Diecinueve

No es que pretenda hacerme la víctima, pero esa noche dormí el sueño de los condenados. Soñé con torrecillas y escarpadas cornisas azotadas por la lluvia, que el viento traía desde el océano mezclada con el perfume de las violetas. Una mujer pálida, ataviada con un vestido isabelino, aparecía junto a mi cama y me susurraba al oído que las campanas repicarían. En el sueño aparecía también un viejo lobo de mar con chaqueta de hule, sentado sobre una montaña de redes de pescador que remendaba con una aguja, mientras a lo lejos, sobre el mar, un minúsculo aeroplano volaba hacia el sol poniente.

Cuando por fin me desperté, ya había salido el sol y yo tenía un horrible resfriado. Antes de bajar a desayunar ya había utilizado todos los pañuelos de mi cajón y había dejado para el arrastre una impoluta toalla de baño. Huelga decir que estaba de un humor de perros.

– No te me acerques -dijo Feely mientras caminaba a tientas hacia el extremo más alejado de la mesa, sorbiéndome los mocos y resoplando igual que una orca.

– ¡Muere, bruja! -conseguí decir, haciendo una cruz con los dos índices.

– ¡Flavia!

Empecé a juguetear con mis cereales, removiéndolos con la punta de una tostada. A pesar de que los pedacitos de pan quemado cambiaban un poco la cosa, la porquería pastosa de mi bol seguía sabiendo a cartón.

Noté una especie de sacudida, un salto en mis pensamientos, como si se tratara de una película de cine mal montada. Me había quedado dormida en la mesa.

– ¿Qué pasa? -oí que preguntaba Feely-. ¿Te encuentras bien?

– Está en uno de sus irritantes sueños sobre la disipación u orgía hesternales -dijo Daffy.

Daffy había empezado a leer recientemente Pelham, de Bulwer-Lytton. Todas las noches antes de acostarse leía unas pocas páginas y, hasta que lo terminara, lo más probable es que siguiera martirizándonos durante el desayuno con oscuras frases de una prosa más tiesa y envarada que un palo.

Recordé que «hesternal» significaba «de ayer». Estaba echando otra cabezadita sobre el resto de la frase cuando de repente Feely se levantó de un salto de la mesa.

– ¡Madre de Dios! -exclamó, enrollándose rápidamente la bata en torno al cuerpo como si de una especie de mortaja se tratara-. ¿Quién diantre es ése?

Una silueta se recortaba contra la puertaventana y nos observaba con las manos apoyadas en el cristal.

– Es el escritor ese -dije-. El de las mansiones. Pemberton.

Feely soltó un chillido y subió como una bala al piso de arriba, donde, como yo sabía muy bien, se pondría su ceñido conjunto azul de jersey y rebeca a juego, se aplicaría un poco de maquillaje para disimular las imperfecciones matutinas y bajaría la escalera como si flotara, al tiempo que fingía ser otra persona: Olivia de Havilland, por ejemplo. Era lo que hacía siempre que aparecía en nuestro territorio un desconocido del sexo opuesto.

Daffy le echó un vistazo sin demasiado interés y luego siguió leyendo. Como siempre, todo me lo dejaban a mí.

Salí a la galería y cerré las puertas tras de mí.

– Buenos días, Flavia -dijo un sonriente Pemberton-. ¿Has dormido bien?

¿Que si había dormido bien? ¿Qué clase de pregunta era ésa? Allí estaba yo, en la galería, con las legañas aún pegadas a los ojos, el pelo convertido en una madriguera de ratas y la nariz chorreando como un río de truchas. Además, lo de interesarse por la calidad del sueño de los demás, ¿no era algo reservado a quienes habían pasado la noche bajo el mismo techo? No estaba muy segura. Tendría que consultarlo en el libro de Isabella Beeton Todo lo que las damas tienen que saber sobre etiqueta. Feely me lo había regalado para mi último cumpleaños, pero aún seguía bajo la pata más corta de mi cama.

– No del todo mal -respondí-. Me he resfriado.

– Vaya, sí que lo siento. Tenía la esperanza de poder entrevistar hoy a tu padre para que me hablara de Buckshaw. No quiero hacerme pesado, pero no puedo quedarme muchos días. Desde la guerra, el precio del alojamiento cuando se está fuera de casa, aunque sea en mesones tan humildes como el Trece Patos, es sencillamente escandaloso. A nadie le gusta decir que no le alcanza el dinero, pero los pobres estudiosos como yo acabamos cenando pan y queso la mayoría de las noches.

– ¿Ha desayunado usted, señor Pemberton? -le pregunté-. Estoy segura de que la señora Mullet podrá prepararle algo.

– Eres muy amable, Flavia -dijo-, pero el patrón Stoker me ha obsequiado con un verdadero banquete: dos salchichas y un huevo. Además, temo por los botones de mi chaleco.

No entendí el significado de esas palabras, pero el resfriado me había puesto de malhumor y no me apetecía descubrirlo.

– Quizá yo pueda responder a sus preguntas -repuse-. Papá está retenido… -¡Sí, eso era! «¡Eres un lince, Flavia!»-. Papá está retenido en la ciudad.

– Ah, no creo que te interesen mucho esos temas: son espinosas preguntas acerca de tuberías de desagüe, sobre las leyes de propiedad privada mediante concesión legal… y otras cuestiones por el estilo. Pensaba incluir un apéndice sobre los cambios arquitectónicos que realizaron Antony y William de Luce en el siglo XIX. «Una casa dividida» y todo eso.

– He oído hablar de apéndices que se quitan -farfullé-, pero es la primera vez que oigo hablar de un apéndice que se pone.

Aunque me chorreaba la nariz, aún era capaz de lanzar estocadas y esquivar los golpes de los mejores espadachines. Un ruidoso y húmedo estornudo estropeó el efecto.

– Tal vez podría entrar y echar un vistazo rápido, tomar unas cuantas notas… No molestaré a nadie.

Estaba intentando pensar en algún sinónimo de «No» cuando oí el gruñido de un motor y al momento apareció Dogger al volante de nuestro viejo tractor, entre los árboles del fondo de la avenida, arrastrando una gran cantidad de abono hacia el jardín. El señor Pemberton, quien de inmediato advirtió que yo estaba observando por encima de su hombro, se volvió para ver qué estaba mirando. Cuando vio que Dogger se acercaba a nosotros, lo saludó afablemente con la mano.

– Es el bueno de Dogger, ¿no? El leal siervo de la familia.

Dogger había frenado y se había vuelto para averiguar a quién estaba saludando Pemberton. Como no vio a nadie, se levantó el sombrero a modo de saludo y luego se rascó la cabeza. Bajó del tractor y se acercó a nosotros arrastrando los pies por el prado.

– Escucha, Flavia -dijo Pemberton, consultando su reloj de pulsera-, he perdido la noción del tiempo. Le prometí a mi editor que nos encontraríamos en Nether Eaton para ver un panteón que al parecer es bastante singular: ambas manos expuestas, verjas muy particulares… Al bueno de Quarrington le fascinan los panteones, así que será mejor que no le dé plantón, porque en ese caso, bueno, Panteones y tracerías de Pemberton no pasará nunca de ser un simple proyecto.

Se echó al hombro su mochila de artista y empezó a bajar los escalones, deteniéndose junto a la esquina de la casa para cerrar los ojos y llenarse los pulmones del aire matutino.

– Saluda de mi parte al coronel De Luce -dijo, y se marchó.

Dogger subió los escalones arrastrando los pies, como si no hubiera pegado ojo en toda la noche.

– ¿Visitas, señorita Flavia? -dijo, quitándose el sombrero y secándose la frente con la manga.

– Un tal señor Pemberton -respondí-. Está escribiendo un libro sobre mansiones o panteones o no sé qué. Quería entrevistar a papá acerca de Buckshaw.

– Ese nombre no me suena de nada -dijo Dogger-, pero tampoco es que yo lea mucho. Aun así, señorita Flavia…

Sabía que iba a soltarme un sermón, con parábolas y espeluznantes ejemplos incluidos, sobre lo de hablar con desconocidos, pero no. Lo único que hizo fue toquetear el ala de su sombrero con el dedo índice y allí nos quedamos los dos, contemplando los prados como un par de vacas. Mensaje enviado, mensaje captado. Ah, el bueno de Dogger. Ésa era su forma de enseñar.

Había sido Dogger, por ejemplo, quien se había armado de paciencia para enseñarme a forzar cerraduras cuando en una ocasión lo había sorprendido manipulando la puerta del invernadero. Había perdido la llave durante uno de sus «episodios» y estaba muy atareado con los dientes doblados de un viejo tenedor de cocina que había encontrado en una maceta.

Le temblaban las manos como una mala cosa. Cuando Dogger estaba así, siempre tenía la sensación de que si acercaba un dedo y lo tocaba, me electrocutaría. Aun así, me había ofrecido a ayudarlo y, al cabo de pocos minutos, ya me estaba enseñando cómo se hacía.

– Es muy fácil, señorita Flavia -dijo tras mi tercer intento-. Lo único que tiene que hacer es no olvidar las tres «T»: torsión, tensión y tenacidad. Imagine usted que vive dentro de la cerradura. Escuche lo que dicen sus dedos.

– ¿Dónde aprendió a hacerlo? -le pregunté, fascinada cuando el pasador saltó con un chasquido.

La verdad es que, una vez pillado el truco, resultaba asombrosamente fácil.

– Muy lejos de aquí, hace mucho tiempo -respondió Dogger mientras entraba en el invernadero y fingía estar muy ocupado para evitar más preguntas.


Aunque la luz del sol entraba a raudales por las ventanas de mi laboratorio, me costaba pensar como Dios manda. En mi mente se arremolinaban las cosas que papá me había contado y las que yo había descubierto por mis propios medios acerca de la muerte del señor Twining y de Horace Bonepenny.

¿Qué significado tenían la toga y el birrete que había encontrado ocultos bajo las tejas de la Residencia Anson? ¿A quién pertenecían y por qué los habían dejado allí?

Según la versión de papá, y la publicada en las páginas del Hinley Chronicle, el señor Twining llevaba su toga cuando se había precipitado a la muerte desde las alturas. Que ambas versiones estuvieran equivocadas parecía bastante improbable.

Y luego, por supuesto, estaba el robo del Vengador del Ulster que pertenecía a su majestad y también el de su hermano gemelo, el que había pertenecido al doctor Kissing.

¿Dónde estaría el señor Kissing, me pregunté? ¿Lo sabría la señorita Mountjoy? Al parecer, lo sabía casi todo. ¿Era posible que Kissing aún estuviera vivo? Lo cierto es que tenía mis dudas al respecto: ya habían transcurrido treinta años desde el día en que creyó ver convertirse en humo su amado sello.

Mi mente era un remolino, mi cerebro estaba aturullado y no podía pensar con claridad. Tenía los senos del cráneo taponados, me lloraban los ojos y empezaba a notar un espantoso dolor de cabeza. Tenía que aclararme las ideas.

Era culpa mía: no debería haberme mojado los pies. La señora Mullet solía decir: «Si mantienes la cabeza fría y los pies calientes, no estornudas ni te castañetean los dientes.» Cuando uno pillaba un resfriado, sólo se podía hacer una cosa, así que bajé arrastrándome hasta la cocina, donde encontré a la señora Mullet preparando la masa para una tarta.

– Tiene usted mocos -me dijo, sin apartar siquiera la mirada del rodillo de amasar-. Le prepararé una buena taza de caldo de pollo.

Desde luego, cuando quería era de lo más perspicaz. Al pronunciar las palabras «caldo de pollo» bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro y me lanzó una mirada de complicidad por encima del hombro.

– Caldo caliente de pollo -dijo-. Es un secreto que me contó la señora Jacobson durante el té del Instituto Femenino. Creo que el secreto lleva en su familia desde el Éxodo. Pero yo no le he dicho nada, ¿eh?

Había otra cuestión relativa a la sabiduría popular que fascinaba a la señora Mullet, y era el eucalipto. Había obligado a Dogger a cultivarlo en el invernadero y tenía por costumbre esconder ramitas de dicho árbol por todos los rincones de Buckshaw a modo de talismanes contra los catarros o la gripe.

«Ni gripe ni resfriados, y no es guasa, si tienes eucalipto en casa», solía canturrear con aire triunfal. Y era cierto. Desde que se había dedicado a esconder las cerosas hojitas verde oscuro en los lugares más insospechados de la casa, ninguna de nosotras había estornudado ni una sola vez.

Hasta entonces. Por tanto, era obvio que algo había fallado.

– No, gracias, señora Mullet -le dije-. Es que acabo de cepillarme los dientes.

Era mentira, pero fue lo único que se me ocurrió a bote pronto. Además de darme un aire de mártir, mi respuesta tenía la ventaja añadida de mejorar mi imagen en el terreno de la higiene personal. Al salir, afané de la despensa una botella de gránulos amarillos en cuya etiqueta podía leerse «Esencia de pollo Partington» y recuperé de un aplique del vestíbulo unas cuantas hojas de eucalipto.

Ya en el laboratorio cogí un frasco de bicarbonato sódico que el tío Tar, con su hermosa caligrafía de trazo tembloroso, había etiquetado como «Sal aeratus», pero también -dada su habitual meticulosidad- como «bicarb. sód.», para no confundirlo con el bicarbonato de potasio, también denominado a veces sal aeratus. Sin embargo, el «Bicarb. pot.» se sentía más a gusto en los extintores que en el estómago humano.

Yo conocía la sustancia como NaHCO3, que era lo que los campesinos llamaban bicarbonato de sosa. Recordaba haber oído en alguna parte que esos mismos pueblerinos creían en el poder de una buena dosis de sales alcalinas para acabar hasta con el peor de los resfriados.

En el fondo, me dije, era pura lógica química pensar que si las sales eran una cura, y el caldo de pollo también, ¿acaso una buena taza de caldo efervescente de pollo no tendría un asombroso poder reconstituyente? ¡Era alucinante! Lo patentaría y se convertiría en el primer antídoto del mundo contra el resfriado común: Delicuescencia De Luce: la fórmula de la sopa de Flavia.

Incluso me permití canturrear discretamente mientras medía un cuarto de litro de agua potable en un vaso de precipitados y lo colocaba sobre la llama para que se calentara. Al mismo tiempo, herví en un matraz con tapón los trozos machacados de hojas de eucalipto y contemplé las gotas de aceite color paja que no tardaron en formarse en el extremo del serpentín.

Cuando el agua empezó a hervir, la aparté del calor y la dejé enfriar durante varios minutos; después le añadí dos cucharaditas colmadas de Esencia de Pollo Partington y una cucharada de mi amigo NaHCO3.

Removí el preparado a base de bien y dejé que echara espuma por el borde del vaso de precipitados, como si fuera el Vesubio. Me tapé la nariz con los dedos y me metí entre pecho y espalda la mitad del brebaje.

¡Refresco de pollo! «¡Oh, Señor, protégenos a todos los que avanzamos penosamente por la viña de la química experimental!»

Destapé el matraz y vertí el agua de eucalipto, hojas y todo, en lo que quedaba de la sopa amarilla. Luego me quité el suéter, me tapé con él la cabeza, improvisando así una especie de campana extractora de humos, e inhalé el alcanforado vapor del eucalipto de ave. En algún rincón de la bochornosa caverna que era mi cabeza tuve la sensación de que los senos del cráneo levantaban las manos y se rendían. Empecé a sentirme mejor.

En ese momento, alguien llamó bruscamente a la puerta y me dio un tremendo susto. Era tan raro que alguien se dejara caer por aquella parte de la casa, que el toc-toc en la puerta se me antojó tan inesperado como esos espeluznantes acordes de órgano en las películas de terror cuando se abre una puerta y revela una galería de cadáveres. Descorrí el cerrojo y allí estaba Dogger, estrujando su sombrero cual lavandera irlandesa. Me di cuenta de que había sufrido uno de sus episodios.

Me acerqué a él, le toqué las manos y al instante dejaron de temblarle. Me había fijado, aunque no utilizaba a menudo ese hecho, de que en ciertos momentos una simple caricia decía cosas que no podían expresarse con palabras.

– ¿Cuál es la contraseña? -le pregunté, uniendo los dedos y colocando ambas manos sobre la cabeza.

Durante unos cinco segundos y medio, Dogger se quedó perplejo, pero luego relajó lentamente los músculos de la mandíbula y sonrió. Como un autómata, unió los dedos e imitó mi gesto.

– Lo tengo en la punta de la lengua -dijo con la voz entrecortada-. Ya me acuerdo, es «arsénico».

– Cuidado no se lo trague -respondí-. Es un veneno.

En un notable alarde de fuerza de voluntad, Dogger se obligó a sí mismo a sonreír. El ritual se había observado como era debido.

– Pase, amigo -dije, abriendo la puerta de par en par.

Dogger entró y contempló a su alrededor maravillado, como si de repente se hubiera visto transportado al laboratorio de un alquimista de la antigua Sumeria. Hacía tanto tiempo que no visitaba aquella parte de la casa que ya casi ni recordaba la habitación.

– Cuánto cristal -dijo con voz temblorosa.

Aparté del escritorio el viejo sillón Windsor de Tar y lo sujeté hasta que Dogger se hubo acomodado entre sus brazos de madera.

– Siéntese. Le prepararé algo.

Llené de agua un matraz limpio y le coloqué encima una malla metálica. Dogger se sobresaltó ante el discreto «pop» que hizo el mechero Bunsen cuando le apliqué la llama.

– Ya está -dije-. Listo en un segundo.

Lo mejor de los objetos de cristal de laboratorio es que en ellos se puede hervir el agua a la velocidad de la luz. Eché una cucharadita de hojas negras en un vaso de precipitados. En cuanto adquirió una tonalidad rojo oscuro se lo di a Dogger, que lo miró con escepticismo.

– No pasa nada -le dije-. Es Tetley's.

Bebió su té con cautela, soplando sobre la superficie del líquido para que se enfriara. Mientras bebía, recordé que existe un motivo por el cual los ingleses nos regimos más por el ritual del té que por el palacio de Buckingham o el gobierno de su majestad: aparte del alma, lo único que nos diferencia de los simios es que sabemos preparar el té…, o eso le dijo el vicario a papá, quien a su vez se lo dijo a Feely, quien a su vez se lo dijo a Daffy, quien a su vez me lo dijo a mí.

– Gracias -dijo Dogger-, ahora ya me siento mucho mejor. Pero tengo que contarle algo, señorita Flavia.

Me encaramé al borde del escritorio, tratando de adoptar un aire de camaradería.

– Dispare -le dije.

– Bueno -empezó a decir Dogger-, usted sabe que hay veces en que yo…, o sea, que de vez en cuando tengo momentos en que…

– Claro que lo sé, Dogger -repuse-. ¿Acaso no lo sabemos todos?

– No lo sé. No me acuerdo. Verá usted, lo que pasa es que cuando yo estaba…

Giró los ojos, como una vaca camino del matadero.

– Creo que podría haberle hecho algo a alguien. Pero resulta que han arrestado al coronel por ello.

– ¿Se refiere usted a Horace Bonepenny?

Se oyó un estrépito de cristales cuando Dogger dejó caer al suelo su vaso de precipitados lleno de té. Fui corriendo a buscar un trapo y, por algún extraño y ridículo motivo, le sequé las manos, que apenas estaban mojadas.

– ¿Qué sabe usted de Horace Bonepenny? -me preguntó, agarrándome con fuerza la muñeca.

Si no hubiera procedido de Dogger, el gesto me habría aterrorizado.

– Lo sé todo -respondí, aflojándole lentamente los dedos-. Busqué información sobre él en la biblioteca. Hablé con la señorita Mountjoy y papá me contó toda la historia el domingo por la tarde.

– ¿Vio usted al coronel De Luce el domingo por la tarde? ¿En Hinley?

– Sí -dije-. Fui hasta allí en bicicleta. Le dije a usted que estaba bien. ¿No se acuerda?

– No -contestó Dogger, sacudiendo la cabeza-. A veces no me acuerdo de las cosas.

¿Era posible? ¿Podría haberse topado Dogger con Horace Bonepenny en alguna parte de la casa, o en el jardín, para después forcejear con él y provocarle la muerte? ¿Se había tratado de un accidente? ¿O acaso había algo más?

– Cuénteme qué ocurrió -le pedí-. Cuénteme todo lo que recuerde.

– Yo estaba durmiendo -explicó Dogger-. Oí voces…, voces muy fuertes. Me levanté y me dirigí al estudio del coronel. Vi a alguien en el vestíbulo.

– Era yo -le dije-. Yo estaba en el vestíbulo.

– Era usted -dijo-. Usted estaba en el vestíbulo.

– Sí. Y usted me dijo que me largara.

– ¿Sí?

Dogger parecía perplejo.

– Sí, me dijo que volviera a la cama.

– Salió un hombre del estudio -prosiguió Dogger de repente-. Me oculté detrás del reloj y pasó frente a mí. Si hubiera alargado un brazo, lo habría tocado.

Estaba claro que había dado un salto en el tiempo hasta un momento en que yo ya había vuelto a la cama.

– Pero no lo… no lo tocó usted, ¿verdad?

– No, entonces no. Lo seguí hasta el jardín. No me vio. Me quedé pegado al muro, detrás del invernadero. El hombre estaba junto a los pepinos… comiendo algo… Estaba nervioso…, hablaba solo…, un lenguaje obsceno… No parecía darse cuenta de que se había apartado del camino. Y entonces estallaron los fuegos artificiales.

– ¿Fuegos artificiales? -le pregunté.

– Sí, ya sabe usted, girándulas, cohetes y todo eso. Supuse que había una feria en el pueblo. Estamos en junio, y en junio suelen celebrar una feria.

No se había celebrado ninguna feria, de eso estaba segura. Antes recorrería todo el Amazonas con unas zapatillas de tenis rotas que perderme un tiro al blanco o la oportunidad de atiborrarme de bollos de frutos secos o fresas con nata. No, yo estaba muy al día de las fechas de las ferias.

– ¿Y qué pasó entonces? -le pregunté.

Ya nos ocuparíamos más tarde de los detalles.

– Supongo que me quedé dormido -dijo Dogger-. Cuando me desperté, estaba tendido sobre la hierba, que estaba húmeda. Me levanté y me fui a la cama. No me encontraba bien.

Supongo que tuve uno de esos ataques míos. No me acuerdo.

– ¿Y cree usted que, durante ese ataque suyo, pudo matar a Horace Bonepenny?

Dogger asintió con aire triste y se tocó la parte posterior de la cabeza.

– ¿Quién más había allí? -preguntó.

¿Quién más había allí? ¿Dónde había oído eso antes? ¡Claro! ¿Acaso el inspector Hewitt no había utilizado esas mismas palabras pero referidas a papá?

– Baje la cabeza, Dogger -le pedí.

– Lo siento, señorita Flavia. Si maté a alguien, no era mi intención.

– Incline la cabeza.

Dogger se hundió en el sillón y se inclinó hacia adelante. Cuando le aparté el cuello de la camisa, dio un respingo. En la nuca, en la zona posterior e inferior de la oreja, tenía un formidable y oscuro cardenal con la forma y el tamaño del tacón de una bota. Se encogió de nuevo cuando se lo toqué.

Se me escapó un silbido.

– ¿Fuegos artificiales, dice usted? -le pregunté-. No eran fuegos artificiales, Dogger; lo que pasó fue que lo dejaron fuera de combate. ¿Y lleva usted dos días dando vueltas por ahí con ese cardenal en el cuello? Debe de dolerle mucho.

– Duele, señorita Flavia, pero los he tenido peores.

Supongo que lo observé con cara de incredulidad.

– Me he mirado los ojos en el espejo -añadió-. Las pupilas están del mismo tamaño. Una pequeña conmoción, pero no es grave. Me pondré bien.

Estaba a punto de preguntarle dónde había obtenido esos conocimientos cuando él se apresuró a añadir:

– Pero es sólo lo que he leído por ahí.

De repente, se me ocurrió una pregunta aún más importante.

– Dogger, ¿cómo pudo usted matar a alguien si estaba inconsciente?

Se quedó inmóvil, con el aspecto de un niño a punto de ser castigado con la palmeta. Abrió y cerró la boca en varias ocasiones, pero no llegó a decir nada.

– ¡Lo atacaron! -dije-. ¡Alguien lo golpeó con una bota!

– No, no creo, señorita -repuso con aire triste-. Verá usted, aparte de Horace Bonepenny, en el jardín no había nadie más que yo.

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