Jon estaba enseñando a Daeron a asestar golpes de costado cuando el nuevo recluta entró en el patio de entrenamiento.
—Tienes que separar más los pies —insistió—. No querrás perder el equilibrio. Muy bien. Ahora tienes que girar mientras asestas el golpe, pon todo tu peso en la espada.
—Por los siete dioses —murmuró Daeron apartándose y levantándose el visor—. No te pierdas eso, Jon.
Jon se dio media vuelta. A través de la ranura del visor del yelmo divisó al chico más gordo que había visto en su vida. Estaba de pie ante la puerta de la armería, y por lo menos pesaba ciento treinta kilos. El cuello de piel de su chaqueta bordada desaparecía bajo la papada. Tenía unos ojos claros que miraban nerviosos en todas direcciones, su rostro parecía una luna llena, y se pasaba los dedos regordetes por la casaca de terciopelo para secarse el sudor.
—Me… me han dicho que viniera aquí a… a entrenarme —dijo sin dirigirse a nadie en concreto.
—Un señorito —dijo Pyp a Jon—. Sureño, de la zona de Altojardín, seguro. —Pyp había recorrido los siete reinos con una compañía teatral y alardeaba de que sabía de dónde era cualquiera con tan sólo oír su voz.
El chico llevaba bordado en el pecho del abrigo, en hilo rojo, un cazador dando un paso. Jon no reconoció el emblema. Ser Alliser Thorne echó un vistazo a su nuevo alumno.
—Por lo visto en el sur ya andan escasos de ladrones y cazadores furtivos. Ahora nos envían al Muro a los cerdos. ¿Qué clase de armadura son las pieles y el terciopelo, mi señor Jamón?
Más tarde descubrieron que el nuevo recluta traía armadura propia: doblete acolchado, coraza, mallas y yelmo, y hasta un escudo de madera y cuero en el que se veía el mismo emblema del cazador. Pero, como ninguna de las prendas era negra, Ser Alliser lo obligó a equiparse de nuevo en la armería. Tardó media mañana. Su volumen obligó a Donal Noye a desmontar una cota de mallas para ampliarla poniéndole trozos de cuero en los costados. El yelmo no le entraba en la cabeza, así que el armero tuvo que quitar el visor. Las prendas de cuero le apretaban de tal manera las piernas y las axilas que casi no podía moverse. Una vez uniformado para el combate, el muchacho nuevo parecía una salchicha demasiado hecha, a punto de reventar.
—Esperemos que no seas tan inepto como pareces —dijo Ser Alliser—. Halder, averigua qué sabe hacer Ser Cerdi.
Jon Nieve hizo una mueca. Halder había nacido en una cantera y había trabajado en ella como aprendiz. Tenía dieciséis años, era alto y musculoso, y sus golpes eran los más fuertes que había sentido Jon en la vida.
—Esto se pone más feo que el culo de una puta —murmuró Pyp, y no le faltaba razón.
El combate duró menos de un minuto. El muchacho gordo acabó en el suelo, tembloroso, le salía sangre del yelmo roto y le corría entre los dedos regordetes.
—¡Me rindo! —chilló—. ¡Basta, me rindo, no me pegues más!
Rast y algunos de los otros chicos se reían. Pero Ser Alliser no quería que aquello terminara tan deprisa.
—En pie, Ser Cerdi —ordenó—. Recoge la espada. —Pero el chico siguió aferrado al suelo, de bruces, de modo que Thorne le hizo un ademán a Halder—. Dale golpes de plano con la espada hasta que se levante. —Halder asestó un golpe ligero en las nalgas de su rival—. ¿Ésa es toda la fuerza que tienes? —se mofó Thorne.
Halder alzó la espada larga con ambas manos y asestó un golpe tan fuerte que la coraza se rompió. El chico nuevo aulló de dolor.
Jon Nieve dio un paso al frente. Pyp le puso una mano enguantada en el hombro.
—No, Jon —susurró, clavando una mirada de ansiedad en Ser Alliser Thorne.
—En pie —repitió Thorne. El chico gordo se debatió para incorporarse, resbaló y cayó de nuevo—. Vaya, parece que Ser Cerdi empieza a captar la idea —observó Thorne—. Otra vez.
Halder alzó la espada para asestar un nuevo golpe.
—¡Córtanos un poco de jamón! —le gritó Rast entre carcajadas.
—Ya basta, Halder —dijo Jon mientras se liberaba de la mano de Pyp.
Halder miró a Ser Alliser.
—El bastardo habla y los campesinos tiemblan —dijo el maestro de armas con su voz gélida, hiriente—. Te recuerdo, Lord Nieve, que aquí mando yo.
—Mira a ese chico, Halder —dijo Jon haciendo caso omiso de Alliser—. No hay ningún honor en golpear a un enemigo caído. Se ha rendido. —Se arrodilló junto al chico gordo.
—Se ha rendido —repitió Halder bajando la espada.
—Vaya, por lo visto nuestro bastardo se ha enamorado —dijo Alliser con los ojos de ónice clavados en Jon Nieve mientras éste ayudaba al chico a ponerse en pie—. Quiero ver tu acero, Lord Nieve.
Jon desenfundó su espada larga. Se atrevía a desafiar a Ser Alliser sólo hasta cierto punto, y tenía la sensación de que lo había sobrepasado con creces. Thorne sonrió.
—El bastardo quiere defender a su amada, así que éste será el ejercicio. Rata, Espinilla, echadle una mano a Cabeza de Piedra. —Rast y Albett se adelantaron para situarse junto a Halder—. Los tres podréis hacer gritar un rato a Lady Cerdi. Solamente tenéis que derrotar antes al bastardo.
—Ponte detrás de mí —dijo Jon al chico gordo. Ser Alliser solía hacer que se enfrentara contra dos rivales, pero nunca contra tres. Sabía que aquella noche se acostaría magullado y ensangrentado. Se preparó para resistir el ataque.
De repente, Pyp estuvo a su lado.
—Tres contra dos es más deportivo —dijo el muchacho menudo con tono alegre. Se bajó el visor y desenfundó la espada. Antes de que Jon pudiera protestar, Grenn se había adelantado para unirse a ellos.
En el patio se hizo un silencio mortal. Jon sentía los ojos de Ser Alliser clavados en él.
—¿A qué esperáis? —preguntó a Rast y a los otros, con una voz engañosamente suave.
Pero Jon fue el primero en moverse. Halder apenas tuvo tiempo de detener el golpe con su espada.
Jon lo hizo retroceder, cada golpe era un ataque, quería mantener desequilibrado al muchacho mayor. «Debes conocer a tu enemigo», le había enseñado una vez Ser Rodrik. Jon conocía a Halder, tenía una fuerza brutal, pero carecía de paciencia y no le gustaba defenderse. Seguro que si lo frustraba lo suficiente bajaría la guardia.
El sonido del acero contra el acero resonó por el patio cuando los muchachos se enfrentaron. Jon detuvo un mandoble salvaje que le iba directo a la cabeza, pero el impacto de las espadas hizo que un calambre le recorriera el brazo. Lanzó un golpe lateral que acertó a Halder en las costillas, y su recompensa fue un grito amortiguado de dolor. El contraataque acertó a Jon de pleno en el hombro. La cota de mallas crujió, y el dolor le recorrió el cuello como un latigazo, pero Halder había perdido el equilibrio durante un instante. Jon lo golpeó en la pierna izquierda, Y el muchacho cayó con una maldición.
Grenn se defendía bien, tal como Jon le había enseñado, y apenas daba tregua a Albett, pero la presión era excesiva para Pyp. Rast tenía dos años más que él, y también pesaba veinte kilos más. Jon se le acercó por detrás y dio un golpe en el casco del violador, que resonó como una campana. Rast se tambaleó, Pyp se coló bajo su guardia, lo derribó y le puso la espada en la garganta. Jon también estaba sobre él.
—Me rindo —gritó Albett, al verse enfrentado a dos espadas.
—Esta farsa ya se ha prolongado demasiado por hoy —dijo despectivo Ser Alliser Thorne contemplando aquello con repugnancia. Se marchó. La sesión de entrenamiento había terminado.
Daeron ayudó a Halder a ponerse en pie. El hijo del picapedrero se quitó el yelmo con dificultad y lo lanzó al otro lado del patio.
—Durante un instante pensé que, por fin, ya te tenía, Nieve.
—Durante un instante me tuviste —replicó Jon. El hombro le palpitaba bajo las mallas y la coraza. Envainó la espada y fue a quitarse el yelmo, pero al levantar el brazo el dolor fue tal que lo obligó a apretar los dientes.
—Espera, te ayudo —dijo una voz. Unas manos de dedos gruesos le soltaron el yelmo del gorjal y lo alzaron con suavidad—. ¿Te ha hecho daño?
—No es la primera vez que recibo un golpe. —Se tocó el hombro e hizo una mueca. A su alrededor, los muchachos salían del patio. El chico gordo tenía sangre en el pelo, allí donde Halder le había hendido el casco.
—Me llamo Samwell Tarly, de Colina… —Se detuvo y se pasó la lengua por los labios—. No, era de Colina Cuerno, hasta que… que me fui. He venido a vestir el negro. Mi padre es Lord Randyll, banderizo de los Tyrell de Altojardín. Yo era su heredero, pero… —Se quedó sin voz.
—Yo soy Jon Nieve, bastardo de Ned Stark, de Invernalia.
Samwell Tarly asintió.
—Si… si quieres puedes llamarme Sam. Mi madre me llama Sam.
—Tú a él lo puedes llamar Lord Nieve —dijo Pyp al tiempo que se acercaba a ellos—. Y ni te imaginas cómo lo llama su madre.
—Estos dos son Grenn y Pypar —presentó Jon.
—Grenn es el feo —indicó Pyp.
—Tú eres más feo que yo —dijo Grenn frunciendo el ceño—. Yo al menos no tengo orejas de murciélago.
—Quiero daros las gracias a todos —dijo el chico gordo con seriedad.
—¿Por qué no te levantaste y luchaste? —quiso saber Grenn.
—Lo intenté, de verdad, pero… no pude. No quería que me pegara más. —Clavó la vista en el suelo—. Es que… soy un cobarde. Mi padre me lo dice siempre.
Grenn lo miró atónito. Hasta Pyp, que siempre tenía algo que decir, se había quedado sin palabras. ¿Qué clase de hombre se calificaba como cobarde?
Samwell Tarly debió de ver en sus rostros lo que pensaban. Sus ojos buscaron los de Jon y luego se apartaron rápidamente como animales asustados.
—Lo siento, de verdad que lo siento —añadió—. Yo no elegí… ser como soy. —Echó a andar hacia la armería con pasos pesados.
—Te han hecho daño —le gritó Jon—. Mañana lo harás mejor.
—No. —Sam lo miró por encima de un hombro, con gesto triste—. No lo haré mejor. —Parpadeó para contener las lágrimas—. Nunca lo hago mejor.
Cuando el chico gordo estuvo lejos, Grenn frunció el ceño.
—A nadie le caen bien los gallinas —dijo, incómodo—. Me arrepiento de que lo hayamos ayudado. Ahora todos pensarán que nosotros también somos unos gallinas.
—Tú eres demasiado tonto, no llegas a gallina —le dijo Pyp.
—Eso es mentira —bufó Grenn.
—Es verdad. Si un oso te atacara en el bosque, serías demasiado tonto para escapar corriendo.
—Mentira —insistió Grenn—. Escaparía corriendo más rápido que tú.
Se detuvo de golpe al ver la sonrisa de Pyp y comprendió qué había dicho. Se le puso rojo el cuello. Jon dejó allí a sus compañeros, discutiendo, y entró en la armería para colgar la espada y despojarse de la maltratada armadura.
La vida en el Castillo Negro seguía ciertas pautas; por las mañanas había entrenamientos con espada y por las tardes todo tipo de trabajos. Los hermanos negros encomendaban a los reclutas tareas diferentes, para ver cuáles eran sus habilidades. Jon adoraba las escasas tardes en que lo enviaban a cazar con Fantasma para abastecer la mesa del Lord Comandante, pero por cada uno de esos días tenía que pasar una docena con Donal Noye en la armería, manejando la piedra de amolar mientras el herrero manco afilaba las hachas embotadas por el uso, o bombeando el fuelle para que Noye forjara una espada nueva. En otras ocasiones le correspondía llevar mensajes, montar guardia, limpiar el estiércol de los establos, hacer flechas, ayudar al maestre Aemon con los pájaros o bien a Bowen Marsh con la contabilidad y los inventarios.
Aquella tarde el comandante de las guardias lo envió a la jaula de la grúa con cuatro toneles de piedra machacada, para tender gravilla por los caminos helados de la cima del muro. Era un trabajo aburrido y solitario, pese a la compañía de Fantasma, pero a Jon no le importaba. En los días despejados, desde la cima del Muro se divisaba medio mundo, y el aire era siempre frío y tonificante. Allí tenía tiempo para pensar, y se dedicó a pensar en Samwell Tarly… y, curiosamente, también en Tyrion Lannister. Se preguntaba qué habría pensado Tyrion del chico gordo.
—Casi todos los hombres prefieren negar la verdad antes que enfrentarse a ella —le había dicho el enano con una sonrisa. El mundo estaba lleno de gallinas que se hacían pasar por héroes. Para admitir la propia cobardía, como había hecho Samwell Tarly, hacía falta una especie singular de valor.
El hombro magullado le hacía trabajar despacio. La tarde estaba ya bien avanzada cuando Jon terminó de echar gravilla por los caminos. Remoloneó en la cima del Muro para ver la puesta de sol, que teñía el cielo del oeste de un color rojo sangre. Por fin, cuando empezó a envolverlo la oscuridad, Jon hizo rodar los toneles vacíos hacia la jaula, e indicó a los hombres de la grúa que lo bajaran.
Cuando llegó con Fantasma a la sala común, los demás estaban ya terminando de cenar. Un grupo de hermanos negros bebía vino especiado y jugaba a los dados cerca de la chimenea. Sus amigos estaban sentados en el banco más cercano a la pared oeste, y reían a carcajadas. Pyp estaba contando una historia. El chico actor de las orejas inmensas era un magnífico mentiroso capaz de imitar cien voces, y más que contar historias las vivía, representaba todos los papeles, en un momento era el rey y al siguiente un porquerizo. Cuando se convertía en tabernera o en princesa virginal ponía una voz en falsete que hacía llorar de risa a todos los que lo rodeaban, y sus eunucos eran siempre parodias escalofriantemente certeras de Ser Alliser. A Jon le gustaban tanto como a cualquiera las representaciones de Pyp, pero aquella noche se dio media vuelta y se dirigió hacia el final del banco, donde Samwell Tarly estaba sentado, a solas, tan lejos de los demás como era posible.
Cuando Jon se sentó frente a él, estaba terminándose la empanada de cerdo que habían servido los cocineros para cenar. El chico gordo abrió los ojos de par en par al ver a Fantasma.
—¿Es un lobo?
—Un lobo huargo —dijo Jon—. Se llama Fantasma. El lobo huargo es el emblema de la Casa de mi padre.
—El de la nuestra es un cazador.
—¿Te gusta cazar?
—Lo detesto. —El chico gordo se estremeció. Parecía a punto de echarse a llorar otra vez.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Jon—. ¿Por qué tienes siempre tanto miedo?
Sam contempló lo que le quedaba de empanada y movió la cabeza con gesto débil, demasiado asustado para hablar. Una carcajada resonó por toda la sala. Jon oyó a Pyp chillar con voz aguda. Se puso de pie.
—Vamos afuera —añadió.
—¿Para qué? —La cara redonda y regordeta se alzó hacia él con desconfianza—. ¿Qué vamos a hacer afuera?
—Hablar —replicó Jon—. ¿Has visto el Muro?
—Estoy gordo, no ciego —dijo Samwell Tarly—. Claro que lo he visto, tiene más de doscientos metros de altura.
Pero pese a todo se levantó, se echó sobre los hombros la capa con ribetes de piel y siguió a Jon fuera de la sala común, todavía desconfiado, como si temiera que alguna trampa cruel le aguardara en el exterior. Fantasma iba junto a ellos.
—No me imaginaba que sería así —dijo Sam mientras andaban. Sus palabras formaban nubes de vapor en el aire helado, y el esfuerzo por mantener el paso de Jon lo hacía jadear—. Los edificios están medio derrumbados, y hace tanto… tanto…
—¿Frío? —La escarcha formaba ya una costra dura sobre el castillo, y Jon oía el crujido suave de la hierba gris bajo las botas. Sam asintió con tristeza.
—No soporto el frío —dijo—. La otra noche me desperté, y el fuego se había apagado. Pensé que iba a morir congelado antes del amanecer.
—¿En el lugar de donde vienes hacía calor?
—No había visto la nieve hasta hace un mes. Venía hacia aquí con los hombres que mi padre designó para acompañarme al norte, y de repente empezó a caer esa cosa blanca, como si fuera lluvia. Al principio me pareció muy bonito, era como si bajaran plumas del cielo, pero no paraba, y yo me helaba hasta los huesos. Los hombres tenían hielo en las barbas y en los hombros, y seguía cayendo nieve. Tenía miedo de que no acabara nunca.
Jon sonrió.
El Muro se alzaba ante ellos, con su brillo pálido a la luz de la luna menguante. En el cielo las estrellas brillaban claras y nítidas.
—¿Me van a obligar a subir ahí arriba? —preguntó Sam; al ver los peldaños de madera el rostro se le había desencajado—. Si tengo que subir por esa escalera me muero.
—Hay una grúa —señaló Jon—. Te pueden llevar arriba en una especie de jaula.
—Me dan miedo las alturas. —Samwell Tarly sorbió por la nariz.
—¿Es que tienes miedo de todo? —preguntó Jon, incrédulo, frunciendo el ceño. Aquello ya era demasiado—. No lo entiendo. Si de verdad eres tan gallina, ¿qué haces aquí? ¿Por qué se une un cobarde a la Guardia de la Noche?
Samwell Tarly lo miró durante un momento larguísimo, y al final la cara redonda pareció desmoronarse. Se sentó en el suelo cubierto de escarcha y se echó a llorar con unos sollozos tremendos que le estremecían todo el cuerpo. Jon Nieve no sabía qué hacer, se limitó a mirarlo; como la nieve, parecía que las lágrimas no acabarían jamás.
Fantasma sí supo qué hacer. El huargo claro, silencioso como una sombra, se acercó a Samwell Tarly y empezó a lamerle las lágrimas del rostro. El chico gordo dejó escapar un grito de sobresalto… y sin saber por qué, al instante siguiente, los sollozos se habían transformado en risas.
Jon Nieve también se echó a reír. Después, se sentaron juntos en el suelo helado, arrebujados en las capas y con Fantasma tendido entre ellos. Jon le contó cómo Robb y él habían encontrado a los cachorros recién nacidos entre las nieves de las postrimerías del verano. Le parecía como si hubieran pasado mil años. No tardó en hablarle también de Invernalia.
—A veces sueño con ese lugar —dijo—. Recorro las salas desiertas. Mi voz levanta ecos, pero nadie responde, así que camino más deprisa, abro las puertas, llamo a la gente. Ni siquiera sé a quién estoy buscando. La mayor parte de las noches es a mi padre, pero otras es a Robb, o a mi hermanita Arya, o a mi tío.
El recuerdo de Benjen Stark lo entristeció; su tío seguía desaparecido. El Viejo Oso había enviado expediciones en su búsqueda. Ser Jaremy Rykker había dirigido dos batidas, y Quorin Mediamano había recorrido todo el terreno desde la Torre Sombría, pero lo único que encontraron fueron unas marcas en los árboles que su tío había dejado para señalar el camino. En las tierras altas y pedregosas del noroeste, las marcas desaparecían de repente, y se perdía por completo todo rastro de Ben Stark.
—En tu sueño, ¿encuentras a alguien alguna vez? —preguntó Sam.
—A nadie —contestó Jon sacudiendo la cabeza—. El castillo está siempre desierto. —Nunca había hablado a nadie de aquel sueño, y no entendía por qué se lo contaba a Sam, pero se sentía bien al hacerlo—. Hasta los cuervos de la pajarera han desaparecido, y en los establos sólo quedan huesos. Es lo que más miedo me da siempre. Echo a correr, abro todas las puertas, subo los escalones de la torre de tres en tres, llamo a gritos a alguien, a cualquiera. Y por fin me encuentro ante la puerta que lleva a las criptas. Dentro todo es oscuridad, pero veo la escalera de caracol que desciende. Y sé que tengo que bajar, pero no quiero. Me da miedo lo que sea que me espera abajo. Los antiguos Reyes del Invierno están en las criptas, sentados en sus tronos, con lobos de piedra a los pies y espadas de hierro sobre el regazo, pero no son ellos los que me dan miedo. Grito que yo no soy un Stark, que aquel lugar no me corresponde, pero no sirve de nada, tengo que bajar, y empiezo a descender por las escaleras, tanteando las paredes porque no llevo ninguna antorcha y no hay luz. Todo está cada vez más oscuro, y empiezo a tener ganas de gritar. —Se detuvo, algo avergonzado—. En ese punto es donde siempre me despierto. —Y despertaba con la piel fría y pegajosa, temblando en la oscuridad de su celda. Fantasma se subía de un salto y se tendía junto a él, le proporcionaba un calor reconfortante como el amanecer. Volvía a dormirse con el rostro contra el pelaje blanco del huargo—. ¿Tú sueñas con Colina Cuerno? —preguntó.
—No. —Sam apretó los labios—. Detestaba aquel lugar.
Rascó a Fantasma detrás de las orejas, ensimismado, y Jon respetó el silencio. Pasó un largo rato. Al final, Samwell Tarly empezó a hablar, y Jon Nieve escuchó sin interrumpir, para descubrir cómo un cobarde confeso había llegado al Muro.
Los Tarly eran una familia antigua y honorable, banderizos de Mace Tyrell, señor de Altojardín y Guardián del Sur. El hijo mayor de Lord Randyll Tarly, Samwell, nació destinado a heredar tierras ricas, una fortaleza sólida y un espadón casi legendario llamado Veneno de Corazón, forjado en acero valyriano y que se transmitía de padre a hijo desde hacía casi quinientos años.
Si su señor padre sintió algún orgullo cuando nació Samwell, éste se fue desvaneciendo a medida que el muchacho crecía regordete, blando y torpe. A Sam le gustaba escuchar música y componer canciones, vestir ropas de terciopelo y jugar junto a los cocineros en las cocinas del castillo, rodeado por los aromas deliciosos de los pasteles de limón y las tartas de arándanos. Sus grandes pasiones eran los libros, los gatitos y la danza, pese a su torpeza natural. Pero la mera visión de la sangre le daba mareos, y lloraba si veía matar un pollo. Por Colina Cuerno pasaron una docena de maestros de armas, que intentaron transformar a Samwell en el caballero que su padre soñaba. El niño recibió insultos y bastonazos, lo abofetearon y lo mataron de hambre. Un hombre lo hacía dormir con la cota de mallas para hacerlo más marcial. Otro lo vistió con las ropas de su madre y lo hizo desfilar por las afueras del castillo, para ver si la vergüenza le inculcaba algún valor. Pero Sam no hacía más que engordar y cada vez era más asustadizo, hasta que la decepción de Lord Randyll se transformó en furia y en desprecio.
—Una vez —le confió Sam en susurros—, vinieron al castillo dos hombres de Quarth, dos hechiceros de piel blanca y ojos azules. Mataron un uro y me hicieron bañarme en la sangre caliente porque decían que eso me daría valor. Pero me dieron arcadas y vomité. Mi padre los mandó azotar.
Por fin, después de tres niñas en otros tantos años, Lady Tarly dio a su señor esposo otro hijo varón. Desde aquel día en adelante Lord Randyll no volvió a mirar a Sam, y dedicó todo su tiempo a su hijo pequeño, un niño robusto y feroz mucho más de su agrado. Samwell conoció así varios años de paz y tranquilidad, con su música y sus libros.
Hasta que amaneció el decimoquinto día de su nombre, cuando lo despertaron y se encontró con el caballo ensillado y el equipaje listo. Tres hombres lo escoltaron hasta un bosque cercano a Colina Cuerno, donde su padre estaba despellejando un ciervo.
—Ya eres casi un hombre, y sigues siendo mi heredero —dijo Lord Randyll Tarly a su hijo mayor, sin dejar de limpiar la carcasa con un cuchillo largo—. No me has dado motivos para desheredarte, pero no permitiré que te quedes con las tierras y el título que corresponden a Dickon por derecho. Veneno de Corazón debe ser para un hombre que pueda esgrimirla, y tú no eres digno ni de tocar la empuñadura. Así que he decidido que hoy anunciarás que deseas vestir el negro. Renunciarás a todo derecho sobre la herencia de tu hermano, y emprenderás el viaje hacia el norte antes de que anochezca.
»De lo contrario, mañana habrá una cacería, tu caballo tropezará en estos bosques, tú te caerás y morirás… o eso es lo que diré a tu madre. Y por favor, no imagines que te resultaría fácil desafiarme. Nada me produciría mayor placer que darte caza como al cerdo que eres. —Dejó el cuchillo de desollar a un lado. Tenía los brazos empapados de sangre hasta el codo—. Así que puedes elegir. La Guardia de la Noche… —Metió las manos en las entrañas del ciervo, le arrancó el corazón y se lo mostró, ensangrentado y goteante—. O esto.
Sam contó la historia con voz tranquila, átona, como si le hubiera pasado a otra persona y no a él. Y por extraño que pareciera no lloró ni una vez. Cuando terminó, los dos chicos se quedaron sentados un rato, escuchando el sonido del viento. No se oía otra cosa en el mundo entero.
—Deberíamos volver a la sala común —dijo Jon al final.
—¿Por qué? —preguntó Sam.
—Hay sidra caliente, o vino especiado si lo prefieres —dijo Jon encogiéndose de hombros—. Algunas noches Daeron nos canta algo si está de humor. Antes era juglar… bueno, no del todo, era aprendiz de juglar.
—¿Cómo es que vino a parar aquí? —preguntó Sam.
—Lord Rowan de Sotodeoro lo pescó en la cama con su hija. La chica tenía dos años más que él, y Daeron dice que lo ayudó a entrar por la ventana, pero delante de su padre dijo que había sido una violación, y aquí acabó el pobre. Cuando el maestre Aemon lo oyó cantar dijo que su voz era miel derramada sobre un trueno. —Jon sonrió—. Sapo también canta, si es que a eso se lo puede llamar cantar. Canciones de borracho que aprendió en la taberna de su padre. Pyp dice que su voz es como meados derramados sobre un pedo.
Ambos rieron juntos.
—Me gustaría oírlos a los dos —reconoció Sam—, pero no querrán que esté ahí. —Se le ensombreció el rostro—. Mañana me obligará a pelear otra vez, ¿verdad?
—Sí —tuvo que reconocer Jon.
—Más vale que intente dormir. —Sam se puso en pie con torpeza. Se arrebujó en su capa y se alejó con pasos pesados.
Cuando Jon volvió a la sala común, con Fantasma por toda compañía, los demás aún estaban allí.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Pyp.
—Estaba hablando con Sam —dijo.
—Es un verdadero gallina —dijo Grenn—. Durante la cena había sitio en el banco con nosotros, pero le dio miedo y se sentó lejos.
—A Lord Jamón no le parecemos suficientemente dignos para compartir la cena con nosotros —apuntó Jeren.
—Se ha comido un trozo de empanada de cerdo —dijo Sapo con una sonrisa—. ¿Sería pariente suyo? ¡Oink! ¡Oink!
—¡Basta ya! —les espetó Jon, furioso. Los chicos, desconcertados por lo repentino de su furia, se quedaron callados—. Escuchadme —añadió Jon. Y les explicó qué iban a hacer. Pyp le dio su apoyo, como sabía que haría, pero se llevó una sorpresa muy agradable cuando Halder también lo respaldó. Grenn no se decidía al principio, pero Jon sabía cómo convencerlo. Uno por uno fueron accediendo todos los demás. Jon persuadió a algunos, lisonjeó a otros, humilló a unos cuantos, y amenazó cuando fue necesario. Al final todos estuvieron de acuerdo. Todos menos Rast.
—Haced lo que os dé la gana, nenitas —dijo Rast—, pero si Thorne vuelve a decirme que ataque a Lady Cerdi, cortaré una loncha de panceta para la cena. —Se rió en la cara de Jon antes de darse media vuelta y marcharse.
Horas después, mientras el castillo dormía, tres muchachos lo visitaron en su celda. Grenn le sujetó los brazos y Pyp se le sentó en las piernas. Jon oyó la respiración acelerada de Rast cuando Fantasma le saltó sobre el pecho. Los ojos del lobo huargo ardían como brasas rojas mientras mordisqueaba la piel tierna de la garganta del muchacho, lo justo para que brotaran unas gotas de sangre.
—Acuérdate de que sabemos dónde duermes —le dijo Jon con voz suave.
Por la mañana Jon oyó cómo Rast contaba a Albett y a Sapo que se había cortado al afeitarse.
Desde aquel día en adelante, ni Rast ni nadie hizo daño a Samwell Tarly. Cuando Ser Alliser los enfrentaba al chico gordo se limitaban a defenderse y a detener sus golpes lentos y torpes. Si el maestro de armas les ordenaba que atacaran, se limitaban a bailar en torno a Sam, y a asestar ligeros golpes contra la coraza del pecho, el yelmo o la pierna. Ser Alliser se enfurecía, los amenazaba, los llamaba gallinas, mujercitas y cosas peores, pero nadie hacía daño a Sam. Al cabo de unas pocas noches, ante la insistencia de Jon, se sentó a cenar con ellos, ocupando un puesto junto a Halder en el banco. Pasaron dos semanas antes de que juntara el valor suficiente para intervenir en la conversación, pero al poco tiempo se reía de las muecas de Pyp y bromeaba con Grenn como el que más.
Samwell Tarly era gordo, torpe y asustadizo, pero no carecía de cerebro. Una noche fue a ver a Jon a su celda.
—No sé qué hiciste —dijo—, pero sé que hiciste algo. —Apartó la vista con timidez—. Nunca había tenido un amigo.
—No somos amigos —dijo Jon. Puso una mano en el hombro carnoso de Sam—. Somos hermanos.
Y era cierto, pensó cuando Sam se fue. Robb, Bran y Rickon eran hijos de su padre, y todavía los quería, pero Jon sabía que nunca había sido uno de ellos. Catelyn Stark se había encargado de eso. Los muros grises de Invernalia seguirían apareciendo en sus sueños, pero su vida estaba en el Castillo Negro, y sus hermanos eran Sam, Grenn, Halder, Pyp y el resto de los marginados que vestían el negro de la Guardia de la Noche.
—Mi tío tenía razón —susurró a Fantasma.
Deseó con todo su corazón volver a ver a Benjen Stark para poder decírselo.