—¿Quieres comer? —le preguntó Mord con el ceño fruncido. Llevaba en las manos gruesas, de dedos cortos, un plato de alubias cocidas.
Tyrion Lannister se moría de hambre, pero no quería que aquel animal notara su debilidad.
—Una pierna de cordero, muchas gracias —replicó desde el montón de paja sucia que había en un rincón de su celda—. Y un plato de guisantes y cebollitas, si puede ser; pan recién hecho, con mantequilla, y una jarra de vino tibio para bajarlo todo. Si no hay, cerveza, me da igual. No quiero ser demasiado exigente.
—Son alubias —dijo Mord—. Toma.
Le tendió el plato. Tyrion suspiró. El carcelero era una mole de ciento cuarenta kilos de estupidez pura, con dientes amarillentos podridos y ojos oscuros diminutos. En el lado izquierdo de la cara tenía una cicatriz espantosa de un hacha, que le había cortado la oreja y parte de la mejilla. Era tan predecible como feo, pero lo cierto era que Tyrion tenía mucha hambre. Tendió la mano para coger el plato.
Mord lo apartó, sonriente.
—Aquí lo tienes —dijo, manteniéndolo fuera del alcance de Tyrion.
—¿Tenemos que jugar a la misma tontería en cada comida? —El enano se puso en pie trabajosamente, le dolían todas las articulaciones. Hizo otro intento por alcanzar las alubias. Mord retrocedió y le mostró los dientes podridos en una sonrisa.
—Aquí las tienes, enano. —Mantuvo el plato en alto, con el brazo extendido, más allá del borde donde la celda terminaba y empezaba el cielo abierto—. ¿No tienes hambre? Toma, ven a cogerlas.
Los brazos de Tyrion eran demasiado cortos para alcanzar el plato, y tampoco tenía intención de acercarse tanto al borde. Bastaría un empujón de la pesada barriga blanca de Mord para que se convirtiera en una mancha roja en las piedras de Cielo, al igual que les había sucedido a tantos prisioneros del Nido de Águilas a lo largo de los siglos.
—Bien pensado, no tengo tanta hambre —declaró mientras se retiraba al rincón de la celda.
Mord gruñó, abrió los dedos, y el viento se llevó el plato. Unas cuantas alubias se colaron en la celda mientras la comida caía al vacío. El carcelero se echó a reír, con lo que su barriga se agitó como si fuera de gelatina.
—Jodido cabrón, hijo de una mula con viruelas —escupió Tyrion, que no pudo contener la rabia—. Ojalá te mueras comido por la sífilis. —Al salir, Mord le asestó una buena patada en las costillas con la bota de puntera de acero—. Lo pagarás —gimió, doblado sobre sí mismo en el lecho de paja—. ¡Te mataré con mis manos, lo juro!
La pesada puerta blindada se cerró de golpe. Tyrion oyó el tintineo de las llaves.
Para ser tan pequeño tenía una boca muy grande. Ésa era su maldición, reflexionó mientras se arrastraba hacia el rincón de lo que los Arryn llamaban, no sin cierto humor, su mazmorra. Se acurrucó bajo la fina manta que era todo su lecho, y se dedicó a contemplar el cielo azul y las montañas lejanas que parecían extenderse hasta el infinito. Añoraba con todas sus fuerzas la capa de gatosombra que le había ganado jugando a los dados a Marillion, quien a su vez la había robado del cadáver del jefe muerto de los bandoleros. Recordaba que las pieles hedían a sangre y a moho, pero eran gruesas y cálidas. Mord se la había quitado nada más verla.
El viento le tironeaba de la manta con ráfagas afiladas como zarpazos. La celda era diminuta hasta para un enano. A metro y medio de donde se encontraba, donde debía haber un muro, donde en una mazmorra real habría un muro, terminaba el suelo y empezaba el cielo. Tenía aire fresco abundante, la luz del sol, y por las noches veía la luna y las estrellas, pero lo habría cambiado todo por el agujero más sombrío y húmedo de las entrañas de Roca Casterly.
—Volarás —le había asegurado Mord al empujarlo hacia el interior de la celda—. Dentro de veinte días, o de treinta, o a lo mejor de cincuenta. Pero volarás.
Los Arryn contaban con la única mazmorra de todo el reino en la que se permitía a los prisioneros escapar cuando lo desearan. Aquel primer día, tras pasarse horas reuniendo el valor que le quedaba, Tyrion se tendió de bruces en el suelo y se arrastró hasta el borde para asomar la cabeza y mirar abajo. Divisó Cielo a unos doscientos metros en picado. Asomó la cabeza y la giró cuanto pudo, y vio otras celdas a la derecha y a la izquierda, y también sobre la suya. Estaba en una colmena de piedra y le habían arrancado las alas.
En la celda hacía frío, el viento aullaba día y noche, y lo peor de todo era que el suelo estaba en pendiente. Una pendiente muy ligera, sí, pero más que suficiente. Tenía miedo de cerrar los ojos, de deslizarse rodando en sueños, y a menudo se despertaba aterrado ante la posibilidad de estar cayendo hacia el borde. No era de extrañar que las celdas del cielo volvieran locos a los hombres.
«Los dioses me salven, el azul me llama», había escrito algún ocupante previo en la pared, con algo que se parecía demasiado a la sangre. Al principio Tyrion había sentido curiosidad por la identidad y el destino del prisionero. Más adelante decidió que prefería no saber nada.
Si hubiera cerrado la boca a tiempo…
Todo lo había empezado el maldito crío, que lo miraba desde arriba en su trono de arciano labrado, bajo los pendones con la luna y el halcón que identificaban a la Casa Arryn. Tyrion Lannister estaba acostumbrado a que lo mirasen desde arriba, pero no a que lo hicieran críos de seis años con ojos legañosos que tenían que sentarse sobre cojines para ganar un poco de altura.
—¿Es el hombre malo? —había preguntado, aferrado a su muñeco.
—Sí —respondió Lady Lysa, sentada a su lado en un trono menor. Iba vestida de azul, perfumada y empolvada en honor a los pretendientes que invadían la corte.
—¡Qué pequeño es! —dijo con una risita el señor del Nido de Águilas.
—Es Tyrion el Gnomo, de la Casa Lannister, el que mató a tu padre. —La mujer alzó la voz para que la oyeran en todos los rincones de la Sala Alta del Nido de Águilas, para que las palabras resonaran contra las paredes blancas y las esbeltas columnas, para que todos los presentes la escucharan—. ¡Él mató a la Mano del Rey!
—Vaya, ¿a él también lo maté yo? —bromeó Tyrion como un idiota.
Luego se dio cuenta de que había perdido una inmejorable ocasión para quedarse callado, con la cabeza inclinada. Vaya si se dio cuenta. La Sala Alta de los Arryn era larga y austera, las paredes de mármol blanco con vetas azules tenían una frialdad abrumadora, pero más fríos aún eran los rostros que lo rodeaban. El poder de Roca Casterly quedaba muy lejano, y los Lannister no contaban con amigos en el Valle de Arryn. Su mejor defensa habría sido el silencio y la sumisión.
Pero Tyrion estaba de un humor de perros, demasiado cabreado para ejercer el sentido común. Se sentía avergonzado por haber flaqueado en el último tramo del ascenso hasta el Nido de Águilas, cuando las piernas atrofiadas se negaron a seguir sosteniéndolo. Bronn lo llevó a cuestas el resto del camino y aquella humillación no hizo más que añadir leña a las llamas de su ira.
—Pues qué ocupado he estado últimamente —dijo con amargo sarcasmo—. ¿De dónde habré sacado tiempo para matar a tanta gente?
Debería haber recordado a quién se enfrentaba. Mientras estaban en la corte, Lysa Arryn y su hijo enfermizo y medio loco nunca disfrutaron con las muestras de ingenio, y menos si iban dirigidas contra ellos.
—Gnomo —dijo Lysa con tono gélido—, vigilad qué decís con esa lengua burlona, y cuando os dirijáis a mi hijo hacedlo con cortesía, u os aseguro que os daré motivos para lamentarlo. Recordad dónde estáis. Esto es el Nido de Águilas, los que os rodean son caballeros del Valle, hombres de verdad que querían a Jon Arryn. Todos y cada uno de ellos morirían por mí.
—Lady Arryn, si me sucede algo malo mi hermano Jaime estará encantado de encargarse de ese tema. —No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando se dio cuenta de que estaba cometiendo una locura.
—¿Sabéis volar, mi señor de Lannister? —preguntó Lysa—. ¿Acaso los enanos tienen alas? Si no es así, lo más sensato será que os traguéis la próxima amenaza que se os ocurra.
—No era una amenaza —replicó Tyrion—, sino una promesa.
Al oír aquello, el pequeño Lord Robert se puso en pie de un salto, tan sobresaltado que se le cayó el muñeco.
—¡No puedes hacernos daño! —gritó—. Aquí nadie puede hacernos daño. Díselo tú, madre, dile que aquí nadie puede hacernos daño.
—El Nido de Águilas es inexpugnable —declaró con tranquilidad Lysa Arryn. Atrajo a su hijo hacia ella, y lo estrechó entre los brazos blancos y gordezuelos—. El Gnomo quiere meternos miedo, cariñito. Los Lannister son todos unos mentirosos. Nadie le va a hacer daño a mi pequeñín.
Lo peor del caso era que la condenada mujer tenía razón. Tras ver lo que había costado llegar allí, a Tyrion no le resultaba difícil imaginar cómo sería el ascenso para un caballero, vestido con armadura, mientras le llovían piedras y flechas, y tenía que luchar contra enemigos para avanzar cada paso. La palabra «pesadilla» no bastaba para describir la situación. No era de extrañar que nadie hubiera tomado jamás el Nido de Águilas.
Y ni aun así había conseguido callarse.
—Inexpugnable, no —replicó—. Molesto, como mucho.
—Eres un mentiroso. —El pequeño Robert lo señaló con la manita temblorosa—. Madre, quiero ver cómo vuela.
Dos guardias con capas azul celeste agarraron a Tyrion por los brazos y lo levantaron en vilo. Sólo los dioses sabían qué hubiera pasado a continuación de no intervenir Catelyn Stark.
—Hermana —dijo desde el lugar donde se encontraba, junto a los tronos—, te ruego que recuerdes que este hombre es mi prisionero. No quiero que sufra daño alguno.
Lysa Arryn lanzó una mirada fría en dirección a su hermana. Se levantó y se dirigió hacia Tyrion, arrastrando las largas faldas. El enano temió por un instante que fuera a abofetearlo, pero en lugar de eso ordenó a los guardias que lo soltaran. Cuando lo dejaron caer, las piernas le flaquearon de nuevo y cayó al suelo.
Debió de ser todo un espectáculo la manera en que intentó ponerse en pie, sucumbió a un calambre en la pierna derecha, y cayó de bruces una vez más. Las carcajadas resonaron en la Sala Alta de los Arryn.
—El invitado de mi hermana está muy cansado, no se sostiene en pie —anunció Lady Lysa—. Ser Vardis, llevadlo a las mazmorras. Le sentará muy bien una noche de descanso en una de las celdas del cielo.
Los guardias lo levantaron. Tyrion Lannister, en el aire, pataleó débilmente con el rostro rojo de vergüenza.
—No olvidaré esto —les dijo mientras se lo llevaban.
Y no se le había olvidado. Aunque tampoco le servía de gran cosa.
Al principio se había consolado pensando que su encierro sería breve. Lysa Arryn sólo quería humillarlo, nada más. Pronto enviaría a alguien a buscarlo. Y si no, lo haría Catelyn Stark, para interrogarlo. Y él había aprendido la lección, cerraría bien la boca. No se atreverían a matarlo de inmediato, pese a todo era un Lannister de Roca Casterly, y si derramaban su sangre tendrían que ir a la guerra. O eso se había dicho a sí mismo.
Con el correr del tiempo ya no estaba tan seguro.
Quizá sus captoras sólo pretendían dejarlo pudrir allí una temporada, pero tenía miedo de que las fuerzas le fallaran; no podría pudrirse mucho tiempo. Cada día estaba más débil, y sólo era cuestión de tiempo que las patadas y golpes de Mord le causaran daños graves, eso si el carcelero no lo mataba antes de hambre. Unas cuantas noches más de frío y hambre, y el azul empezaría a llamarlo a él también.
Se preguntaba qué estaría sucediendo más allá de los muros (los que había) de su celda. Sin duda Lord Tywin habría enviado jinetes en su búsqueda en cuanto le llegó la noticia. Quizá Jaime estaba en aquellos momentos al frente de un pequeño ejército, en las Montañas de la Luna… a menos que estuviera cabalgando hacia el norte, en dirección a Invernalia. ¿Sabría alguien fuera del Valle a dónde lo había llevado Catelyn Stark? También se preguntaba qué habría sentido Cersei al enterarse. El rey podía ordenar que lo liberasen, pero, ¿a quién haría caso Robert, a la reina o a la Mano? Tyrion no se hacía ilusiones, el amor que el rey profesaba a su hermana era más bien escaso.
Si Cersei tenía un mínimo de cerebro, exigiría que el propio rey ejerciera como juez de Tyrion. Ni siquiera Ned Stark podría poner objeciones sin cuestionar la honorabilidad del rey. Y Tyrion estaría más que encantado de arriesgarse a un juicio. Que él supiera, los Stark podrían acusarlo de todos los asesinatos que les vinieran en gana, pero no tenían pruebas. Que presentaran su caso ante el Trono de Hierro, ante los señores. Sería su fin. Ojalá Cersei fuera tan inteligente como para verlo…
Tyrion Lannister suspiró. Su hermana tenía cierta astucia, pero el orgullo la cegaba. En toda aquella situación, ella sólo vería el insulto, no las posibilidades. Y Jaime era todavía peor, tan precipitado, tan testarudo, tan pronto a la ira. Su hermano jamás se molestaría en desatar un nudo si podía cortarlo en dos con la espada.
¿Cuál de los dos habría enviado al asaltante para silenciar al chico de los Stark? ¿De veras habían tenido algo que ver en la muerte de Lord Arryn? Si la muerte de la anterior Mano había sido un asesinato, se trataba de un crimen hábil y sutil. Los hombres de su edad morían a menudo por causas naturales. En cambio, enviar a cualquier imbécil a matar a Brandon Stark con una daga robada parecía una estratagema de lo más torpe. Y, pensando en ello, resultaba muy peculiar…
Tyrion se estremeció. Aquello sí que era una sospecha desagradable. Quizá en los bosques hubiera otras bestias, aparte del lobo huargo y el león. Y si era así, alguien lo estaba utilizando a él como marioneta. Tyrion Lannister detestaba que lo utilizaran.
Tenía que salir de allí, y pronto. Sus posibilidades de enfrentarse a Mord y escapar eran entre escasas y nulas, y nadie le iba a pasar a hurtadillas una cuerda de doscientos metros, así que tendría que emplear todas sus dotes de convicción para salir libre. Era la lengua lo que le había metido en aquella celda, así que la misma lengua tendría que sacarlo.
Tyrion se puso en pie como pudo, haciendo caso omiso del suelo en pendiente que parecía tentarlo hacia el borde. Golpeó la puerta con el puño.
—¡Mord! —gritó—. ¡Carcelero! ¡Mord! ¡Quiero hablar contigo! —Tuvo que seguir llamando diez minutos antes de oír el sonido de las pisadas. Retrocedió un segundo antes de que la puerta se abriera de golpe.
—Haces ruido —gruñó Mord, con los ojos inyectados en sangre. Llevaba una ancha tira de cuero enrollada en torno a la mano carnosa. «Nunca les demuestres que tienes miedo», se recordó Tyrion.
—¿Cuántas ganas tienes de ser rico? —preguntó.
Mord lo golpeó. Fue un movimiento casi apático, con el revés de la mano, pero la tira de cuero restalló contra el antebrazo de Tyrion. La fuerza del golpe lo hizo tambalear y el dolor lo obligó a apretar los dientes.
—Nada de palabrería, enano —avisó Mord.
—Oro —dijo Tyrion, con una mueca a modo de sonrisa—. Roca Casterly tiene mucho oro… ¡ah! —El segundo golpe fue directo, y Mord le puso más ganas. El cuero restalló contra las costillas de Tyrion y lo hizo caer de rodillas con un gemido. Se obligó a alzar la vista hacia el carcelero—. Hay un dicho popular, Mord —añadió—. «Más rico que un Lannister…»
Mord gruñó. El cuero silbó de nuevo y acertó a Tyrion en el rostro. El dolor fue tan brutal que no se dio cuenta de que caía, pero cuando abrió los ojos de nuevo estaba en el suelo de la celda. Le zumbaba el oído y tenía la boca llena de sangre. Intentó apoyarse para incorporarse… y la mano sólo encontró el vacío. Retiró el brazo más deprisa que si lo hubiera metido en agua hirviendo, e hizo todo lo posible por no respirar. Había caído junto al borde, a escasos centímetros del azul.
—¿Dices algo más? —Mord agarró la tira de cuero con las dos manos y la hizo restallar. El sonido hizo que Tyrion diera un salto. El carcelero se echó a reír.
«No me va a empujar al aire —se dijo Tyrion, desesperado, mientras se arrastraba para alejarse del borde—. Catelyn Stark me quiere con vida, no se atreverá a matarme.» Se limpió la sangre de los labios con el dorso de la mano, y sonrió.
—Eres duro, Mord. —El carcelero lo miró, sospechando una burla—. Un hombre tan fuerte como tú me sería muy útil. —La tira de cuero voló hacia él, pero Tyrion tuvo tiempo de esquivarla. Le rozó el hombro en el retroceso, nada más—. Oro —repitió, echándose hacia atrás como un cangrejo—, más oro del que verías junto en toda la vida. Oro para comprar tierras, mujeres, caballos… serías todo un señor. Lord Mord. —Lanzó al cielo un escupitajo de sangre y flema.
—Eso no es oro —dijo Mord.
«¡Me atiende!», pensó Tyrion.
—Cuando me capturaron me quitaron la bolsa, pero el oro sigue siendo mío. Catelyn Stark es capaz de tomar prisionero a un hombre, pero nunca se rebajaría a robarle. Eso no sería honorable. Si me ayudas, te daré todo el oro. —La correa de Mord restalló de nuevo, pero fue un golpe desganado, sin objetivo, lento, desdeñoso. Tyrion cogió la tira de cuero con la mano y la retuvo—. Y tú no correrás ningún riesgo. Sólo tienes que transmitir un mensaje.
—Un mensaje —dijo el carcelero con el ceño muy fruncido, como si fuera la primera vez que oía aquellas palabras, y arrancó la correa de la mano de Tyrion.
—Eso mismo. Sólo tienes que darle un recado a tu señora. Dile que… —¿Qué? ¿Qué podía inspirar compasión a Lysa Arryn? De repente, la inspiración acudió a Tyrion Lannister—. Dile que quiero confesar mis crímenes.
Mord alzó el brazo de nuevo, y Tyrion se preparó para recibir otro golpe, pero el carcelero titubeó. Se le veía en los ojos la lucha interna entre la desconfianza y la codicia. Quería el oro, pero temía que hubiera una trampa. Era la expresión del hombre que ha caído en trampas demasiadas veces.
—Es mentira —murmuró—. El enano me quiere engañar.
—Te lo pondré por escrito —juró Tyrion. Algunos iletrados desdeñaban la escritura; otros, en cambio, sentían una especie de reverencia supersticiosa ante la palabra escrita, la consideraban una cosa mágica. Por suerte, Mord pertenecía a la última categoría.
—Escribe que me darás oro. Mucho oro.
—Sí, sí, mucho oro —le aseguró Tyrion—. Lo que hay en la bolsa no es más que el aperitivo, amigo mío. Mi hermano tiene una armadura de oro macizo. —En realidad la armadura de Jaime era de acero recubierto con pan de oro, pero aquel imbécil sería incapaz de entender la diferencia.
Mord acarició la correa, pensativo, pero al final se ablandó y fue a buscar papel y tinta. Cuando tuvo la carta en las manos, la observó con gesto de desconfianza.
—Ahora, ve a transmitir mi mensaje —lo apremió Tyrion.
Tiritaba en sueños cuando fueron a buscarlo, ya bien entrada la noche. Mord abrió la puerta, pero no dijo nada. Ser Vardis Egen despertó a Tyrion de un puntapié.
—Levántate, Gnomo. Mi señora quiere verte.
Tyrion se restregó los ojos y amagó una sonrisa que estaba lejos de sentir.
—Eso no lo dudo, pero, ¿por qué crees que yo voy a querer verla a ella?
Ser Vardis frunció el ceño. Tyrion lo recordaba bien, de los años que había pasado en Desembarco del Rey como capitán de la guardia de la Mano. Era un hombre de rostro cuadrado e inexpresivo, cabellos plateados, constitución recia y carente por completo de sentido del humor.
—Lo que quieras o dejes de querer no es asunto mío. Levántate o haré que te lleven a rastras.
—Vaya frío hace esta noche, ¿eh? —comentó Tyrion de pasada mientras se ponía en pie como podía—. Y en la Sala Alta hay muchas corrientes. No me gustaría pescar un resfriado. Mord, ten la amabilidad de ir a por mi capa. —El carcelero lo miró, lleno de desconfianza—. Mi capa —repitió Tyrion—. La de gatosombra que me guardas. Seguro que la recuerdas.
—Tráele la condenada capa —dijo Ser Vardis.
Mord no se atrevió a protestar. Echó a Tyrion una mirada que prometía venganza, pero fue a buscar la capa. Cuando la puso en torno al cuello del prisionero, Tyrion sonrió.
—Muchas gracias. Pensaré en ti cada vez que me la ponga. —Se echó un pico de la capa sobre el hombro, y por primera vez en muchos días empezó a entrar en calor—. Adelante, Ser Vardis.
Cincuenta antorchas iluminaban la Sala Alta de los Arryn desde los candelabros en las paredes. Lady Lysa vestía una túnica de seda negra con el emblema de la luna y el halcón bordado en perlas sobre el pecho. No parecía el tipo de persona que pensara unirse a la Guardia de la Noche, de modo que Tyrion dedujo que la mujer pensaba que la ropa de luto era lo más adecuado para escuchar su confesión. Llevaba la larga melena castaña recogida en una trenza complicadísima que le caía sobre el hombro izquierdo. El trono más alto, a su lado, estaba vacío. Sin duda el pequeño señor del Nido de Águilas estaría temblando en sueños. Tyrion consideró que era un pequeño detalle en su favor.
Hizo una profunda reverencia y echó un vistazo a su alrededor. Como esperaba, Lady Arryn había convocado a los caballeros y sirvientes para que escucharan su confesión. Vio el rostro arrugado de Ser Brynden Tully y la cara regordeta de Lord Nestor Royce. Junto a Nestor se encontraba un hombre más joven, de patillas y bigotes negros, que sólo podía ser su heredero, Ser Albar. Había representantes de casi todas las casas principales del Valle. Tyrion advirtió la presencia de Ser Lyn Corbray, esbelto como una espada; de Lord Hunter, con sus piernas gotosas; de la viuda Lady Waynwood, rodeada por sus hijos. Otros llevaban emblemas que no conocía: una lanza rota, una víbora verde, una torre en llamas, un cáliz con alas…
Entre los señores del Valle estaban algunos de sus compañeros durante el viaje por el camino alto. Ser Rodrik Cassel, todavía pálido y apenas recuperado de sus heridas, estaba junto a Ser Willis Wode. Marillion, el bardo, tenía una lira nueva. Tyrion sonrió: le pasara lo que le pasara allí aquella noche, no quería que fuera un secreto, y el bardo sería el candidato perfecto para lanzar la historia a los cuatro vientos.
Al fondo de la sala estaba Bronn, recostado contra una columna. El guerrero tenía los negros ojos clavados en Tyrion y la mano apoyada en el pomo de la espada. Tyrion lo miró también, pensativo…
—Se nos ha dicho que quieres confesar tus crímenes. —Catelyn Stark fue la que rompió el silencio.
—Así es, mi señora —respondió Tyrion.
—Las celdas del cielo siempre acaban por quebrantarles el ánimo. —Lysa Arryn sonrió a su hermana—. En ellas los dioses los ven, y no hay oscuridad en la que puedan ocultarse.
—No me parece que esté muy quebrantado —replicó Lady Catelyn.
—Hablad —ordenó Lady Lysa a Tyrion, haciendo caso omiso de las palabras de Catelyn.
Aquí es donde me lo juego todo, pensó él al tiempo que lanzaba otra mirada rápida en dirección a Bronn.
—¿Por dónde podría empezar? Sí, soy un hombrecillo vil, lo confieso. Damas, caballeros, mis pecados son incontables. Me he acostado con prostitutas, y no una vez, sino cientos. He deseado la muerte de mi padre, y también la de mi hermana, nuestra reina. —Alguien a su espalda dejó escapar una risita—. No siempre he sido bondadoso con mis sirvientes. He apostado. Me sonroja admitirlo, pero también he hecho trampas. He dicho muchas cosas crueles y maliciosas de las nobles damas y caballeros de la corte. —Aquello provocó otra carcajada—. En cierta ocasión…
—¡Silencio! —El rostro blanco de Lysa Arryn estaba congestionado de ira—. ¿Qué hacéis, enano?
—Es evidente, mi señora. —Tyrion inclinó la cabeza hacia un lado—. Confieso mis crímenes.
—Se os acusa de enviar a un asesino a sueldo para que asesinara en su lecho a mi hijo Bran —dijo Catelyn Stark dando un paso al frente—, y de conspirar para acabar con la vida de Lord Jon Arryn, la Mano del Rey.
—Esos crímenes no los puedo confesar —dijo Tyrion encogiéndose de hombros—. No sé nada de ningún asesinato.
—No permitiré que os burléis de mí —dijo Lady Lysa levantándose del trono de arciano—. Ya os habéis reído un rato, Gnomo. Espero que os hayáis divertido. Ser Vardis, llevadlo otra vez a las mazmorras… pero buscadle una celda más pequeña, con el suelo más inclinado.
—¿Así es como se hace justicia en el Valle? —rugió Tyrion en voz tan alta que Ser Vardis se quedó paralizado un instante—. ¿Es que todo el honor se queda en la Puerta de la Sangre? Me acusáis de crímenes, niego haberlos cometido, y me encerráis en una celda a cielo abierto para que muera de frío y hambre. —Alzó la cabeza para que todos pudieran ver las magulladuras que le había hecho Mord en la cara—. ¿Dónde está la justicia del rey? ¿Acaso el Nido de Águilas no forma parte de los Siete Reinos? Me acusáis. Muy bien. ¡Pues exijo un juicio! Permitidme hablar, y que los dioses y los hombres juzguen si lo que digo es cierto o falso.
Un murmullo recorrió la Sala Alta. Tyrion supo que había ganado. Era un noble, hijo del señor más poderoso del reino, hermano de la mismísima reina. No podían negarle un juicio. Algunos guardias con capas azul celeste habían echado a andar hacia Tyrion, pero Ser Varis les dio el alto y miró a Lady Lysa.
La pequeña boca de la mujer estaba retorcida en una sonrisa petulante.
—Si os juzgamos y os declaramos culpable de los crímenes que se os atribuyen, las mismas leyes del rey dictan que paguéis con vuestra sangre. En el Nido de Águilas no tenemos verdugos que decapiten, mi señor de Lannister. Simplemente, abrimos la Puerta de la Luna.
El grupo de espectadores se separó. Había una estrecha puerta de arciano entre dos columnas de mármol, y en la madera blanca se veía una medialuna. Los que se encontraban más cerca retrocedieron cuando una pareja de guardias avanzó hacia la puerta. Uno retiró los pesados barrotes de bronce, y el segundo abrió la puerta hacia adentro. La ráfaga de viento que entró aullando agitó sus capas azules. Tras la puerta se veía el cielo nocturno, salpicado de estrellas frías e impasibles.
—Contemplad la justicia del rey —dijo Lysa Arryn.
Las llamas de las antorchas se agitaron como pendones a lo largo de las paredes, y más de una se apagó.
—Lysa, no me parece buena idea —dijo Catelyn Stark mientras el viento negro azotaba la sala.
—Decís que queréis un juicio, mi señor de Lannister —continuó Lysa sin hacer caso del comentario de Catelyn—. Muy bien, tendréis un juicio. Mi hijo escuchará lo que digáis, y luego vos escucharéis su sentencia. Después os podréis marchar… por una puerta o por la otra.
Parecía muy satisfecha consigo misma, y Tyrion pensó que tenía motivos para ello. La perspectiva de un juicio no le parecía amenazadora, su hijo debilucho era el juez. Tyrion echó un vistazo a la Puerta de la Luna. «Haz que vuele el hombre malo», había pedido el niño. ¿A cuántos hombres habría arrojado por aquella puerta el condenado mocoso?
—Os lo agradezco, mi señora, pero no hay por qué molestar a Lord Robert —dijo Tyrion con cortesía—. Los dioses saben que soy inocente. Prefiero su veredicto al juicio de los hombres. Exijo un juicio por combate.
Las carcajadas llenaron la Sala Alta de los Arryn. Lord Nestor Royce dejó escapar un bufido, y Ser Willis rió entre dientes. Ser Lyn Corbray se estremecía entre risotadas, y otros rieron tanto que se les saltaron las lágrimas. Marillion pulsó torpemente una cuerda del arpa nueva con los dedos rotos, para arrancarle una nota alegre. Hasta el viento que entraba por la Puerta de la Luna parecía silbar burlón.
Los ojos acuosos de Lysa Arryn parecían inseguros. Tyrion supo que la había hecho titubear.
—Es cierto, os asiste ese derecho.
—Mi señora, os suplico que me concedáis el honor de ser el campeón de vuestra causa. —El caballero joven con la víbora verde bordada en el chaleco se había adelantado e hincado una rodilla en el suelo.
—Ese honor debe ser para mí —intervino el viejo Lord Hunter—. Por el afecto que profesaba a vuestro señor esposo, permitidme vengar su muerte.
—Mi padre sirvió fielmente a Lord Jon como Mayordomo Mayor del Valle —retumbó la voz de Ser Albar Royce—. Dejadme a mí que sirva a su hijo.
—Los dioses favorecen al hombre que defiende la causa justa —intervino Ser Lyn Corbray—, pero a menudo coincide con que es también el hombre que mejor maneja la espada. Y todos los presentes saben quién es el mejor —terminó con una sonrisa modesta.
Doce hombres más se levantaron para reclamar el honor, hablando todos a la vez. Tyrion suspiró, desalentando. No se había dado cuenta de que existían tantos desconocidos ansiosos por matarlo. Quizá su idea no había sido tan buena.
—Os doy las gracias a todos, señores —dijo Lady Lysa alzando la mano para pedir silencio—, igual que haría mi hijo si estuviera presente. No hay hombres en los Siete Reinos tan nobles y valerosos como los caballeros del Valle. Me gustaría poder concederos a todos el honor que me solicitáis. Pero sólo puedo elegir a uno. —Hizo un gesto—. Ser Vardis Egen, fuisteis la mano derecha de mi señor esposo. Seréis nuestro campeón.
Ser Vardis había guardado silencio hasta aquel momento.
—Mi señora —dijo en aquel momento, clavando una rodilla en el suelo—. Te ruego que encomiendes a otro esta carga, yo no la deseo. Ese hombre no es ningún guerrero. Fijaos bien en él. Se trata de un enano, de la mitad de mi tamaño, y con las piernas tullidas. Me avergonzaría asesinar a un hombre así, y llamarlo justicia.
«Excelente», pensó Tyrion.
—Estoy de acuerdo —dijo.
—Vos fuisteis el que pidió este juicio por combate —repuso Lysa mirándolo.
—Y ahora pido un campeón, igual que habéis hecho vos. Sé que mi hermano Jaime estará encantado de representarme.
—Vuestro querido Matarreyes está a cientos de leguas de aquí —le espetó Lysa Arryn.
—Enviadle un pájaro. No me importa esperar a que llegue.
—Os enfrentaréis a Ser Vardis mañana.
—Bardo —dijo Tyrion, volviéndose hacia Marillion—, cuando cantes tu balada sobre estos hechos, no te olvides de decir también cómo Lady Arryn negó al enano el derecho a tener un campeón. Que lo obligó a enfrentarse a su mejor guerrero, tullido, magullado y cojo como estaba.
—¡No os niego nada! —chilló Lysa Arryn con la voz tensa por la irritación—. Elegid a un campeón, Gnomo… si creéis que habrá alguien dispuesto a morir por vos.
—Si no os importa, prefiero encontrar a alguien dispuesto a matar por mí. —Tyrion recorrió la sala con la mirada. Nadie se movió. Durante un largo instante, se preguntó si no habría cometido un error colosal.
Y, en aquel momento, alguien avanzó desde el fondo de la sala.
—Yo me batiré por el enano —anunció Bronn.