Eddard Stark cruzó a caballo las imponentes puertas de bronce de la Fortaleza Roja. Estaba magullado, cansado, hambriento e irritado. Aún no había descabalgado, y soñaba con un largo baño caliente, una gallina asada y un colchón de plumas, cuando el mayordomo del rey le dijo que el Gran Maestre Pycelle había convocado una reunión urgente del Consejo. Se solicitaba que la Mano los honrara con su presencia en cuanto lo considerase conveniente.
—El momento más conveniente sería mañana por la mañana —gruñó Ned mientras descabalgaba.
—Transmitiré vuestras disculpas a los consejeros, mi señor —dijo el mayordomo con una profunda reverencia.
—No, maldita sea —suspiró Ned. No era conveniente ofender al Consejo incluso antes de empezar su trabajo—. Iré a verlos. Pero antes quiero ponerme algo más presentable.
—Sí, mi señor —asintió el mayordomo—. Os hemos preparado las antiguas habitaciones de Lord Arryn, en la Torre de la Mano. Espero que os resulten adecuadas. Haré que suban vuestras cosas allí.
—Gracias —dijo Ned al tiempo que se arrancaba los guantes de montar y se los colgaba del cinturón. El resto de su grupo llegaba en aquel momento a las puertas. Vio a Vayon Poole, su mayordomo, y lo llamó—. Por lo visto el Consejo me necesita con urgencia. Encárgate de acompañar a mis hijas a sus dormitorios, y dile a Jory que las vigile para que no salgan. Sobre todo que Arya no vaya a explorar. —Poole hizo una reverencia. Ned se volvió hacia el mayordomo real—. Mis carros aún vienen de camino por la ciudad. Necesito una indumentaria más adecuada.
—Será un placer conseguírosla —dijo el mayordomo.
Y así fue cómo llegó Ned a la cámara del Consejo, muerto de cansancio y vestido con ropas prestadas. Cuatro consejeros aguardaban su llegada.
La cámara tenía una decoración suntuosa. El suelo estaba cubierto de alfombras de Myr, en vez de esteras, y en un rincón había un biombo tallado, procedente de las Islas del Verano, en el que aparecían un centenar de bestias fabulosas pintadas en colores brillantes. De las paredes colgaban tapices de Norvos, Qohor y Lys, y una pareja de esfinges valyrianas flanqueaban la puerta, con ojos de granates tallados que brillaban en las cabezas de mármol negro.
El consejero al que Ned apreciaba menos, el eunuco Varys, se acercó a él en cuanto entró.
—Lord Stark, me entristecieron mucho las noticias de los problemas que surgieron durante el viaje. Todos hemos visitado el sept y encendido velas por el príncipe Joffrey. Rezo por que se recupere pronto.
La mano del eunuco manchaba de polvo la manga de Ned. El eunuco desprendía un olor desagradable y dulzón, como el de las flores de los cementerios.
—Vuestros dioses os han escuchado —replicó Ned con educada frialdad—. El príncipe está cada día más fuerte.
Se liberó de la mano del eunuco y cruzó la sala hacia donde estaba Lord Renly, al lado del biombo, hablando en voz baja con un hombre de poca estatura que no podía ser más que Meñique. Renly acababa de cumplir los ocho años cuando Robert subió al trono, pero era ya un hombre, y tan parecido a su hermano que a Ned le resultó desconcertante. Al mirarlo tenía la sensación de que no habían pasado los años y era Robert quien estaba ante él, recién obtenida la victoria en el Tridente.
—Ya veo que habéis llegado sano y salvo, Lord Stark —dijo Renly.
—Y también vos —respondió Ned—. Perdonadme, pero a veces sois la viva imagen de vuestro hermano Robert.
—Una mala copia —dijo Renly encogiéndose de hombros.
—Pero con mucho mejor gusto en el vestir —apostilló Meñique—. Lord Renly se gasta en ropa más que la mitad de las damas de la corte.
Era cierto. Lord Renly lucía una indumentaria de terciopelo verde, con doce venados de oro bordados en el jubón. Llevaba echada al hombro de manera informal una capa corta de hilo de oro, prendida con un broche de esmeraldas.
—Hay crímenes peores —dijo Renly con una carcajada—. Por ejemplo, tu gusto en el vestir.
Meñique hizo caso omiso de la puya y miró a Ned con una sonrisa casi insolente.
—Hace años que tenía ganas de conoceros, Lord Stark. Supongo que Lady Catelyn os habrá hablado de mí.
—Así es —replicó Ned con voz gélida. Lo exasperaba la arrogancia del comentario—. Tengo entendido que también conocisteis a mi hermano Brandon.
Renly Baratheon se echó a reír. Varys se acercó discretamente para escuchar.
—Demasiado bien —respondió Meñique—. Todavía conservo un recuerdo de su amistad. ¿También hablaba de mí Brandon?
—A menudo, y con cierto ardor —dijo Ned. Tenía la esperanza de que aquello pusiera punto final a la conversación. Los duelos verbales le colmaban la paciencia.
—Pensaba que el ardor no se correspondía con la personalidad de los Stark —siguió Meñique—. Aquí, en el sur, se dice que estáis hechos de hielo, y que os derretís si bajáis del Cuello.
—No tengo intención de derretirme a corto plazo, Lord Baelish. De eso podéis estar seguro. —Ned se dirigió hacia la mesa del Consejo—. Espero que os encontréis bien, maestre Pycelle —dijo.
—Tan bien como puede encontrarse un hombre de mi edad, mi señor —dijo el Gran Maestre sonriéndole con amabilidad desde su silla elevada, al extremo de la mesa—. Pero, por desgracia, me canso enseguida.
Sobre el rostro bondadoso, unos mechones de pelo blanco le bordeaban la amplia cúpula calva de la frente. Su collar de maestre no era una simple gargantilla de metal como el que lucía Luwin, sino que consistía en dos docenas de cadenas muy pesadas, enlazadas de manera que le llegaban hasta el pecho. Los eslabones eran de todos los materiales conocidos: hierro negro y oro rojo, cobre brillante y plomo mate, acero, estaño, plata blanca, latón, bronce y platino. Tenía engarzados granates, amatistas, perlas negras y, aquí y allá, una esmeralda o un rubí.
—Deberíamos empezar ya —dijo el Gran Maestre con las manos entrelazadas sobre el amplio estómago—. De lo contrario puedo quedarme dormido en cualquier momento.
—Como deseéis.
El sillón del rey, con los cojines bordados en oro con el venado coronado de los Baratheon, estaba vacío en la presidencia de la mesa. Ned ocupó la silla contigua, como correspondía a la mano derecha del rey.
—Señores —empezó en tono formal—. Lamento haberos hecho esperar.
—Sois la Mano del Rey —dijo Varys—. Estamos a vuestra disposición, Lord Stark.
Los demás fueron ocupando sus asientos habituales, y Eddard Stark tuvo la repentina sensación de que estaba fuera de lugar allí, en aquella sala, con aquellos hombres. Recordó lo que le había dicho Robert en las criptas de Invernalia. «Estoy rodeado de imbéciles y aduladores», se había quejado el rey. Ned miró a los hombres sentados en torno a la mesa, y se preguntó cuáles serían los imbéciles y cuáles los aduladores. Creía saber la respuesta.
—Sólo somos cinco —señaló.
—Lord Stannis se fue a Rocadragón poco después de que el rey emprendiera la marcha hacia el norte —dijo Varys—, y no me cabe duda de que el valiente Ser Barristan cabalga en estos momentos junto al rey por la ciudad, como corresponde al Lord Comandante de la Guardia Real.
—Deberíamos esperar a que llegaran el rey y Ser Barristan —sugirió Ned.
—Si esperamos a que mi hermano nos honre con su regia presencia —dijo Renly Baratheon con una carcajada—, nos pueden salir canas.
—El buen rey Robert tiene muchas preocupaciones —dijo Varys—. Nos confía a nosotros los asuntos de menor importancia para aliviar su carga.
—Lo que Lord Varys dice es que todos estos asuntos de finanzas, cosechas y justicia matan de aburrimiento a mi regio hermano —intervino Lord Renly—, así que nos corresponde a nosotros gobernar el reino. De cuando en cuando nos hace llegar alguna orden. —Se sacó de la manga un papel enrollado y lo puso sobre la mesa—. Esta mañana me ordenó partir a caballo a toda prisa, y pedir al Gran Maestre Pycelle que convocara este Consejo. Tiene una misión apremiante para nosotros.
Meñique sonrió y tendió el papel a Ned. Llevaba el sello real. Ned rompió la cera con el pulgar, y extendió el papel para leer las órdenes urgentes del rey. A medida que iba leyendo, la incredulidad se apoderaba de él. ¿Es que Robert estaba loco? Y que quisiera hacerlo en su honor ya era demasiado.
—Por todos los dioses —maldijo.
—Lo que Lord Eddard quiere decir —anunció Lord Renly—, es que Su Alteza nos ordena organizar un gran torneo para celebrar su nombramiento como Mano del Rey.
—¿Cuánto? —preguntó Meñique sin alzar la voz.
—Cuarenta mil dragones de oro para el campeón —leyó Ned—. Veinte mil para el segundo, otros veinte mil para el ganador del combate cuerpo a cuerpo, y diez mil para el vencedor de la competición de tiro con arco.
—Noventa mil piezas de oro —suspiró Meñique—. Y no nos olvidemos del resto de los gastos. Robert querrá también un festín por todo lo alto. Eso implica cocineros, carpinteros, doncellas, juglares, malabaristas, bufones…
—Bufones nos sobran —señaló Lord Renly.
—¿Podrá cargar el tesoro con los gastos? —preguntó el Gran Maestre Pycelle mirando a Meñique.
—¿A qué tesoro os referís? —replicó Meñique con una mueca—. No digáis tonterías, maestre. Sabéis tan bien como yo que las arcas llevan años vacías. Tendré que pedir prestado el dinero. Los Lannister serán generosos, no me cabe duda. Ya le debemos a Lord Tywin más de tres millones de dragones, no importa que sean cien mil más.
—¿Estáis insinuando que la corona tiene deudas por valor de tres millones de piezas de oro? —Ned estaba atónito.
—La corona tiene deudas por valor de más de seis millones, Lord Stark. Los Lannister son los principales acreedores, pero también hemos pedido crédito a Lord Tyrell, al Banco de Hierro de Braavos y a varias compañías financieras de Tyrosh. Últimamente he tenido que dirigirme a la Fe. El Septon Supremo regatea mejor que un pescadero de Dorne.
—Aerys Targaryen dejó las arcas repletas de oro. —Ned no daba crédito a sus oídos—. ¿Cómo habéis permitido que se llegara a esta situación?
—El jefe de la moneda encuentra dinero —replicó Meñique encogiéndose de hombros—. El rey y la Mano lo gastan.
—No es posible que Jon Arryn permitiera a Robert llevar el reino a la ruina —insistió Ned con ardor.
El Gran Maestre Pycelle sacudió la cabeza calva. Las cadenas tintinearon suavemente.
—Lord Arryn era un hombre de gran prudencia, pero por desgracia Su Alteza no siempre atiende a los consejos más sabios.
—A mi regio hermano le encantan los torneos y los festines —dijo Renly Baratheon—. Y detesta eso que llama «contar calderilla».
—Hablaré con Su Alteza —dijo Ned—. Este torneo es una extravagancia, y el reino no se lo puede permitir.
—Como queráis, hablad con él —dijo Lord Renly—. Pero mientras, más vale que vayamos haciendo planes.
—Mañana —replicó Ned.
Quizá su tono fue demasiado brusco, a juzgar por las miradas que se clavaron en él. En adelante debería recordar que ya no estaba en Invernalia, donde sólo tenía que responder ante el rey. Allí era el primero entre iguales.
—Ruego que me disculpéis, señores —dijo con voz más amable—. Estoy muy cansado. Dejemos el trabajo por hoy, lo reanudaremos cuando tengamos la cabeza más despejada.
No les pidió permiso, sino que se levantó, saludó con un gesto de la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
En el exterior, carromatos y jinetes seguían cruzando las puertas del castillo. El patio era un caos de lodo, caballos y hombres que gritaban. Le informaron de que el rey no había llegado aún. Después de los desagradables acontecimientos del Tridente, los Stark y los miembros de su séquito habían cabalgado muy por delante de la columna principal, para alejarse de los Lannister y de la creciente tensión. Apenas si vieron a Robert. Según los rumores, viajaba en la casa con ruedas, siempre borracho. Si era así, aún tardaría horas en llegar. Pero, para Ned, siempre llegaría demasiado pronto. Le bastaba con mirar el rostro de Sansa para sentirse otra vez lleno de rabia. Las dos últimas semanas de viaje habían sido muy tristes. Sansa echaba la culpa de todo a Arya, y le decía que la loba muerta debería haber sido Nymeria. Y Arya se quedó helada al enterarse de lo sucedido con el hijo del carnicero. Sansa lloraba hasta dormirse, Arya se pasaba los días meditabunda y silenciosa, y Eddard Stark soñaba con un infierno helado, reservado para los Stark de Invernalia.
Cruzó el patio exterior, pasó bajo el rastrillo que daba al patio interior, y se dirigía hacia lo que creía que era la Torre de la Mano cuando Meñique apareció de repente ante él.
—Os habéis equivocado de camino, Stark. Venid conmigo.
Ned lo siguió, no sin cierta vacilación. Meñique lo guió hasta una torre, bajaron por unas escaleras, cruzaron un patio pequeño situado a un nivel inferior y recorrieron un pasillo desierto, vigilado por armaduras vacías. Eran reliquias de los tiempos de los Targaryen: acero negro, en los yelmos crestas de escamas de dragón, armaduras polvorientas y olvidadas.
—Por aquí no se va a mis aposentos —señaló Ned.
—¿Quién ha dicho que vayamos a vuestros aposentos? Os llevo a las mazmorras. Una vez allí os cortaré el cuello y emparedaré vuestro cadáver —replicó Meñique con sarcasmo—. No hay tiempo para tonterías, Stark. Vuestra esposa espera.
—¿A qué jugáis, Meñique? Catelyn está en Invernalia, a cientos de leguas de aquí.
—¿De verdad? —Los ojos verde grisáceos de Meñique brillaban de diversión—. En ese caso, tiene una doble idéntica. Venid, os lo digo por última vez. O no vengáis, y me quedaré yo con ella.
Bajó las escaleras a buen paso. Ned, agotado, lo siguió. Empezaba a preguntarse si aquel día tendría fin. No le gustaban las intrigas, pero ya se estaba dando cuenta de que eran parte fundamental de hombres como Meñique.
Al pie de las escaleras había una puerta pesada de hierro y roble. Petyr Baelish levantó la tranca e hizo señal a Ned de que saliera. Los envolvió la luz rojiza del ocaso. Se encontraban en un risco escarpado desde el que se dominaba el río.
—Hemos salido del castillo —dijo Ned.
—No hay quien os engañe, ¿eh, Stark? —se burló Meñique—. ¿Qué os ha dado la pista, el sol o el cielo? Seguidme. Hay ranuras talladas en la roca. Por favor, no os caigáis, si os matáis Catelyn no se mostrará nada comprensiva.
Y sin más empezó a descender por el risco, con la agilidad de un mono.
Ned examinó la pared rocosa e inició el descenso, aunque más despacio. Como había dicho Meñique, encontró ranuras, cortes poco profundos en la roca; resultarían invisibles desde abajo a menos que uno supiera exactamente qué buscaba. El río estaba muy abajo, a una distancia aterradora. Ned apretó el rostro contra la roca y trató de mirar hacia él sólo cuando era imprescindible.
Cuando por fin llegó a la base del risco, a un sendero estrecho y embarrado que discurría paralelo al río, encontró a Meñique recostado en una roca y comiendo una manzana con gesto lánguido. Ya casi se la había terminado.
—Os hacéis viejo y lento, Stark —dijo al tiempo que tiraba el resto de la manzana al río con gesto descuidado—. No importa, haremos el resto del camino a caballo.
Dos monturas los esperaban. Ned montó, y trotó tras él por el sendero y luego por la ciudad.
Al cabo de un rato Baelish tiró de las riendas ante un destartalado edificio de madera, de tres pisos, con todas las ventanas iluminadas. De él salían sonidos inconfundibles de risas y música. Junto a la puerta, colgada de una cadena pesada, había una lámpara de aceite muy recargada. El globo que la cubría era de cristal rojo. Ned Stark desmontó hecho una furia.
—Un burdel —dijo al tiempo que agarraba a Meñique por el hombro y lo obligaba a girarse—. Me habéis hecho recorrer todo este camino para traerme a un burdel.
—Vuestra esposa está dentro —dijo Meñique.
—Brandon fue demasiado bueno contigo. —Aquello había sido el insulto definitivo. Estampó al hombrecillo contra la pared, sacó la daga y le puso la punta en la barbilla.
—¡No, mi señor! —exclamó una voz apremiante—. Dice la verdad.
Ned se dio la vuelta, con el cuchillo en la mano, y vio a un anciano de pelo cano que corría hacia ellos. Iba vestido con ropas bastas y la papada le temblaba al correr.
—No te metas donde no te llaman —empezó Ned; entonces, de pronto, lo reconoció. Bajó la daga, atónito—. ¿Ser Rodrik?
—Vuestra esposa está en el piso de arriba —dijo Rodrik Cassel después de asentir.
—¿Es cierto que Catelyn está aquí? —Ned no sabía qué decir—. ¿No es una broma estúpida de Meñique? —Enfundó la daga.
—Ojalá lo fuera, Stark —bufó Meñique—. Seguidme. Y por favor, intentad parecer un poco más lascivo y un poco menos la Mano del Rey. No nos haría ningún bien que os reconocieran. Lo mejor sería que acariciarais un par de pechos por el camino.
Entraron en el edificio, cruzaron una sala común atestada, en la que una mujer gruesa cantaba canciones obscenas mientras algunas jovencitas apenas cubiertas por vestidos de lino y sedas de colores se apretaban contra sus amantes y se agitaban en sus regazos. Nadie prestó la menor atención a Ned. Ser Rodrik se quedó abajo esperando, mientras Meñique lo guiaba hasta el tercer piso, recorría un pasillo y por último abría una puerta.
En la habitación aguardaba Catelyn. Al ver a Ned dejó escapar un grito, corrió hacia él y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Mi señora —susurró Ned, maravillado.
—Eh, muy bien —se burló Meñique mientras cerraba la puerta—. La habéis reconocido.
—Ya pensaba que no llegarías nunca, mi señor —susurró Catelyn contra el pecho de Ned—. Petyr me ha mantenido informada. Me ha contado tus problemas con Arya y con el príncipe. ¿Cómo están mis hijas?
—Tristes y furiosas —dijo él—. No lo comprendo, Cat. ¿Qué haces en Desembarco del Rey? ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de Bran? ¿Ha…? —La palabra que acudía a sus labios era «muerto», pero no podía pronunciarla.
—Sí, se trata de Bran, pero no es lo que piensas.
—Entonces… —Ned estaba desconcertado—. ¿Qué? ¿Qué haces aquí, mi amor? ¿Y qué clase de lugar es éste?
—Es exactamente lo que parece —dijo Meñique mientras se sentaba junto a la ventana—. Un burdel. ¿Se os ocurre un sitio menos adecuado para buscar a Catelyn Tully? —Sonrió—. Da la casualidad de que este local me pertenece, así que no me costó nada disponer su estancia. Tengo mucho interés en evitar que la noticia de la presencia de Cat en Desembarco del Rey llegue a oídos de los Lannister.
—¿Por qué? —preguntó Ned. En ese momento advirtió la extraña posición en que Cat tenía las manos, las cicatrices aún recientes y la rigidez de los dos últimos dedos de la izquierda—. Estás herida. —Le cogió las manos y las giró para ver las palmas—. Dioses. Son cortes muy profundos… ¿son tajos de espada, o…? ¿Qué te ha pasado, mi señora?
—Alguien intentó rajarle la garganta a Bran con esta hoja —contestó Catelyn mientras sacaba una daga de la capa y se la daba.
—Pero —dijo Ned sobresaltado—… ¿quién iba a… por qué…?
—Deja que te lo explique todo, mi amor —dijo ella poniéndole un dedo sobre los labios—. Así iremos más deprisa. Atiende.
De modo que Ned escuchó mientras Catelyn se lo contaba todo, desde el incendio en la torre hasta Varys, los guardias y Meñique. Cuando terminó, Eddard Stark estaba sentado junto a la mesa, boquiabierto, con la daga en la mano. El lobo de Bran le había salvado la vida, pensó con amargura. ¿Qué había dicho Jon al encontrar los cachorros en la nieve? «Estos cachorros están destinados a vuestros hijos, mi señor.» Él había matado a la loba de Sansa, y ¿por qué? ¿Era culpa aquello que sentía? ¿O miedo? Si los dioses habían enviado a aquellos lobos, ¿qué locura había cometido?
Ned, lleno de dolor, se obligó a centrarse en la daga y en su significado.
—La daga del Gnomo —repitió. Aquello carecía de lógica. Cerró la mano en torno a la suave empuñadura de huesodragón, clavó la hoja en la mesa y sintió cómo mordía la madera. Se quedó allí, erguida, burlona—. ¿Por qué querría Tyrion Lannister matar a Bran? Nuestro hijo no le ha hecho nunca ningún daño.
—¿Es que los Stark no tenéis más que nieve en la cabeza? —saltó Meñique—. El Gnomo jamás actuaría solo.
—Si la reina ha tenido algo que ver con esto, o… —Ned se levantó y paseó por la habitación—. O los dioses no lo quieran, si el propio rey… no, eso me niego a creerlo.
Pero, incluso mientras lo decía, recordó aquella gélida mañana del viaje, cuando Robert había hablado de enviar mercenarios para matar a la princesa Targaryen. Recordó al hijito de Rhaegar con el cráneo destrozado y cómo el rey había mirado hacia otro lado, igual que había desviado la mirada en la audiencia de Darry, no hacía tanto. Aún le resonaban en los oídos las súplicas de Sansa, y recordaba las súplicas lejanas de Lyanna.
—Lo más probable es que el rey no supiera nada —dijo Meñique—. No sería la primera vez. Robert tiene mucha práctica en cuestión de cerrar los ojos para no ver lo que no quiere ver.
Ned no supo qué decir. Le pareció ver el rostro del hijo del carnicero, casi cortado en dos, y después de aquello el rey no había dicho nada. Le palpitaban las sienes.
—En cualquier caso —continuó Meñique mientras se dirigía a la mesa y arrancaba el cuchillo—, la acusación sería de traición. Si acusáis al rey os las veréis con Ilyn Payne antes de que os dé tiempo a decir nada. En cuanto a la reina, si encontrarais pruebas y si consiguierais que Robert os prestara atención, entonces quizá… sólo quizá…
—Ya tenemos pruebas —dijo Ned—. Está la daga.
—¿Esto? —Meñique dio un golpecito despectivo a la daga—. Un pedazo de acero. Muy bonito, pero de doble filo, mi señor. No os quepa duda de que el Gnomo jurará que perdió la daga, o que se la robaron, mientras estaba en Invernalia. Su secuaz está muerto, ¿quién podrá probar que miente? —Lanzó el cuchillo en dirección a Ned—. En mi opinión, lo mejor que podéis hacer es tirarlo al río y olvidaros de que alguna vez salió de una forja.
—Soy un Stark de Invernalia, Lord Baelish —dijo Ned lanzándole una mirada gélida—. Mi hijo ha quedado tullido, quizá esté al borde de la muerte. Y ya habría muerto, y también Catelyn, de no ser por un cachorro de lobo que encontramos en la nieve. Si de verdad pensáis que puedo olvidarme de eso, seguís siendo tan estúpido como cuando alzasteis la espada contra mi hermano.
—Puede que sea estúpido, Stark, pero aún estoy aquí, mientras que vuestro hermano lleva ya más de catorce años pudriéndose en su tumba de hielo. Si tantas ganas tenéis de pudriros a su lado, no seré yo quien os lo impida, pero prefiero que no me invitéis a esa fiesta, muchas gracias.
—Seríais la última persona a la que querría invitar a ninguna fiesta, Lord Baelish.
—Me partís el corazón. —Meñique se llevó una mano al pecho—. Siempre he pensado que los Stark sois un tanto cargantes, pero por lo visto Cat os ha cogido cierto afecto, aunque por motivos que se me escapan. Por ella, trataré de manteneros con vida. Soy un estúpido, lo sé, pero nunca he podido negarle nada a vuestra esposa.
—Le he hablado a Petyr de nuestras sospechas sobre la muerte de Jon Arryn —dijo Catelyn—. Ha prometido ayudarte a descubrir qué pasó.
No era precisamente lo que Eddard Stark quería oír, pero lo cierto era que necesitaban ayuda, y en el pasado Meñique había sido casi un hermano para Cat. Tampoco sería la primera vez que se veía obligado a hacer causa común con un hombre al que despreciaba.
—De acuerdo —dijo al tiempo que se metía la daga en el cinturón—. Has hablado de Varys. ¿El eunuco sabe todo esto?
—Por mí, no —dijo Catelyn—. No te casaste con ninguna idiota, Eddard Stark. Pero Varys es capaz de averiguar cosas que nadie más sabe. Juraría que lo suyo son artes oscuras, Ned.
—Todos saben que tiene espías —replicó él.
—No, hay algo más —insistió Catelyn—. Ser Rodrik habló con Ser Aron Santagar en secreto, pero la Araña se enteró de su conversación. Ese hombre me da miedo.
—Yo me encargo de Lord Varys, mi dulce señora —dijo Meñique con una sonrisa—. Disculpa esta pequeña obscenidad, pero lo tengo bien cogido por las pelotas. —Cerró los dedos sin dejar de sonreír—. O lo tendría, si el pobre tuviera pelotas. Mira, si se descubre el pastel, los pajaritos empezarán a cantar, y eso a Varys no le interesa. Yo que tú me preocuparía más por los Lannister que por el eunuco.
Eso Ned lo sabía sin ayuda de Meñique. Recordaba el día en que habían encontrado a Arya, la expresión en el rostro de la reina al decir: «Pero hay una loba», con voz tan suave, tan tranquila. Pensó en el pequeño Mycah y en la repentina muerte de Jon Arryn, en la caída de Bran, en el anciano loco, Aerys Targaryen, agonizando en el suelo de la sala del trono mientras su sangre se secaba en una espada dorada.
—Mi señora —dijo al tiempo que se volvía hacia Catelyn—, aquí ya no puedes hacer nada más. Quiero que vuelvas de inmediato a Invernalia. Si había un asesino, puede que haya más. Quienquiera que ordenase el asesinato de Bran no tardará en enterarse de que el chico sigue vivo.
—Me gustaría ver a las niñas… —empezó Catelyn.
—Sería poco sensato —apuntó Meñique de inmediato—. La Fortaleza Roja está plagada de ojos indiscretos, y los niños tienden a hablar demasiado.
—Lo que dice es cierto, amor mío. —Ned la abrazó—. Vuelve a Invernalia con Ser Rodrik. Yo cuidaré bien de las niñas. Vuelve a casa con nuestros hijos, ocúpate de ellos.
—Como desees, mi señor. —Catelyn alzó el rostro y Ned la besó. Las manos heridas de la mujer lo abrazaron con fuerza desesperada, como si quisiera mantenerlo a salvo para siempre entre los brazos.
—Si mi señor y mi señora quieren disponer de un dormitorio, no habrá ningún problema —dijo Meñique—. Pero os lo advierto, Stark, aquí cobramos por ese tipo de cosas.
—Lo único que pido es que nos dejéis un momento a solas —dijo Catelyn.
—Muy bien. —Meñique se dirigió hacia la puerta—. Pero que no sea un momento muy largo. La Mano y yo deberíamos volver cuanto antes al castillo, o pronto advertirán nuestra ausencia.
—Nunca olvidaré cuánto me has ayudado, Petyr —dijo Catelyn acercándose a él y tomándole las manos entre las suyas—. Cuando tus hombres fueron a buscarme, no sabía si me llevarían ante un amigo o ante un enemigo. Y he encontrado en ti un amigo, más que un amigo. He encontrado al hermano que creía haber perdido.
—Soy un sentimental sin remedio, mi dulce señora —dijo Petyr Baelish con una sonrisa—. Pero no se lo digas a nadie. He tardado años en convencer a la corte de que soy pervertido y cruel, no quiero que tanto esfuerzo se quede en nada.
—Yo también os lo agradezco, Lord Baelish —consiguió decir Ned con cortesía, aunque no se había creído ni una palabra.
—Vaya, eso sí que es algo para contar a los nietos —comentó Meñique mientras salía.
Cuando la puerta se cerró a su espalda, Ned se volvió hacia Catelyn.
—Una vez estés en casa, envía un mensaje con mi sello a Helman Tallhart y a Galbart Glover. Diles que reúnan cada uno a cien arqueros para defender Foso Cailin. Con doscientos arqueros se puede defender el Cuello contra cualquier ejército. Da instrucciones a Lord Manderly de que debe fortificar y reparar todas las defensas en Puerto Blanco, y encargarse de que estén bien dotadas de soldados. Y de ahora en adelante quiero que se vigile de cerca a Theon Greyjoy. Si hay guerra, necesitaremos de la flota de su padre.
—¿Guerra? —El miedo se transparentaba en el rostro de Catelyn.
—La cosa no llegará tan lejos —le aseguró Ned, rezando por estar en lo cierto. La abrazó de nuevo—. Los Lannister son despiadados ante el débil, como descubrió muy a su pesar Aerys Targaryen, pero no osarán emprender un ataque contra el norte si no los respalda todo el poder del reino, y nos encargaremos de que no sea así. Debo seguir fingiendo que aquí no ha pasado nada. Recuerda por qué he venido, mi amor. Si encuentro pruebas de que los Lannister asesinaron a Jon Arryn… —Sintió que Catelyn temblaba entre sus brazos. Las manos heridas de su esposa se aferraron a él.
—Si encuentras pruebas… —dijo—, ¿qué sucederá entonces, mi amor?
—Toda justicia emana del rey —dijo Ned; sabía que aquello era lo más peligroso—. Cuando sepa la verdad, acudiré a Robert.
«Y rezo por que sea el hombre que creo que es —terminó para sus adentros—, y no el hombre en quien temo que se ha convertido.»