DAENERYS

La Puerta del Caballo de Vaes Dothrak consistía en dos gigantescos corceles de bronce, alzados sobre las patas traseras, con los cascos delanteros juntos a treinta metros por encima del camino para formar un arco de punta.

Dany no entendía para qué necesitaba puertas una ciudad que no tenía muros… que ni siquiera tenía edificios, al menos a la vista. Pero allí estaba, inmensa y hermosa, enmarcando las lejanas montañas purpúreas. Los corceles proyectaban largas sombras sobre la hierba ondulada cuando Khal Drogo hizo pasar al khalasar bajo sus cascos, por el camino de los dioses, siempre escoltado por sus jinetes de sangre.

Dany los siguió en la plata, con Ser Jorah Mormont a un lado y su hermano Viserys, que volvía a cabalgar, al otro. Después del día en que lo habían dejado atrás para que volviera caminando al khalasar, los dothrakis se habían burlado de él llamándolo Khal Rhae Mhar, Rey de los Pies Sangrantes. Khal Drogo le ofreció al día siguiente que viajara en uno de los carros, y Viserys accedió. En su testaruda ignorancia, no se dio cuenta de que era una mofa más: los carros eran para los eunucos, los tullidos, las mujeres que daban a luz, los muy jóvenes y los muy viejos. Aquello le ganó otro sobrenombre: Khal Rhaggat, el Rey del Carro. Su hermano creía que era la manera que tenía el khal de disculparse por la afrenta de que lo había hecho víctima Dany. Ella suplicó a Ser Jorah que no lo sacara de su error para no avergonzarlo. El caballero le respondió que al rey le sentaría de maravilla una buena dosis de humildad, pero hizo lo que le pedía. A Dany le hicieron falta muchas súplicas, y todos los trucos de cama que Doreah le había enseñado, para que Drogo cediera y permitiera que Viserys volviera con ellos a la cabeza de la columna.

—¿Dónde está la ciudad? —preguntó cuando pasaron bajo el arco de bronce. No se divisaba ningún edificio, y tampoco gente, sólo la hierba y el camino, bordeado por los monumentos antiguos que los dothrakis habían saqueado a lo largo de los siglos.

—Más adelante —respondió Ser Jorah—. Bajo la montaña.

Más allá de la Puerta del Caballo, los dioses saqueados y los héroes robados se alzaban a ambos lados. Las deidades olvidadas de ciudades ya muertas blandían sus rayos rotos hacia el cielo mientras Dany cabalgaba sobre la plata. Los reyes de piedra la contemplaban desde sus tronos, con los rostros erosionados y manchados, mucho después de que sus nombres se perdieran en las nieblas del tiempo. Esbeltas doncellas vestidas sólo con flores bailaban sobre peanas de mármol, o vertían aire de sus jarras agrietadas. Los monstruos se alzaban sobre la hierba junto al camino; había dragones de hierro negro con gemas en vez de ojos, grifos rugientes, manticoras de colas con púas prestas al ataque y otras bestias cuyos nombres desconocía. Había estatuas tan hermosas que le quitaban el aliento, y otras tan deformes y espantosas que apenas si soportaba mirarlas. Ésas, según le contó Ser Jorah, procedían probablemente de las Tierras Sombrías, de más allá de Asshai.

—Son muchas —dijo mientras la plata avanzaba a paso lento—, y vienen de muchas tierras.

—Es la basura de ciudades muertas —se burló Viserys que no se dejaba impresionar. Pero tuvo buen cuidado de hablar en la lengua común, que pocos dothrakis dominaban. Aun así, Dany volvió la vista hacia los hombres de su khas para asegurarse de que no lo habían oído. Su hermano prosiguió, osado—. Estos salvajes sólo saben robar lo que otros hombres mejores que ellos han creado. Y matar. —Se echó a reír—. Saben matar. De lo contrario no me servirían para nada.

—Ahora son mi pueblo —dijo Dany—. No deberías llamarlos salvajes, hermano.

—El dragón dice lo que le viene en gana —replicó Viserys… en la lengua común. Miró por encima del hombro en dirección a Aggo y a Rakharo, que cabalgaban tras ellos, y les dedicó una sonrisa burlona—. ¿Lo ves? Estos salvajes son tan idiotas que ni siquiera entienden el idioma de las personas civilizadas. —Un monolito de quince metros de altura, cubierto de musgo, se alzaba imponente junto al camino. Viserys le echó un vistazo cargado de aburrimiento—. ¿Cuánto tiempo tendremos que pasar entre estas ruinas antes de que Drogo me dé mi ejército? Me estoy hartando de esperar.

—Hay que presentar a la princesa al dosh khaleen

—Ah, sí, a los viejos —lo cortó su hermano—, y harán profecías tontas para el cachorro que lleva en la barriga, ya me lo habías dicho. ¿Y a mí qué? Estoy cansado de comer carne de caballo, estoy harto del hedor de estos salvajes. —Se llevó la ancha manga a la nariz, tenía la costumbre de llevar en ella una almohadilla perfumada. No le debió de ser muy útil. Su túnica estaba asquerosa. Las sedas y lanas que había lucido en Pentos estaban sucias y podridas de sudor tras el duro viaje.

—En el Mercado Occidental habrá comida más adecuada a vuestros gustos, Alteza —dijo Ser Jorah Mormont—. Los comerciantes de las Ciudades Libres venden allí sus productos. Y el khal cumplirá lo que prometió cuando lo considere oportuno.

—Más le vale —replicó Viserys, sombrío—. Me prometió una corona, y la quiero. Nadie se burla del dragón. —Divisó una obscena estatua en forma de mujer con seis pechos y cabeza de hurón, y se acercó para observarla más de cerca. Dany se sintió aliviada, pero no por ello menos nerviosa.

—Rezo para que mi sol y estrellas no lo haga esperar demasiado —dijo a Ser Jorah en cuanto su hermano se hubo alejado.

—Vuestro hermano debió esperar en Pentos —dijo el caballero mientras lanzaba una mirada dubitativa en dirección a Viserys—. Un khalasar no es lugar para él. Illyrio ya se lo advirtió.

—Se irá en cuanto tenga a sus diez mil. Mi señor esposo le prometió una corona de oro.

—Sí, khaleesi, pero… —Ser Jorah se detuvo, titubeante—. Los dothrakis ven las cosas de manera diferente a nosotros, los occidentales. Yo se lo he dicho, Illyrio también se lo dijo, pero vuestro hermano no quiere escuchar. Los señores de los caballos no son comerciantes. Viserys cree que os ha vendido, y ahora quiere cobrar. Pero Khal Drogo cree que fuisteis un regalo. Por supuesto, hará otro regalo a Viserys para corresponder… pero cuando lo considere oportuno. No se exigen regalos a un khal. A un khal no se le exige nada.

—No está bien que lo haga esperar. —Dany no sabía por qué defendía a su hermano, pero lo estaba haciendo—. Viserys dice que, con diez mil aulladores dothrakis, podría barrer los Siete Reinos.

—Viserys no podría barrer un establo ni con diez mil escobas. —Ser Jorah dejó escapar un bufido.

—¿Y qué pasaría… qué pasaría si no fuera Viserys? —preguntó Dany, ni siquiera se molestó en fingir sorpresa ante el tono desdeñoso—. ¿Y si los guiara otra persona, alguien más fuerte? ¿Podrían los dothrakis conquistar los Siete Reinos?

Ser Jorah se quedó pensativo. Sus caballos siguieron avanzando por el camino de dioses.

—En mis primeros tiempos como exiliado —dijo al final—, yo también creía que los dothrakis eran un montón de bárbaros medio desnudos, tan salvajes como sus caballos. Si me lo hubierais preguntado entonces, princesa, os habría dicho que un millar de buenos caballeros acabarían sin problemas con cien mil dothrakis.

—¿Y si te lo pregunto ahora?

—Ahora —siguió el caballero—, ya no estoy tan seguro. Son mejores jinetes que ningún caballero, no conocen el miedo y sus arcos tienen más alcance que los nuestros. En los Siete Reinos los arqueros pelean a pie, desde detrás de una pared de escudos, o de una barricada, o de estacas afiladas. Los dothrakis disparan mientras cabalgan, a la carga o en retirada, eso no les importa, son mortíferos… y son muchos, mi señora. Sólo en el khalasar de vuestro señor esposo hay cuarenta mil guerreros con sus monturas.

—¿Tantos?

—En número son los mismos que llevó vuestro hermano Rhaegar al Tridente —reconoció Ser Jorah—, pero en su caso sólo la décima parte eran caballeros. El resto eran arqueros, mercenarios y soldados armados con estacas y lanzas. Cuando Rhaegar cayó, muchos tiraron las armas y huyeron del campo de batalla. ¿Cuánto tiempo creéis que habrían resistido contra el ataque de cuarenta mil guerreros aullantes, sedientos de sangre? ¿Cuánto habrían resistido las corazas de cuero y las cotas de mallas contra una lluvia de flechas?

—No mucho —asintió Dany—. Y no muy bien.

Él asintió.

—Perdonad que os lo diga, princesa, pero si los señores de los Siete Reinos tienen un atisbo de cerebro, las cosas nunca llegarían a ese punto. A los jinetes no les gustan los asedios. No creo que pudieran tomar ni el peor defendido de los castillos de los Siete Reinos. Pero si Robert Baratheon fuera tan idiota como para presentar batalla…

—¿Y lo es? —preguntó Dany—. Quiero decir, ¿es un idiota?

—Robert tiene alma de dothraki —dijo Ser Jorah por fin después de meditar unos momentos la respuesta—. Vuestro khal os diría que sólo un cobarde se esconde tras muros de piedra en vez de enfrentarse al enemigo con una espada en la mano. El Usurpador estaría de acuerdo. Es un hombre fuerte, valiente… y tan osado como para enfrentarse a una horda dothraki en el campo de batalla. Pero los hombres que lo rodean son de otra calaña. Su hermano Stannis, Lord Tywin Lannister, Eddard Stark… —Escupió al suelo tras pronunciar su nombre.

—Es mucho el odio que sientes contra ese tal Lord Stark —dijo Dany.

—Él me quitó todo lo que amaba, por culpa de unos piojosos cazadores furtivos y de su condenado honor —replicó con amargura. Dany advirtió en su tono de voz que la pérdida aún le dolía. El caballero cambió de tema con rapidez—. Mirad allí —señaló—. Vaes Dothrak. La ciudad de los señores de los caballos.

Khal Drogo y sus jinetes de sangre los precedieron por el inmenso bazar que era el Mercado Occidental, hacia las calles anchas que discurrían más adelante. Dany los seguía de cerca sobre la plata, sin dejar de observar todo lo extraño que la rodeaba. Vaes Dothrak era la ciudad más grande que había conocido, y también la más pequeña, todo al mismo tiempo. Calculó que tendría diez veces el tamaño de Pentos, era una inmensa extensión sin muros ni límites, con amplias calles azotadas por el viento, pavimentadas con barro y hierba, cubiertas por una alfombra de flores silvestres. En las Ciudades Libres del oeste se amontonaban los edificios, torres contra casas, cabañas contra puentes, tiendas contra pabellones. Pero Vaes Dothrak se extendía indolente bajo el sol abrasador, antigua, arrogante, vacía.

Hasta los edificios le resultaban extraños. Vio pabellones de piedra trabajada, casas de hierba trenzada grandes como castillos, raquíticas torres de madera, pirámides escalonadas con revestimientos de mármol, salones enormes sin tejado. Algunos palacios no tenían paredes, sino setos espinosos.

—No hay dos casas iguales —dijo.

—En eso a vuestro hermano no le faltaba razón —reconoció Ser Jorah—. Los dothrakis no construyen. Hace mil años, para hacer una casa se limitaban a excavar un agujero en el suelo y cubrirlo con un techo de paja trenzada. Los edificios que veis los erigieron esclavos capturados en las tierras que habían saqueado, y claro, los construyeron al estilo de sus respectivos pueblos. —Muchas edificaciones, incluso algunas de las más grandes, parecían desiertas.

—¿Dónde están los que viven ahí? —preguntó Dany. En el bazar había visto multitud de niños que correteaban y de hombres que pregonaban a voces sus mercancías, pero en el resto de la ciudad sólo había unos cuantos eunucos dedicados a sus asuntos.

—En la ciudad sagrada sólo residen de manera permanente las viejas brujas del dosh khaleen, junto con sus esclavos y sirvientes —respondió ser Jorah—, pero en Vaes Dothrak habría sitio para alojar a todos los hombres de todos los khalasars, por si los khals quisieran regresar a la vez a la Madre. Las viejas brujas han profetizado que eso sucederá algún día, así que Vaes Dothrak debe estar en condiciones de acoger a todos sus hijos.

Por fin, Khal Drogo dio orden de detener la marcha cerca del Mercado Oriental, el lugar donde comerciaban las caravanas procedentes de Yi Ti, Asshai y las Tierras Sombrías, al pie de la Madre de las Montañas. Dany sonrió al recordar a la joven esclava del magíster Illyrio y su charla incesante sobre un palacio con doscientas habitaciones y puertas de plata maciza. El «palacio» era una sala de banquetes inmensa, de madera, con paredes de troncos de doce metros de altura, y un techo de seda bordada que se podía alzar para protegerse de las escasas lluvias o quitar para que se viera el cielo infinito. En torno a la edificación había una extensión de hierba para los caballos vallada con setos altos, agujeros para las hogueras, y cientos de casas redondas de barro con techos de hierba que surgían del suelo como colinas en miniatura.

Un ejército de esclavos se había adelantado para prepararlo todo para la llegada de Khal Drogo. En cuanto los jinetes desmontaban, se quitaban los arakhs y los entregaban junto con el resto de armas que portaran a los esclavos. Ni siquiera Khal Drogo constituía una excepción. Ser Jorah había contado a Dany que estaba prohibido llevar armas en Vaes Dothrak, así como derramar la sangre de un hombre libre. Hasta los khalasars enfrentados en guerra dejaban a un lado sus disputas y compartían la carne y el aguamiel cuando se encontraban bajo la mirada de la Madre de las Montañas. En aquel lugar, las viejas brujas del dosh khaleen habían decretado que todos los dothrakis fueran una sola sangre, un solo khalasar, un solo pueblo.

Cohollo se acercó a Dany mientras Irri y Jhiqui la ayudaban a bajarse de la plata. De los tres jinetes de sangre de Drogo, era el de más edad. Se trataba de un hombre calvo y rechoncho, con la nariz ganchuda y los dientes rotos a causa del mazazo que había recibido hacía veinte años, al salvar al joven khalakka de unos mercenarios que querían capturarlo para venderlo a los enemigos de su padre. Su vida había quedado ligada a la de Drogo desde el día en que nació el señor esposo de Dany.

Todo khal tenía jinetes de sangre. Al principio Dany pensó que eran una especie de Guardia Real de los dothrakis, juramentados para proteger a su señor, pero eran mucho, mucho más. Jhiqui le había enseñado que un jinete de sangre no era un simple guardián. Eran los hermanos del khal, sus sombras, sus amigos más cercanos. Drogo los llamaba «sangre de mi sangre», y eso eran: compartían una vida. Las antiguas tradiciones de los señores de los caballos exigían que, si el khal moría, sus jinetes de sangre murieran con él, para cabalgar a su lado en las tierras de la noche. Si el khal moría a manos de algún enemigo, ellos vivían lo justo para vengarlo y luego lo seguían con alegría a la tumba. Siempre según Jhiqui, en algunos khalasars los jinetes de sangre compartían el vino del khal, su tienda, incluso sus esposas, aunque jamás sus caballos. El caballo de un hombre era sólo suyo.

Daenerys se alegraba de que Khal Drogo no siguiera las antiguas tradiciones. No le habría gustado que la compartieran. Y, aunque el viejo Cohollo la trataba con amabilidad, los demás le daban miedo. Haggo, que era enorme y silencioso, la miraba a menudo como si hubiera olvidado quién era. Y Qotho tenía ojos crueles y manos rápidas con las que le gustaba hacer daño. Siempre que tocaba a Doreah le dejaba magulladuras en la delicada piel blanca, y a veces hacía que Irri sollozara en medio de la noche. Hasta sus caballos le tenían miedo.

Pero estaban unidos a Drogo en la vida y en la muerte, así que a Dany no le quedaba más remedio que aceptarlos. Y a veces deseaba que a su padre lo hubieran protegido hombres como aquéllos. En las canciones, los caballeros blancos de la Guardia Real eran siempre nobles, valientes y leales, pero había sido uno de ellos el que asesinó al rey Aerys, el atractivo muchacho al que ahora llamaban Matarreyes; y otro Ser Barristan el Bravo, estaba al servicio del Usurpador. Quizá todos los hombres de los Siete Reinos fueran así de falsos. Cuando su hijo se sentara en el Trono de Hierro, ella se encargaría de que tuviera jinetes de sangre para protegerlo de los traidores de la Guardia Real.

Khaleesi —le dijo Cohollo en dothraki—, Drogo, que es la sangre de mi sangre, me envía a decirte que esta noche debe ascender a la Madre de las Montañas para hacer sacrificios a los dioses en gratitud por su regreso.

Dany sabía que sólo los hombres podían pisar la Madre. Los jinetes de sangre del khal irían con él y no regresarían hasta el amanecer.

—Dile a mi sol y estrellas que sueño con él, y espero ansiosa su retorno —respondió agradecida.

A medida que el bebé crecía dentro de ella Dany se cansaba cada vez con mayor facilidad, le sentaría bien una noche de descanso. El embarazo no había hecho más que inflamar la pasión de Drogo, y últimamente sus atenciones la dejaban exhausta.

Doreah la guió hacia la colina hueca que le habían habilitado para ella y para su khal. El interior era fresco y umbrío, como una tienda de tierra.

—Un baño, Jhiqui, por favor —ordenó.

Deseaba quitarse de la piel el polvo del viaje y poner en remojo los huesos agotados. La perspectiva de permanecer allí un tiempo y de que no tendría que subir a lomos de la plata a la mañana siguiente le resultaba agradable.

El agua estaba muy caliente, tal como a ella le gustaba.

—Esta noche le daré a mi hermano los regalos —decidió mientras Jhiqui le lavaba el pelo—. En la ciudad sagrada, debe parecer un rey. Doreah, corre a buscarlo e invítalo a cenar conmigo —Viserys era más amable con la chica lysena que con las criadas dothrakis, quizá porque el magíster Illyrio le había dejado que se la llevara a la cama en Pentos—. Irri, ve al bazar y compra fruta y carne. De la que sea, menos de caballo.

—Pues es la mejor —dijo Irri—. El caballo da fuerza a los hombres.

—Viserys detesta la carne de caballo.

—Como deseéis, khaleesi.

Volvió con una pata de cabra y una cesta de frutas y verduras. Jhiqui asó la carne con hierbadulce y chiles, bañándola con miel de cuando en cuando. Había comprado melones, granadas, ciruelas y algunas frutas orientales extrañas que Dany no conocía. Mientras las doncellas preparaban la comida, Dany sacó las ropas que habían mandado hacer a medida para su hermano: túnica y polainas de lino blanco, sandalias de cuero con cordones hasta la rodilla, cinturón adornado con medallones de bronce y chaleco de cuero con dibujos de dragones que lanzaban fuego por las fauces. Tenía la esperanza de que los dothrakis lo respetarían más si se quitaba de encima aquel aspecto de mendigo, y quizá él la perdonaría por haberlo avergonzado aquel día en la hierba. Al fin y al cabo seguía siendo su rey y su hermano. Los dos eran de la sangre del dragón.

Estaba disponiendo el último de los regalos, una capa de seda verde como la hierba con ribete gris que destacaría su cabello color plata, cuando llegó Viserys. Llevaba a rastras a Doreah, que tenía un ojo amoratado.

—¿Cómo te atreves a enviarme a esta puta para que me dé órdenes? —rugió al tiempo que lanzaba a la doncella contra la alfombra.

—Sólo quería… —Su rabia cogió a Dany por sorpresa—. Doreah, ¿qué le dijiste?

—Perdonadme, khaleesi, lo siento mucho. Fui a verlo, como me dijisteis, y le dije que habíais ordenado que cenara contigo.

—Nadie da órdenes al dragón —ladró Viserys—. ¡Soy tu rey! ¡Te tendría que haber enviado su cabeza!

La joven lysena dejó escapar un gemido, pero Dany la tranquilizó con una caricia.

—No tengas miedo, no te va a hacer daño. Por favor, hermano mío, perdónala, sólo ha cometido un error. Le dije que te pidiera que cenaras conmigo, si lo deseabas. —Lo cogió de la mano y lo llevó al otro extremo de la estancia—. Mira. Son para ti.

—¿Qué es eso? —Viserys frunció el ceño con desconfianza.

—Ropas nuevas. —Dany sonrió con timidez—. Las he mandado hacer para ti.

—Son harapos dothrakis —dijo su hermano mirándola despectivamente—. ¿Ahora pretendes vestirme?

—Por favor… son más frescos, y estarás más cómodo, y me pareció que… si vestías como los dothrakis… —Dany no sabía cómo expresarlo sin despertar al dragón.

—Y luego querrás que me haga trenzas en el pelo.

—No, yo no… —¿Por qué era siempre tan cruel? Sólo pretendía ayudarlo—. No tienes derecho a llevar trenzas, aún no has conseguido ninguna victoria.

Era justo lo que no debía decir. La ira relampagueó en los ojos liláceos de su hermano, pero no se atrevió a golpearla: las doncellas estaban delante, y los guerreros de su khas en el exterior. Cogió la capa y la olfateó.

—Huele a estiércol. Igual la utilizo como manta para mi caballo.

—Hice que Doreah la bordara especialmente para ti —dijo ella, dolida—. Son ropas dignas de un khal.

—Soy el Señor de los Siete Reinos, no un salvaje manchado de hierba con campanas en el pelo —le espetó Viserys. La agarró por el brazo—. Parece que lo has olvidado, zorra. ¿Te crees que esa barriga gorda que tienes te protegerá si despiertas al dragón?

Le hacía daño en el brazo con los dedos, y por un momento Dany sintió que el niño que llevaba en sus entrañas aullaba ante su ira. Extendió la otra mano y cogió lo primero que encontró, el cinturón que había querido regalarle, una pesada cadena de medallones de bronce. Lo blandió con todas sus fuerzas. Le acertó de lleno en la cara. Viserys la soltó. Le corría la sangre por la mejilla, uno de los medallones le había hecho un corte.

—Tú eres el que parece olvidar algo —le dijo—. ¿Es que no aprendiste nada aquel día, en la hierba? Márchate ahora mismo, o llamaré a mi khas para que te saque de aquí. Y reza para que Khal Drogo no se entere de esto, o te abrirá el vientre y te hará comer tus entrañas.

—Cuando tenga mi reino —contestó Viserys poniéndose en pie—, lamentarás lo que has hecho hoy, zorra. —Se marchó sin llevarse sus regalos, con la mano en la mejilla. La hermosa capa de seda estaba manchada de sangre. Dany se llevó a la cara el suave tejido y se sentó en las mantas con las piernas cruzadas.

—Ya tenéis la cena preparada, khaleesi —anunció Jhiqui.

—No tengo hambre —respondió Dany con tristeza. De pronto se sentía muy cansada—. Repartíos la comida entre vosotras, y llevadle un poco a Ser Jorah. —Hizo una pausa—. Por favor, tráeme uno de los huevos de dragón —añadió al final.

Irri cogió el huevo de la cáscara verde oscura. Las motas de bronce brillaron entre las escamas cuando le dio una vuelta entre las manos. Dany se tumbó de lado, se cubrió con la capa de seda y acunó el huevo en el hueco que quedaba entre su vientre hinchado y sus pechos pequeños y suaves. Le gustaba abrazar aquellos huevos. Eran muy hermosos, y a veces su simple proximidad la hacía sentir más fuerte, más valiente, como si pudiera absorber la energía de los dragones de piedra encerrados en su interior.

Estaba así tendida, abrazada al huevo, cuando sintió que el niño se movía en su interior… como si intentara llegar al huevo, a su hermano, a un ser de su sangre.

—Tú eres el dragón —le susurró Dany—. El verdadero dragón. Lo sé. Lo sé.

Sonrió y se quedó dormida soñando con su hogar.

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