Su padre había estado peleando otra vez con el Consejo. Arya se lo notó en la cara cuando se sentó a la mesa, otra vez tarde, como sucedía tan a menudo. Ya habían retirado el primer plato, una sopa de calabaza espesa y dulce, cuando Ned entró a zancadas en el Salón Pequeño. Lo llamaban así para diferenciarlo del Salón Principal, donde el rey podía celebrar festines con mil invitados, pero se trataba de una estancia inmensa, de grandes techos abovedados y bancos para doscientas personas junto a las mesas sostenidas por caballetes.
—Mi señor —dijo Jory al ver entrar a Ned.
Se puso de pie, e inmediatamente lo imitó el resto de la guardia. Todos los hombres lucían capas nuevas, de gruesa lana gris con ribetes de seda blanda. Se cerraban las capas con broches en forma de manos de plata, que los identificaban como miembros de la casa y la guardia de la Mano. Sólo eran cincuenta, así que casi todos los bancos estaban vacíos.
—Sentaos —dijo Eddard Stark—. Ya veo que habéis empezado sin mí. Me alegra ver que aún quedan hombres con sentido común en la ciudad. —Hizo una señal para que se reanudara la comida. Los criados empezaron a servir bandejas de costillas, asadas con una costra de ajo y hierbas.
—En los patios se comenta que habrá un torneo, mi señor —dijo Jory al tiempo que volvía a sentarse—. Se dice que vendrán caballeros de todas partes del reino para las justas y los festines en honor a vuestro nombramiento como Mano del Rey.
Arya se dio cuenta de que a su padre no le gustaba lo más mínimo aquello.
—¿Se comenta también que es lo que menos deseo en el mundo?
—¡Un torneo! —exclamó Sansa con los ojos abiertos como platos. Estaba sentada entre la septa Mordane y Jeyne Poole, tan lejos de Arya como podía sin exponerse a un reproche de su padre—. ¿Se nos permitirá asistir, padre?
—Sabes de sobra qué opino, Sansa. Tengo que organizar los juegos de Robert y encima fingir que me siento honrado. Pero nada me obliga a exponer a mis hijas a semejante locura.
—¡Por favor! —insistió Sansa—. ¡Quiero verlo!
—La princesa Myrcella asistirá, mi señor —intervino la septa Mordane—. Y es más joven que lady Sansa. Todas las damas de la corte estarán presentes, es lo que se espera de ellas en un gran acontecimiento como ése. Y el torneo es en vuestro honor, resultaría muy extraño que vuestra familia no asistiera.
—Supongo que sí. —Ned tuvo que darle la razón—. Muy bien, me encargaré de que tengas un lugar, Sansa. —Miró a Arya—. De que las dos tengáis un lugar.
—No me importa esa estupidez de torneo —replicó ella. Sabía que el príncipe Joffrey asistiría, y lo detestaba.
—Será un acontecimiento espléndido —dijo Sansa alzando la cabeza—. Nadie querrá que asistas.
—Ya basta, Sansa. —El rostro de su padre se nubló de ira—. Una palabra más y cambiaré de opinión. Estoy harto de esta guerra que os traéis entre las dos. Sois hermanas y quiero que os comportéis como tales, ¿entendido?
Sansa se mordió el labio y asintió. Arya bajó la cabeza para mirar el plato con gesto hosco. Sentía que las lágrimas le escocían en los ojos. Se las frotó, furiosa, decidida a no llorar. El único sonido que se oía era el tintineo de los cuchillos y los tenedores.
—Os ruego que me disculpéis —dijo su padre a los presentes—. Esta noche no tengo apetito. —Salió de la estancia.
En cuanto se hubo marchado, Sansa empezó a intercambiar susurros emocionados con Jeyne Poole. Al otro extremo de la mesa Jory se rió de un chiste, y Hullen empezó a hablar acerca de caballos.
—En cambio tu caballo de guerra quizá no sea el mejor para una justa. No es lo mismo, no, ni de lejos.
Los hombres ya conocían aquel tema. Desmond, Jacks y el propio hijo de Hullen, Harwin, lo hicieron callar a gritos, y Porther pidió más vino.
Nadie hablaba con Arya. A ella no le importaba. Lo prefería así. Si se lo hubieran permitido, habría preferido comer a solas en su dormitorio. A veces la dejaban, como cuando su padre tenía que comer con el rey, o con cualquier gran señor, o con los enviados de tal o cual lugar. El resto de las veces comían en las habitaciones privadas de la Mano, solos él, Sansa y Arya. En aquellas ocasiones era cuando más añoraba a sus hermanos. Quería tomarle el pelo a Bran, y jugar con el pequeño Rickon, y que Robb le sonriera. Quería que Jon le revolviera el pelo y la llamara «hermanita», y que los dos acabaran las frases al unísono. Pero ninguno de ellos estaba allí. No le quedaba nadie, sólo Sansa, y Sansa no le dirigía la palabra si su padre no la obligaba.
En Invernalia comían en el Salón Principal la mitad de las veces. Su padre decía que un señor tiene que comer con sus hombres si quiere conservarlos.
—Debes conocer a los hombres que te siguen —le oyó decir a Robb una vez—, y ellos deben conocerte. No pidas a tus hombres que mueran por un desconocido.
En Invernalia había siempre un asiento de más a su mesa, y cada día pedía a un hombre diferente que comiera con ellos. Una noche podía ser Vayon Poole, y la charla versaría sobre monedas, panaderías y sirvientes. La noche siguiente sería Mikken, y su padre lo escucharía hablar acerca de armaduras, espadas, sobre cómo debe ser una forja caliente y la mejor manera de templar el acero. Otro día podía ser Hullen con su interminable charla sobre caballos, o el septon Chayle de la biblioteca, o Jory, o Ser Rodrik, o incluso la Vieja Tata con sus cuentos.
No había nada en el mundo que a Arya le gustara más que sentarse a la mesa de su padre y escuchar aquellas conversaciones. También le encantaba oír a los hombres de los bancos, mercenarios curtidos como el cuero, caballeros, jóvenes escuderos osados, ancianos hombres de armas ya canosos… Les tiraba bolas de nieve y los ayudaba a robar empanadas de la cocina. Sus esposas le daban galletas, ella inventaba nombres para sus bebés, y jugaba con sus hijos a monstruos y doncellas, a esconder el tesoro, a los castillos… Tom el Gordo la llamaba «Arya Entrelospiés», porque decía que ahí era donde estaba siempre. A ella le gustaba el apodo mucho más que «Arya Caracaballo».
Pero aquello era en Invernalia, a un mundo de distancia, y allí todo era diferente. Aquélla era la primera vez que comían con los hombres desde que llegaran a Desembarco del Rey. Y Arya lo detestaba. Odiaba el sonido de las voces, la manera en que se reían, las historias que contaban. Antes eran sus amigos, se sentía a salvo entre ellos, pero ya sabía que era mentira. Habían permitido que la reina matara a Dama, y eso ya era espantoso, pero cuando el Perro encontró a Mycah… Jeyne Poole le había dicho a Arya que lo habían cortado en tantos trozos que se lo entregaron al carnicero en un saco, y al principio éste pensó que era un cerdo que habían matado. Y nadie alzó una protesta, ni desenfundó una espada, ni nada. Ni Harwin, que siempre parecía tan osado al hablar, ni Alyn que iba a ser caballero, ni Jory que era el capitán de la guardia. Ni siquiera su padre.
—Era mi amigo —le susurró Arya al plato, en voz tan baja que nadie la oyó. Ni siquiera había tocado las costillas, ya frías y con una película de grasa solidificada bajo ellas en el plato. La niña las miró y sintió náuseas. Se apartó de la mesa.
—¿A dónde crees que vas, jovencita? —preguntó la septa Mordane.
—No tengo hambre. —A Arya le costó un gran trabajo hablar con educación—. ¿Me disculpáis, por favor? —recitó, rígida.
—No, no te disculpamos —replicó la septa—. Si casi no has tocado la comida. Siéntate ahí y limpia el plato.
—¡Límpialo tú!
Antes de que nadie pudiera detenerla, Arya corrió hacia la puerta, mientras los hombres reían a carcajadas y la septa Mordane la llamaba a gritos con voz cada vez más chillona.
Tom el Gordo estaba en su puesto de guardia ante la puerta de la Torre de la Mano. Parpadeó sorprendido al ver que Arya corría hacia él y al oír los gritos de la septa.
—Eh, pequeñaja, alto ahí —empezó.
Pero Arya se le escurrió entre las piernas y subió como un rayo por la escalera de caracol de la torre. Tom el Gordo jadeaba tras ella.
De todo Desembarco del Rey, el único lugar que a Arya le gustaba era su dormitorio, y lo mejor de éste era la puerta, una plancha enorme de roble oscuro con refuerzos de hierro negro. Cuando cerraba aquella puerta y bajaba la tranca, nadie podía entrar, ni la septa Mordane, ni Tom el Gordo, ni Sansa ni Jory ni el Perro, ¡nadie! La cerró.
Cuando tuvo la puerta atrancada, Arya se sintió por fin a salvo y pudo echarse a llorar.
Se sentó junto a la ventana sollozando. Odiaba a todo el mundo, pero sobre todo se odiaba a sí misma. Todo era por su culpa, todo lo malo que pasaba era por su culpa. Lo decía Sansa, y también Jeyne.
—Arya, nena, ¿qué te pasa? —preguntó Tom el Gordo mientras llamaba a la puerta—. ¿Estás ahí?
—¡No! —gritó ella.
Los golpes en la puerta cesaron. Un momento más tarde oyó pisadas que se alejaban. Era fácil engañar a Tom el Gordo.
Arya se dirigió hacia el baúl situado al pie de la cama. Se arrodilló, levantó la tapa, y empezó a sacar la ropa a brazadas. La seda, el satén, el terciopelo y la lana se amontonaron en el suelo sin orden ni concierto. Estaba allí, en el fondo del baúl, donde la había escondido. Arya la sacó casi con ternura, y extrajo la esbelta hoja de la funda.
—Aguja.
Pensó de nuevo en Mycah, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por su culpa, por su culpa, por su culpa. Si no le hubiera pedido que jugara a las espadas con ella…
Se oyeron golpes en la puerta, más fuertes que antes.
—Arya Stark, haz el favor de abrir esta puerta, ¿me oyes?
Arya se giró, con Aguja en la mano.
—¡Será mejor que no entres! —advirtió al tiempo que hendía el aire con ademán fiero.
—¡Se lo voy a decir a la Mano! —rugió la septa Mordane.
—¡Y a mí qué! —gritó a su vez Arya—. ¡Vete!
—¡Te vas a arrepentir de este comportamiento insolente, jovencita, te lo aseguro!
Arya prestó atención hasta que oyó el sonido de los pasos de la septa que se alejaban.
Volvió junto a la ventana, con Aguja en la mano, y miró abajo, hacia el patio. Ojalá se le diera bien trepar, como a Bran, pensó. Saldría por la ventana, bajaría de la torre y escaparía de aquel palacio odioso, de Sansa, de la septa Mordane y del príncipe Joffrey, de todos. Robaría comida en las cocinas, se llevaría a Aguja, sus botas buenas y una capa abrigada. Buscaría a Nymeria en los bosques cerca del Tridente, y volverían juntas a Invernalia, o tal vez huirían al Muro con Jon. Echaba de menos a Jon más que a nadie en el mundo. Con él quizá no se sentiría tan sola.
Alguien dio unos golpes suaves en la puerta. Arya se apartó de la ventana y de sus sueños de evasión.
—Arya —oyó la voz de su padre—. Ábreme. Tenemos que hablar.
Arya cruzó la habitación y levantó la tranca. Su padre estaba solo. Parecía más triste que furioso. Aquello hizo que la niña se sintiera aún peor.
—¿Puedo pasar? —Arya asintió y bajó la vista avergonzada. Su padre cerró la puerta—. ¿De quién es esa espada?
—Mía. —Casi se había olvidado de que tenía a Aguja en la mano.
—Dámela.
Le entregó la espada de mala gana, quizá no volviera a sostenerla en la vida. Su padre la examinó a la luz, haciendo girar la hoja para examinar los dos lados. Probó la punta con el pulgar.
—Una espada como las de los criminales —dijo—. Pero me parece reconocer la marca del forjador. Es obra de Mikken. —Arya no era capaz de mentirle. Bajó los ojos. Lord Eddard Stark suspiró—. Mi hija de nueve años consigue armas de mi herrería y yo ni me entero. Se supone que la Mano del Rey tiene que gobernar los Siete Reinos, y ni siquiera puedo controlar mi casa. ¿Cómo es que tienes una espada, Arya? ¿Cómo la has conseguido? —Ella se mordió el labio y no dijo nada. Nunca traicionaría a Jon, ni siquiera ante su padre—. Bueno, tampoco importa —añadió él tras una pausa. Contempló la espada que tenía entre las manos—. No es juguete para un niño, y menos todavía para una chiquilla. ¿Qué diría la septa Mordane si supiera que juegas con espadas?
—No estaba jugando —replicó Arya—. Y odio a la septa Mordane.
—Basta ya —le espetó su padre con tono duro y cortante—. La septa no hace más que cumplir con su obligación, y bien saben los dioses que se lo pones difícil a la pobre mujer. Tu madre y yo la hemos cargado con la misión imposible de hacer de ti una dama.
—¡Yo no quiero ser una dama! —rugió Arya.
—Debería romper este juguete en dos ahora mismo, así se acabaría tanta tontería.
—Aguja no se romperá —dijo Arya desafiante, aunque el temblor en la voz traicionaba sus palabras.
—Vaya, así que tiene nombre, ¿eh? —Su padre suspiró—. Ay, Arya. Tienes algo de salvaje, hija. Mi padre lo llamaba «la sangre del lobo». Lyanna tenía un poco de eso, y mi hermano Brandon mucho. A los dos los llevó a morir jóvenes. —La niña captó la tristeza en su voz; no acostumbraba hablar de su padre, ni de sus hermanos, que habían muerto mucho antes de que ella naciera—. Lyanna habría llevado una espada si mi padre lo hubiera permitido. A veces me recuerdas a ella. Hasta te le pareces.
—Lyanna era hermosa —dijo Arya, extrañada. Eso lo decía todo el mundo. En cambio nadie lo decía de ella.
—Cierto —asintió Eddard Stark—. Hermosa y voluntariosa, y murió joven. —Alzó la espada y la interpuso entre ellos dos—. ¿Qué pensabas hacer con… Aguja, Arya? ¿A quién querías ensartar? ¿A tu hermana? ¿A la septa Mordane? ¿Sabes lo primero que hay que saber de la lucha con espada?
—Hay que clavarla por el extremo puntiagudo. —Lo único que recordaba era la lección que le había dado Jon.
—Bueno, sí, eso es lo esencial. —A su padre se le escapó la carcajada.
Arya necesitaba con desesperación que la comprendiera, que viera las cosas como ella.
—Estaba intentando aprender, pero… —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Le pedí a Mycah que entrenara conmigo. —Se rompieron las compuertas y el dolor la recorrió como una oleada. Se dio la vuelta, temblorosa—. Se lo pedí yo —sollozó—. Fue culpa mía, fue culpa…
Su padre la abrazó, la sostuvo con dulzura y le dio la vuelta para que sollozara contra su pecho.
—No, pequeña, no —murmuró—. Llora por tu amigo, pero no te culpes. Tú no mataste al hijo del carnicero. El crimen lo cometieron el Perro y la mujer cruel a la que sirve.
—Los odio —le confió Arya con el rostro enrojecido y la nariz goteando—. Al Perro y a la reina y al rey y al príncipe Joffrey. Los odio a todos. Joffrey mintió, no fue como él dijo. Y también odio a Sansa. Sí que se acordaba, pero mintió para gustarle a Joffrey.
—Todos mentimos —dijo su padre—. ¿O de verdad piensas que me creí que Nymeria escapó?
—Jory me prometió que no se lo contaría a nadie. —Arya se había sonrojado.
—Y mantuvo su palabra —dijo él con una sonrisa—. No necesito que me cuenten ciertas cosas. Hasta un ciego vería que esa loba jamás te habría abandonado por su voluntad.
—Tuvimos que tirarle piedras —sollozó Arya—. Le dije que se fuera, que era libre, que ya no la quería. Que se marchara a jugar con otros lobos, los oíamos aullar y Jory dijo que en los bosques había muchos animales, así que podría cazar y comer ciervos. Pero aun así me seguía, y al final tuvimos que tirarle piedras. Yo le di dos veces. Lloró y me miró de una manera que me hizo sentir mucha vergüenza, pero era lo que tenía que hacer, ¿verdad? Si no, la reina la habría matado.
—Era lo que tenías que hacer —le aseguró su padre—. Y hasta en aquella mentira… había cierto honor.
Había dejado a Aguja a un lado para abrazar a Arya. Volvió a coger la espada y se dirigió hacia la ventana. Allí se quedó un momento, observando el patio. Al final se volvió hacia ella con mirada pensativa. Se sentó en la silla junto a la ventana, con Aguja en el regazo.
—Siéntate, Arya. Tengo que explicarte unas cuantas cosas. —La niña, nerviosa, se acomodó al borde de la cama—. Eres demasiado pequeña para cargar con mis preocupaciones, pero también eres una Stark de Invernalia. Ya conoces nuestro lema.
—Se acerca el Invierno —susurró ella.
—Los tiempos duros y crueles —asintió su padre—. Los probamos en el Tridente, pequeña, y también cuando Bran se cayó. Naciste durante el largo verano, no has conocido otra cosa, pero ahora el invierno se acerca de verdad. ¿Te acuerdas también del emblema de nuestra Casa?
—El lobo huargo —dijo ella, con la imagen de Nymeria en la mente. Se abrazó las rodillas contra el pecho. De repente tenía mucho miedo.
—Te voy a contar algo sobre los lobos, hija. Cuando cae la nieve y sopla el viento blanco, el lobo solitario muere pero la manada sobrevive. El verano es tiempo para riñas y altercados. En invierno tenemos que protegernos entre nosotros, darnos calor mutuamente, unir las fuerzas. Así que, si quieres odiar a alguien, Arya, odia a aquellos que nos harían daño. La septa Mordane es una buena mujer, y Sansa… Sansa es tu hermana. Sois diferentes como el día y la noche, pero por vuestras venas corre la misma sangre. La necesitas, y ella te necesita a ti. Y que los dioses me ayuden, porque yo os necesito a las dos.
—No odio a Sansa —dijo Arya. Su padre parecía tan cansado que se puso triste—. Lo digo de mentira. —Era sólo verdad a medias.
—No quiero asustarte, pero tampoco te voy a mentir. Hemos venido a un lugar muy peligroso, hija. Esto no es Invernalia. Tenemos enemigos que no nos quieren bien. No podemos permitirnos pelear entre nosotros. Tu testarudez, tus escapadas, las palabras bruscas, la desobediencia… En casa no eran más que los juegos veraniegos de una niña. Pero aquí y ahora, con el invierno tan cerca, las cosas cambian. Es hora de que empieces a crecer.
—Lo haré —juró Arya. Nunca lo había querido tanto como en aquel momento—. Yo también puedo ser fuerte. Puedo ser tan fuerte como Robb.
—Toma —dijo él tendiéndole la empuñadura de Aguja después de cogerla por la punta. Ella miró la espada con ojos maravillados. Por un momento le dio miedo tocarla, como si al tender la mano hacia ella fueran a arrebatársela de nuevo—. Venga, es tuya —insistió su padre.
—¿Me la puedo quedar? —dijo cogiéndola—. ¿Para siempre?
—Para siempre. —Sonrió—. Si me la llevara, no me cabe duda de que antes de quince días encontraría una maza debajo de tu almohada. Pero, por favor, por mucho que te provoque tu hermana, no la mates.
—Te lo prometo. —Arya se abrazó a Aguja mientras su padre salía del dormitorio.
Por la mañana, durante el desayuno, se disculpó ante la septa Mordane y le pidió perdón. La septa la miró con desconfianza, pero su padre asintió.
Tres días después, al mediodía, el mayordomo de su padre, Vayon Poole, envió a Arya al Salón Pequeño. Las mesas de caballetes estaban desmontadas, y los bancos amontonados contra las paredes. La estancia parecía desierta hasta que una voz desconocida la llamó.
—Llegas tarde, chico. —Un hombre flaco y calvo, de nariz ganchuda, salió de entre las sombras con un par de espadas de madera en las manos—. Mañana quiero que estés aquí al mediodía.
Tenía un acento extraño, de las Ciudades Libres. Quizá de Braavos, o de Myr.
—¿Quién eres tú? —preguntó Arya.
—Soy tu profesor de baile. —Le lanzó una de las espadas de madera. Ella fue a cogerla, falló y oyó cómo se estrellaba contra el suelo—. Mañana la atraparás. Ahora recógela.
No era un simple palo, sino una espada de madera, con guarda, puño y pomo. Arya, nerviosa, la recogió y la aferró con ambas manos, y la sostuvo ante ella. Pesaba más de lo que parecía, mucho más que Aguja.
El hombre calvo chasqueó los dientes.
—No se hace así, chico. No es un espadón, no te hacen falta las dos manos. Se coge sólo con una.
—Pesa demasiado —dijo Arya.
—Pesa lo que tiene que pesar, para fortalecerte y para que esté equilibrada. Por dentro tiene un hueco relleno de plomo. Cógela con una mano.
Arya soltó la mano derecha y se limpió la palma sudorosa en la ropa. Sujetó la espada con la mano izquierda. El hombre asintió.
—Muy bien, con la izquierda. Todo se invierte, desconciertas al adversario. Pero la posición es errónea. Pon el cuerpo de costado, sí, así. Oye, eres todo huesos. Esto también está bien, así cuesta más acertarte. A ver cómo la agarras. Espera. —Se acercó a ella y le examinó la mano, le separó los dedos y se los colocó bien—. Exacto, así. No la aprietes con tanta fuerza. Tienes que cogerla con destreza y con delicadeza a la vez.
—¿Y si se me cae? —preguntó Arya.
—El acero tiene que formar parte de tu brazo —replicó el hombre calvo—. ¿Se te puede caer parte del brazo? No. Syrio Forel fue la primera espada del señor del Mar de Braavos durante nueve años, y entiende de estas cosas, así que hazle caso, chico.
Era la tercera vez que la llamaba «chico».
—Soy una chica.
—Chico, chica, qué más da —bufó Syrio Forel—. Eres una espada, es lo único que importa. —Chasqueó los dientes—. Bien, así es como se agarra. No estás sujetando un hacha de guerra, tienes en la mano una…
—… aguja —terminó Arya en su lugar con decisión.
—Como quieras. Ahora, empezaremos a bailar. Recuerda que esto no es la danza del hierro de los occidentos, la danza de los caballeros, todo golpes y mandobles. No, ésta es la danza del agua, rápida y repentina. Todos los hombres están hechos de agua, ¿lo sabías? Cuando los pinchas, se les escapa el agua y mueren. —Dio un paso atrás y cogió su espada de madera—. Vamos, intenta darme.
Arya intentó darle. Lo intentó durante cuatro horas, hasta que le dolieron todos los músculos del cuerpo. Mientras tanto Syrio Forel chasqueaba los dientes y corregía sus movimientos.
Al día siguiente empezaron los entrenamientos en serio.