—Deberíais habernos anunciado vuestra llegada, mi señora —dijo Ser Donnel Waynwood mientras los caballos ascendían por el paso—. Os habríamos enviado una escolta. El camino alto ya no es tan seguro como en otros tiempos, y menos para un grupo tan pequeño como el vuestro.
—Lo hemos descubierto a un alto precio, Ser Donnel —respondió Catelyn. A veces tenía la sensación de que su corazón se había trocado en piedra. Para ayudarla a llegar hasta allí habían muerto seis hombres, seis valientes, y no había tenido lágrimas para llorarlos. Hasta empezaba a olvidar sus nombres—. Los clanes nos han acosado día y noche. Perdimos tres hombres en el primer ataque, dos más en el segundo, y el criado de Lannister murió de fiebres cuando se le infectaron las heridas. Al oír llegar a vuestros hombres nos dimos por muertos.
Se habían preparado para una última pelea desesperada, con las espaldas contra las rocas y las armas en las manos. El enano estaba afilando el hacha y hacía algún comentario jocoso cuando Bronn divisó el estandarte de los jinetes, la luna y el halcón de la Casa Arryn, azul celeste y blanco. Catelyn no había visto nada tan hermoso en su vida.
—Desde que murió Lord Jon, los clanes son cada vez más osados —dijo Ser Donnel. Era un joven de veinte años rechoncho, poco agraciado, vehemente, con nariz ancha y una mata espesa de pelo castaño—. Si de mí dependiera, iría a las montañas con cien hombres, los sacaría de sus escondrijos y les daría una buena lección, pero vuestra hermana lo ha prohibido. Ni siquiera permite que sus caballeros participen en el torneo de la Mano. Quiere que todos sus hombres estén cerca, para defender el Valle… aunque nadie sabe de qué hay que defenderlo. Hay quien piensa que de las sombras. —La miró con ansiedad, como si acabara de recordar quién era su interlocutora—. Espero no haber hablado demasiado, mi señora. No era mi intención ofenderos.
—La sinceridad no puede ofenderme, Ser Donnel. —Catelyn sabía de qué tenía miedo su hermana. De las sombras no, de los Lannister, pensó al tiempo que lanzaba una mirada hacia el enano que cabalgaba junto a Bronn. Aquellos dos se habían unido mucho desde la muerte de Chiggen. El hombrecillo era demasiado astuto para su gusto. Al llegar a las montañas era su prisionero, iba atado e impotente. ¿Y en aquel momento? Seguía siendo su prisionero, pero cabalgaba junto a ellos con una daga en el cinturón y un hacha colgada de la silla de montar, vestía la capa de gatosombra que había ganado al bardo a los dados, y la cota de mallas que había tomado del cadáver de Chiggen. Cuarenta hombres escoltaban al enano y al resto del desastrado grupo, eran caballeros y guerreros al servicio de su hermana Lysa y del hijito de Jon Arryn, pero Tyrion no daba la menor muestra de temor. Catelyn pensó, y no por primera vez, si se habría equivocado. Quizá fuera inocente de lo de Bran, de lo de Jon Arryn, de todo lo demás. Y, entonces, ¿en qué lugar quedaba ella? Seis hombres habían muerto para llevar al enano hasta allí. Dejó de lado sus dudas con resolución.
—Cuando lleguemos a los dominios, os ruego que hagáis llamar enseguida al maestre Colemon. Las heridas de Ser Rodrik le han causado fiebre.
En más de una ocasión había temido que el anciano caballero no sobreviviera al viaje. Al final apenas si se mantenía sobre la silla, y Bronn había intentado que lo abandonaran a su suerte, pero Catelyn se negó en redondo. En vez de eso lo ataron a la silla, y ordenó al bardo Marillion que velara por él.
—Lady Lysa ha ordenado que el maestre no salga bajo ningún concepto del Nido de Águilas —respondió Ser Donnel después de titubear un instante—, tiene que cuidar de Lord Robert. Pero en la puerta de la entrada hay un septon que cuida de los heridos. Puede echar un vistazo a vuestro criado.
Catelyn tenía más fe en los conocimientos de un maestre que en las plegarias de un septon. Estaba a punto de decirlo cuando divisó a lo lejos las almenas y los largos parapetos edificados en la roca misma de las montañas. Un caballero salió a recibirlos cuando ya estaban casi en la cima. Tanto el caballo como la armadura eran grises, pero lucía la capa azul y roja de Aguasdulces, con un broche de oro y obsidiana en forma de pez negro.
—¿Quién quiere cruzar la Puerta de la Sangre? —proclamó.
—Ser Donnel Waynwood, con Lady Catelyn Stark y sus acompañantes —respondió el joven caballero.
—El rostro de la dama me resultaba familiar —dijo el Caballero de la Puerta alzándose el visor—. Estás muy lejos del hogar, pequeña Cat.
—Tú también, tío —respondió ella con una sonrisa, pese a todos los sufrimientos de los días anteriores. Aquella voz ronca y gentil la hacía retroceder veinte años, a los días de su infancia.
—Mi hogar está a mi espalda —refunfuñó él.
—Tu hogar está en mi corazón —le dijo Catelyn—. Quítate el yelmo. Quiero verte la cara otra vez.
—Me temo que no ha mejorado con el paso de los años —dijo Brynden Tully.
Pero hizo como le había pedido, y Catelyn vio que había mentido. Tenía el rostro arrugado y curtido, el tiempo le había quitado el oro del cabello y se lo había tornado gris, pero su sonrisa era la de siempre, al igual que las cejas pobladas, gruesas como orugas, y la risa que bailaba en sus ojos color azul oscuro.
—¿Sabía Lysa que ibas a venir?
—No tuve tiempo de enviarle un mensaje —respondió Catelyn. El resto del grupo se acercaba—. Me temo que somos los predecesores de la tormenta, tío.
—¿Entramos en el Valle? —preguntó Ser Donnel. Los Waynwood eran dados a las ceremonias.
—En nombre de Robert Arryn —proclamó Ser Brynden—, señor del Nido de Águilas, defensor del Valle, Verdadero Guardián del Oriente, os ruego que entréis con libertad y defendáis su paz. Pasad.
Y así, entraron a caballo tras él, bajo la sombra de la Puerta de la Sangre, donde una docena de ejércitos se habían enfrentado a muerte en la Edad de los Héroes. Al otro lado de las edificaciones, la montaña se abría a un paisaje impresionante de prados verdes, cielos azules y montañas nevadas: el Valle de Arryn, bañado por la luz de la mañana.
Se extendía hacia las nieblas de oriente, tierras tranquilas y ricas, con ríos anchos de aguas tranquilas y cientos de lagos que brillaban al sol como espejos, protegidos por picos escarpados. En los campos crecía trigo, maíz y cebada, y ni en Altojardín eran más grandes las calabazas ni más dulces las frutas. Ellos se encontraban en el extremo occidental del valle, donde el camino alto llegaba al último paso y empezaba a descender hacia las tierras fértiles, tres kilómetros más abajo. Allí el Valle era estrecho, apenas habría costado más de medio día cruzarlo a caballo, y las montañas del norte parecían tan cercanas que Catelyn casi podía tocarlas con los dedos. Por encima de todas destacaba el pico al que llamaban Lanza del Gigante, una cumbre a la que el resto de las cumbres miraba desde abajo, con la cima perdida entre las nieblas gélidas, a más de cinco kilómetros de las tierras de la cuenca. Por la inmensa vertiente occidental discurría el arroyo fantasma denominado Lágrimas de Alyssa. Pese a la distancia, Catelyn alcanzaba a distinguir la hebra de plata brillante sobre la piedra oscura.
Al ver que se había detenido, su tío se acercó a ella y señaló con el dedo.
—Es allí, junto a las Lágrimas de Alyssa. Desde aquí sólo se ve un destello blanco de cuando en cuando, y eso si prestas atención y el sol cae en la posición correcta.
«Siete torres —le había contado Ned—, siete torres como siete dagas clavadas en el vientre del cielo, tan altas que, si subes a las almenas, ves las nubes desde arriba.»
—¿A qué distancia a caballo? —preguntó.
—Podemos llegar al pie de la montaña antes del ocaso —dijo el tío Brynden—, pero tardaremos un día más en el ascenso.
—Mi señora —intervino Ser Rodrik Cassel, tras ellos—. Me temo que hoy ya no puedo seguir. —Bajo los bigotes que habían vuelto a crecerle tenía el rostro crispado y ceniciento. Parecía tan agotado que Catelyn temió que se cayera del caballo.
—Ni tenéis por qué —dijo—. Habéis hecho todo lo que se podía pedir de vos y cien veces más. Mi tío me escoltará el resto del camino hasta el Nido de Águilas. Lannister vendrá conmigo, pero los demás podéis quedaros aquí para recuperar las fuerzas.
—Será un honor para nosotros considerarlo nuestro invitado —dijo Ser Donnel, con la cortesía solemne de los jóvenes.
Del grupo que había iniciado el viaje con ella en la posada de la encrucijada sólo quedaban Bronn, Ser Willis Wode y Marillion el bardo, aparte de Ser Rodrik.
—Mi señora —dijo Marillion adelantando su montura—, os ruego que me permitáis acompañaros al Nido de Águilas, para presenciar el final de esta historia igual que presencié su comienzo. —El muchacho parecía agotado y macilento, pero con una extraña determinación. En los ojos tenía un brillo febril.
Catelyn no había pedido al bardo que cabalgara con ellos, era una decisión que el muchacho había tomado por su cuenta. Era inexplicable que hubiera sobrevivido, mientras tantos hombres más valientes habían quedado en el camino, muertos y sin enterrar. Pero allí estaba, y con un atisbo de barba que lo hacía parecer casi un hombre. Quizá le debiera algo por haber llegado hasta aquel punto.
—Muy bien —le dijo.
—Yo también iré —anunció Bronn.
Aquello ya le gustaba menos. Sabía que, sin la ayuda de Bronn, jamás habría llegado al Valle: el mercenario era uno de los guerreros más fieros que había visto jamás, y con su espada había abierto a golpes el camino hacia la salvación. Pero tenía algo que disgustaba profundamente a Catelyn. Era valiente, sin duda, y también fuerte, pero no había en él una pizca de bondad ni de lealtad. Y lo había visto demasiado a menudo cabalgando junto a Lannister, con quien hablaba en voz baja, y juntos reían sus bromas privadas. Habría preferido separarlo del enano en aquel mismo instante, pero ya había accedido a que Marillion los acompañara hasta el Nido de Águilas, así que no encontraba ninguna manera elegante de negar a Bronn el mismo derecho.
—Como desees —dijo, aunque se daba cuenta de que él no había pedido permiso.
Ser Willis Wode se quedó con Ser Rodrik mientras un septon de voz suave le curaba las heridas. Sus caballos, aquellas pobres bestias agotadas, también quedaron atrás. Ser Donnel prometió enviar pájaros al Nido de Águilas y a las Puertas de la Luna para avisar de su llegada. Les entregaron caballos descansados, animales de patas firmes y crines hirsutas, y antes de que transcurriera una hora ya habían vuelto a emprender la marcha. Durante el descenso hacia la cuenca del Valle, Catelyn cabalgó junto a su tío. Los seguían Bronn, Tyrion Lannister, Marillion y seis hombres de Brynden.
Hasta que no hubieron realizado un tercio del descenso, y estuvieron fuera del alcance del oído de los demás, Brynden Tully no se volvió hacia ella para hablarle.
—Bien, niña. Cuéntame qué pasa con esta tormenta tuya.
—Hace muchos años que no soy una niña, tío —replicó Catelyn. Pero, de todos modos, se lo contó. Tardó mucho más de lo que había pensado en relatar toda la historia, la carta de Lysa, la caída de Bran, la daga del asesino, Meñique y el encuentro fortuito con Tyrion Lannister en la posada de la encrucijada.
Su tío la escuchó en silencio. A medida que avanzaba el relato, se le acentuaba el ceño y las espesas cejas le ensombrecían más y más los ojos. Brynden Tully siempre había sabido escuchar… a cualquiera excepto al padre de Catelyn. Era el hermano de Lord Hoster, cinco años más joven, pero ambos estaban enfrentados desde que Catelyn tenía uso de razón. Cuando tenía ocho años oyó cómo Lord Hoster, en una de sus peleas a gritos, decía que Brynden era «la oveja negra de los Tully». Brynden se había echado a reír, y había señalado que, ya que el emblema de la casa era una trucha saltando en el río, él sería más bien un pez negro que una oveja negra. Desde entonces había hecho del pez negro su emblema personal.
La guerra no terminó hasta el día en que Lysa y ella contrajeron matrimonio. Durante el festín de bodas, Brynden dijo a su hermano que se marchaba de Aguasdulces para servir a Lysa y a su esposo, el señor del Nido de Águilas. Desde entonces Lord Hoster no volvió a pronunciar el nombre de su hermano, al menos por lo que Edmure le contaba en sus escasas cartas.
Y pese a todo, durante los años de la infancia de Catelyn, era a Brynden el Pez Negro a quien acudían los niños con sus llantos y sus historias, cuando su padre estaba demasiado ocupado y su madre demasiado enferma. Catelyn, Lysa, Edmure… y sí, hasta Petyr Baelish, el pupilo de su padre. Él los había escuchado a todos con paciencia, igual que en aquel momento la escuchaba a ella, se reía con sus triunfos y los consolaba en sus infortunios infantiles.
Cuando acabó el relato, su tío se quedó en silencio un buen rato mientras los caballos avanzaban por la pendiente rocosa del sendero.
—Hay que contárselo a tu padre —dijo al final—. Si los Lannister atacan, Invernalia está lejos y el Valle bien protegido tras las montañas, pero Aguasdulces está en su camino.
—Ése era mi temor —admitió Catelyn—. En cuanto lleguemos al Nido de Águilas pediré al maestre Colemon que envíe un pájaro. —No era el único mensaje que tenía que enviar. Ned le había encargado que transmitiera órdenes a sus banderizos para que aprestasen las defensas del norte—. ¿Cómo están los ánimos por el Valle? —preguntó.
—Impera la ira —suspiró Brynden Tully—. Lord Jon era muy querido, y cuando el rey concedió a Jaime Lannister un cargo que los Arryn llevaban trescientos años ostentando, el insulto fue doloroso. Lysa nos ha dado orden de que llamemos a su hijo el «verdadero» Guardián de Oriente, pero no engaña a nadie. Y tu hermana no es la única que tiene dudas sobre la muerte de la Mano. Nadie osa decir abiertamente que Jon fue asesinado, pero la sospecha proyecta sombras muy largas. —Miró a Catelyn con los labios apretados—. Y también está el muchacho.
—¿El muchacho? ¿Qué le pasa? —Agachó la cabeza al pasar bajo una roca saliente, traicionera en una curva cerrada.
—Lord Robert —suspiró su tío con tono preocupado—. Tiene seis años, es enfermizo y llora si le quitas los muñecos. Los dioses saben que es el heredero de Jon Arryn, pero hay quien piensa que es demasiado débil para ocupar el lugar de su padre. Nestor Royce lleva catorce años como mayordomo jefe, ocupó ese puesto todo el tiempo que Lord Jon pasó en Desembarco del Rey para servir a Robert, y muchos creen que debería seguir haciéndolo hasta la mayoría de edad del niño. Otros opinan que Lysa debería casarse de nuevo, lo antes posible. Los pretendientes revolotean en torno a ella como cuervos en un campo de batalla. El Nido de Águilas está a rebosar de hombres que la pretenden.
—Era de esperar —respondió Catelyn. No tenía nada de extraño; Lysa era todavía joven y el reino de la Montaña y el Valle era una dote de bodas excepcional—. ¿Volverá a casarse Lysa?
—Ella dice que sí, cuando encuentre al hombre adecuado —respondió Brynden Tully—. Pero ya ha rechazado a Lord Nestor y a otra docena de hombres más que aceptables. Lysa jura que esta vez será ella quien elija a su señor esposo.
—Tú eres el que menos debería reprochárselo.
—Y no se lo reprocho, pero… —Ser Brynden dejó escapar un bufido—. Tengo la sensación de que no hace más que jugar a los cortejos. Disfruta con el galanteo, pero creo que tu hermana tiene intención de gobernar hasta que el niño tenga edad para ser el señor del Nido de Águilas. Tanto de nombre como de hecho.
—Una mujer puede gobernar igual que un hombre —señaló Catelyn.
—La mujer adecuada, sin duda. —Su tío la miró de reojo—. Pero no te llames a engaño, Cat. Tu hermana no es como tú. —Titubeó un instante—. Si quieres que te diga la verdad, me temo que no encuentres en ella… la ayuda que esperas.
—¿Qué quieres decir? —Aquello la había desconcertado.
—La Lysa que regresó de Desembarco del Rey no es la misma muchacha que viajó al sur cuando nombraron Mano a su esposo. Fueron años muy duros para ella. Sin duda lo sabes. Lord Arryn cumplía con sus deberes como marido, pero su matrimonio no surgió de la pasión, sino de la política.
—Igual que el mío.
—Ambas empezasteis de la misma manera, pero tu final ha sido más feliz que el de tu hermana. Dos bebés nacieron muertos, otros tantos abortos, la muerte de Lord Arryn… los dioses sólo concedieron un hijo a Lysa, Catelyn, y ese pobre chiquillo es todo lo que le queda a tu hermana. Tiene miedo, niña, miedo sobre todo de los Lannister. Escapó de la Fortaleza Roja como un ladrón en la noche, llegó huyendo al Valle, todo para arrancar a su hijo de las fauces del león. Y ahora, tú has traído el león hasta sus puertas.
—Encadenado —replicó Catelyn. A su derecha se abría un precipicio insondable y oscuro. Tiró de las riendas de su caballo y prosiguió el descenso con cautela.
—¿De veras? —Su tío echó un vistazo hacia atrás, a Tyrion Lannister, que descendía por el camino con iguales precauciones—. Lleva un hacha colgada de la silla, una daga en el cinturón y un mercenario que lo sigue como una sombra hambrienta. ¿Dónde están las cadenas, pequeña?
—Está aquí, y no por decisión propia. —Catelyn, incómoda, cambió de postura en la silla—. Encadenado o no, es mi prisionero. Lysa deseará tanto como yo que pague por sus crímenes. Fue a su esposo a quien asesinaron los Lannister, fue su carta la que nos puso en guardia contra ellos.
Brynden Pez Negro le dedicó una sonrisa desganada.
—Ojalá tengas razón, niña —suspiró con un tono que indicaba que estaba equivocada.
El sol estaba ya muy al oeste cuando la ladera empezó a convertirse en llanura bajo los cascos de los caballos. El camino se hizo más ancho y recto, y Catelyn vio por primera vez hierba y flores. Una vez en la cuenca del valle pudieron avanzar más deprisa. Pasaron junto a bosques frondosos y pueblecillos adormilados, bordearon huertos y campos dorados de trigo, cruzaron una docena de arroyuelos bañados por la luz del sol poniente. Su tío envió por delante un portaestandarte con los emblemas de la luna y el halcón, de la Casa Arryn, y bajo él su pez negro. Los carros de los granjeros, los carromatos de los mercaderes y los jinetes de las casas menores se apartaban a un lado para dejarles paso.
Pese a todo, era ya noche cerrada cuando llegaron al castillo que se alzaba al pie de la Lanza del Gigante. En sus baluartes brillaban las antorchas, y la luna se reflejaba en las aguas oscuras del foso. El puente levadizo estaba ya alzado y el rastrillo bajado, pero Catelyn vio que en la caseta de la guardia brillaban luces. También la luz se derramaba de las ventanas de las torres interiores.
—Las Puertas de la Luna —dijo su tío mientras el grupo se detenía. El portaestandarte cabalgó hasta el borde del foso para llamar a los guardias—. Aquí vive Lord Nestor. Nos estará esperando. Mira, arriba.
Catelyn alzó la vista, un largo trecho. Al principio lo único que divisó fueron piedras y árboles, la mole imponente de la gran montaña envuelta en la noche, negra como una noche sin estrellas. Entonces advirtió el brillo de hogueras lejanas, muy por encima de ellos: era un torreón de vigilancia, edificado en la ladera de la montaña, con luces como ojos anaranjados que los observaban desde arriba. Por encima había otro torreón, aún más lejano, y un tercero que no era sino una chispa titilante en el cielo. Y por fin, en la cima, hasta donde sólo se remontaban los halcones, un rayo blanco a la luz de la luna. Al contemplar las torres claras, tan altas y lejanas, la invadió el vértigo.
—Es el Nido de Águilas —murmuró Marillion, asombrado.
—Por lo visto a los Arryn no les gustan mucho las visitas —intervino la voz chillona del enano—. Si tenéis pensado que subamos en la oscuridad, casi prefiero que me matéis ahora mismo.
—Pasaremos la noche aquí, mañana iniciaremos el ascenso —le dijo Brynden.
—La impaciencia me consume —replicó el enano—. ¿Cómo vamos a subir? Nunca he montado a lomos de una cabra.
—En mulas —dijo Brynden con una sonrisa.
—Hay peldaños excavados en la montaña —dijo Catelyn. Ned se lo había contado al hablarle de su juventud allí, con Robert Baratheon y Jon Arryn. Su tío asintió.
—Ahora mismo está muy oscuro y no se ven, pero hay escalones. Son demasiado altos y estrechos para los caballos, pero en mula se puede recorrer casi todo el camino. Hay tres torreones de vigilancia, Piedra, Nieve y Cielo. Con las mulas llegaremos hasta Cielo.
—¿Y luego? —Tyrion Lannister miró hacia arriba, dubitativo.
—Luego el camino se vuelve demasiado empinado hasta para las mulas —contestó Brynden con una sonrisa—. Hay que recorrerlo a pie. O tal vez prefiráis ir en un cesto. El Nido de Águilas se encuentra en la ladera de la montaña, justo por encima de Cielo, y en los sótanos hay seis grúas enormes con cadenas de hierro largas, para subir las provisiones. Si mi señor Lannister lo prefiere, puedo hacer que lo suban junto con el pan, la cerveza y las patatas.
—Ni que fuera una calabaza —dijo el enano soltando una risotada—. Por desgracia, mi señor padre se sentiría muy ofendido si un Lannister acudiera al encuentro de su destino como si fuera un manojo de nabos. Si vosotros subís a pie, yo haré lo mismo. Los Lannister tenemos un poco de orgullo.
—¿Orgullo? —le espetó Catelyn. El tono burlón y tranquilo del enano la ponía furiosa—. Hay quien lo llamaría arrogancia. Arrogancia, codicia y ansia de poder.
—Mi hermano es arrogante, no cabe duda —replicó Tyrion Lannister—. Mi padre es la viva imagen de la codicia, y mi querida hermana Cersei ansía el poder con toda su alma. Yo, en cambio, soy inocente como un corderillo. —Sonrió—. ¿Queréis oír mi balido?
Antes de que tuviera ocasión de contestarle, el puente levadizo empezó a descender, y les llegó el sonido de las cadenas engrasadas que levantaban el rastrillo. Los guardias salieron con antorchas para iluminarles el camino y su tío los guió para cruzar el foso. Lord Nestor Royce, Mayordomo Jefe del Valle y Guardián de las Puertas de la Luna, los esperaba en el patio, rodeado de sus caballeros, para darles la bienvenida.
—Lady Stark —dijo, con una reverencia. Era un hombre corpulento, de torso como un barril, y su inclinación resultó torpe y poco agraciada.
—Lord Nestor —dijo Catelyn mientras desmontaba ante él. No conocía a aquel hombre más que por su reputación; era primo de Bronze Yohn, de una rama inferior de la Casa Royce, pero aun así era un hombre importante por derecho propio—. Ha sido un viaje largo y agotador. ¿Puedo suplicaros la hospitalidad de vuestro techo?
—Mi techo es vuestro, mi señora —replicó Lord Nestor con voz áspera—. Pero vuestra hermana, Lady Lysa, ha enviado un mensaje desde el Nido de Águilas. Quiere veros enseguida. El resto de vuestro grupo se alojará aquí, e iniciarán el ascenso en cuanto amanezca.
—¿Qué tontería dices? —espetó a Lord Nestor su tío mientras desmontaba. Brynden Tully no era hombre que midiera sus palabras—. ¿Ascender de noche, cuando ni siquiera hay luna llena? Hasta Lysa sabe que eso es jugarse el cuello.
—Las mulas conocen el camino, Ser Brynden —intervino una muchacha flaca, de diecisiete o dieciocho años, dando un paso al frente junto a Lord Nestor. Tenía el pelo oscuro, muy corto y lacio, llevaba ropas de montar de cuero y una cota de mallas ligera. Hizo una reverencia a Catelyn, más elegante que la de su señor—. Os aseguro que no os pasará nada, mi señora. Para mí será un honor guiaros. He subido de noche cientos de veces. Mychel dice que mi padre debió de ser una cabra.
Su tono de voz era tan arrogante que Catelyn no pudo contener una sonrisa.
—¿Cuál es tu nombre, niña?
—Mya Piedra, para serviros, señora —respondió.
Aquello no le gustó, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la sonrisa. «Piedra» era el nombre que se daba a los bastardos en el Valle, igual que «Nieve» en el norte, y «Flores» en Altojardín. En cada uno de los Siete Reinos, la tradición imponía un apellido a los niños nacidos sin un padre que se lo diera. Catelyn no tenía nada en contra de aquella muchacha, pero de pronto no pudo evitar recordar al bastardo de Ned en el Muro. Aquello la hizo sentir furiosa y culpable a la vez. Trató de pensar una respuesta.
Lord Nestor se encargó de llenar el silencio.
—Mya es una chica muy lista, si ella dice que os llevará sana y salva hasta Lady Lysa, yo la creo. Jamás me ha fallado.
—En ese caso, Mya Piedra, me pongo en tus manos —dijo Catelyn—. Lord Nestor, os encomiendo que vigiléis bien a mi prisionero.
—Y yo os encomiendo que llevéis al prisionero una copa de vino y un buen capón asado, antes de que se muera de hambre —intervino Lannister—. Tampoco estaría mal tener una mujer, pero me imagino que es pedir demasiado.
El mercenario Bronn soltó una carcajada. Lord Nestor hizo caso omiso de la burla.
—Como ordenéis, mi señora. —Sólo entonces se dignó a mirar al enano—. Acompañad al señor de Lannister a una celda de la torre, y llevadle carne y aguamiel.
Catelyn se despidió de su tío y de los demás, y vio cómo se llevaban a Tyrion Lannister. Luego siguió a la bastarda por el castillo. Tenían dos mulas esperando en el patio superior, ya estaban ensilladas. Mya la ayudó a montar, mientras un guardia con capa color azul celeste abría una estrecha poterna. Al otro lado había un espeso bosque de pinos y abetos, y más allá la montaña, semejante a un muro negro, pero allí estaban los escalones ascendentes, tallados en la roca.
—Hay personas que prefieren cerrar los ojos —dijo Mya, al tiempo que guiaba a las mulas por la puerta y hacia el bosque oscuro—. Si les da miedo o se marean, se agarran demasiado fuerte a las mulas, y a ellas no les gusta.
—Soy una Tully, y contraje matrimonio con un Stark —dijo Catelyn—. No me asusto con facilidad. ¿No vas a encender una antorcha? —Los escalones estaban negros como un pozo sin fondo.
—Las antorchas sólo sirven para deslumbrar —contestó la chica con una mueca—. En las noches claras como la de hoy, con la luna y las estrellas es más que suficiente. Mychel dice que tengo ojos de búho. —Montó a lomos de su mula y la espoleó para que iniciara el ascenso. La mula de Catelyn la siguió al instante. Los dos animales iban a un paso lento pero firme, que a ella no le desagradó en absoluto.
—Antes también mencionaste a Mychel —dijo.
—Es mi amado —explicó Mya—. Mychel Redfort. Ahora es escudero de Ser Lyn Corbray. Nos casaremos en cuanto lo nombren caballero, el año que viene o el siguiente.
¡Cuánto se parecía aquella muchacha a Sansa, tan feliz e inocente, con aquellos sueños! Catelyn sonrió, pero con cierta tristeza. Los Redfort eran una de las familias más antiguas del Valle, por sus venas corría la sangre de los primeros hombres. Quizá fuera su amado, pero ningún Redfort se casaría con una bastarda. Su familia le concertaría un matrimonio más adecuado, con una Corbray, o una Waynwood, o una Royce, o quizá con la hija de alguna casa importante de fuera del Valle. Si Mychel Redfort se acostaba con aquella chica, sería sin matrimonio.
El ascenso era más sencillo de lo que Catelyn había osado soñar. Los árboles crecían muy juntos, se cerraban sobre el camino creando una techumbre de follaje que ocultaba la luna, así que era como si avanzaran por un túnel negro interminable. Pero las mulas eran seguras e incansables, y Mya parecía tener el don de la visión nocturna. Subieron por la ladera de la montaña, siguiendo los recovecos del sendero, tan cubierto de las agujas caídas de los pinos que los cascos de las mulas apenas si hacían ruido contra la roca. El silencio era tranquilizador, y el vaivén suave de la montura mecía a Catelyn en la silla. Pronto tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse despierta. Puede que se adormilara un instante, porque de repente se encontró ante un inmenso portalón blindado.
—Piedra —anunció Mya alegremente al tiempo que desmontaba.
Los formidables muros de piedra estaban coronados por púas de hierro, y la pequeña fortaleza contaba con dos torrecillas en la cima. Mya pidió paso a gritos, y el portalón se abrió. Una vez dentro, el corpulento caballero al mando saludó a la muchacha por su nombre, y ofreció a las viajeras espetones de carne y cebollas asadas, recién salidos de las brasas. Hasta aquel momento Catelyn no se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba. Comió de pie, en medio del patio, mientras los mozos de cuadra cambiaban las sillas a mulas descansadas. Los jugos calientes de la carne le corrieron por la barbilla y le mancharon la capa, pero tenía demasiada hambre para que aquello le importara.
Pronto estuvo a lomos de otra mula, de nuevo bajo la luz de las estrellas. Le dio la sensación de que el segundo tramo del ascenso era más traicionero. El sendero era más empinado, los escalones estaban más desgastados, y a menudo encontraba zonas llenas de guijarros y piedras rotas. Mya tuvo que desmontar media docena de veces para apartar del sendero las rocas caídas.
—¡No querréis que la mula se rompa una pata en estos momentos! —dijo.
Catelyn no pudo por menos que darle la razón. Habían ganado altura de manera perceptible. Allí los árboles eran más escasos y el viento soplaba con más fuerza, en ráfagas bruscas que le agitaban las ropas y le metían el pelo en los ojos. De cuando en cuando los escalones parecían girar sobre ellos mismos, y podía ver la mole de Piedra abajo, y más abajo aún las Puertas de la Luna, cuyas antorchas brillaban apenas como velas.
Nieve era un fortín más pequeño que Piedra: constaba sólo de una torre, una edificación de madera y un establo, todo oculto tras un muro bajo de roca sin argamasa. Pero su posición en la Lanza del Gigante permitía que desde allí se dominara toda la escalera de piedra hasta el torreón de vigilancia inferior. Cualquier enemigo que intentara llegar al Nido de Águilas tendría que combatir desde Piedra, peldaño a peldaño, mientras desde Nieve le llovían flechas y rocas. El comandante, un caballero joven y nervioso con el rostro picado de viruelas, les ofreció pan con queso y la posibilidad de calentarse ante la hoguera, pero Mya la rechazó.
—Tenemos que seguir adelante, mi señora —dijo—. Si os parece bien, claro. —Catelyn asintió. Una vez más, les proporcionaron mulas descansadas. La suya era blanca. Al verla, Mya sonrió—. Blanca es estupenda, mi señora. Pisa firme incluso sobre el hielo, pero deberéis tener cuidado. Si no le gustáis, os dará una buena coz.
Por lo visto a la mula blanca le gustó Catelyn, y gracias a los dioses no hubo coces. Tampoco había hielo, otro motivo para dar gracias.
—Mi madre me cuenta que, hace cientos de años, la nieve empezaba aquí —le dijo Mya—. De aquí para arriba siempre estaba todo blanco, y el hielo no se derretía jamás. —Se encogió de hombros—. Yo nunca he visto nieve tan abajo, pero a lo mejor antes sí, en la antigüedad.
«¡Es tan joven…!», pensó Catelyn. Intentó recordar si ella había sido tan joven alguna vez. Aquella niña había vivido la mitad de su vida en verano, y no conocía otra cosa. Le habría gustado decirle que se acercaba el invierno. El lema acudió a sus labios, estuvo a punto de decirlo en voz alta. Quizá, al final, se estaba convirtiendo en una Stark.
Por encima de Nieve, el viento era un ser vivo que aullaba en torno a ellas como un lobo en la pradera, y cesaba bruscamente, casi parecía que quisiera tentarlas para que se confiaran. Allí las estrellas brillaban más y la luna creciente se veía enorme en el cielo negro y despejado. A medida que avanzaban Catelyn se dio cuenta de que era mejor mirar hacia arriba, y no hacia abajo. Los escalones estaban agrietados y rotos tras siglos de nieves y deshielos, y el paso de incontables mulas. Pese a la oscuridad, la altura hacía que viajara con el corazón encogido. Al llegar a un paso entre dos rocas altas, Mya desmontó.
—A partir de aquí es mejor llevar a las mulas por las riendas —dijo Mya—. El viento en esta zona casi da miedo, mi señora.
Catelyn, rígida, salió de entre las sombras y contempló el sendero ante ella: seis metros de largo y menos de un metro de ancho, y con un precipicio a cada lado. El viento aullaba. Mya caminaba con paso ligero, y su mula la seguía tan tranquila como si estuvieran cruzando un patio. Luego le tocó a ella el turno. Pero, en cuanto dio el primer paso, se encontró en las fauces del terror más profundo. Sentía físicamente el vacío, los vastos golfos de aire que se abrían como precipicios a su alrededor. Se detuvo, temblorosa, incapaz de moverse. El viento seguía aullando, le agitaba la capa, intentaba tirarla por el borde. Catelyn trató de dar un paso atrás, pero allí estaba la mula. No podía retirarse. «Voy a morir aquí», pensó. El sudor frío le corría por la espalda.
—Lady Stark —la llamó Mya desde el otro lado. La niña parecía encontrarse a mil leguas de distancia—. ¿Os encontráis bien?
—No… no puedo seguir, pequeña —dijo Catelyn Tully Stark tragándose lo que le quedaba de orgullo.
—Claro que podéis —dijo la niña bastarda—. ¡Mirad, si el camino es muy ancho!
—No quiero mirar. —Sentía como si el mundo girase a su alrededor como la peonza de un chiquillo… la montaña, el cielo, las mulas, todo. Catelyn cerró los ojos y trató de recuperar el aliento.
—Volveré a por vos —dijo Mya—. No os mováis, mi señora.
Catelyn no tenía la menor intención de moverse. Escuchó el aullido del viento y el roce del cuero contra la piedra. Pronto Mya estuvo a su lado y la cogió por el brazo con amabilidad.
—Si queréis, no abráis los ojos. Soltad la cuerda, Blanca sabe cuidarse sola. Muy bien, mi señora. Ahora os guiaré, ya veréis qué fácil. Venga, un pasito. Moved el pie, eso es, muy bien, adelante. Ahora otro. Qué fácil. Hasta podríais correr. Otro más. Muy bien. —Y así, paso a paso, centímetro a centímetro, la muchacha bastarda guió a Catelyn, ciega y temblorosa, mientras la mula blanca las seguía plácidamente.
El puesto de vigilancia llamado Cielo no era más que un muro en forma de luna creciente, hecho de roca, sin argamasa, pero en aquel momento ni las torres de Valyria habrían sido más hermosas a los ojos de Catelyn Stark. Allí era donde empezaban las nieves. Las piedras erosionadas de Cielo estaban cubiertas de escarcha, y de las laderas pendían largas estalactitas de hielo.
Ya salía el sol por el este cuando Mya Piedra llamó a los guardias, que les abrieron la puerta. Tras los muros sólo había rampas y un enorme montón de piedras de todos los tamaños. Iniciar una avalancha desde allí sería lo más sencillo del mundo. En la pared rocosa frente a ellos se abría un hueco.
—Los establos y los barracones están ahí dentro —dijo Mya—. El último tramo es por el interior de la montaña. Resulta un poco oscuro, pero al menos no hay viento. Las mulas sólo llegan hasta aquí. Más allá es como una escalinata de piedra, muy empinada, pero se sube bien. En menos de una hora habremos llegado.
Catelyn alzó la vista. Justo sobre ella, claros a la luz del amanecer, se veían los cimientos del Nido de Águilas. Estaba a menos de doscientos metros, y desde abajo parecía un pequeño panal blanco. Recordó lo que había dicho su tío acerca de las grúas y los cestos.
—Los Lannister tendrán orgullo —dijo a Mya—, pero los Tully tenemos sentido común. Llevo cabalgando todo el día y toda la noche. Diles que bajen un cesto, subiré con los nabos.
El sol brillaba ya muy por encima de las montañas cuando Catelyn Stark llegó por fin al Nido de Águilas. Un hombre rechoncho de cabellos plateados, vestido con la capa azul celeste y el emblema de la luna y el halcón en el peto, la ayudó a salir del cesto. Era Ser Vardis Egen, capitán de la guardia de Jon Arryn. Tras él se encontraba el maestre Colemon, delgado y nervioso, con poco cabello y demasiado cuello.
—Lady Stark —dijo Ser Vardis—, el placer es tan grande como inesperado.
—Desde luego, mi señora —dijo el maestre Colemon con un gesto de asentimiento—. He mandado avisar a vuestra hermana. Dejó órdenes de que la despertaran en cuanto llegaseis.
—Espero que haya dormido bien esta noche —replicó Catelyn, con cierta ironía que pasó desapercibida.
La escoltaron desde la sala de la grúa por una escalera de caracol. El Nido de Águilas era un castillo pequeño para lo que era habitual en las casas grandes: siete torres esbeltas y blancas, muy juntas como flechas en un carcaj que colgara del hombro de la gran montaña. Allí no hacían falta establos, herrerías ni perreras, pero según Ned los graneros eran tan grandes como los de Invernalia, y en sus torres se podían alojar hasta quinientos hombres. De todos modos, a Catelyn le dio la sensación de que el castillo estaba desierto, y de que las salas de piedra blanca resonaban, vacías.
Lysa la aguardaba en sus habitaciones, todavía con las ropas de dormir. Llevaba la melena castaña suelta sobre los hombros desnudos y blancos. Una doncella le cepillaba el pelo, pero cuando entró Catelyn su hermana se levantó sonriente.
—Cat —dijo—, oh, Cat, cuánto me alegro de verte. Mi hermana querida. —Cruzó la estancia y abrazó a Catelyn—. Ha pasado tanto tiempo —murmuró Lysa sin soltarla—. Tanto, tanto tiempo…
Era cierto, habían sido cinco años, y cinco años muy crueles para Lysa, que le habían cobrado un alto precio. Tenía dos años menos que ella, pero parecía mayor. Era más baja que Catelyn, y ahora su cuerpo era grueso, y su rostro estaba pálido e hinchado. Tenía los ojos azules de los Tully, pero los suyos eran de un color claro y acuoso, y siempre parecían inquietos. La boca pequeña se había congelado en una mueca petulante. Mientras la abrazaba, Catelyn recordó a la muchacha esbelta y de pechos erguidos que había estado a su lado aquel día, en el sept de Aguasdulces. ¡Qué hermosa era, cuántas esperanzas albergaba entonces! Lo único que quedaba de la belleza de su hermana era la espesa cascada de pelo castaño, que le llegaba hasta la cintura.
—Tienes buen aspecto —mintió Catelyn—. Pero… pareces cansada.
—Cansada —dijo su hermana, apartándose de ella—. Sí. Oh, sí, mucho. —Sólo entonces pareció advertir la presencia de los demás: su doncella, el maestre Colemon y Ser Vardis—. Podéis marcharos —les dijo—. Quiero hablar con mi hermana a solas.
Mantuvo la mano de su hermana entre las suyas mientras salían…
… y se la soltó en cuanto se cerró la puerta. Catelyn vio cómo le cambiaba el rostro. Fue como si el sol se ocultara tras una nube.
—¿Es que te has vuelto loca? —le espetó Lysa—. ¿Cómo te atreves a traerlo aquí, sin mi permiso, sin siquiera avisarme? ¿Cómo osas meternos en tus peleas con los Lannister…?
—¿Mis peleas? —Catelyn apenas daba crédito a lo que oía. En la chimenea ardía un buen fuego, pero en la voz de Lysa no había ni rastro de calidez—. Antes que mías fueron «tus» peleas, hermana. Fuiste tú quien me envió aquella maldita carta, me escribiste que los Lannister habían asesinado a tu marido.
—¡Para avisarte, para que no te acercaras a ellos! ¡Nunca quise un enfrentamiento! Dioses, Cat, ¿te das cuenta de qué has hecho?
—¿Madre? —dijo una vocecita aguda. Lysa se dio la vuelta, la pesada bata envolvió su cuerpo al girar. En la puerta estaba Robert Arryn, señor del Nido de Águilas. Llevaba en brazos un descolorido muñeco de trapo, y las miraba con sus enormes ojos. Era un chiquillo preocupantemente delgado, menudo para su edad, siempre enfermizo, y a veces le sobrevenían estremecimientos. Los maestres decían que padecía la enfermedad de los temblores—. He oído voces.
No era de extrañar, pensó Catelyn. Lysa había hablado casi a gritos. Pero, por la mirada de su hermana, supo que la consideraba culpable a ella.
—Ésta es tu tía Catelyn, pequeñín. Mi hermana, Lady Stark. ¿Te acuerdas de ella?
El niño la miró sin dar muestras de reconocerla.
—Creo que sí —dijo, parpadeando, aunque lo cierto era que apenas contaba con un año de vida la última vez que Catelyn lo viera.
—Ven con mamá, pequeñín —dijo Lysa mientras se sentaba cerca de la chimenea. Se estiró los pliegues de la túnica, y se arregló la hermosa cabellera castaña—. ¿A que es precioso? Y muy fuerte, no te creas lo que dicen por ahí. Jon lo sabía. Me lo dijo, me dijo: «La semilla es fuerte». Fueron sus últimas palabras. No paraba de nombrar a Robert, me agarró el brazo tan fuerte que me dejó marcas. «Díselo a todos, diles que la semilla es fuerte.» Se refería a su semilla. Quería que todos supieran que mi bebé iba a ser un niño muy bueno y muy fuerte.
—Lysa —dijo Catelyn—, si lo que crees de los Lannister es cierto, razón de más para que actuemos con presteza. Tenemos…
—Delante del bebé, no —replicó Lysa—. Tiene un temperamento muy delicado. ¿A que sí, pequeñín?
—El chico es el señor del Nido de Águilas y el Defensor del Valle —le recordó Catelyn—. Y no es momento para delicadezas. Ned cree que puede haber una guerra.
—¡Cállate! —le gritó Lysa—. Estás asustando al niño. —El pequeño Robert miró a Catelyn por encima del hombro, y empezó a temblar. El muñeco se le cayó de las manos, y se apretó contra su madre—. No tengas miedo, mi pequeñín —susurró Lysa—. Mamá está aquí, nadie te hará daño.
Se abrió la túnica y se sacó un pecho, blanco y pesado, con el pezón rojo. El niño lo aferró con ansiedad, enterró la cara en él y empezó a mamar. Lysa le acarició el pelo.
Catelyn se había quedado muda. «Es el hijo de Jon Arryn», pensó, incrédula. Recordó a su hijo, a Rickon, de apenas tres años, tenía la mitad de la edad que aquel niño, pero cinco veces más temperamento. No era de extrañar que los señores del Valle estuvieran preocupados. Por primera vez, comprendió por qué el rey había querido apartar al niño de su madre, y dejarlo como pupilo con los Lannister…
—Aquí estamos a salvo —dijo Lysa.
—No seas estúpida —dijo Catelyn, cada vez más furiosa. No sabía si Lysa se había dirigido al niño o a ella—. Nadie está a salvo. Si piensas que porque te hayas escondido aquí los Lannister se van a olvidar de ti, cometes un error.
—Aunque lograran cruzar las montañas con un ejército —replicó Lysa tapando la oreja del niño con una mano—, y pasar por la Puerta de la Sangre, el Nido de Águilas es inexpugnable. Tú misma lo has podido comprobar. No hay enemigo que pueda llegar aquí arriba.
—No hay castillo inexpugnable. —Catelyn sintió deseos de abofetearla. Se dio cuenta de que el tío Brynden había intentado alertarla.
—Éste, sí —insistió Lysa—. Todo el mundo lo dice. Sólo tengo un problema, ¿qué voy a hacer con ese Gnomo que me has traído?
—¿Es un hombre malo? —preguntó el señor del Nido de Águilas. El pecho de su madre se le escapó de la boca. El pezón estaba enrojecido y húmedo.
—Malo, muy malo —le dijo Lysa mientras se cubría—. Pero mamá no dejará que le haga nada al pequeñín.
—Haz que vuele el hombre malo —pidió Robert, entusiasmado.
—Puede que sí —murmuró Lysa acariciándole el pelo—. Puede que sea eso lo que haga.