Estaba cayendo una ligera nevada. Bran sentía en las mejillas los copos, que se deshacían en la más suave de las lluvias en cuanto le llegaban a la piel. Se irguió en el caballo y observó cómo levantaban el rastrillo. Por mucho que intentara mantener la calma, el corazón le revoloteaba como una mariposa en el pecho.
—¿Preparado? —preguntó Robb. Bran asintió, tratando de que no se le notara el miedo. No había salido de Invernalia desde la caída, pero estaba decidido a cabalgar con tanto orgullo como cualquier caballero—. Entonces, adelante. —Robb clavó los talones a su gran capón gris y blanco, y el caballo trotó bajo el rastrillo.
—Vamos —susurró Bran a su montura. Rozó ligeramente el cuello de la potranca castaña, que echó a andar. Bran la había llamado Bailarina. Tenía dos años, y según Joseth era más lista que ningún otro caballo. La habían entrenado especialmente para que respondiera a las riendas, a la voz y a los toques. Hasta entonces Bran sólo la había montado por el patio. Al principio Hodor o Joseth la guiaban, con Bran asegurado con cinturones a la silla de gran tamaño que había dibujado el Gnomo, pero en los quince últimos días la había montado solo. Había ido al paso, al trote, en círculos, y cada vez se volvía más audaz.
Pasaron junto a la caseta del guardabarrera, cruzaron el puente levadizo y salieron al exterior. Verano y Viento Gris trotaban junto a ellos sin dejar de olfatear el aire. Los seguía Theon Greyjoy, con un arco largo y un carcaj lleno de flechas; les había contado que tenía intención de abatir un ciervo. Tras él iban cuatro guardias con cotas de mallas y cascos, y Joseth, un mozo de cuadras flaco al que Robb había nombrado caballerizo mayor durante la ausencia de Hullen. El maestre Luwin, montado en un asno, cerraba la marcha. A Bran le habría gustado más ir a solas con Robb, pero Hal Mollen no lo permitió, y el maestre Luwin respaldaba su opinión. Quería estar cerca si Bran se caía del caballo, o se hacía daño.
Más allá del castillo estaba la plaza del mercado, con los tenderetes de madera desiertos en aquel momento. Cabalgaron por las calles embarradas del pueblo, pasando junto a hileras de pulcras casitas de troncos y piedra vista. Sólo una de cada cinco tenía habitantes, y en ésas las chimeneas dejaban escapar finos tentáculos de humo. El restose irían ocupando a medida que hiciera más frío. Según la Vieja Tata, cuando cayera la nieve y los vientos gélidos soplaran del norte, los granjeros abandonarían los campos helados, cargarían sus carromatos y la ciudad invernal cobraría vida. Bran nunca lo había visto, pero según el maestre Luwin el momento estaba cada vez más cerca. El fin del largo verano se avecinaba. «Se acerca el Invierno.»
Unos cuantos aldeanos miraron con temor a los lobos huargos que acompañaban a los jinetes, un hombre se sobresaltó tanto que incluso dejó caer la brazada de leña que llevaba, pero la mayor parte del pueblo se había acostumbrado ya a ellos. Al ver a los muchachos, hincaron una rodilla en tierra, y Robb los saludó de uno en uno con gesto de gran señor.
No podía asegurarse con las piernas, de manera que el vaivén del caballo hacía sentir inseguro a Bran al principio, pero la gran silla de montar, con cabeza gruesa y respaldo alto, resultaba muy cómoda, y los cinturones que llevaba en torno al pecho y a los muslos impedirían que se cayera. Al cabo de un rato, el ritmo empezó a parecerle casi natural. Poco a poco fue desapareciendo la ansiedad y hasta se atrevió a esbozar una sonrisa.
Bajo el cartel del Leño Humeante, la cervecería de la aldea, había dos mozas. Theon Greyjoy las llamó, y la más joven se sonrojó y se cubrió el rostro con las manos. Theon espoleó su caballo para situarlo junto al de Robb.
—La dulce Kyra —dijo con una carcajada—. En la cama se retuerce como una comadreja, pero si le dices una sola palabra en la calle se pone roja como una doncella. ¿Te he contado alguna vez la noche en que Bessa y ella…?
—Delante de mi hermano, no, Theon —le advirtió Robb, mirando a Bran de soslayo.
Bran hizo como si no hubiera oído nada, pero sintió los ojos de Greyjoy clavados en él. Seguro que estaba sonriendo. Sonreía mucho, como si el mundo entero fuera un chiste y sólo él lo entendiera. Por lo visto Robb admiraba a Theon y le gustaba estar con él, pero a Bran nunca le había caído bien el pupilo de su padre.
—Lo estás haciendo muy bien, Bran —le dijo Robb acercándose a él.
—Quiero ir más deprisa —respondió el niño.
—Como quieras. —Robb sonrió.
Puso su capón al trote. Los lobos corrieron tras él. Bran hizo restallar las riendas con un golpe seco, y Bailarina aceleró el paso. Oyó el grito de Theon Greyjoy, y los cascos de los otros caballos a su espalda.
La capa de Bran ondeaba al viento, y la nieve le azotaba el rostro. Robb estaba mucho más adelante, de cuando en cuando echaba un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que Bran y los demás lo seguían. Sacudió las riendas de nuevo. Bailarina, suave como la seda, se puso al galope. La distancia se redujo. Cuando alcanzó a Robb, en las lindes del Bosque de los Lobos, a tres kilómetros de la ciudad invernal, los demás habían quedado muy atrás.
—¡Puedo cabalgar! —gritó Bran con una sonrisa. Era casi tan delicioso como volar.
—Te echaría una carrera, pero me da miedo que me ganes. —Robb hablaba en tono ligero y jocoso, pero Bran sabía que, bajo la sonrisa de su hermano, había cierta preocupación.
—No quiero echar carreras. —Buscó a los lobos huargos con la mirada; los dos habían desaparecido en el bosque—. ¿Oíste cómo aullaba Verano anoche?
—Viento Gris también estaba inquieto —asintió Robb. Tenía el cabello castaño demasiado largo y revuelto, y la pelusa gris que le cubría la mandíbula le hacía aparentar más de quince años—. A veces tengo la sensación de que saben cosas… sienten cosas… —Suspiró—. Nunca sé qué debo contarte y qué no, Bran. Ojalá fueras mayor.
—¡Ya tengo ocho años! —replicó Bran—. Ocho años es menos que quince, pero no mucho, y después de ti soy el heredero de Invernalia.
—Es verdad. —Robb parecía triste, y hasta un poco asustado—. Tengo que decirte una cosa, Bran. Anoche llegó un pájaro. Venía de Desembarco del Rey. El maestre Luwin me despertó.
Bran sintió un ramalazo de temor. «Alas negras, palabras negras», decía siempre la Vieja Tata, y en los últimos tiempos los cuervos mensajeros le daban la razón. Cuando Robb escribió al Lord Comandante de la Guardia de la Noche, el pájaro volvió con la noticia de que el tío Benjen seguía desaparecido. Luego llegó un mensaje del Nido de Águilas, de su madre, y tampoco eran buenas noticias. No decía cuándo iba a regresar, sólo que había cogido prisionero al Gnomo. A Bran le caía bien el hombre pequeño, pero el nombre de los Lannister le daba escalofríos. Había algo relativo a ellos, algo que debía recordar, pero cada vez que lo intentaba le entraban mareos y se le encogía el estómago. Robb se pasó el día entero encerrado tras sus puertas, reunido con el maestre Luwin, Theon Greyjoy y Hallis Mollen. Después partieron caballos con las órdenes de Robb para todo el norte. Bran oyó hablar de Foso Cailin, la antigua fortaleza que los primeros hombres habían construido en la cima del Cuello. Nadie le contaba qué pasaba, pero sabía que no podía ser nada bueno.
Y ahora otro cuervo, otro mensaje. Bran se aferró a la esperanza.
—¿Lo enviaba madre? ¿Dice cuándo va a volver?
—Era un mensaje de Alyn, en Desembarco del Rey. Jory Cassel ha muerto. Wyl y Heward también. Los asesinó el Matarreyes. —Robb alzó el rostro hacia la nieve, los copos se le derritieron en las mejillas—. Los dioses los acojan en su seno.
Bran no sabía qué decir. Se sentía como si le hubieran quitado el aliento de un puñetazo. Jory había sido capitán de la guardia de Invernalia desde antes de que él naciera.
—¿Han matado a Jory? —Se acordó de todas las veces en que Jory lo había perseguido por los tejados. Lo veía claramente, cruzando el patio a zancadas, vestido con su cota de mallas, sentado en su lugar habitual del Salón Principal, bromeando mientras comía—. ¿Por qué querría nadie matar a Jory?
—No lo sé. —Robb sacudió la cabeza, se le veía el dolor en los ojos—. Y… y eso no es lo peor, Bran. Durante la pelea, el caballo de padre cayó y lo pilló debajo. Alyn dice que tiene la pierna destrozada, y… maestre Pycelle le ha dado la leche de la amapola, pero no saben bien cuándo… cuándo… —Oyó cascos de caballos que le hicieron mirar camino abajo, hacia el punto por donde se acercaban Theon y los demás—. No saben cuándo despertará —terminó. Se llevó una mano al pomo de la espada, y prosiguió con la voz solemne de Robb el Señor—. Te prometo, Bran, que pase lo que pase, no olvidaré esto.
Tenía algo en la voz que hizo que Bran sintiera aún más miedo.
—¿Qué harás? —preguntó en el momento en que Theon Greyjoy tiraba de las riendas junto a ellos.
—Theon cree que debería llamar a los vasallos —dijo Robb.
—Sangre por sangre. —Theon Greyjoy no sonreía, para variar. Se le veía una mirada hambrienta en el rostro fino y moreno, y el pelo oscuro le caía sobre los ojos.
—Sólo el señor puede llamar a los vasallos —dijo Bran. La nieve empezaba a arremolinarse en torno a ellos.
—Si tu padre muere, Robb será el señor de Invernalia —señaló Theon.
—¡Pero no se va a morir! —le gritó Bran.
Robb le cogió la mano.
—No se morirá, Bran —dijo Robb con voz tranquila cogiéndole de la mano—, hablamos de padre. De todos modos… ahora el honor del norte está en mis manos. Cuando nuestro señor padre se marchó, me dijo que fuera fuerte por ti y por Rickon. Ya casi soy un hombre, Bran.
—Quiero que vuelva madre —dijo el niño, acongojado mientras se estremecía. Miró hacia el camino. El maestre Luwin se divisaba a lo lejos, en su asno—. ¿El maestre Luwin piensa también que hay que llamar a los vasallos?
—El maestre es tímido como una anciana —dijo Theon.
—Padre siempre le pedía consejo —recordó Bran a su hermano—. Y madre también.
—Igual que yo —insistió Robb—. Pido consejo a todo el mundo.
La alegría de Bran se había derretido como los copos de nieve sobre el rostro. Unos meses antes, la idea de que Robb llamara a los vasallos y partiera a la guerra le habría emocionado, pero en aquel momento lo único que sentía era temor.
—¿Volvemos a casa? —preguntó—. Tengo frío.
—Tenemos que buscar a los lobos —dijo Robb mirando alrededor—. ¿Puedes aguantar un poco más?
—Aguanto lo que tú aguantes.
El maestre Luwin le había advertido que no cabalgara demasiado por si la silla le hacía daño, pero Bran no iba a reconocer ninguna debilidad ante su hermano. Estaba harto de que todos lo rodearan constantemente para preguntarle cómo se encontraba.
—Pues vamos a dar caza a los cazadores —dijo Robb.
Iniciaron el trote para salir del camino real y adentrarse en el Bosque de los Lobos. Theon los siguió rezagado, iba charlando y bromeando con los guardias.
Bajo los árboles todo era más agradable. Con un ligero tirón de riendas, Bran hizo que Bailarina fuera al paso y se dedicó a mirar a su alrededor. Conocía bien aquel bosque, pero llevaba tanto tiempo confinado en Invernalia que se sentía como si lo viera por primera vez. Los aromas le inundaban las fosas nasales: el frescor de las agujas de pino, el olor a tierra de las hojas podridas, los rastros de los animales, las hogueras lejanas. Divisó el movimiento de una ardilla negra entre las ramas nevadas de un roble y se detuvo para observar la telaraña plateada de una araña emperatriz.
Theon y los demás se fueron quedando cada vez más rezagados, hasta que Bran ya no alcanzó a oír sus voces. Más adelante se escuchaba el rumor de las aguas. Se fue haciendo más y más audible a medida que se acercaban al riachuelo. Las lágrimas le escocieron en los ojos.
—¿Qué te pasa, Bran? —preguntó Robb.
—Me estaba acordando de una cosa —respondió—. Jory nos trajo una vez aquí a pescar truchas, ¿te acuerdas? A ti, a Jon y a mí.
—Sí, me acuerdo —asintió Robb en voz baja, triste.
—Yo no cogí ninguna —siguió Bran—, pero en el camino de vuelta Jon me dio la suya. ¿Crees que volveremos a ver a Jon?
—Ya vimos al tío Benjen cuando vino el rey de visita, ¿no? —señaló Robb—. Jon también vendrá a vernos algún día.
El riachuelo bajaba muy crecido y rápido. Robb desmontó y guió su capón hacia la orilla. En la zona más profunda del paso el agua le llegaba hasta medio muslo. Ató el caballo a un árbol al otro lado y volvió a vadearlo para recoger a Bran y a Bailarina. La corriente se arremolinaba en torno a las rocas y las raíces de los árboles, y Bran sintió las salpicaduras en el rostro al cruzar. Aquello le provocó una sonrisa, y por un momento volvió a sentirse fuerte, entero. Alzó la vista hacia las copas de los árboles y soñó que se encaramaba a ellas, hasta las ramas más altas, y todo el bosque se extendía a sus pies.
Estaban ya al otro lado cuando oyeron el aullido, un aullido creciente que corría entre los árboles como una ráfaga de viento frío. Bran alzó la cabeza para escuchar.
—Es Verano —dijo. En aquel momento, otro aullido se unió al primero.
—Han conseguido una presa —dijo Robb al tiempo que volvía a montar—. Más vale que vaya a buscarlos. Espera aquí, Theon y los demás no tardarán en llegar.
—Quiero ir contigo —protestó Bran.
—Si voy yo solo los encontraré antes. —Robb espoleó a su capón y se perdió entre los árboles.
Cuando se encontró a solas, Bran tuvo la sensación de que los árboles se cerraban en torno a él. La nieve empezaba a caer más densa. Se derretía tan pronto tocaba el suelo, pero a su alrededor tanto las rocas como las raíces y las ramas empezaban a lucir ya una fina sábana blanca. Poco a poco se fue sintiendo incómodo. No sentía las piernas, que le colgaban inútiles en los estribos, pero la correa que llevaba en torno al pecho estaba muy apretada, y la nieve derretida le había empapado los guantes, con lo que tenía las manos congeladas. No sabía por qué Theon, y el maestre Luwin, y Joseth y los demás tardaban tanto.
Al oír el crujido de las hojas a su espalda, Bran movió las riendas para que Bailarina se diera media vuelta, con la esperanza de encontrarse con sus amigos, pero los hombres harapientos que aparecieron en la orilla del río eran completos desconocidos.
—Buenos días —saludó, nervioso. Una simple mirada le había bastado para saber que no eran guardabosques, ni tampoco campesinos. De pronto se dio cuenta de lo lujosas que eran las ropas que llevaba. Lucía un chaleco nuevo, de lana gris oscura con botones de plata, y se aseguraba la capa ribeteada de pieles con un gran broche de plata. También las botas y los guantes tenían forro de piel.
—Estás solo, ¿eh? —dijo el más corpulento, un hombre calvo de rostro curtido por el viento—. Pobre chico, se ha perdido en el Bosque de los Lobos.
—No me he perdido. —A Bran no le gustaban las miradas de los desconocidos. Los contó, eran cuatro, pero al volver la cabeza vio a dos más a su espalda—. Mi hermano se ha alejado un momento, y mis guardias no tardarán en llegar.
—Tus guardias, ¿eh? —dijo un segundo hombre, con barba gris de varios días en las mejillas demacradas—. ¿Y qué es lo que guardan, señorito? ¿Ese broche de plata que llevas en la capa?
—Es bonito —dijo una voz de mujer. Aunque no parecía una mujer; era alta y flaca, tenía el rostro endurecido como el de los demás, y se ocultaba el pelo bajo un casco en forma de cuenco. Llevaba una lanza de dos metros, con asta de roble negro y punta de acero oxidado.
—Vamos a verlo mejor —sugirió el calvo.
Bran lo miró, nervioso. Las ropas del hombre estaban sucias, casi destrozadas, con parches marrones, azules, verdes, casi todos desteñidos hasta parecer grises, aunque quizá en el pasado su capa fue negra. El hombre de la barba incipiente también llevaba harapos negros, y Bran se sobresaltó. De pronto, recordó al hombre al que su padre había decapitado el día que encontraron a los cachorros de huargo. También aquél había vestido el negro, y su padre le explicó que era un desertor de la Guardia de la Noche. «No hay ser más peligroso —fueron las palabras de Lord Eddard—. El desertor sabe que, si lo atrapan, se puede dar por muerto, así que no se detendrá ante ningún crimen por espantoso que sea.»
—El broche, mocoso —dijo el hombre corpulento y extendió la mano.
—Nos llevaremos también el caballo —dijo una mujer más baja que Robb, con cara de plato y pelo rubio muy lacio—. Bájate, venga. —Se sacó de la manga un cuchillo de hoja serrada.
—No… —tartamudeó Bran—. No puedo… —Antes de que Bran tuviera tiempo de hacer que Bailarina se diera la vuelta para alejarse al galope, el hombre corpulento agarró las riendas.
—Claro que puedes, señorito. Y haz lo que te han dicho, si sabes lo que te conviene.
—Mira cómo va sujeto a la silla, Stiv. —La mujer alta apuntó con la lanza—. Puede que diga la verdad.
—Son correas, ¿verdad? —asintió Stiv. Se sacó una daga de la funda que le colgaba del cinturón—. De eso me encargo yo.
—¿Eres una especie de tulllido? —preguntó la mujer baja.
—Soy Brandon Stark de Invernalia —dijo Bran, mirándolo rabioso—, y si no sueltas mi caballo os haré ajusticiar a todos.
—No cabe duda, es un Stark. —El hombre flaco de la barbita gris se echó a reír—. Sólo los Stark son tan idiotas como para amenazar cuando debería estar suplicando.
—Córtale la picha y métesela en la boca —sugirió la mujer baja—. A ver si así se calla.
—Eres tan idiota como fea, Hali —dijo la mujer alta—. Muerto, el chico no vale nada. En cambio, vivo… Por todos los dioses, ¿te imaginas qué nos daría Mance si le lleváramos como rehén a un pariente de Benjen Stark?
—A la mierda con Mance —bufó el hombre corpulento—. ¿Acaso quieres volver allí, Osha? Estúpida. ¿Crees que a los caminantes blancos les importará que tengas un rehén? —Se volvió hacia Bran y cortó la correa del muslo del chico. El cuero se abrió con un susurro.
Había sido un tajo rápido y descuidado, profundo. Bran bajó la vista y vio la carne blanca por debajo de las polainas de lana. La sangre empezó a manar, vio cómo se extendía la mancha roja. Tenía una sensación curiosa, como si estuviera presenciando todo aquello desde otro lugar. No había sentido dolor, ni la más mínima molestia. El hombre dejó escapar un gruñido de sorpresa.
—Suelta la espada ahora mismo y te prometo una muerte rápida e indolora —exclamó Robb.
Bran volvió la cabeza, esperanzado, y allí estaba su hermano. Las palabras eran fuertes y seguras, pero su voz estaba llena de tensión. Iba montado, y tras él, en el caballo, se veía el cuerpo sangrante de un alce. Tenía la espada en la mano enguantada.
—El hermano —dijo el hombre de la barba gris.
—Qué valiente, ¿no? —se burló la mujer baja, la que habían llamado Hali—. ¿Vas a luchar con nosotros, chico?
—No seas idiota, muchacho, somos seis contra uno. —Osha, la mujer alta, sopesó la lanza—. Bájate del caballo y suelta la espada. Te agradeceremos de todo corazón las monturas y el venado, y tu hermano y tú podréis marcharos.
Robb silbó. Se oyó el sonido tenue de unas pisadas ligeras sobre las hojas húmedas. La maleza se apartó, la nieve cayó de las ramas más bajas, y Viento Gris y Verano salieron de la espesura. Verano olfateó el aire y gruñó.
—Lobos —se atragantó Hali.
—Lobos huargos —dijo Bran.
Aunque aún no eran adultos, tenían mayor tamaño que ningún lobo, pero las diferencias eran evidentes para el ojo experto. El maestre Luwin y Farlen, el encargado de las perreras, se las habían enseñado. Los lobos huargos tenían la cabeza más grande y las patas más largas en proporción al cuerpo, con las mandíbulas mucho más alargadas y pronunciadas. Su aspecto resultaba aterrador en aquel momento, bajo la ligera nevada. Viento Gris tenía el hocico manchado de sangre fresca.
—Son perros —dijo el hombre calvo, despectivo—. Me han dicho que no hay nada como una capa de piel de lobo para calentarse por las noches. —Hizo un gesto brusco—. A por ellos.
—¡Invernalia! —gritó Robb al tiempo que picaba espuelas. El capón descendió al galope hacia el arroyo.
Un hombre armado con un hacha se lanzó contra él, gritando, con la guardia baja. La espada de Robb le acertó de lleno en el rostro, se oyó un crujido repugnante, y la sangre manó a borbotones. El hombre de la barba gris descuidada tendió la mano hacia las riendas, durante un instante las tuvo en las manos… y Viento Gris cayó sobre él y lo derribó. Cayó de espaldas al arroyo, lanzando cuchilladas a ciegas con la daga mientras se sumergía. El lobo huargo se lanzó encima de él y las aguas se tornaron rojas sobre ellos.
Robb y Osha se enfrentaron en medio del arroyo. La lanza de la mujer era una serpiente con cabeza de acero que se acercó al pecho del muchacho una, dos, tres veces, pero Robb desvió todos los golpes con su espada. Al cuarto o quinto intento, la mujer puso demasiado impulso en el ataque y perdió el equilibrio un instante. Robb cargó y la arrolló.
A unos cuantos metros, Verano se lanzó como una flecha contra Hali. El cuchillo de la mujer lo hirió en un costado. Verano retrocedió enseñando los dientes, atacó de nuevo y cerró las mandíbulas en torno a su pantorrilla. La mujer menuda agarró el cuchillo con ambas manos e intentó apuñalarlo, pero el lobo huargo pareció presentir el ataque, soltó la presa durante un instante, con la boca llena de cuero, lana y carne ensangrentada. Hali se tambaleó y cayó, y el lobo atacó de nuevo, la derribó de espaldas y le desgarró el vientre a dentelladas.
El sexto hombre intentó escapar de aquella carnicería, pero no llegó lejos. Estaba trepando por la orilla más lejana del arroyo cuando Viento Gris surgió de las aguas, empapado. Se sacudió el pelaje, se lanzó hacia el hombre que huía, le seccionó el tendón de la corva de una sola dentellada y, mientras su víctima se deslizaba gritando hacia las aguas, le desgarró la garganta.
Ya sólo quedaba el hombre corpulento, Stiv. Cortó de un solo tajo la correa del pecho de Bran, lo agarró por el brazo y le dio un tirón. Bran cayó al suelo, con un pie en el arroyo. No sentía el frío del agua, pero sí el acero de la daga de Stiv en la garganta.
—Atrás —amenazó el hombre—, o le corto el pescuezo al mocoso. Lo juro.
Robb, jadeante, tiró de las riendas. La ira se le esfumó de los ojos y bajó el brazo de la espada.
En ese momento, Bran vio toda la situación. Verano destrozaba a Hali, arrancándole brillantes serpientes azules del vientre. La mujer tenía los ojos abiertos, pero Bran no sabía si estaba viva o muerta. El hombre de la barba gris y el del hacha yacían inmóviles, pero Osha se arrastraba hacia la lanza caída. Viento Gris, chorreante, se acercaba a ella.
—¡Llámalo! —exigió—. ¡Llama a los lobos o mato al tullido, venga!
—Viento Gris, Verano, conmigo —dijo Robb.
Los lobos huargos volvieron las cabezas. Viento Gris trotó hacia Robb. Verano se quedó donde estaba, con los ojos fijos en Bran y en el hombre que lo amenazaba. Dejó escapar un gruñido. Tenía el hocico húmedo y rojo, pero había fuego en sus ojos.
Osha se apoyó en el asta de la lanza para ponerse en pie. Le sangraba el antebrazo derecho, allí donde Robb la había herido. Bran vio que por la frente del hombre corpulento corría el sudor a chorros. Comprendió que Stiv tenía tanto miedo como él.
—Stark —murmuró—, malditos Stark. —Alzó la voz—. Osha, mata a los lobos y quítale la espada.
—Mátalos tú —replicó ella—. Yo no me pienso acercar a esos monstruos.
Stiv se quedó desconcertado por un momento. Le temblaba la mano. Bran sintió que le corría por el cuello un hilillo de sangre, allí donde lo presionaba con el cuchillo. El hedor del hombre le llenó las fosas nasales; apestaba a miedo.
—Tú —dijo a Robb—, ¿cómo te llamas?
—Soy Robb Stark, heredero de Invernalia.
—¿Éste es tu hermano?
—Sí.
—Si quieres que siga con vida, haz lo que te digo. Baja del caballo. —Robb titubeó un instante. Luego, muy despacio, desmontó, todavía con la espada en la mano—. Ahora mata a los lobos. —Robb no se movió—. Hazlo. Los lobos o el chico.
—¡No! —gritó Bran.
Si Robb obedecía, Stiv los mataría de todos modos en cuanto los lobos no fueran ya una amenaza.
El hombre calvo le agarró el pelo con la mano libre y se lo retorció hasta que Bran sollozó de dolor.
—Cierra el pico, tullido, ¿me oyes? —Se lo retorció aún más—. ¿Me oyes?
En los bosques, tras ellos, se oyó un restallido repentino. Stiv dejó escapar un grito ahogado, y quince centímetros de flecha con punta de acero parecieron brotar de su pecho. La flecha era de color rojo brillante, como si la hubieran pintado con sangre.
La daga que amenazaba a Bran cayó al suelo. El hombretón se desplomó de bruces en el arroyo. La flecha se quebró bajo su peso. El niño vio cómo su vida se derramaba en las aguas.
Osha miró a los guardias de su padre, que salían de entre los árboles con las armas desenvainadas. Dejó caer la lanza.
—Piedad, mi señor —dijo a Robb.
Al acercarse al escenario de la carnicería, los guardias se fueron poniendo pálidos. Miraban a los lobos, inseguros; cuando Verano volvió para alimentarse del cadáver de Hali, Joseth soltó el cuchillo y corrió hacia los arbustos para vomitar. Hasta el maestre Luwin parecía conmocionado al salir de entre los árboles, pero enseguida se repuso. Sacudió la cabeza y vadeó el arroyo para acudir al lado de Bran.
—¿Estás herido?
—Me ha hecho un corte en la pierna —dijo Bran—, pero no noto nada.
El maestre se arrodilló para examinar la herida y Bran miró hacia atrás. Theon Greyjoy estaba junto a un árbol centinela, con el arco en la mano. Sonreía. Siempre sonreía. Había clavado media docena de flechas en la tierra blanda, ante él, pero únicamente le había hecho falta una.
—Un enemigo muerto es el espectáculo más hermoso que existe —anunció.
—Jon decía siempre que eres un cretino, Greyjoy —le espetó Robb—. Debería encadenarte en el patio para que Bran practicara su puntería contigo.
—Tendrías que darme las gracias por salvarle la vida a tu hermano.
—¿Y si llegas a fallar? —replicó Robb—. ¿Y si sólo lo hubieras herido? ¿Y si en el último estertor le cortaba la garganta, y si le dabas a Bran? ¿Y si ese hombre hubiera llevado coraza? No lo sabías, sólo le veías la capa, y por la espalda. ¿Qué le habría pasado a mi hermano? ¿Te paraste a pensarlo, Greyjoy?
La sonrisa de Theon se había esfumado. Se encogió de hombros, malhumorado, y empezó a desclavar las flechas del suelo, una a una. Robb miró a los guardias.
—¿Dónde estabais? —exigió saber—. Creía que nos seguíais de cerca.
Los hombres se miraron entre ellos, alicaídos.
—Y así era, mi señor —dijo Quent, el más joven, cuya barba era apenas una pelusilla castaña—. Pero antes nos detuvimos para esperar al asno del maestre Luwin, con perdón por la expresión, y luego él… la verdad… —Lanzó una mirada a Theon, y apartó la vista al momento, abochornado.
—Vi un pavo —replicó Theon, molesto—. ¿Cómo iba a saber que dejarías solo al chico?
Robb volvió la mirada hacia Theon una vez más. No dijo nada, pero Bran nunca lo había visto tan enfadado. Por fin, se arrodilló junto al maestre Luwin.
—¿Es grave la herida de mi hermano?
—Un simple arañazo —respondió el maestre. Mojó un paño en el arroyo para limpiar el corte—. Dos de ellos vestían el negro —dijo mientras lo hacía.
Robb echó un vistazo al lugar donde Stiv yacía en el arroyo; las aguas agitaban los pliegues de la andrajosa capa negra.
—Desertores de la Guardia de la Noche —dijo, sombrío—. Tenían que estar locos para acercarse tanto a Invernalia.
—A veces no resulta fácil diferenciar la locura de la desesperación —señaló el maestre Luwin.
—¿Los enterramos, mi señor? —preguntó Quent.
—Ellos no nos habrían enterrado a nosotros —replicó Robb—. Cortadles las cabezas, las enviaremos al Muro. El resto se quedará para los buitres.
—¿Y qué hacemos con ésta? —preguntó Quent apuntando a Osha con el pulgar.
Robb se acercó a ella. La mujer le sacaba una cabeza de estatura, pero se dejó caer de rodillas ante él.
—Perdonadme la vida, mi señor Stark, y seré vuestra.
—¿Mía? ¿Para qué quiero yo a una desertora que rompe su juramento?
—Yo no he roto ningún juramento. Stiv y Wallen escaparon del Muro, yo no. Los cuervos negros no admiten mujeres.
—Échala a los lobos —recomendó a Robb Theon Greyjoy mientras caminaba hacia ellos con paso indolente.
Los ojos de la mujer se clavaron en lo que quedaba de Hali y enseguida se apartaron. Se estremeció. Hasta los guardias parecían al borde de la náusea.
—Es una mujer —replicó Robb.
—Una salvaje —le informó Bran—. Dijo que me mantuvieran con vida para llevarme ante Mance Rayder.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Robb.
—Osha, para servir a mi señor —murmuró ella con amargura.
—Lo mejor será que la interroguemos —dijo el maestre Luwin levantándose.
Bran vio que el rostro de su hermano reflejaba un inmenso alivio.
—Buena idea, maestre. Wayn, átale las manos. Vendrá a Invernalia con nosotros… y vivirá o morirá, según qué nos cuente.