de sus pantalones.

»«No lo encuentro, señor», dijo. «Parece que algo ha salido mal.»

«Rebuscó en ambas mangas, se pasó un largo dedo por el interior del cuello de la camisa y, de repente, se operó en él una transformación: un segundo después, no era más que un crío asustado con aspecto de querer huir de allí lo antes posible.

»«Siempre ha funcionado, señor», balbució. «Lo he hecho cientos de veces.»

«Empezó a ponerse muy rojo y creí que iba a echarse a llorar.

»«Regístrenlo», ladró el doctor Kissing.

»Varios de los muchachos, bajo la supervisión del señor Twining, se lo llevaron al cuarto de baño, donde lo registraron de arriba abajo, desde el pelo rojo hasta los zapatos marrones.

»«El chico dice la verdad», admitió el señor Twining cuando por fin regresaron. «Es como si el sello hubiera desaparecido.»

»«¿Desaparecido?», inquirió el doctor Kissing. «¿Desaparecido? ¿Cómo va a desaparecer un maldito sello? ¿Está usted absolutamente seguro?»

»«Absolutamente seguro», respondió el señor Twining.

»Se registró la habitación entera: se levantó la alfombra, se apartó la mesa, se pusieron patas arriba los objetos decorativos, pero todo en vano. Finalmente, el doctor Kissing cruzó la habitación hasta el rincón donde Bony permanecía sentado, con la cabeza enterrada entre las manos.

»«Explíquese usted, Bonepenny», le exigió.

»«No… no puedo, señor. Debe de haberse quemado. Se supone que tenía que sustituirlo, ¿no?, pero debo de haber…, no sé…, no puedo…»

»Y se echó a llorar.

»«Váyase usted a dormir, joven», le gritó el doctor Kissing. «¡Salga de esta casa y váyase a dormir!»

»Era la primera vez que lo oíamos levantar la voz por encima del nivel de una agradable conversación, y debo decir que nos conmocionó a todos. Miré a Bob Stanley y me di cuenta de que se estaba balanceando hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de los pies, tan tranquilo como si estuviera esperando un tranvía.

»Bony se puso en pie y cruzó muy despacio la habitación hacia mí. Me fijé en sus ojos enrojecidos mientras él me cogía una mano. Me la estrechó casi sin fuerzas, pero fui incapaz de devolverle el gesto.

»«Lo siento, Jacko», dijo, como si yo, y no Bob Stanley, fuera su cómplice.

»No fui capaz de mirarlo a los ojos. Volví la cabeza hasta que tuve la certeza de que ya no estaba a mi lado.

»En cuanto Bony salió a hurtadillas de la habitación, echando un vistazo por encima del hombro con el rostro exangüe, el señor Twining trató de disculparse ante el director, pero al parecer sólo sirvió para empeorar las cosas.

»«¿Quiere usted que llame a sus padres, señor?»

»«¿A sus padres? No, señor Twining, creo que no es a sus padres a quien debemos llamar.»

»El señor Twining permaneció en el centro de la habitación, retorciéndose las manos. Sólo Dios sabe qué ideas se le pasaron en ese momento por la cabeza al pobre hombre. Ni siquiera recuerdo lo que pensé yo.

»Al día siguiente era lunes. Yo estaba cruzando el patio interior, luchando contra un fuerte viento junto a Simpkins, que parloteaba sin cesar sobre el Vengador del Ulster. La noticia había corrido como un reguero de pólvora y en todas partes se veían corrillos de muchachos con las cabezas muy juntas, agitando con nerviosismo las manos mientras comentaban los últimos, y muy probablemente falsos, rumores.

»Cuando estábamos a unos cincuenta metros de la Residencia Anson, alguien gritó:

»«¡Mirad! ¡Allí arriba, en la torre! ¡Es el señor Twining!»

»Levanté la mirada y vi al pobre infeliz en el tejado del campanario. Se aferraba al parapeto como un murciélago herido y su toga aleteaba al viento. Un rayo de sol se abrió paso entre las raudas nubes, iluminándolo por detrás como si fuera un foco de teatro. Parecía como si todo su cuerpo irradiara luz, y el pelo que le sobresalía bajo el birrete semejaba, al resplandor del amanecer, un disco de cobre, como la aureola de un santo en un manuscrito ilustrado.

»«¡Cuidado, señor!», le gritó Simpkins. «¡Las tejas están en muy mal estado!»

»El señor Twining dirigió la mirada hacia sus pies como si acabara de despertarse de un sueño, como si lo desconcertara encontrarse de repente a veinticinco metros del suelo. Contempló las tejas y, durante un segundo, permaneció completamente inmóvil.

»Y, entonces, se irguió cuan alto era, sujetándose tan sólo con las yemas de los dedos. Levantó el brazo derecho para realizar el saludo romano, mientras los faldones de su capa aleteaban como si se tratara de la toga de algún antiguo césar en las murallas.

»«Vale!», gritó. «Adiós.»

»Durante un segundo, creí que se había alejado del parapeto. Tal vez Twining hubiera cambiado de idea, o tal vez fuera sólo el sol que me deslumbró. Un segundo más tarde, sin embargo, lo vi girar en el aire. Uno de los muchachos contó más tarde a un periodista que Twining parecía un ángel descendiendo del cielo, pero no es verdad. Se precipitó al suelo en picado, como una piedra dentro de un calcetín. No existe una forma agradable de describirlo.

Papá hizo una larga pausa, como si le faltaran las palabras. Contuve el aliento.

– El sonido que produjo su cuerpo al estrellarse contra los adoquines -dijo por fin- me ha perseguido en sueños hasta el día de hoy. He visto y oído cosas en la guerra, pero nada que se le parezca. Nada que se le parezca ni remotamente.

»Era un buen hombre y nosotros lo asesinamos. Horace Bonepenny y yo lo asesinamos. Fuimos tan culpables como si lo hubiéramos empujado con nuestras propias manos desde lo alto de la torre.

– ¡No! -exclamé, alargando un brazo para rozarle la mano a mi padre -. ¡Tú no tuviste nada que ver!

– Desde luego que sí, Flavia.

– ¡No! -repetí, aunque algo desconcertada por mi propia audacia. ¿Era yo quien le hablaba así a papá?-. Tú no tuviste nada que ver. Fue Horace Bonepenny quien destruyó el Vengador del Ulster.

Papá sonrió, pero su sonrisa era triste.

– No, cariño, no lo hizo. Cuando volví a mi estudio aquel domingo por la noche y me quité la chaqueta, encontré un rastro pegajoso en uno de los puños de la camisa. Supe de inmediato qué significaba: cuando Bony me había cogido de la mano para formar el círculo de oración, que no era más que una maniobra de distracción, había introducido el índice bajo la manga de mi chaqueta y me había pegado el Vengador del Ulster al puño. Pero… ¿por qué a mí? ¿Por qué no a Bob Stanley? Por un motivo muy claro: si nos hubieran registrado a todos, el sello habría aparecido en mi manga y Bony se habría declarado inocente. ¡No es de extrañar que no lo encontraran cuando lo registraron de pies a cabeza!

»Por supuesto, Bony recuperó el sello al estrecharme la mano antes de irse. Era un maestro de la prestidigitación, no lo olvides, y dado que yo había sido en otros tiempos su cómplice, habría resultado lógico que volviera a serlo. ¿Quién lo habría puesto en duda?

– ¡No!

– Sí. -Sonrió papá-. Ya no queda mucho que contar. Aunque nunca pudo demostrarse nada en su contra, Bony no regresó a Greyminster después de aquel trimestre. Alguien me contó que se había marchado al extranjero para huir de algún otro asunto desagradable, y no puedo decir que me sorprendiera. Tampoco me sorprendió saber, años más tarde, que a Bob Stanley lo habían echado de la escuela de medicina y que había terminado en Estados Unidos, donde había abierto una tienda de filatelia. Al parecer, era una de esas empresas de venta por correo que se anuncian en las revistas de historietas y venden a los adolescentes paquetes de sellos. Sin embargo, y según parece, ese negocio no era más que una tapadera para otros asuntos más turbios con adinerados coleccionistas.

»En cuanto a Bony, no supe nada de él durante treinta años. Pero el mes pasado fui a Londres para asistir a una exposición internacional de sellos organizada por la Real Sociedad Filatélica, no sé si te acuerdas. Uno de los mayores atractivos de la exposición era la exhibición al público de unos cuantos sellos pertenecientes a su majestad, es decir, la colección del rey, entre ellos, el extraordinario Vengador del Ulster: AA, el hermano gemelo del sello del doctor Kissing.

»No le dediqué más que un rápido vistazo, pues los recuerdos que me traía no eran muy agradables. Había otras piezas expuestas que deseaba ver, así que no le concedí al Vengador del Ulster más que unos pocos segundos de mi tiempo.

»Justo antes de que la exposición cerrara sus puertas por ese día, me hallaba yo en el extremo más alejado de la sala, contemplando un pliego de sellos que me apetecía comprar, cuando por casualidad miré hacia el otro lado y vi una mata de pelo rojísimo… que sólo podía pertenecer a una persona.

»Era, por supuesto, Bony. Estaba soltando una perorata a un reducido grupo de coleccionistas que se habían congregado ante el sello del rey. Mientras contemplaba la escena, el debate se fue acalorando: algo de lo que estaba diciendo Bony había agitado a uno de los comisarios de la exposición, que sacudía de un lado a otro la cabeza con gesto vehemente mientras las voces iban subiendo de tono.

»No creía que Bony me hubiera visto…, ni tampoco deseaba que me viera. Casualmente, en ese momento apareció Jumbo Higginson, un antiguo amigo del ejército que me invitó a cenar y a tomar una copa. El bueno de Jumbo…, no era ésa la primera vez que aparecía justo a tiempo.

Una sombra cruzó por la mirada de papá y me di cuenta de que se había esfumado en el interior de una de esas madrigueras de conejo que tan a menudo se lo tragaban. A veces me preguntaba si algún día aprendería a convivir con los repentinos silencios de mi padre, pero justo entonces, como un juguete de cuerda atascado que cobra vida de repente al darle un golpecito con el dedo, papá prosiguió con su historia como si no se hubiera producido ninguna interrupción.

– Esa noche en el tren, cuando abrí el periódico y leí que alguien había sustituido el Vengador del Ulster del rey por una falsificación, cosa que al parecer había hecho a la vista del público, de varios filatelistas de intachable reputación y de un par de vigilantes de seguridad, supe de inmediato no sólo quién había perpetrado el robo, sino también, al menos a grandes rasgos, cómo lo había hecho.

»Y entonces, cuando el viernes pasado apareció la agachadiza chica muerta en el umbral de la puerta, supe que era cosa de Bony. En Greyminster me llamaban Jack Snipe; [11] «Jacko», para abreviar. Las letras de las esquinas del Penny Black me indicaron su nombre. Es complicado de explicar.

– B One Penny H -dije-. Bonepenny. Horace. En Greyminster, a él lo llamaban Bony y a ti Jacko, para abreviar. Sí, eso ya lo había entendido hace rato.

Papá me miró como si fuera un áspid que no sabía muy bien si estrechar entre sus brazos o arrojar por la ventana. Se frotó varias veces el labio superior con el dedo índice, como si quisiera sellar herméticamente la boca, pero después prosiguió:

– Ni siquiera el hecho de saber que Bony merodeaba por allí cerca me había preparado para el tremendo sobresalto que me llevé al ver su rostro blanco y cadavérico, surgido de repente de la oscuridad al otro lado de la ventana de mi estudio. Pasaba de la medianoche. Tendría que haberme negado a hablar con él, obviamente, pero me amenazó de tal manera… Me exigió que le comprara los dos Vengadores del Ulster: el que acababa de robar y el que había hecho desaparecer años atrás de la colección del doctor Kissing. Se le había metido en la cabeza, fíjate, que yo era rico. «Es la mejor oportunidad de inversión de toda tu vida», me dijo.

»Cuando le contesté que no tenía dinero, me amenazó con decir a las autoridades que yo había planeado el robo del primer Vengador del Ulster y había encargado la sustracción del segundo. Dijo que Bob Stanley estaba dispuesto a respaldar esa versión. Al fin y al cabo, el coleccionista de sellos era yo, no él.

»Y… ¿acaso no había estado yo presente cuando habían robado ambos sellos? El muy malvado incluso insinuó que tal vez ya hubiera, tal vez ya hubiera, ¡fíjate!, colocado los dos Vengadores del Ulster entre los sellos de mi colección.

»Tras la discusión, estaba demasiado alterado como para irme a dormir. Después de que Bony se hubo marchado, me pasé horas y horas deambulando por mi estudio, repasando mentalmente la situación una y otra vez. En parte, siempre me había sentido responsable de la muerte del señor Twining. Es terrible admitirlo, pero es así. Fue mi silencio el que condujo al pobre hombre al suicidio. Si en el colegio hubiera tenido las agallas y la fortaleza necesarias para comunicar mis sospechas, Bonepenny y Stanley jamás se habrían salido con la suya, y el señor Twining no habría sentido el impulso de quitarse la vida. Ya ves, Flavia, el silencio es un lujo que a veces sale caro.

»Después de un buen rato y de reflexionar detenidamente, decidí, en contra de todos mis principios, acceder al chantaje. Vendería mis colecciones, todo lo que tenía, para comprar su silencio. Debo confesarte, Flavia, que esa decisión me avergüenza más que cualquier otra cosa que haya hecho en toda mi vida. Cualquier otra cosa.

Ojalá hubiera sabido qué decir, pero por una vez en mi vida me faltaban las palabras, así que me quedé allí sentada como un trapo, sin atreverme siquiera a mirar a mi padre a los ojos.

– En algún momento ya de madrugada, tal vez fueran las cuatro, puesto que se veían ya las primeras luces del amanecer, apagué la lámpara con la intención de dirigirme a pie hasta el pueblo, despertar a Bonepenny en su habitación de la posada y acceder a sus peticiones.

»Pero algo me detuvo. No sé cómo explicarlo, pero es lo que sucedió. Salí a la galería, pero en lugar de rodear la casa hasta el camino de entrada, como tenía planeado, la cochera me atrajo igual que si fuese un imán.

«¡Vaya!», pensé. Entonces no había sido papá el que había salido por la puerta de la cocina. En lugar de eso, había salido por la galería de su estudio, había pasado por la parte exterior del muro del jardín y se había dirigido a la cochera. Ni siquiera había puesto los pies en el jardín. No había pasado junto al moribundo Horace Bonepenny.

– Necesitaba pensar -prosiguió papá-, pero era incapaz de concentrarme.

– Y por eso te metiste en el Rolls de Harriet -le solté.

A veces tendría que pegarme un tiro a mí misma. Papá me observó con la misma mirada triste que debe de dirigirle el gusano al pájaro mañanero antes de que éste lo despedace con el pico.

– Sí -dijo muy despacio-. Estaba cansado. Recuerdo que lo último que pensé fue que, en cuanto Bony y Bob Stanley descubrieran que estaba en bancarrota, renunciarían a mí y buscarían a alguien más solvente. Aunque tampoco es que quiera ver a otros en este mismo apuro… Y creo que entonces me dormí. No lo sé, y supongo que tampoco importa. Aún estaba allí cuando la policía me encontró.

– ¿En bancarrota? -le pregunté en tono de asombro. No pude evitarlo -. Pero papá, tienes Buckshaw.

Él me observó con los ojos húmedos: nunca antes le había visto esa expresión al mirarlo a la cara.

– Buckshaw era de Harriet, ¿sabes? Cuando ella murió, murió intestada. No dejó testamento. El impuesto sobre sucesiones…, bueno, el impuesto sobre sucesiones nos va a llevar a la ruina.

– Pero ¡si Buckshaw es tuyo! -repuse-. Ha pertenecido a la familia durante siglos.

– No -dijo papá con tristeza-. No es mío en absoluto. Mira, Harriet ya era una De Luce cuando me casé con ella. Éramos primos terceros. Buckshaw era suyo. No me queda nada para invertir en ese sitio. Ni un real. Como te he dicho, estoy prácticamente en bancarrota.

Se oyó un golpeteo metálico en la puerta y acto seguido el inspector Hewitt entró en la habitación.

– Lo siento, coronel De Luce -dijo-. El jefe de policía, como sin duda usted ya sabrá, insiste muchísimo en que se cumpla la ley al pie de la letra. Les he concedido todo el tiempo que puedo concederles sin jugarme el puesto.

Papá asintió con tristeza.

– Vamos, Flavia -dijo el inspector dirigiéndose a mí-. Te llevaré a casa.

– Aún no puedo irme a casa -repliqué-. Me han robado la bicicleta. Quiero presentar una denuncia.

– Tu bicicleta está en el maletero de mi coche.

– ¿Ya la ha encontrado? -pregunté.

¡Aleluya! ¡Gladys estaba sana y salva!

– Es que no la habían robado -dijo el inspector-. Te vi aparcarla ahí fuera y le dije al agente Glossop que la guardara en un lugar seguro.

– ¿Para que no pudiera escaparme?

Papá arqueó una ceja ante aquella impertinencia mía, pero no dijo nada.

– En parte, sí -dijo el inspector Hewitt-, pero sobre todo porque aún está lloviendo a mares y hasta llegar a Buckshaw te queda un buen rato de darle a los pedales cuesta arriba.

Le di a papá un silencioso abrazo al cual, a pesar de permanecer tieso como el tronco de un roble, no pareció oponerse.

– Intenta portarte bien, Flavia -me dijo.

¿Que intentara portarme bien? ¿Eso era lo único que se le ocurría? Estaba claro que nuestro submarino había subido a la superficie, que sus ocupantes habían sido arrancados de las inmensas profundidades marinas y que la magia se había quedado allí abajo.

– Me esforzaré -dije dando media vuelta-. Me esforzaré de verdad.


– No debes ser muy dura con tu padre -me aconsejó el inspector Hewitt mientras reducía la marcha para girar en el indicador que señalaba hacia Bishop's Lacey.

Lo miré y vi su cara iluminada desde abajo por el débil resplandor del salpicadero del Vauxhall. Los limpiaparabrisas, como si fueran guadañas negras, se deslizaban a uno y otro lado del cristal bajo la inquietante luz de la tormenta.

– ¿Cree usted sinceramente que mi padre asesinó a Horace Bonepenny? -le pregunté.

Tardó siglos en responder y, cuando lo hizo, su respuesta me pareció impregnada de una profunda tristeza.

– ¿Quién más había allí, Flavia? -preguntó.

– Yo… -dije-, por ejemplo.

El inspector Hewitt accionó el interruptor del desempañador para que limpiara el vaho que nuestras palabras estaban formando en los cristales.

– No pretenderás que me crea esa historia de la pelea y los problemas cardíacos, ¿verdad? Porque no me lo creo. No fue eso lo que mató a Horace Bonepenny.

– Entonces, ¡la tarta! -exclamé con repentina inspiración-. ¡La tarta estaba envenenada!

– ¿La envenenaste? -me preguntó con una media sonrisa.

– No -admití-, pero ojalá lo hubiera hecho.

– Era una tarta la mar de normal -dijo el inspector-. Ya he recibido el informe del analista.

¿Una tarta la mar de normal? Desde luego, ése era el mejor elogio que recibirían jamás los dulces de la señora Mullet.

– Como ya has deducido tú misma -prosiguió el inspector-, Bonepenny se tomó la libertad de comer un trozo de tarta varias horas antes de morir, pero… ¿cómo lo has sabido?

– ¿Y quién, sino un desconocido, iba a comerse esa porquería? -le pregunté con un tono lo bastante desdeñoso como para enmascarar mi decepción al darme cuenta de repente de que había cometido un error: Bonepenny no se había envenenado con la tarta de la señora Mullet. Había sido muy pueril por mi parte imaginar tal cosa-. Siento haber dicho lo que he dicho -admití-, es que me ha salido así. Debe de pensar usted que soy tonta de remate.

El inspector Hewitt tardó en responder. Finalmente, dijo:

– «Si por dentro la tarta no es dulce, ¿a quién le importan los pliegues de la masa?»

»Mi madre solía decir eso -añadió.

– ¿Y qué significa? -le pregunté.

– Significa que… Bueno, ya hemos llegado a Buckshaw. Seguro que están muy preocupados por ti.


– Ah -dijo Ophelia con su habitual desinterés-, ¿habías salido? Pues ni nos hemos dado cuenta, ¿verdad, Daffy?

A Daffy se le veía tanto el blanco de los ojos que parecía un caballo. Estaba aterrorizada, pero intentaba disimularlo.

– No -murmuró, antes de zambullirse de nuevo en la lectura de Bleak House.

Desde luego, era una lectora voraz.

Si me hubieran preguntado, con mucho gusto les habría hablado de mi visita a papá, pero no me preguntaron nada. Si la situación en la que se hallaba papá iba a motivar quejas, yo no quería participar, eso lo tenía muy claro. Feely, Daffy y yo éramos tres larvas en tres capullos distintos, y a veces no podía evitar preguntarme por qué. Charles Darwin ya había señalado que la lucha más feroz por la supervivencia se daba siempre en la propia tribu y, como quinto o sexto hijo que era -con tres hermanas mayores, además-, es obvio que sabía muy bien de qué hablaba.

Para mí, era una cuestión de química elemental: sabía muy bien que una sustancia tiende a diluirse por la acción de disolventes de composición química similar a la de dicha sustancia. No existía una explicación racional: era la naturaleza y punto.

Había sido un día muy largo y me notaba los párpados molidos, como si los hubieran utilizado a modo de rastrillos para recoger ostras.

– Me parece que me voy a la cama -dije-. Buenas noches, Feely. Buenas noches, Daffy.

Mi intento de sociabilidad recibió el silencio como respuesta y una especie de gruñido. Mientras subía la escalera, Dogger apareció como por arte de magia en lo alto, provisto de una palmatoria que parecía rescatada de una subasta de objetos en Manderley.

– ¿Coronel De Luce? -susurró.

– El coronel está bien, Dogger -respondí.

Él asintió con gesto preocupado y ambos nos dirigimos con paso cansino a nuestros respectivos aposentos.

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