—Arriba —ordenó Syrio Forel, con un golpe de tajo a la cabeza. Las espadas de madera chocaron con fuerza cuando Arya lo paró—. Izquierda —gritó el hombre, y su arma silbó. La de la niña se movió como un dardo para detenerla, y el golpe hizo que al hombre le chocaran los dientes—. Derecha —siguió.
Y luego «abajo», «izquierda», «izquierda» otra vez, cada vez más deprisa, avanzando. Arya se retiraba, parando todos los golpes.
—Estocada —avisó Syrio, y cuando atacó, Arya se apartó a un lado, desvió el arma y le lanzó un golpe de tajo al hombro.
Casi lo tocó, casi, estuvo tan cerca que esbozó una sonrisa. Un mechón de pelo empapado de sudor le cayó sobre los ojos. Se lo apartó a un lado con el dorso de la mano.
—Izquierda —entonó Syrio—. Abajo. —Su espada era un borrón, y la sala resonaba con el sonido de las maderas al chocar—. Izquierda. Izquierda. Arriba, Izquierda. Derecha. Izquierda. Abajo. ¡Izquierda!
La hoja de madera la alcanzó por encima del pecho derecho con un golpe repentino que resultó aún más doloroso porque le llegó del lado inesperado.
—¡Ay! —gritó. Tendría un moretón nuevo antes de acostarse aquella noche, en algún punto en medio del mar. «Un moretón es una lección —se dijo— y cada lección nos hace mejores.»
—Estás muerta —dijo Syrio dando un paso atrás.
Arya hizo una mueca.
—Has hecho trampa —dijo Arya, furiosa, con una mueca—. Dijiste izquierda y atacaste por la derecha.
—Exacto. Y estás muerta, chica.
—¡Pero mentiste!
—Mis palabras mintieron. Mis ojos y mi brazo decían la verdad a gritos, pero no la viste.
—¡Sí estaba mirando! —protestó Arya—. ¡No dejé de mirar ni un instante!
—Mirar y ver no son misma cosa, chica muerta. El danzarín del agua ve. Ven aquí, deja la espada, es momento de escuchar. —Arya lo siguió hasta la pared, y el hombre se sentó en un banco—. Syrio Forel fue primera espada del señor del Mar de Braavos, ¿y sabes cómo llegó a serlo?
—Porque eras el mejor espadachín de la ciudad.
—Sí, cierto, pero ¿por qué? Otros hombres eran más fuertes, más rápidos, más jóvenes… ¿por qué Syrio Forel era el mejor? Te lo diré. —Se rozó un párpado con la yema del dedo meñique—. La visión, la verdadera visión, eso es el corazón de todo.
»Atiende. Las naves de Braavos navegan tan lejos como sopla el viento, a tierras extrañas y maravillosas, y cuando regresan sus capitanes llevan animales extraños para el zoológico del señor del Mar. Son animales como jamás has visto, caballos con rayas, animales grandes de piel manchada y cuellos largos como zancos, cerdos ratones peludos grandes como vacas, manticoras con aguijones, tigres que llevan a sus cachorros en una bolsa, lagartos espantosos con garras como guadañas. Syrio Forel ha visto esas cosas.
»En el día del que te hablo, la primera espada acababa de morir, y el señor del Mar me hizo llamar. Muchos valientes habían acudido a él, y a todos los rechazó, y no sabían por qué. Cuando llegué a su presencia, estaba sentado y tenía en el regazo un gato gordo y amarillo. Me dijo que uno de sus capitanes se lo había traído de una isla más allá del amanecer. “¿Has visto jamás un animal tan hermoso como esta hembra?”, me preguntó.
»Y yo a él le dije: “Todas las noches, en los callejones de Braavos, los veo iguales, a cientos”, y el señor del Mar se rió, y ese día me nombró primera espada.
—No lo entiendo —dijo Arya haciendo una mueca.
Syrio entrechocó los dientes.
—El gato era un gato común, sin más. Los demás esperaban ver una bestia fabulosa, y eso fue lo que vieron. Es una hembra muy grande, dijeron, pero no era más grande que cualquier gato, sólo estaba gordo por la inactividad y porque el señor del Mar lo alimentaba de su mesa. Qué orejas tan extrañas, qué pequeñas, dijeron. Otros gatos le habían mordido las orejas en peleas entre cachorros. Y era un macho, evidentemente, pero el señor del Mar decía que era una hembra, y eso vieron los demás. ¿Me escuchas?
—Tú viste lo que había allí —contestó Arya después de meditar un instante.
—Exacto. Abrir los ojos es lo único necesario. El corazón miente y la mente engaña, pero los ojos ven. Mira con los ojos. Escucha con los oídos. Saborea con la boca. Huele con la nariz. Siente con la piel. Y sólo luego piensa, y así sabrás la verdad.
—Bien —sonrió Arya.
Syrio Forel también se permitió sonreír.
—Estoy pensando que cuando lleguemos a tu Invernalia será hora de que cojas a Aguja…
—¡Sí! —exclamó Arya, ansiosa—. Cuando me vea Jon…
Tras ellos, las grandes puertas de madera de la estancia se abrieron con estrépito. Arya se giró.
En la entrada había un caballero de la Guardia Real, y tras él cinco guardias Lannister. El caballero vestía armadura completa, pero llevaba levantado el visor. Arya conocía aquellos ojos caídos y aquellos bigotes de color óxido, porque había viajado desde Invernalia con el rey: era Ser Meryn Trant. Los capas rojas llevaban cotas de mallas sobre las corazas, y cascos de acero con crestas en forma de león.
—Arya Stark —llamó el caballero—. Ven con nosotros, niña.
—¿Qué queréis? —Arya se mordisqueó el labio, insegura.
—Tu padre te manda llamar.
Arya dio un paso hacia adelante, pero Syrio Forel la sujetó por el brazo.
—¿Y cómo es que Lord Eddard envía hombres de los Lannister, y no a los suyos? Me intriga.
—No te entrometas, maestro de danza —replicó Meryn—. Esto no es asunto tuyo.
—Mi padre no os enviaría a vosotros —dijo Arya. Esgrimió su espada de madera. Los Lannister se echaron a reír.
—Suelta ese palo, niña —le dijo Ser Meryn—. Soy un Hermano Juramentado de la Guardia Real, los Espadas Blancas.
—También lo era el Matarreyes cuando asesinó al viejo rey —dijo Arya—. No tengo por qué ir con vosotros si no quiero.
—Cogedla —ordenó a sus hombres Ser Meryn Trant; se le había agotado la paciencia. Se bajó el visor del yelmo.
Tres de los guardias avanzaron, las cotas de mallas tintineaban con cada paso. De repente, Arya sintió un gran temor. «El miedo hiere más que las espadas», se dijo para controlar el ritmo frenético de su corazón.
Syrio Forel se interpuso entre ellos y se dio unos golpecitos en la bota con la espada de madera.
—Deteneos ahora mismo. ¿Qué sois, hombres o perros? Sólo un perro amenazaría a una niña.
—Aparta, viejo —ordenó uno de los capas rojas.
La espada de Syrio silbó y fue a chocar contra su casco.
—Soy Syrio Forel, y a partir de ahora me hablarás con más respeto.
—Calvo de mierda… —El hombre desenvainó la espada larga. El palo hendió el aire de nuevo a una velocidad cegadora. Arya oyó un crujido audible, y la espada cayó tintineando contra el suelo de piedra.
—¡Mi mano! —gimió el guardia, sujetándose los dedos rotos.
—Para ser un maestro de danza te mueves deprisa —dijo Ser Meryn.
—Tú eres lento para ser un caballero —replicó Syrio.
—Matad al braavosi y traedme a la niña —ordenó el caballero de la armadura blanca.
Los cuatro guardias Lannister desenvainaron las espadas. El quinto, el de los dedos rotos, escupió y sacó una daga con la mano izquierda.
Syrio Forel entrechocó los dientes y asumió la postura de danzarín del agua, con la que sólo presentaba al enemigo un costado.
—Arya, chica —dijo sin mirarla, sin apartar los ojos de los Lannister—, hoy ya no danzaremos más. Vete ya. Corre con tu padre.
—«Veloz como un ciervo» —susurró Arya; no quería dejarlo solo, pero Syrio la había enseñado a obedecer sus órdenes.
—Eso es —dijo Syrio Forel mientras los Lannister se acercaban.
Arya dio un paso atrás con la espada de madera bien apretada en la mano. Al observar a Syrio, comprendió que cuando se batía con ella no hacía más que jugar. Los capas rojas se acercaron a él desde tres lados, todos con acero en las manos. Tenían el pecho y los brazos defendidos con cotas de mallas, y defensas de acero en las ingles, pero las piernas sólo las protegían con cuero. Llevaban las manos desnudas, y aunque los yelmos les cubrían las narices no tenían visores para los ojos.
Syrio no esperó a que llegaran hasta él, sino que giró a su izquierda. Arya no había visto jamás a nadie que se moviera tan deprisa. Detuvo una espada con la suya de madera y esquivó la segunda. El segundo guardia perdió el equilibrio y cayó contra el primero. Syrio le puso una bota en la espalda y los dos capas rojas cayeron juntos. El tercer guardia saltó sobre ellos y lanzó un tajo contra la cabeza del danzarín del agua. Syrio se agachó para esquivar la hoja y lanzó una estocada hacia arriba. El guardia cayó entre gritos, mientras la sangre manaba como un surtidor del agujero rojo donde había estado su ojo izquierdo.
Los hombres caídos empezaban a levantarse. Syrio dio una patada a uno en la cara y le quitó el casco de acero al otro. El hombre de la daga le lanzó una puñalada. Syrio detuvo el ataque con el casco y le destrozó la rótula con la espada de madera. El último capa roja gritó una maldición y se lanzó a la carga, sujetando la espada con las dos manos. Syrio se movió, y el acero fue a clavarse en el hombre sin casco que intentaba levantarse, justo entre el cuello y el hombro. La espada perforó la cota de mallas, el cuero y la carne. El hombre que se iba a levantar lanzó un aullido. Antes de que su asesino pudiera recuperar la espada, le lanzó una estocada contra la nuez de la garganta. El guardia dejó escapar un grito ahogado y se tambaleó hacia atrás, con las manos en el cuello, mientras el rostro se le ponía negro.
Cuando Arya llegó a la puerta trasera, la que daba a la cocina, ya había cinco hombres en el suelo, muertos o moribundos. Oyó la maldición entre dientes de Ser Meryn Trant.
—Malditos inútiles… —dijo mientras desenvainaba.
—Chica Arya —exclamó sin mirarla—, fuera ya. —Syrio Forel volvió a asumir la posición, y entrechocó los dientes.
«Mira con los ojos», le había dicho. Ella miró: el caballero llevaba armadura blanca, de los pies a la cabeza, en las piernas, en la garganta, las manos enfundadas en metal, los ojos ocultos tras el alto yelmo blanco y acero cruel en las manos. Contra eso: Syrio, con su chaleco de cuero y una espada de madera en las manos.
—¡Huye, Syrio! —gritó.
—La primera espada de Braavos no huye —canturreó él mientras Ser Meryn le lanzaba un ataque.
Syrio danzó para esquivar, la espada de madera era un borrón en el aire. En un instante lanzó golpes contra la sien, contra el codo, contra la garganta del caballero, la madera resonó contra el yelmo, contra el guantelete, contra el gorjal. Arya estaba paralizada. Ser Meryn avanzó. Syrio retrocedió. Paró el primer golpe, esquivó el segundo, desvió el tercero.
El cuarto cortó en dos el palo, destrozó la madera y el alma de plomo.
Arya, entre sollozos, se dio media vuelta y huyó.
Atravesó corriendo las cocinas y las despensas, ciega de pánico, empujó a los cocineros y a los pinches, y derribó a una ayudante de panadería que portaba una bandeja de madera. Las aromáticas hogazas de pan recién hecho volaron por los aires. Oyó gritos a su espalda, y estuvo a punto de tropezar con un carnicero que se interpuso en su camino. El hombre tenía un cuchillo en las manos, y los brazos rojos hasta el codo.
Todo lo que Syrio Forel le había enseñado le pasó por la cabeza como un torbellino. «Veloz como un ciervo. Silenciosa como una sombra. El miedo hiere más que las espadas. Rápida como una serpiente. Tranquila como las aguas en calma. El miedo hiere más que las espadas. El hombre que teme la derrota ya ha sido derrotado. El miedo hiere más que las espadas. El miedo hiere más que las espadas. El miedo hiere más que las espadas.» La empuñadura de su espada de madera estaba resbaladiza por el sudor, y Arya jadeaba al llegar a las escaleras de la torrecilla. Se quedó paralizada un instante. ¿Arriba o abajo? Si subía llegaría al puente cubierto que unía el patio con la Torre de la Mano, pero eso sería lo que ellos pensarían que iba a hacer. «No hagas nunca lo que esperan», le había dicho Syrio en cierta ocasión. Arya empezó a bajar por la escalera de caracol, saltaba los estrechos peldaños de dos en dos, de tres en tres. Llegó a una bodega enorme como una cueva, llena de barriles de cerveza apilados hasta seis metros de altura. La única luz de aquel lugar entraba por un ventanuco estrecho, que estaba a mucha altura.
La bodega era un callejón sin salida. No había otra vía de escape que el lugar por el que había entrado. No se atrevía a regresar por las escaleras, pero tampoco podía quedarse allí. Tenía que encontrar a su padre, y decirle qué había pasado. Su padre la protegería.
Arya se colgó la espada de madera del cinturón y empezó a trepar por los barriles, saltando de uno a otro, hasta llegar a la ventana. Se agarró a la piedra con ambas manos y se impulsó. El muro tenía casi un metro de ancho, el ventanuco era como un túnel en pendiente hacia arriba. Arya avanzó serpenteando hasta salir a la luz del día. Cuando tuvo la cabeza al nivel del suelo, echó un vistazo hacia el otro lado del patio, en dirección a la Torre de la Mano.
La recia puerta de madera estaba rota, hecha astillas, como si la hubieran derribado a hachazos. Sobre los peldaños había un hombre caído de bruces, muerto, con la capa arrugada bajo el cuerpo y la espalda de la cota de mallas empapada de rojo. Horrorizada, vio que la capa del cadáver era de lana gris ribeteada con seda blanca. No sabía quién era.
—No —susurró. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba su padre? ¿Por qué habían ido a buscarla los capas rojas? Recordó lo que había dicho el hombre de la barba amarilla, el día que vio a los monstruos: «Si una Mano puede morir, ¿por qué no otra?». Se le llenaron los ojos de lágrimas. Contuvo el aliento para escuchar. Oyó los sonidos de la lucha, gritos, alaridos y el clamor del acero contra el acero, que salía por las ventanas de la Torre de la Mano.
No podía entrar allí. Su padre…
Arya cerró los ojos. Durante un momento, el miedo la paralizó. Habían matado a Jory, a Wyl, a Heward y al guardia de las escaleras, fuera quien fuera. Quizá hubieran matado también a su padre, y la habrían matado a ella si hubieran llegado a cogerla.
—«El miedo hiere más que las espadas» —dijo en voz alta. Pero no serviría de nada fingir que era una danzarina del agua. Syrio sí lo era, y seguramente el caballero blanco lo había matado, y ella no era más que una niña pequeña con una espada de madera, sola y asustada.
Se retorció para salir al patio y miró a su alrededor con cautela mientras se ponía en pie. El castillo parecía desierto. Y la Fortaleza Roja nunca estaba desierta. Todo el mundo debía de estar escondido dentro y con las puertas atrancadas. Arya alzó la vista hacia sus habitaciones, con gesto desesperado, y enseguida se alejó de la Torre de la Mano. Avanzaba muy pegada a la pared, moviéndose de sombra en sombra, como cuando cazaba gatos… excepto que ahora el gato era ella, y si la atrapaban la matarían.
Se movió entre los edificios y sobre los muros, siempre con la espalda contra las piedras, para que nadie la sorprendiera. Así llegó hasta los establos sin apenas incidentes. Una docena de capas doradas con cotas de mallas y corazas pasaron corriendo junto a ella cuando estaba en el patio interior; pero, como no sabía de qué lado estaban, se acurrucó en las sombras para que no la vieran.
Hullen, que había sido caballerizo en Invernalia desde que Arya tenía uso de razón, estaba caído en el suelo, junto a la entrada de los establos. Lo habían apuñalado tantas veces que su túnica parecía lucir un dibujo de flores rojas. Arya estaba segura de que había muerto, pero cuando se acercó a él, abrió los ojos.
—Arya… —susurró—. Debes… avisar… a tu señor padre… —Le salió de la boca una espuma sanguinolenta. El jefe de los caballos cerró los ojos y no volvió a hablar.
En el interior había más cadáveres: un mozo de cuadras con el que había jugado a menudo y tres de los guardias de su padre. Cerca de la puerta había un carromato abandonado, cargado de cajones y baúles. Los hombres muertos debían de estar cargándolo para ir a los muelles cuando los atacaron. Arya se acercó más. Uno de los cadáveres era el de Desmond, que le había enseñado su espada y le había prometido que protegería a su padre. Yacía de espaldas, con los ojos abiertos llenos de moscas, mirando sin ver en dirección al techo. Junto a él había otro cadáver con la capa roja y el yelmo con cresta de león de los Lannister. Pero sólo uno. «Cada norteño vale por diez espadas sureñas», le había dicho Desmond.
—¡Mentiroso! —gritó, al tiempo que le asestaba una patada en un ataque de ira.
Los animales estaban inquietos en los establos, resoplaban y piafaban ante el olor de la sangre. Arya sólo tenía un plan, ensillar un caballo y huir, alejarse del castillo y de la ciudad. Sólo tenía que seguir el camino real, que tarde o temprano la llevaría de vuelta a Invernalia. Cogió bridas y arneses de un gancho de la pared.
Al pasar por detrás del carromato, un baúl caído le llamó la atención. Se debía de haber caído durante la pelea, o quizá lo habían soltado cuando lo estaban cargando al ver que los atacaban. La madera se había roto, la tapa estaba abierta y su contenido, desparramado por el suelo. Arya reconoció prendas de seda, satén y terciopelo que jamás había llegado a ponerse. Pero quizá en el camino real necesitaría ropas más abrigadas. Y además…
Se arrodilló en el suelo, entre las ropas dispersas. Encontró una gruesa capa de lana, una falda de terciopelo y una túnica de seda, algo de ropa interior, un vestido que le había bordado su madre, una pulsera de plata que podría vender… Apartó la tapa rota a un lado y buscó a Aguja entre el contenido. Ella la había escondido al fondo, debajo de todo lo demás, pero al caerse el baúl todo había quedado revuelto. Por un momento temió que alguien la hubiera encontrado y la hubiera robado. Entonces sintió la dureza del metal bajo una camisa de satén.
—¡Ahí está! —siseó una voz detrás de ella, muy cerca.
Arya, sobresaltada, se dio media vuelta y vio a un mozo de cuadras con una sonrisa burlona en los labios. La camiseta blanca sucia le salía por debajo del jubón mugriento. Tenía las botas cubiertas de estiércol y una horca en la mano.
—¿Quién eres tú? —inquirió Arya.
—La chica no me conoce —dijo él—. Pero yo la conozco a ella, sí, claro. La chica loba.
—Ayúdame a ensillar un caballo —suplicó Arya al tiempo que metía la mano en el baúl para coger a Aguja—. Mi padre es la Mano del Rey, él te recompensará.
—Tu padre está muerto —replicó el muchacho. Se acercó a ella—. Pero la reina me recompensará. Ven aquí, chica.
—¡No te acerques! —Cerró los dedos en torno a la empuñadura de Aguja.
—He dicho que vengas. —La agarró por un brazo con brusquedad.
Todo lo que Syrio Forel le había enseñado se le desvaneció de la mente en un instante. En aquel momento de terror repentino, la única lección que Arya pudo recordar fue la primera de todas, la que le había enseñado Jon Nieve.
Le lanzó una estocada hacia arriba con el extremo puntiagudo, llevada por una fuerza salvaje, histérica.
Aguja atravesó el jubón de cuero y la carne blanca del vientre, y salió por la espalda, entre los omoplatos. El muchacho soltó la horca y dejo escapar un ruido suave, a medio camino entre un jadeo y un suspiro.
—Dioses —gimió mientras su camiseta se teñía de rojo—. Sácame eso.
Cuando Arya retiró la espada, murió.
Los caballos no paraban de relinchar. Arya se quedó mirando el cadáver, aterrada ante la proximidad de la muerte. El chico había vomitado sangre al caer, y más sangre le brotaba de la herida del vientre y formaba un charco bajo el cuerpo. Se había cortado las palmas de las manos al agarrar la hoja. Ella retrocedió, muy despacio, con Aguja en la mano. Tenía que marcharse de allí, tenía que huir, muy lejos, a algún lugar donde estuviera a salvo de los ojos acusadores del mozo de cuadras.
Cogió de nuevo las bridas y los arneses, y corrió hacia su yegua, pero cuando se disponía a ensillarla cayó en la cuenta, espantada, de que las puertas del castillo estarían sin duda cerradas. También habría guardias en las poternas. Pero quizá no la reconocieran, quizá, si pensaban que era un chico, la dejarían… No, seguramente les habían ordenado que no dejaran salir a nadie, lo conocieran o no.
Pero había otra manera de salir del castillo…
La silla se le resbaló de las manos, cayó al suelo de golpe y levantó una nube de polvo. ¿Podría encontrar de nuevo la habitación de los monstruos? No estaba segura, pero sabía que debía intentarlo.
Encontró las ropas que había recogido, se puso la capa y ocultó a Aguja entre sus pliegues. Con el resto hizo un hato, se lo colocó bajo el brazo y se deslizó hacia la puerta trasera del establo. La abrió y miró al exterior con ansiedad. Le llegó el sonido lejano de las espadas y el alarido de un hombre que gritaba de dolor al otro lado del patio. Tenía que bajar por las escaleras de caracol, y pasar por la cocina pequeña y la pocilga, así había llegado la vez anterior, cuando perseguía al enorme gato negro… sólo que para eso tendría que pasar justo por delante de los barracones de los capas doradas. No podía seguir esa ruta. Intentó pensar en otro camino. Si cruzaba por el otro lado del castillo, podría bajar a hurtadillas junto al muro que daba al río, y atravesar el pequeño bosque de dioses… pero entonces tendría que cruzar el patio, a la vista de los guardias que patrullaban sobre la muralla.
Nunca había visto tantos hombres en las murallas. Casi todos eran capas doradas, armados con lanzas. A algunos los conocía de vista. ¿Qué harían si la veían cruzar el patio corriendo? Desde tan arriba la verían muy pequeña, ¿sabrían quién era? ¿Les importaría?
Tenía que marcharse de allí, inmediatamente. Pero estaba tan asustada que no conseguía moverse.
«Tranquila como las aguas en calma», le susurró una vocecita al oído. Arya se sobresaltó tanto que casi dejó caer el hato. Se volvió, nerviosa, pero en el establo sólo estaban ella, los caballos y los cadáveres.
«Silenciosa como una sombra», oyó. ¿Era su voz, o tal vez la de Syrio? No habría sabido decirlo, pero aquello calmó su miedo en cierto modo.
Salió sigilosamente del establo.
Aquello era lo más aterrador que había hecho jamás. Deseaba correr, esconderse, pero se obligó a caminar con calma por el patio, un paso tras otro, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo y no tuviera motivos para temer a nadie. Casi le parecía sentir los ojos de los guardias clavados en ella como bichos que le atravesaran la ropa. En ningún momento alzó la vista. Si descubría que la observaban de verdad, perdería todo el valor, estaba segura; soltaría el hato de ropa y echaría a correr sollozando como una niña, y entonces la apresarían. Mantuvo la vista clavada en el suelo. Cuando llegó a la sombra del sept real, al otro lado del patio, estaba empapada de sudor, pero nadie había dado la voz de alarma.
El sept estaba abierto y vacío. Dentro ardían cien velas petitorias, en aromático silencio. Arya se dijo que los dioses no echarían en falta un par de ellas. Se las metió en las mangas y salió por una ventana trasera. Le resultó fácil volver al callejón en el que había arrinconado al gato de una oreja, pero después se extravió. Entró y salió por ventanas, saltó muros, caminó a ciegas por bodegas oscuras, silenciosa como una sombra. En una ocasión oyó llorar a una mujer. Tardó más de una hora en encontrar el ventanuco estrecho que daba a la mazmorra donde aguardaban los monstruos.
Metió por él el hato de ropas y retrocedió para encender una vela. Aquello fue arriesgado. El fuego que recordaba se había reducido a brasas, y cuando estaba soplando sobre las ascuas oyó voces que se acercaban. Rodeó la llamita con la mano para protegerla, y se coló por la ventana justo cuando alguien entraba por la puerta. No llegó a ver quién era.
En aquella ocasión los monstruos no le dieron miedo. Casi parecían viejos amigos. Arya sostuvo la vela por encima de la cabeza. A cada paso que daba, las sombras se agitaban en las paredes como si se volvieran para mirarla.
—Dragones —susurró. Sacó a Aguja de entre los pliegues de la capa. La esbelta hoja parecía muy pequeña y los dragones muy grandes, pero Arya se sintió mejor con el acero en la mano.
El largo salón sin ventanas que había al otro lado de la puerta era tan oscuro como lo recordaba. Sostuvo a Aguja en la mano izquierda, la mano con la que empuñaba la espada, y la vela en la derecha. La cera caliente le corría por los nudillos. La entrada del pozo había estado a la izquierda, así que Arya fue hacia la derecha. Una parte de ella quería correr, pero le daba miedo que se apagara la llamita. Oyó débilmente los chillidos de algunas ratas y divisó el brillo de un par de ojillos brillantes, pero los roedores no le daban miedo. En cambio, otras cosas sí. Era tan fácil esconderse allí, como ella había hecho cuando vio al mago y al hombre de la barba bifurcada… Casi podía ver al mozo de cuadras de pie contra la pared, con las manos engarfiadas y la sangre goteando de los tajos profundos en las palmas, donde se había cortado con Aguja. Quizá la estuviera esperando, para agarrarla cuando pasara. Vería la luz desde lejos. Tal vez sería mejor apagar la vela…
«El miedo hiere más que las espadas», le susurró la voz tranquila en su interior. De pronto, Arya recordó las criptas de Invernalia. Resultaban mil veces más aterradoras que aquel lugar. La primera vez que las vio era una niña pequeña. Su hermano Robb los llevó abajo a ella, a Sansa y a Bran, que aún era un bebé, no mayor de lo que era Rickon en aquel momento. Sólo llevaban una vela para todos, y Bran abrió los ojos como platos al ver los rostros pétreos de los Reyes del Invierno, con los lobos a sus pies y las espadas de hierro cruzadas sobre los regazos.
Robb los guió hasta el final, más allá del abuelo, de Brandon y de Lyanna, para enseñarles las que serían sus tumbas. Sansa no dejaba de mirar la velita, temerosa de que se apagara. La Vieja Tata le había dicho que allí abajo había arañas, y también ratas grandes como perros. Cuando se lo dijo a Robb, el muchacho sonrió.
—Hay cosas peores que las ratas y las arañas —les había susurrado—. Aquí es donde los muertos caminan. —Y entonces fue cuando oyeron el sonido, grave, escalofriante. El pequeño Bran se había aferrado a la mano de Arya con todas sus fuerzas.
El espíritu salió de la tumba abierta, muy blanco, pidiendo sangre a gritos. Sansa lanzó un chillido y huyó escaleras arriba, y Bran se abrazó a la pierna de Robb entre sollozos. Arya no se movió, sino que asestó un buen puñetazo al espíritu. No era más que Jon, cubierto de harina.
—Idiota —le dijo—, has asustado al pequeño.
Pero Jon y Robb no hacían más que reír a carcajadas, y al final Bran y Arya se rieron también.
El recuerdo la hizo sonreír, y después la oscuridad no volvió a asustarla. El mozo de cuadras estaba muerto, ella misma lo había matado, y si intentaba algo volvería a matarlo. Se iba a ir a casa. Todo se arreglaría cuando estuviera en casa, a salvo tras los muros de granito gris de Invernalia.
Las pisadas de Arya despertaban ecos suaves, a medida que se adentraba más y más en la oscuridad.