BRAN

Abajo, en el patio, Rickon corría con los lobos.

Bran observaba la escena sentado junto a la ventana. Fuera adonde fuera el niño, Viento Gris llegaba antes de un salto para cortarle el paso, hasta que Rickon lo veía, gritaba de puro contento y echaba a correr en otra dirección. Peludo le pisaba los talones, pero se revolvía si los otros lobos se le acercaban demasiado. Se le había oscurecido el pelaje, que ahora era casi negro, y sus ojos eran fuego verde. Verano, el lobo de Bran, iba el último. Tenía el pelaje plateado y color humo, y ojos como oro amarillo. Era más pequeño que Viento Gris, y también más cauto. Bran creía que era el más listo de la camada. Oyó las risas despreocupadas de su hermano mientras corría por el suelo cubierto de tierra con sus piernecitas gordezuelas, casi de bebé.

Le escocían los ojos. Quería estar allí abajo, y reír y correr. Enfadado consigo mismo, Bran se secó las lágrimas con los nudillos antes de que brotaran. Ya había pasado su octavo día del nombre. Era casi un hombre adulto, no podía llorar.

—Era mentira —dijo con amargura al recordar al cuervo de su sueño—. No puedo volar. Ni siquiera puedo correr.

—Todos los cuervos son unos mentirosos —asintió la Vieja Tata, que estaba sentada con su labor de costura en las manos—. Me sé un cuento sobre un cuervo.

—Ya estoy harto de cuentos —replicó Bran, petulante. Antes le gustaban mucho los cuentos de la Vieja Tata. Pero las cosas habían cambiado. Se tenía que pasar el día con ella, era la que lo cuidaba y lo limpiaba y le hacía compañía. Y eso no servía más que para empeorar las cosas—. Odio tus estúpidos cuentos —insistió.

—¿Mis cuentos? —La anciana le dedicó una sonrisa desdentada—. No, mi pequeño señor, no son míos. Los cuentos son, a secas, antes de mí, y antes de ti también.

Bran, lleno de rencor, pensó que era una vieja muy fea. Encogida, arrugada, casi ciega, demasiado débil para subir escaleras, apenas le quedaban unos mechones de pelo blanco en el cuero cabelludo de un color rosa sucio. Nadie sabía a ciencia cierta cuántos años tenía, pero según su padre ya la llamaban Vieja Tata cuando él era niño. Era sin duda la persona más anciana de Invernalia, quizá la más anciana de los Siete Reinos. Tata había llegado al castillo como ama de cría de Brandon Stark, cuya madre había muerto en el parto. Brandon Stark había sido como un hermano mayor para Lord Rickard, el abuelo de Bran, o quizá un hermano pequeño, o hermano del padre de Lord Rickard. Tata cambiaba la historia cada vez que la contaba. En todas ellas, el bebé moría a los tres años de unas fiebres de verano, pero la Vieja Tata se quedaba en Invernalia con sus hijos. Ambos murieron en la guerra en la que el rey Robert subió al trono, y su nieto también cayó ante las murallas de Pyke durante la rebelión de Balon Greyjoy. También sus hijas se habían casado, se habían marchado y habían muerto mucho tiempo atrás. El único descendiente que le quedaba era Hodor, el gigantón retrasado mental que trabajaba en los establos. Y la Vieja Tata vivía, y vivía, y seguía viviendo, con sus labores de costura y sus cuentos.

—A mí qué me importa de quién son los cuentos —dijo Bran—. Los odio.

No quería cuentos, y no quería a la Vieja Tata. Quería a su madre y a su padre. Quería ir a correr con Verano. Quería trepar por la pared de la torre rota y dar de comer a los cuervos. Quería volver a montar en el poni con sus hermanos. Quería que las cosas fueran como habían sido.

—Me sé un cuento sobre un niño que odiaba los cuentos —dijo la Vieja Tata con su sonrisa estúpida, mientras movía la aguja sin cesar, clic, clic, clic, hasta que a Bran le entraron ganas de gritar.

Sabía que las cosas nunca volverían a ser como antes. El cuervo lo engañó para que volara, pero cuando despertó estaba inválido y el mundo había cambiado. Todos lo habían abandonado: su padre, su madre, sus hermanas… hasta su hermano bastardo, Jon. Su padre le había prometido que cabalgaría en un caballo de verdad hasta Desembarco del Rey, y en vez de eso se habían marchado sin él. El maestre Luwin había enviado a Lord Eddard un pájaro con un mensaje, y otro a su madre, y otro al Muro; pero no llegó ninguna respuesta.

—A veces los pájaros se pierden, hijo —le explicó el maestre—. De aquí a Desembarco del Rey hay mucha distancia y muchos halcones; puede que el mensaje no les haya llegado.

Pero, para Bran, era como si todos hubieran muerto mientras dormía… o quizá era él quien había muerto, y los demás lo habían olvidado. Jory, Ser Rodrik y Vayon Poole se habían marchado también, así como Hullen, y Harwin, y Tom el Gordo, y una cuarta parte de la guardia.

Los únicos que quedaban eran Robb y el pequeño Rickon, y Robb había cambiado. Ahora era Robb el Señor, o al menos lo intentaba. Llevaba una espada de verdad y no sonreía nunca. Se pasaba el día ejercitando con la guardia y entrenándose en el manejo de la espada, con lo que en el patio resonaba constantemente el choque de metal contra metal mientras Bran miraba desconsolado desde la ventana. Por las noches se encerraba con el maestre Luwin para hablar o repasar libros de cuentas. En ocasiones se iba a caballo con Hallis Mollen, y estaba ausente varios días, visitando los fortines cercanos. Siempre que se iba durante más de un día, Rickon lloraba y no paraba de preguntar a Bran si Robb iba a volver. Pero, incluso cuando estaba en Invernalia, tenía más tiempo para Hallis Mollen y para Theon Greyjoy que para sus hermanos.

—Te puedo contar la historia de Brandon el Constructor —dijo la Vieja Tata—. Siempre ha sido tu favorita.

Hacía ya milenios, Brandon el Constructor había edificado Invernalia, y según algunas leyendas también el propio Muro. Bran conocía la historia, pero nunca había sido su favorita. Quizá fuera la favorita de algún otro Brandon. A veces Tata le hablaba como si fuera su Brandon, el bebé al que había dado el pecho hacía ya tantos años, y en otras lo confundía con su tío Brandon, el que había muerto a manos del Rey Loco antes incluso del nacimiento de Bran. Su madre le había dicho una vez que Tata había vivido tanto tiempo que, para ella, todos los Brandon Stark eran uno solo.

—Ésa no es mi favorita —dijo—. Mis historias favoritas eran las de miedo.

Se oyó un estrépito en el exterior, y se volvió hacia la ventana. Rickon corría por el patio hacia la caseta del guardia, y los lobos lo seguían, pero la orientación de la ventana de la torre no le permitía ver qué pasaba. Frustrado, se pegó un puñetazo en el muslo. No sintió nada.

—Ay, mi dulce niño de verano —dijo la Vieja Tata con voz queda—, ¡qué sabrás tú del miedo! El miedo es cosa del invierno, mi pequeño señor, cuando la capa de nieve es de treinta metros y el viento aúlla gélido desde el norte. El miedo es para la larga noche, cuando el sol oculta el rostro durante años enteros, los bebés nacen, viven y mueren en la oscuridad, los huargos están famélicos y los caminantes blancos recorren los bosques.

—Te refieres a los Otros —dijo Bran.

—Los Otros —asintió la Vieja Tata—. Hace miles y miles de años hubo un invierno frío, duro y largo como jamás hombre alguno había conocido. Hubo una noche que duró una generación, los reyes tiritaban y morían en sus castillos igual que los porqueros en sus chozas. Las madres ahogaban a sus hijos con almohadas para no verlos morir de hambre, y lloraban, y las lágrimas se les helaban en las mejillas. —Su voz y sus agujas se callaron a la vez; miró a Bran con ojos claros, lechosos—. Dime, niño, ¿son éstas las historias que te gustan?

—Bueno —reconoció Bran de mala gana—, sí, pero…

La Vieja Tata asintió.

—Fue durante aquella oscuridad cuando aparecieron por primera vez los Otros —empezó, mientras las agujas hacían clic, clic, clic—. Eran cosas frías, cosas muertas, que aborrecían el hierro y el fuego y la luz del sol, y a toda criatura con sangre caliente en las venas. Arrasaron aldeas, ciudades y reinos, derrotaron a héroes y ejércitos. Eran innumerables, siempre a lomos de caballos blancuzcos y muertos, al frente de huestes de cadáveres. Ni todas las espadas de los hombres pudieron detener su avance, ni las doncellas ni los bebés de pecho despertaron su compasión. Dieron caza a las muchachas por los bosques helados y alimentaron a sus sirvientes muertos con la carne de los niños humanos. —Había bajado mucho la voz, casi no era más que un susurro, y Bran se dio cuenta de que se había inclinado hacia adelante para oírla.

—Eran los tiempos anteriores a la llegada de los ándalos, y mucho antes de que las mujeres cruzaran el mar Angosto huyendo de las ciudades de Thoyne; y los cien reinos de aquel entonces eran los reinos de los primeros hombres, que habían arrebatado estas tierras a los niños del bosque. Pero aquí y allá, en lo más profundo de las espesuras, los hijos seguían viviendo en sus ciudades de madera, en las entrañas de las colinas, y los rostros de los árboles montaban guardia. Así que, mientras el frío y la muerte invadían la tierra, el último héroe quiso buscar a los hijos, con la esperanza de que la magia antigua pudiera recuperar lo que los ejércitos de los hombres habían perdido. Emprendió la marcha hacia las tierras muertas con una espada, un caballo, un perro y una docena de compañeros. Buscó y buscó durante años, hasta que desesperó de dar jamás con los niños del bosque en sus ciudades secretas. Sus amigos fueron muriendo uno a uno, y también su caballo, y por último su perro, y hasta su espada se congeló de tal manera que se rompió cuando quiso utilizarla. Y los Otros olieron la sangre caliente que le corría por las venas, y siguieron su rastro en silencio, lo persiguieron con manadas de arañas blancas, casi transparentes, grandes como sabuesos…

La puerta se abrió con estrépito, y faltó poco para que a Bran se le saliera el corazón por la boca del susto. Pero sólo era el maestre Luwin, aunque inmediatamente después apareció por la puerta el gigantesco Hodor.

—¡Hodor! —anunció el mozo de cuadras como tenía por costumbre, al tiempo que dedicaba a todos una amplia sonrisa.

—Han llegado visitantes —dijo el maestre Luwin, que no sonreía—. Se requiere tu presencia, Bran.

—Me estaban contando un cuento —se quejó el niño.

—Los cuentos esperan, mi pequeño señor, cuando vuelvas éste estará donde lo dejaste —dijo la Vieja Tata—. En cambio los visitantes no tienen tanta paciencia. Y a veces traen sus propios cuentos.

—¿De quién se trata? —preguntó Bran al maestre Luwin.

—De Tyrion Lannister, y también vienen algunos hombres de la Guardia de la Noche con noticias de tu hermano Jon. Robb está reunido con ellos. Hodor, ayuda a Bran a bajar a la sala.

—¡Hodor! —asintió el mozo alegremente. Se agachó para no tropezar con la parte superior de la puerta. Medía bastante más de dos metros, tanto que costaba creer que por las venas le corría la misma sangre que por las de la Vieja Tata. Bran se preguntaba si, cuando fuera viejo, se arrugaría y se encogería tanto como su tatarabuela. No parecía probable ni aunque viviera mil años.

Hodor levantó a Bran con tanta facilidad como si se tratara de una bala de heno, y lo acunó contra el pecho gigantesco. Siempre despedía cierto olor a caballo, pero no era desagradable. Tenía brazos grandes y musculosos, cubiertos de vello castaño.

—Hodor —repitió.

En cierta ocasión Theon Greyjoy había comentado que Hodor sabía muy pocas cosas, pero que no cabía duda de que al menos sabía muy bien su nombre. Cuando Bran se lo contó, la Vieja Tata se echó a reír con cloqueos de gallina, y le confesó que el verdadero nombre de Hodor era Walder. Nadie sabía de dónde había salido lo de «Hodor», pero cuando empezó a repetirlo constantemente pasaron a llamarlo así. Era la única palabra que decía.

Dejaron a la Vieja Tata en la habitación de la torre, con sus agujas y sus recuerdos. Hodor tarareaba algo sin melodía mientras cargaba a Bran escaleras abajo y por la galería. El maestre Luwin iba tras ellos, aunque tenía que apurar el paso para seguir las largas zancadas del mozo de cuadras.

Robb estaba sentado en el trono elevado de su padre. Vestía cota de mallas y cuero endurecido, y tenía el rostro adusto de Robb el Señor. Theon Greyjoy y Hallis Mollen estaban de pie a su lado. Junto a los muros de piedra gris, bajo las ventanas altas y estrechas, había una docena de soldados. En el centro de la sala se encontraban el enano y sus criados, con cuatro desconocidos que lucían las prendas negras de la Guardia de la Noche. En cuanto Hodor entró con él en la sala, Bran captó la ira contenida en el ambiente.

—Cualquier miembro de la Guardia de la Noche es bienvenido en Invernalia, durante tanto tiempo como desee permanecer —decía Robb con la voz de Robb el Señor.

Tenía la espada cruzada sobre las rodillas, desenfundada para que todos vieran el acero. Hasta Bran sabía qué significaba recibir a un invitado con la espada así.

—Cualquier miembro de la Guardia de la Noche —repitió el enano—. Pero yo no, ¿verdad? ¿Te he entendido bien, chico?

—En ausencia de mis padres, yo soy el señor de Invernalia, Lannister —dijo Robb levantándose y apuntando al hombrecillo con la espada—. No me llames chico.

—Si fueras un señor, tendrías la cortesía de un señor —replicó el hombrecillo, como si no viera la espada que le apuntaba al rostro—. Por lo visto tu hermano bastardo heredó toda la elegancia de tu padre.

—Jon. —A Bran se le cortó la respiración en los brazos de Hodor.

—Así que es cierto, el chico sigue vivo. —El enano se había girado para mirarlo—. Me parecía increíble. Los Stark sois duros de pelar.

—Y los Lannister haríais bien en recordarlo —dijo Robb al tiempo que bajaba la espada—. Trae aquí a mi hermano, Hodor.

—Hodor —dijo Hodor. Se adelantó sonriente y depositó a Bran en el trono elevado de los Stark, donde se habían sentado los señores de Invernalia desde los tiempos en que eran los Reyes en el Norte. El asiento era de piedra fría, pulida por incontables traseros. En los extremos de los gigantescos brazos había tallas de cabezas de huargos con las fauces abiertas. La enormidad del trono lo hacía sentirse casi como un bebé.

—Dices que tienes algo que hablar con Bran —dijo Robb mientras le ponía una mano en el hombro a Bran—. Bien, Lannister, aquí lo tienes.

La mirada de Tyrion Lannister hacía sentir incómodo a Bran. Tenía un ojo negro y el otro verde, ambos clavados en él como si lo estudiara, como si lo calibrara.

—Me han dicho que eras un trepador excelente, Bran —dijo por último—. Cuéntame, ¿cómo es que te caíste aquel día?

—Yo nunca me caigo —insistió el niño. Nunca, nunca, nunca se caía.

—No recuerda nada de la caída, ni de lo que estaba haciendo antes —intervino con amabilidad el maestre Luwin.

—Qué extraño —dijo Tyrion Lannister.

—Mi hermano no está aquí para responder a tus preguntas, Lannister —dijo Robb, cortante—. Pregúntale lo que quieras y sigue tu camino.

—Tengo un regalo para ti —dijo el enano a Bran—. ¿Te gustaría cabalgar, chico?

—El niño ha perdido el uso de las piernas, mi señor —se adelantó el maestre Luwin—. No puede montar a caballo.

—Tonterías —replicó Lannister—. Con el caballo correcto y la silla adecuada, hasta un tullido puede cabalgar.

—¡Yo no soy un tullido! —La palabra había sido como una puñalada en el corazón de Bran. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas incontenibles.

—Entonces yo no soy un enano —dijo el enano con una mueca—. Mi padre se alegrará mucho cuando se entere.

Greyjoy soltó una carcajada. El maestre Luwin se echó a reír.

—¿A qué clase de caballo y silla os referís? —preguntó Luwin.

—A un caballo inteligente —replicó Lannister—. El chico no puede darle órdenes con las piernas, así que hay que adaptar el caballo al jinete, enseñarle a que responda a las riendas, a la voz. Yo optaría por un potro de un año que esté sin entrenar, así no habrá que hacerle olvidar unas cosas antes de aprender otras. —Se sacó un rollo de papel del cinturón—. Dadle esto a quienquiera que os fabrique las sillas. Será más que suficiente.

—Ya… ya veo —dijo el maestre, que curioso como una ardilla gris había cogido el papel de manos del enano, lo había desenrollado y lo estaba estudiando—. Dibujáis muy bien, mi señor. Sí, seguro que funcionará. Tendría que habérseme ocurrido a mí.

—No me ha resultado difícil, maestre. No se diferencia tanto de las sillas que utilizo yo.

—¿De verdad podré montar a caballo? —preguntó Bran. Quería creerlo, pero le daba miedo. Quizá fuera otra mentira. El cuervo le había prometido que podría volar.

—Podrás —le aseguró el enano—. Y te juro una cosa, chico: a lomos de un caballo, serás tan alto como cualquier hombre.

—¿Qué es esto, Lannister, una trampa? —Robb Stark parecía desconcertado—. ¿Qué significa Bran para ti? ¿Por qué quieres ayudarlo?

—Me lo pidió tu hermano Jon —respondió con una sonrisa Tyrion Lannister llevándose una mano al pecho—. Y mi punto débil son los tullidos, los bastardos y las cosas rotas.

En aquel momento se abrieron de golpe las puertas que daban al patio. La luz del sol entró a raudales en la sala mientras Rickon, jadeante, se precipitaba hacia el interior. Los lobos huargo lo seguían. El niño se detuvo en la puerta con los ojos muy abiertos, pero los lobos entraron. Clavaron las miradas en Lannister, o quizá captaron su olor. Verano fue el primero en empezar a gruñir. Viento Gris lo imitó. Se acercaron amenazantes al hombrecillo, uno desde la derecha y otro desde la izquierda.

—A los lobos no les gusta vuestro olor, Lannister —comentó Theon Greyjoy.

—Ya va siendo hora de que me marche —asintió Tyrion.

Dio un paso hacia atrás… y en aquel momento, a sus espaldas, Peludo salió de entre las sombras, gruñendo. Lannister retrocedió, y Verano se lanzó contra él desde el otro lado. El enano se tambaleó inseguro, y Viento Gris le lanzó una dentellada al brazo que le arrancó un trozo de tela de la manga.

—¡No! —gritó Bran desde su trono, mientras los hombres de Lannister desenfundaban las espadas—. ¡Ven, Verano! ¡Aquí!

El lobo huargo oyó la voz, miró a Bran y, a continuación, miró de nuevo a Lannister. Retrocedió sin apartar los ojos del hombrecillo, y por último se tendió bajo los pies colgantes de Bran.

Robb había estado conteniendo el aliento. Lo dejó escapar con un suspiro.

¡Viento Gris! —llamó. Su lobo volvió con él, rápido y silencioso. Ya sólo quedaba Peludo, que seguía gruñendo al hombrecillo y mirándolo con unos ojos que eran como llamaradas verdes.

—¡Llámalo, Rickon! —gritó Bran a su hermano pequeño.

—¡A casa, Peludo, vamos a casa! —gritó Rickon al recuperarse de la sorpresa. El lobo negro gruñó por última vez a Lannister y corrió hacia Rickon, que se le abrazó con fuerza al cuello.

—Qué interesante —comentó con voz átona Tyrion Lannister. Se quitó la bufanda y se secó la frente con ella.

—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó uno de sus hombres, espada en mano. No dejaba de mirar a los lobos, nervioso.

—Tengo una manga rota y los calzones incomprensiblemente mojados, pero no tengo nada herido salvo la dignidad.

—Los lobos… —Hasta Robb parecía conmocionado—. No entiendo por qué han hecho eso…

—No cabe duda de que me confundieron con la cena. —Hizo una reverencia rígida en dirección a Bran—. Muchas gracias por llamarlos, joven señor. Te aseguro que les habría resultado muy indigesto. Y ahora sí que me voy de verdad.

—Un momento, mi señor —dijo el maestre Luwin. Se dirigió hacia Robb e intercambió con él unos susurros. Bran trató de escuchar qué decían, pero hablaban demasiado bajo.

—Quizá… —dijo Robb Stark envainando la espada—. Puede que haya sido poco cortés contigo. Has sido amable con Bran, y… bueno… —Robb hizo un esfuerzo por recuperar la compostura—. Te ofrezco la hospitalidad de Invernalia, Lannister.

—No me vengas con falsas cortesías, chico. No simpatizas conmigo y no quieres que me quede aquí. Antes he visto una posada fuera de los muros, en la ciudad. Allí me darán cama, y así los dos dormiremos mejor. Y por unas cuantas monedas seguro que también encuentran a alguna ramera amable que me caliente las sábanas. —Se dirigió a uno de los hermanos negros, un hombre viejo de espada encorvada y barba enmarañada—. Partiremos hacia el sur al amanecer, Yoren. Nos encontraremos en el camino. —Sin añadir más, recorrió la sala trabajosamente con sus piernas cortas, pasó junto a Rickon y salió por la puerta. Sus hombres lo siguieron.

Los cuatro miembros de la Guardia de la Noche se quedaron donde estaban. Robb se volvió hacia ellos, inseguro.

—He ordenado que os preparen habitaciones y no os faltará agua caliente para limpiaros el polvo del camino. Espero que nos honréis con vuestra presencia esta noche durante la cena.

Formuló la invitación de manera tan torpe que hasta Bran se dio cuenta de que era un discurso aprendido, no palabras que le salieran del corazón. De todos modos, los hermanos negros se lo agradecieron igual.

Hodor tomó a Bran en brazos para llevarlo de vuelta a la cama, y Verano los siguió por las escaleras de la torre. La Vieja Tata estaba dormida en su silla. Hodor dijo: «Hodor», cogió a su tatarabuela, que roncaba con suavidad, y se la llevó. Bran se quedó allí tendido, pensando. Robb le había prometido que aquella noche podría cenar con la Guardia de la Noche en el Salón Principal.

Verano —llamó. El lobo se subió a la cama de un salto. Bran lo abrazó con tanta fuerza que sintió el aliento cálido en la mejilla—. Ahora podré montar a caballo —susurró a su amigo—. Pronto iremos a cazar juntos por los bosques, ya verás.

No tardó en quedarse dormido.

En el sueño trepaba por una vieja torre sin ventanas, metía los dedos en las grietas de las piedras ennegrecidas y buscaba puntos de apoyo con los pies. Trepaba cada vez más alto y atravesaba las nubes hacia el cielo nocturno, pero la torre seguía y seguía. Cuando se detuvo para mirar abajo, el vértigo lo paralizó y los dedos casi perdieron su agarre. Bran gritó y se asió con todas sus fuerzas. La tierra estaba miles de kilómetros más abajo, y él no sabía volar. Él no sabía volar. Aguardó hasta que el corazón dejó de palpitarle con violencia, y siguió trepando. No podía hacer otra cosa que subir y subir. Muy por encima de él, como una silueta negra contra la luna, le pareció distinguir las formas de las gárgolas. Tenía los brazos doloridos y entumecidos, pero no se atrevía a detenerse para descansar. Se obligó a trepar más deprisa. Las gárgolas observaban su ascenso. Tenían ojos brillantes y rojos como carbones en un brasero. Quizá en el pasado fueran leones, pero en aquel momento eran seres retorcidos y grotescos. Bran las oía murmurar entre ellas, con voces terribles de piedra. «No escuches —se dijo— no escuches»; mientras no las escuchara estaría a salvo. Pero entonces las gárgolas se soltaron de la piedra y empezaron a descender por la torre, hacia Bran, y éste supo que no estaba a salvo.

—No he oído nada —sollozó mientras se le acercaban—. No he oído nada, no he oído nada. —Se despertó sudoroso y sin aliento, perdido en la oscuridad, y vio una gran sombra que se cernía sobre él—. No he oído nada —susurró, temblando de miedo.

—Hodor —dijo la sombra, y encendió la vela que había junto a la cama.

Bran suspiró aliviado.

Hodor le limpió el sudor con un pañuelo húmedo y caliente, antes de vestirlo con manos hábiles y tiernas. Cuando llegó la hora, lo bajó al Salón Principal, donde ya habían instalado la gran mesa sobre caballetes ante la chimenea. El puesto del señor, en la cabecera, quedó libre, pero Robb se sentó a la derecha, y Bran frente a él. Aquella noche cenaron lechón asado, empanada de pichón y nabos con mantequilla, y el cocinero había prometido panales de postre. Verano comía sobras de la mano de Bran, mientras que, en un rincón, Viento Gris y Peludo se peleaban por un hueso. Los perros de Invernalia ya no se atrevían a entrar en la estancia. Al principio a Bran le había parecido raro, pero ya se estaba acostumbrando.

Yoren era el mayor de los hermanos negros, así que el mayordomo lo había colocado entre Robb y el maestre Luwin. El anciano despedía un olor acre, como si llevara mucho tiempo sin bañarse. Arrancaba la carne con los dientes y rompía los huesos para chupar la médula. Se encogió de hombros cuando le preguntaron por Jon Nieve.

—La pesadilla de Ser Alliser —gruñó.

Dos de sus compañeros se echaron a reír, y Bran no entendió nada. Pero cuando Robb se interesó por su tío Benjen, el silencio de los hermanos negros le resultó ominoso.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

—Las noticias son malas, señores —dijo Yoren limpiándose los dedos en el chaleco—, y es cruel pagar así vuestra comida y hospitalidad, pero quien hace una pregunta debe poder soportar la respuesta. Stark ha desaparecido.

—El Viejo Oso lo envió en busca de Waymar Royce —intervino otro de los hombres—, y ya debería haber regresado.

—Hace demasiado tiempo —asintió Yoren—. Lo más probable es que haya muerto.

—Mi tío no ha muerto —dijo Robb Stark en voz alta, furiosa. Se levantó del banco y apoyó la mano en la empuñadura de la espada—. ¿Me oís? ¡Mi tío no ha muerto!

Su voz resonó entre los muros de piedra, y de repente Bran tuvo mucho miedo.

El anciano Yoren alzó la vista hacia Robb, impasible.

—Como digáis, mi señor —dijo al tiempo que se sacaba un trocito de carne de entre los dientes.

—No hay un hombre en el Muro que conozca el Bosque Encantado mejor que Benjen Stark. —El más joven de los hermanos negros se agitó en el asiento, inquieto—. Encontrará el camino de vuelta.

—Puede que sí, puede que no —replicó Yoren—. No es la primera vez que un hombre diestro entra en esos bosques para no salir jamás.

Bran no podía dejar de pensar en el cuento de la Vieja Tata sobre los Otros y el último héroe, perseguido en el bosque por muertos andantes y arañas grandes como sabuesos. Durante un momento tuvo pánico, hasta que recordó el final de la historia.

—Los niños lo ayudarán —dijo—. ¡Los niños del bosque!

Theon Greyjoy soltó una risita despectiva.

—Los niños del bosque desaparecieron hace miles de años, Bran —intervino el maestre Luwin—. Las caras de los árboles son lo único que queda de ellos.

—Puede que eso sea así aquí abajo, maestre —dijo Yoren—. Pero, más allá del Muro, ¿quién sabe? Allí arriba no siempre es posible distinguir lo que está vivo de lo que está muerto.

Aquella noche, cuando hubo terminado la cena, el propio Robb se encargó de llevar a Bran a la cama. Viento Gris abría la marcha y Verano la cerraba tras ellos. Su hermano era fuerte para su edad, y Bran resultaba tan ligero como un fardo de trapos, pero las escaleras eran empinadas y oscuras, y cuando llegaron arriba Robb jadeaba.

Depositó a Bran en la cama, lo tapó con las mantas y sopló para apagar la vela. Durante un rato, se quedó sentado junto a él en la oscuridad. A Bran le habría gustado hablar, pero no sabía qué decir.

—Te encontraremos el caballo perfecto, te lo prometo —susurró Robb al final.

—¿Volverán algún día? —preguntó Bran.

—Sí —dijo Robb, y en su voz había tal esperanza que el pequeño supo que estaba hablando su hermano, no Robb el Señor—. Madre regresará pronto. Con un poco de suerte podremos salir a caballo a recibirla cuando vuelva. ¡Menuda sorpresa se llevará cuando te vea cabalgar! —Pese a la oscuridad, Bran le vio la sonrisa en el rostro—. Y después, cabalgaremos hacia el norte para ver el Muro. No le diremos nada a Jon, llegaremos el día menos pensado, tú y yo juntos. Será toda una aventura.

—Una aventura —repitió Bran con tristeza.

Oyó sollozar a su hermano. La habitación estaba tan oscura que no podía ver las lágrimas en el rostro de Robb, de manera que tendió la mano en busca de la suya. Los dos hermanos entrelazaron los dedos.

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