Estaba recorriendo las criptas, bajo Invernalia, como había hecho miles de veces. Los Reyes del Invierno lo observaban al pasar con ojos de hielo, y los lobos huargos tendidos a sus pies giraban las grandes cabezas de piedra y gruñían. Por último llegó a la tumba en la que dormía su padre, al lado de Brandon y Lyanna. «Prométemelo, Ned», susurró la estatua de Lyanna. Llevaba una guirnalda de rosas color azul celeste, y sus ojos lloraban sangre.
Eddard Stark se incorporó bruscamente, tenía las mantas enredadas y el corazón le latía a toda velocidad. La habitación estaba completamente a oscuras y alguien golpeaba la puerta.
—Lord Eddard —llamó una voz.
—Un momento. —Desnudo, aturdido, cruzó la estancia oscura y abrió la puerta. Allí estaba Tomard, con el puño alzado para llamar de nuevo, y Cayn, con un cirio en la mano. Entre ellos se encontraba el mayordomo personal del rey.
—Mi señor Mano, Su Alteza el rey quiere veros —entonó el hombre. Tenía el rostro tan inexpresivo que parecía tallado en piedra—. Ahora mismo.
De manera que Robert había regresado de la cacería. Ya era hora.
—Dadme un momento para que me vista. —Ned dejó esperando fuera de la habitación al mayordomo. Cayn lo ayudó a vestirse con una túnica de lino blanco, capa gris, unos pantalones cortados para adaptarlos a su pierna entablillada, el símbolo de su cargo y, por último, un pesado cinturón de eslabones de plata. Se colgó de la cintura la daga valyriana.
Cayn y Tomard lo escoltaron por el patio. La Fortaleza Roja estaba oscura y silenciosa; la luna, casi llena, brillaba baja sobre los muros. En las murallas, un guardia de capa dorada hacía la ronda.
Los aposentos reales estaban en el Torreón de Maegor, una edificación cuadrada, sólida, en el corazón de la Fortaleza Roja, tras muros de tres metros de grosor y un foso seco lleno de picas de hierro. Era un castillo dentro del castillo. Ser Boros Blount, con una armadura blanca de acero que brillaba fantasmal a la luz de la luna, montaba guardia al otro lado del puente. Ya dentro, Ned pasó junto a otros dos hombres de la Guardia Real: Ser Preston Greenfield, que se encontraba al pie de las escaleras, y Ser Barristan Selmy, que aguardaba ante la puerta de la cámara del rey. «Tres hombres con capas blancas», recordó, y sintió un escalofrío. El rostro de Ser Barristan estaba tan pálido como su armadura. A Ned le bastó verlo para darse cuenta de que algo iba mal, muy mal. El mayordomo real le abrió la puerta.
—Lord Eddard Stark, la Mano del Rey —anunció.
—Traedlo aquí —respondió Robert, con la voz más pastosa de lo normal.
En los dos braseros gemelos, uno a cada lado de la habitación, ardían sendos fuegos que daban a la estancia una luz rojiza y sombría. El calor era sofocante. Robert yacía atravesado en el lecho doselado. Junto a él se encontraba el Gran Maestre Pycelle, mientras Lord Renly paseaba inquieto junto a las ventanas cerradas. Los criados pululaban por allí, echando troncos y calentando vino. Cersei Lannister estaba sentada en una esquina de la cama, junto a su marido. Tenía el pelo revuelto, como si acabara de despertarse, pero sus ojos parecían cualquier cosa menos adormilados. Siguieron a Ned cuando Tomard y Cayn lo ayudaron a cruzar la habitación. Tenía la sensación de que se movía muy despacio, como si aún estuviera soñando.
El rey seguía con las botas puestas. Ned vio el lodo seco y las briznas de hierba pegadas al cuero, porque los pies de Robert asomaban por debajo de la manta que lo cubría. En el suelo había una casaca verde, cortada y desechada, en el tejido se veían manchas de un color rojo sucio. La habitación olía a humo, a sangre y a muerte.
—Ned —susurró el rey al verlo. Tenía el rostro blanco como la leche—. Acércate… más.
Sus hombres lo ayudaron a acercarse. Ned se agarró al poste de la cama. Sólo tuvo que ver a Robert para comprender la gravedad de las heridas.
—¿Qué…? —empezó a preguntar, pero se le hizo un nudo en la garganta.
—Un jabalí. —Lord Renly seguía con las ropas verdes de caza, tenía la capa salpicada de sangre.
—Un demonio —susurró el rey—. Fue culpa mía. Demasiado vino, maldita sea. Fallé el golpe.
—¿Y dónde estabais los demás? —exigió Ned a Lord Renly—. ¿Dónde estaban Ser Barristan y la Guardia Real?
—Mi hermano nos ordenó que nos quedáramos atrás. —Renly frunció los labios—. Quería cazar él solo al jabalí.
Eddard Stark levantó la manta.
Habían hecho lo posible por coserlo, pero desde luego no era suficiente. El jabalí debía de ser una bestia aterradora. Había desgarrado al rey con los colmillos desde la ingle hasta el pezón. Los vendajes empapados en vino que le había puesto el Gran Maestre Pycelle estaban ya negros de sangre, y la herida despedía un olor nauseabundo. A Ned se le revolvió el estómago. Dejó caer la manta.
—Apesta —dijo Robert—. Es el hedor de la muerte, no creas que no lo huelo. El muy cabrón me cogió bien cogido, ¿eh? Pero… le pagué con la misma moneda, Ned. —La sonrisa del rey era tan espantosa como su herida, tenía los dientes rojos—. Le metí un cuchillo por el ojo. Que te lo digan éstos, venga, que te lo digan.
—Así fue —murmuró Lord Renly—. Trajimos el cuerpo, como ordenó mi hermano.
—Para el festín —susurró Robert—. Ahora, salid todos. Tengo que hablar con Ned.
—Robert, mi amado señor… —empezó Cersei.
—He dicho que fuera —insistió Robert, con un atisbo de su energía de antes—. ¿No hablo claro, mujer?
Cersei se recogió las faldas y la dignidad, y fue la primera en salir por la puerta. Lord Renly y los demás la siguieron. El Gran Maestre Pycelle se quedó atrás. Le temblaban las manos al ofrecer al rey una copa llena de líquido blanco y espeso.
—La leche de la amapola, Alteza —dijo—. Bebed. Para el dolor.
Robert tiró la copa de un manotazo.
—Lárgate, viejo idiota, pronto voy a dormir hasta hartarme. Fuera.
El Gran Maestre Pycelle miró a Ned con gesto dolido, y salió de la habitación arrastrando los pies.
—Maldito seas, Robert —dijo Ned cuando estuvieron a solas. La pierna le palpitaba tanto que casi no veía de dolor. O quizá fuera la pena lo que le nublaba la vista. Se sentó en la cama, junto a su amigo—. ¿Por qué eres siempre tan cabezota?
—Vete a la mierda, Ned —replicó el rey con voz ronca—. He matado al muy cabrón, ¿no? —Alzó la vista hacia Ned, y un mechón sucio de pelo negro le cayó sobre los ojos—. Y a ti te debería hacer lo mismo. No podías dejarme cazar en paz, ¿eh? Ser Robar me encontró. La cabeza de Gregor. Qué horror. No se lo dije al Perro. Dejé que Cersei le diera la sorpresa. —La risa se transformó en un gruñido cuando sintió un espasmo de dolor—. Los dioses se apiaden —murmuró, tragándose la agonía—. La chica, Daenerys. Sólo una niña, tenías razón… por eso, por la niña… los dioses enviaron el jabalí… lo mandaron para castigarme… —El rey tosió y escupió sangre—. Estaba equivocado… estaba mal… sólo una niña… Varys, Meñique, hasta mi hermano… no valen nada… Nadie me dice nada, Ned… sólo tú… —Alzó la mano con un gesto doloroso, débil—. Papel y tinta. Ahí en mi mesa. Escribe lo que te dicte.
—A vuestras órdenes, Alteza. —Ned alisó un papel sobre su rodilla y cogió la pluma.
—Éste es el testamento y última voluntad de Robert, de la Casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los ándalos y blablablá… pon los condenados títulos, ya sabes cuáles son. Por el presente escrito ordeno a Eddard de la Casa Stark, señor de Invernalia y Mano del Rey, que sirva como Lord Regente y Protector del Reino tras mi… tras mi muerte… y que gobierne en mi… en mi lugar, hasta que mi hijo Joffrey alcance la mayoría de edad…
—Robert… —Quería decirle que Joffrey no era su hijo, pero no le salieron las palabras. El dolor en el rostro de Robert era demasiado evidente, no podía causarle más daño. Así que se inclinó y escribió, pero en vez de «mi hijo Joffrey» puso «mi heredero». Aquello hizo que se sintiera sucio. «Las mentiras que decimos por amor. Que los dioses me perdonen», pensó—. ¿Qué más quieres que ponga?
—Pon… lo que haga falta. Proteger y defender, dioses viejos y nuevos, ya sabes, esas cosas. Escribe. Lo firmaré. Se lo entregarás al Consejo cuando muera.
—Robert… —empezó Ned con la voz llena de pena—, no me hagas esto. No te mueras. El reino te necesita.
—Mientes muy mal, Ned Stark —dijo Robert a través del dolor mientras le cogía la mano y se la apretaba con fuerza—. El reino… el reino sabe… qué mal rey he sido. Los dioses me perdonen, he sido tan malo como Aerys.
—No —dijo Ned a su amigo moribundo—. Tan malo como Aerys nunca, Alteza. Ni mucho menos.
—Al menos… dirán de mí… que esto último… lo hice bien. —Robert consiguió esbozar una sonrisa débil—. No me fallarás. Ahora reinarás tú. No te gustará nada… menos que a mí… pero lo harás bien. ¿Has terminado de escribir?
—Sí, Alteza. —Ned ofreció el papel a Robert. El rey garabateó una firma a ciegas, manchando de sangre la carta—. Necesitamos testigos para el sello.
—Servid el jabalí en mi banquete funerario —susurró Robert—. Con una manzana en la boca y la piel bien crujiente. Comeos al muy cabrón. Aunque reventéis. Prométemelo, Ned.
—Lo prometo.
«Prométemelo, Ned», repitió como un eco la voz de Lyanna.
—La chica —siguió el rey—. Daenerys. Que no la maten. Si puedes, si no es… demasiado tarde… habla con ellos… con Varys, con Meñique… no dejes que la maten. Y ayuda a mi hijo, Ned. Haz que sea… mejor que yo. —Entrecerró los ojos—. Los dioses tengan piedad de mí.
—La tendrán, amigo mío —dijo Ned—. La tendrán.
—Asesinado por un cerdo —murmuró el rey. Cerró los ojos y pareció relajarse—. Debería reírme, pero duele demasiado.
—¿Hago entrar a los demás? —Ned no se reía.
—Como quieras —asintió Robert débilmente—. Dioses, ¿por qué hace tanto frío?
Los criados volvieron a entrar y se apresuraron a echar más leña a los braseros. La reina había desaparecido. Eso al menos era un alivio. Ned pensó que, si Cersei conservaba algún resto de sentido común, huiría con sus hijos antes del amanecer. Ya se había demorado demasiado.
El rey Robert no dio señales de echarla en falta. Ordenó a su hermano Renly y al Gran Maestre Pycelle que fueran testigos de cómo ponía su sello en la cera amarilla que Ned había puesto en el documento.
—Ahora, dadme algo para el dolor y dejadme morir.
El Gran Maestre Pycelle se apresuró a mezclar otra dosis de la leche de la amapola. En aquella ocasión el rey apuró la copa hasta el final. Cuando se la retiró de los labios, tenía la espesa barba salpicada de cuentas blancas.
—¿Soñaré?
—Sí, mi señor. —Ned le dijo lo que creía.
—Bien —sonrió el rey—. Le daré recuerdos de tu parte a Lyanna, Ned. Cuida de mis hijos.
A Ned se le clavaron las palabras como un cuchillo en el vientre. Por un momento no supo qué decir, no podía mentir de aquella manera. Pero entonces recordó a los bastardos: a la pequeña Barra que todavía mamaba del pecho de su madre, a Mya en el Valle, a Gendry en la forja, y a todos los demás.
—Cuidaré de… vuestros hijos como si fueran míos —dijo muy despacio.
Robert asintió y cerró los ojos. Ned se quedó mirando cómo su viejo amigo se hundía suavemente en las almohadas, a medida que la leche de la amapola le borraba el dolor del rostro. El sueño se apoderó de él.
El Gran Maestre Pycelle se acercó a Ned, con las pesadas cadenas tintineando suavemente.
—Voy a hacer todo lo posible, mi señor, pero la herida se ha gangrenado. Tardaron dos días en regresar. Cuando lo pusieron en mis manos ya era demasiado tarde. Puedo aliviar los sufrimientos de Su Alteza, pero ahora sólo los dioses pueden curarlo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Ned.
—Por sus heridas, ya debería estar muerto. Nunca había visto a nadie aferrarse a la vida con tanta energía.
—Mi hermano ha sido siempre muy fuerte —dijo Lord Renly—. Quizá no muy sabio, pero siempre fuerte. —El calor asfixiante de la cámara le había perlado la frente de sudor. Allí, de pie, parecía el fantasma de Robert, otra vez joven, moreno, atractivo—. Mató al jabalí. Se le salían las entrañas del vientre, pero consiguió matar al jabalí —se maravilló.
—Robert nunca fue hombre que abandonara el campo de batalla mientras quedara un enemigo en pie —le dijo Ned.
Ser Barristan Selmy seguía montando guardia ante la puerta, vigilando las escaleras de la torre.
—El maestre Pycelle ha administrado a Robert la leche de la amapola —le dijo Ned—. Encargaos de que nadie lo moleste sin mi permiso.
—Se hará como decís, mi señor. —Ser Barristan parecía mucho más viejo de lo que ya era—. He fracasado, no he cumplido mi sagrado juramento.
—Ni el mejor de los caballeros puede proteger a un rey de sí mismo —dijo Ned—. Robert adoraba cazar jabalíes. Lo he visto matar a un millar. —Se ponía en pie con los pies separados, sin parpadear, los brazos firmes, la enorme lanza en las manos, y siempre maldecía al jabalí cuando se lanzaba a la carga, mientras que él aguardaba hasta el último segundo, hasta que lo tenía casi encima, antes de matarlo de un solo golpe certero—. Nadie podía imaginar que éste sería el que lo mataría.
—Sois muy bondadoso, Lord Eddard.
—El rey mismo lo dijo. Le echó la culpa al vino.
El caballero de cabellos blancos asintió, cansado.
—Su Alteza se tambaleaba en la silla cuando el jabalí salió de su madriguera, pero nos ordenó que no nos entrometiéramos.
—Siento curiosidad, Ser Barristan —dijo Varys en voz muy baja—, ¿quién le dio el vino al rey? —Ned no había oído llegar al eunuco, pero cuando se dio la vuelta, allí estaba. Llevaba una túnica de terciopelo negro que llegaba al suelo, y se acababa de empolvar la cara.
—El rey bebió el vino de su pellejo —respondió Ser Barristan.
—¿Sólo un pellejo? Cazar da mucha sed.
—No llevé la cuenta. Desde luego fue más de uno. Su escudero le llevaba un pellejo lleno siempre que lo necesitaba.
—Un muchachito muy servicial —dijo Varys—, siempre atento a que Su Alteza no se encontrara sin bebida.
Ned tenía un sabor amargo en la boca. Recordó a los dos muchachos rubios que Robert había enviado a gritos en busca de un herrero que le ensanchara la coraza. El rey había relatado la anécdota a todo el mundo durante el festín, entre grandes carcajadas.
—¿Qué escudero?
—El mayor —respondió Ser Barristan—. Lancel.
—Conozco bien a ese jovencito —dijo Varys—. Un chico muy leal. Es hijo de Kevan Lannister, sobrino de Lord Tywin y primo de la reina. Espero que el pobrecillo no se culpe a sí mismo. Los chicos son muy vulnerables, es la inocencia de la juventud. Lo recuerdo tan bien…
Sin duda Varys había sido joven alguna vez. Ned tenía sus dudas respecto a su inocencia.
—Ahora que mencionáis a los niños… Robert ha cambiado de opinión en lo relativo a Daenerys Targaryen. Sean cuales sean las acciones que hayáis emprendido, quiero que se anulen de inmediato.
—Por desgracia —suspiró Varys—, «de inmediato» es demasiado tarde. Me temo que esos pájaros ya han volado. Pero haré lo posible, mi señor. Con vuestro permiso. —Hizo una reverencia y desapareció escaleras abajo. Las zapatillas de suela suave arrancaban susurros de la piedra al caminar.
Cayn y Tomard estaban ayudando a Ned a cruzar el puente cuando Lord Renly salió del Torreón de Maegor.
—Lord Eddard —llamó a Ned—, quiero hablar un momento con vos, si sois tan amable.
—Como queráis —dijo Ned y se detuvo.
—Despedid a vuestros hombres —pidió Renly mientras se le acercaba.
Se reunieron en el centro del puente, con el foso seco a la espalda. La luz de la luna iluminaba las crueles puntas de las picas clavadas en el fondo.
Ned hizo un gesto. Tomard y Cayn inclinaron las cabezas y se alejaron, respetuosos. Lord Renly echó una mirada cautelosa en dirección a Ser Boros, al otro lado del puente, y a Ser Preston, situado tras ellos ante la puerta.
—Ese documento. —Se acercó más a Ned—. ¿Es la regencia? ¿Mi hermano os ha nombrado Protector? —No aguardó la respuesta—. Mi señor, tengo treinta hombres en mi guardia personal, y otros amigos, caballeros y señores. Dadme una hora y pondré cien espadas en vuestras manos.
—¿Para qué quiero yo cien espadas, mi señor?
—¡Para atacar! Ahora, cuando el castillo todavía duerme. —Renly volvió a mirar a Ser Boros, y bajó la voz hasta que fue sólo un susurro apremiante—. Tenemos que apartar a Joffrey de su madre y guiarlo nosotros. Sea o no el Protector, el hombre que tenga al rey tendrá también el reino. Deberíamos coger también a Myrcella y a Tommen. Con sus hijos en nuestro poder, Cersei no se atreverá a enfrentarse a nosotros. El Consejo os confirmará como Lord Protector, y Joffrey será vuestro pupilo.
—Robert aún no ha muerto —dijo Ned mirándolo fríamente—. Puede que los dioses lo salven. En caso contrario, convenceré al Consejo para que obedezca su última voluntad y considere el asunto de la sucesión, pero no deshonraré sus últimas horas en esta tierra derramando sangre en sus salones, ni sacando a niños asustados de sus camas.
—Cada momento de retraso le da a Cersei otro momento para prepararse. —Lord Renly, tenso como la cuerda de un arco, dio un paso atrás—. Cuando Robert muera será demasiado tarde… para vos y para mí.
—Entonces, recemos para que Robert no muera.
—No parece muy probable —replicó Renly.
—A veces los dioses son misericordiosos.
—Los Lannister, no. —Lord Renly se dio media vuelta, volvió a cruzar el foso y entró en la torre donde yacía su hermano moribundo.
Ned llegó a sus habitaciones, agotado y triste, pero era imposible que pudiera conciliar el sueño en aquel momento. «Cuando se juega al juego de tronos sólo se puede ganar o morir», le había dicho Cersei Lannister en el bosque de dioses. Ya no estaba tan seguro de haber hecho lo correcto al rechazar la oferta de Lord Renly. No le gustaban aquellas intrigas, y amenazar a niños no era honorable, pero, aun así… Si Cersei optaba por luchar, Y no por huir, iba a necesitar las cien espadas de Renly, y más todavía.
—Ve a buscar a Meñique —dijo a Cayn—. Si no está en sus habitaciones, llévate a tantos hombres como hagan falta y registra cada taberna y cada burdel de Desembarco del Rey hasta que lo encuentres. Quiero verlo antes del amanecer. —Cayn hizo una reverencia y se marchó. Ned se volvió hacia Tomard—. El Bruja del Viento zarpará con la marea del anochecer, ¿has elegido ya la escolta?
—Diez hombres, con Porther al mando.
—Veinte, y tú irás al mando —replicó Ned.
Porther era un hombre valiente pero testarudo. Quería que de sus hijas se ocupara alguien más concienzudo y sensato.
—A vuestras órdenes, mi señor —respondió Tom—. No se puede decir que lamente irme de aquí. Echo de menos a mi mujer.
—Antes de poner rumbo hacia el norte, deberás pasar por Rocadragón. Quiero que entregues una carta.
—¿Rocadragón, mi señor? —Tom parecía inquieto. La isla fortaleza de la Casa Targaryen tenía una reputación siniestra.
—Dirás al capitán Qos que ice mi estandarte en cuanto se divise la isla. Quizá desconfíen de las visitas inesperadas. Si el capitán se resiste, ofrécele lo que sea necesario. Te daré una carta, que deberás entregar en mano a Lord Stannis Baratheon. Sólo a él: ni a su mayordomo, ni al capitán de su guardia, ni a su señora esposa, a Lord Stannis en persona.
—A vuestras órdenes, mi señor.
Tomard salió, y Lord Eddard se sentó y contempló la llama de la vela que ardía junto a él, en la mesa. Por un momento, el dolor lo invadió. No deseaba nada más que ir al bosque de dioses, arrodillarse ante el árbol corazón y rezar por la vida de Robert Baratheon, que para él había sido más que un hermano. En el futuro los hombres murmurarían, dirían que Eddard Stark había traicionado la amistad de su rey, que había desheredado a sus hijos; él esperaba que los dioses supieran la verdad, y que Robert también la descubriera en las tierras que había más allá de la tumba.
Ned cogió la última carta del rey. Un rollo de pergamino blanco, crujiente, con un sello de cera dorada, unas cuantas palabras y una mancha de sangre. Qué pequeña era la diferencia entre la victoria y la derrota, entre la vida y la muerte.
Cogió una hoja de papel en blanco, mojó la pluma en el tintero y escribió:
A Su Alteza, Stannis de la Casa Baratheon. Cuando recibáis esta carta, vuestro hermano, Robert, que ha sido nuestro rey durante los quince pasados años, ya habrá muerto. Lo hirió un jabalí mientras cazaba…
Las letras parecían bailar y retorcerse sobre el papel, y tuvo que detenerse. Lord Tywin y Ser Jaime no eran hombres que soportaran el ultraje. No huirían, presentarían batalla. Sin duda Lord Stannis extremaba la cautela tras el asesinato de Jon Arryn, pero era imprescindible que pusiera rumbo de inmediato hacia Desembarco del Rey, con todos sus hombres, antes de que lo hicieran los Lannister.
Ned fue eligiendo las palabras con sumo cuidado. Cuando terminó, firmó la carta: eddard stark, señor de invernalia, mano del rey y protector del reino. Dobló el papel dos veces, y calentó el lacre con la llama de la vela.
Mientras la cera se ablandaba, reflexionó que su regencia sería breve. El nuevo rey elegiría a otro hombre como Mano. Ned podría volver a casa. Sólo con pensar en Invernalia se le dibujó una sonrisa en el rostro. Quería volver a oír la risa de Bran, ir a cazar con Robb, ver jugar a Rickon. Quería dormir sin soñar, en su cama, muy abrazado a su esposa Catelyn.
Cayn regresó justo cuando estaba presionando el sello del lobo huargo contra la cera blanda. Desmond iba con él, y entre ambos estaba Meñique. Ned dio las gracias a sus guardias y los despidió.
Lord Petyr llevaba una túnica de terciopelo azul con mangas abullonadas, y un estampado de sinsontes en la capa plateada.
—Creo que debo felicitaros —dijo al tiempo que se sentaba.
—El rey yace herido en su lecho —dijo Ned con el ceño fruncido—, al borde de la muerte.
—Lo sé —dijo Meñique—. Y también sé que Robert os ha nombrado Protector del Reino.
—¿Y cómo lo sabéis, mi señor? —Ned no pudo evitar bajar la vista hacia la carta del rey, que estaba junto a él en la mesa, con el sello intacto.
—Varys me lo dio a entender —replicó Meñique—, y vos acabáis de confirmarlo.
—Maldito sea Varys y también sus pajaritos. —Ned frunció la boca en un gesto airado—. Catelyn estaba en lo cierto, ese hombre tiene artes oscuras. No confío en él.
—Excelente, ya estáis aprendiendo. —Meñique se inclinó hacia delante—. Pero apostaría a que no me habéis hecho venir en mitad de la noche para hablar del eunuco.
—No —reconoció Ned—. Conozco el secreto que le costó la vida a Jon Arryn. Robert no va a dejar ningún hijo legítimo. Joffrey y Tommen son bastardos, hijos de Jaime Lannister, fruto de su relación incestuosa con la reina.
—Qué escándalo —dijo Meñique arqueando una ceja en un tono que sugería que no estaba escandalizado en absoluto—. ¿Y la niña también? Claro, sin duda. De manera que, cuando el rey muera…
—El trono debería pasar a Lord Stannis, el mayor de los dos hermanos de Robert.
—Eso parece. A menos que… —Lord Petyr se acarició la barbita puntiaguda, mientras consideraba el tema.
—¿A menos que qué, mi señor? Y esto no parece nada, es seguro. Stannis es el heredero. Nada lo puede cambiar.
—Stannis no puede llegar al trono sin vuestra ayuda. Si sois listo, os cercioraréis de que Joffrey sea el sucesor.
—¿Es que no tenéis ni un ápice de honor? —Ned se lo quedó mirando.
—Un ápice sí, claro —replicó Meñique en tono ligero—. Pero prestad atención. Stannis no es amigo mío, y tampoco vuestro. Ni siquiera sus hermanos lo soportan. Ese hombre es de hierro, duro e implacable. Elegirá una nueva Mano y un nuevo Consejo, no os quepa la menor duda. Oh, desde luego os dará las gracias por entregarle la corona, pero no por ello os tendrá aprecio. Y su ascenso al trono nos llevará a la guerra. Stannis no podrá estar seguro de su reino mientras vivan Cersei y los bastardos. ¿Y pensáis que Lord Tywin se quedará tan tranquilo mientras le toman las medidas a la cabeza de su hija para clavarla en una pica? Roca Casterly se alzará en armas, y no serán ellos solos. Robert supo perdonar a los que le juraron lealtad de entre los que sirvieron al rey Aerys. Stannis no es tan generoso. No habrá olvidado el asedio de Bastión de Tormentas. Cada uno de los hombres que luchó bajo el estandarte del dragón, o se alzó con Balon Greyjoy, tendrá motivos para temerlo. Sentad a Stannis en el Trono de Hierro, y os aseguro que el reino sangrará.
»Y ahora, pensad en la alternativa. Joffrey no tiene más que doce años, y Robert ha puesto la regencia en vuestras manos, mi señor. Sois la Mano del Rey y el Protector del Reino. Tenéis el poder, Lord Stark. Sólo hace falta que estiréis la mano para cogerlo. Haced las paces con los Lannister. Liberad al Gnomo. Casad a Joffrey con vuestra hija Sansa. Casad a la pequeña con el príncipe Tommen, y a vuestro heredero con Myrcella. Aún faltan cuatro años para que Joffrey tenga la mayoría de edad. Para entonces os considerará un segundo padre, y si no es así… bueno, cuatro años dan para mucho, mi señor. Para libraros de Lord Stannis, por ejemplo. Y luego, si Joffrey da problemas, siempre podemos revelar este secretito y poner a Lord Renly en el trono.
—¿Podemos? —repitió Ned.
—Necesitaréis a alguien con quien compartir la carga —dijo Meñique encogiéndose de hombros—. Y mi precio no será elevado, os lo aseguro.
—Vuestro precio. —La voz de Ned era puro hielo—. Lo que estáis proponiendo es una traición, Lord Baelish.
—Sólo si perdemos.
—Olvidáis demasiadas cosas —replicó Ned—. Olvidáis a Jon Arryn. Olvidáis a Jory Cassel. Y olvidáis esto. —Sacó la daga y la puso sobre la mesa, entre ellos: era de huesodragón y acero valyriano; tan afilada como la diferencia entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, entre la vida y la muerte—. Enviaron a un hombre para que le cortara el cuello a mi hijo, Lord Baelish.
—Pues sí, mi señor, había olvidado algunas cosas. —Meñique suspiró—. Os ruego que me perdonéis. Por un momento no me di cuenta de que estaba hablando con un Stark. —Frunció los labios—. Así que optáis por Stannis y por la guerra.
—No se trata de una opción. Stannis es el heredero.
—Lejos de mí entrar en discusiones con el Lord Protector. En fin, ¿qué queréis de mí? Mi consejo no, desde luego.
—Haré lo posible por perdonar vuestro… consejo —replicó Ned, asqueado—. Os he hecho venir para pediros la ayuda que prometisteis a Catelyn. Es un momento peligroso para todos nosotros. Cierto, Robert me ha nombrado Protector, pero a los ojos de todos Joffrey es su hijo y heredero. La reina dispone de una docena de caballeros y de un centenar de hombres armados que obedecerán sus órdenes; más que suficiente para doblegar a lo que queda de mi guardia. Y quizá su hermano Jaime cabalgue en estos momentos hacia Desembarco del Rey, con un ejército Lannister a sus órdenes.
—Y vos sin hombres. —Meñique jugueteó con la daga que estaba sobre la mesa, la hizo girar lentamente con un dedo—. Lord Renly no siente demasiado afecto hacia los Lannister. Bronze Yohn Royce, Ser Balon Swann, Ser Loras, Lady Tanda, los gemelos Redwyne… cada uno de ellos dispone de un séquito de caballeros y espadas juramentadas aquí, en la corte.
—Renly tiene treinta hombres en su guardia personal, y los otros todavía menos. No son suficientes, ni siquiera aunque estuviera seguro de que todos se iban a aliar conmigo. Necesito a los capas doradas. La Guardia de la Ciudad cuenta con dos mil hombres fuertes, que han jurado defender el castillo, la ciudad y la paz del rey.
—Ya… pero, cuando la reina proclame un rey y la Mano otro, ¿qué paz van a proteger? —Lord Petyr empujó la daga con el dedo y la hizo girar de nuevo. Dio varias vueltas y, cuando al final se detuvo, apuntaba al propio Meñique—. Vaya, aquí tenemos la respuesta —añadió con una sonrisa—. Siguen a aquel que les paga. —Se echó hacia atrás en el asiento y miró de frente a Ned, con los ojos verde grisáceo llenos de burla—. Vestís vuestro honor como si fuera una armadura, Stark. Creéis que os protege, pero en realidad no es más que una carga que os hace moveros despacio. Miraos al espejo. Sabéis por qué me habéis hecho venir. Sabéis qué queréis pedirme que haga. Sabéis que es necesario… pero no es honorable, así que no os atrevéis a decirlo en voz alta.
Ned tenía el cuello rígido por la tensión. Durante un instante se sintió incapaz de hablar, de pura rabia.
Meñique se echó a reír.
—Debería obligaros a decirlo, pero sería una crueldad… así que no temáis, mi buen señor. Por el amor que le profeso a Catelyn, iré ahora mismo a hablar con Janos Slynt, para asegurarme de que la Guardia de la Ciudad os es leal. Con seis mil piezas de oro será suficiente. Una tercera parte para el comandante, una tercera parte para los oficiales y una tercera parte para los hombres. Quizá pudiéramos comprarlos por la mitad de esa suma, pero no es cosa de correr riesgos.
Sonrió, cogió la daga por la hoja y se la tendió a Ned con la empuñadura por delante.