EDDARD

—La causa de todos los problemas es el torneo de la Mano, señores —se quejó el comandante de la Guardia de la Ciudad ante el Consejo del rey.

—El torneo del rey —lo corrigió Ned con una mueca—. Te garantizo que la Mano no quiere saber nada del tema.

—Podéis llamarlo como queráis, mi señor. Llegan caballeros de todas partes del reino, y por cada caballero llegan también dos mercenarios, tres artesanos, seis soldados, una docena de comerciantes y dos de prostitutas, y más ladrones de los que quiero imaginar. Este condenado calor tiene a los ciudadanos al borde de un ataque, y ahora, con tantos visitantes… Anoche tuvimos un ahogado, una reyerta de taberna, tres peleas con navajas, una violación, dos incendios, ni se sabe cuántos robos, y una carrera de caballos de borrachos por la calle de las Hermanas. La noche anterior encontramos la cabeza de una mujer en el Gran Sept, en el estanque del arco iris. Por lo visto nadie sabe de quién era, ni cómo llegó allí.

—Qué espanto —comentó Varys con un escalofrío.

—Si no puedes mantener la paz del rey, quizá otro deba dirigir la Guardia de la Ciudad, Janos. —Lord Renly Baratheon era menos compasivo—. Otro que sí pueda.

—Ni el propio Aegon el Dragón podría mantener la paz, Lord Renly. —Janos, un hombre grueso y con papada, se hinchó como un sapo furioso, con el rostro enrojecido—. Lo que necesito son más hombres.

—¿Cuántos? —preguntó Ned inclinándose hacia adelante. Como de costumbre, Robert no se había molestado en asistir a la sesión del Consejo, así que la Mano tenía la obligación de hablar en su nombre.

—Tantos como sea posible, Lord Mano.

—Contrata a cincuenta hombres —le dijo Ned—. Lord Baelish se encargará de que recibas fondos.

—Ah, ¿sí? —dijo Meñique.

—Desde luego. Conseguiste cuarenta mil dragones de oro para el torneo, no me cabe duda de que encontrarás algo de calderilla para mantener la paz del rey. —Ned se volvió hacia Janos Slynt—. También te cederé a veinte espadas de mi casa para que sirvan con la Guardia hasta que acaben los festejos.

—Os lo agradezco, Lord Mano —dijo Slynt con una reverencia—. Os prometo que aprovecharemos al máximo vuestro esfuerzo.

Cuando el comandante salió de la estancia, Eddard se volvió hacia el resto del Consejo.

—Cuanto antes acabe esta locura, mejor —dijo. Por si no fuera suficiente con los gastos y las molestias, todos se empeñaban en echar sal en la herida de Ned denominándolo «el torneo de la Mano», como si él fuera la causa. ¡Y Robert creía sinceramente que debería sentirse honrado!

—Estos acontecimientos hacen prosperar al reino, mi señor —dijo el Gran Maestre Pycelle—. Dan a los grandes una oportunidad de alcanzar la gloria, y a los pequeños un descanso en medio de sus preocupaciones.

—Y llenan más de un bolsillo —agregó Meñique—. Todas las posadas de la ciudad están ocupadas, y las putas caminan como si montaran a caballo.

—Menos mal que mi hermano Stannis no está aquí —intervino Lord Renly riéndose—. ¿Os acordáis de aquella vez que propuso prohibir los burdeles? El rey le preguntó si no sería mejor prohibir también comer, cagar y respirar. A veces me pregunto cómo tuvo Stannis a esa hija tan fea. Va al lecho conyugal como quien se dirige al campo de batalla, con una expresión sombría en el rostro, pero decidido a cumplir con su deber.

—Yo también estaba pensando en vuestro hermano Stannis. —dijo Ned, que no había participado en la carcajada—. ¿Cuándo terminará su visita a Rocadragón y volverá a ocupar su puesto en este Consejo?

—Seguro que en cuanto arrojemos al mar a todas las putas —replicó Meñique, lo que provocó otra carcajada.

—Ya he oído bastante charla sobre putas por hoy —dijo Ned al tiempo que se levantaba—. Hasta mañana.

Harwin estaba de guardia cuando Ned volvió a la Torre de la Mano.

—Di a Jory que acuda a mis habitaciones, y pídele a tu padre que ensille mi caballo —ordenó Ned con cierta brusquedad.

—Sí, mi señor.

Mientras subía por las escaleras, Ned pensó que la Fortaleza Roja y el torneo de la Mano lo exasperaban hasta límites inimaginables. Añoraba el refugio de los brazos de Catelyn, el ruido de las espadas de Robb y Jon al chocar en el patio de entrenamientos, los días frescos y las noches frías del norte.

Una vez en sus habitaciones se despojó de las ropas de seda con que acudía al Consejo, y centró su atención en el libro mientras aguardaba la llegada de Jory. Linajes e historia de las Grandes Casas de los Siete Reinos, con muchas descripciones de nobles caballeros, damas y sus descendientes, obra del Gran Maestre Malleon. Pycelle le había dicho la verdad, no era una lectura amena en absoluto. Pero Jon Arryn se había interesado por aquel libro, y Ned estaba seguro de que tenía algún motivo. En aquellas páginas amarillentas y quebradizas se ocultaba algo, algún hecho importante. Pero, ¿cuál? Aquel tomo tenía más de cien años. Apenas quedaba algún hombre con vida de los nacidos cuando Malleon compiló su polvorienta lista de matrimonios, nacimientos y defunciones.

Volvió a abrirlo por el capítulo relativo a la Casa Lannister y fue pasando las páginas, con la vana esperanza de encontrar la clave en el momento menos pensado. Los Lannister eran una familia antigua, sus orígenes se remontaban a Lann el Astuto, un embaucador de la Edad de los Héroes, tan legendario como Bran el Constructor, aunque mucho más apreciado por juglares y narradores. En las canciones, Lann conseguía sacar a los Casterly de Roca Casterly sin más arma que su ingenio, y robaba el oro del sol para dar brillo a los rizos de su cabello. A Ned le habría gustado contar con su ayuda en aquel momento, a ver si conseguía sacar la verdad oculta en aquel condenado libro.

Un golpe brusco en la puerta anunció la llegada de Jory Cassel. Ned cerró el tomo de Malleon y le dijo que entrara.

—He prometido ceder veinte hombres a la Guardia de la Ciudad hasta que acabe el torneo —dijo—. Te encomiendo que los elijas. Pon a Alyn al mando, y asegúrate bien de que los hombres comprenden que su misión es poner fin a las reyertas, no iniciarlas. —Ned se levantó, abrió un arcón de cedro y sacó ropa interior de lino ligero—. ¿Has encontrado al mozo de cuadras?

—Al guardia, mi señor —lo corrigió Jory—. Jura que no volverá a tocar un caballo en lo que le queda de vida.

—¿Te ha dicho algo interesante?

—Asegura que conocía bien a Lord Arryn. Que eran amigos íntimos. —Jory dejó escapar un bufido—. Dice que la Mano daba a cada chico una moneda de cobre en su día del nombre. Que se le daba bien tratar a los caballos. No los presionaba demasiado, y les llevaba zanahorias y manzanas, así que los animales se ponían contentos al verlo.

—Zanahorias y manzanas —repitió Ned.

Por lo visto aquel chico iba a ser aún menos útil que los otros. Y era el último de los cuatro que había mencionado Meñique. Jory había hablado con todos, uno por uno. Ser Hugh se mostró brusco y poco propenso a colaborar, tan arrogante como sólo podía serlo un caballero recién nombrado. Si la Mano quería hablar con él, estaría encantado de recibirlo, pero no permitiría que lo interrogara un simple capitán de la guardia… ni aunque dicho capitán fuera diez años mayor que él, y cien veces mejor espadachín. La sirvienta, por lo menos, había sido amable. Comentó que no era bueno que Lord Jon leyera tanto, que parecía melancólico y estaba muy preocupado por la frágil salud de su hijito, y que siempre discutía con su esposa. El antiguo criado, ahora zapatero, jamás había intercambiado dos palabras con Lord Jon, pero sabía multitud de chismorreos: el señor había discutido con el rey, el señor apenas si probaba su comida, el señor iba a enviar a su hijo como pupilo a Rocadragón, el señor estaba muy interesado en la cría de perros de caza, el señor había visitado a un maestro armero para encargarle una armadura nueva, forjada en plata, con un halcón de jaspe y una luna de madreperla en el pecho. El propio hermano del rey había ido con él para elegir el diseño, según el criado. No, Lord Renly no, el otro, Lord Stannis.

—¿Y el guardia recordaba algo más de interés?

—Asegura que Lord Jon era tan fuerte como un hombre que tuviera la mitad de sus años. Iba a menudo a cabalgar con Lord Stannis.

«Otra vez Stannis», pensó Ned. Aquello era extraño. Jon Arryn y Lord Stannis siempre mantuvieron una relación cortés, no amistosa. Y cuando Robert emprendió el viaje hacia Invernalia, Stannis se retiró a Rocadragón, la fortaleza isleña de los Targaryen que él mismo había conquistado en nombre de su hermano. No había dicho cuándo pensaba regresar.

—¿A dónde iban cuando salían a caballo?

—Según el chico, visitaban un burdel.

—¿Un burdel? —se sorprendió Ned—. ¿El señor del Nido de Águilas y Mano del Rey iba a un burdel con Stannis Baratheon?

Sacudió la cabeza, incrédulo, pensando en lo que diría Lord Renly si supiera aquello. Las aventuras de Robert eran tema de canciones de taberna en todo el reino, pero Stannis era muy diferente. Apenas tenía un año menos que el rey, y no se le parecía en nada: era austero, adusto, y su sentido del deber rozaba el fanatismo.

—El chico está seguro. Dice que la Mano se llevaba tres hombres como escolta, y que ellos bromeaban mientras les cuidaban los caballos.

—¿A qué burdel iban?

—Él no lo sabía. Los guardias lo sabrán.

—Lástima que Lysa se los llevara —gruñó Ned—. Los dioses nos ponen todos los impedimentos que pueden. Lady Lysa, el maestre Colemon, Lord Stannis… todo el que podía saber qué le sucedió a Jon Arryn está a mil leguas.

—¿Vais a hacer venir a Lord Stannis de Rocadragón?

—Todavía no —dijo Ned—. Esperaré a tener una idea más precisa de qué está pasando, y de su papel en esto.

Aquel asunto lo tenía muy preocupado. ¿Por qué se había marchado Stannis? ¿Había tenido algo que ver con el asesinato de Jon Arryn? ¿O había tenido miedo? A Ned le costaba imaginar algo capaz de atemorizar a Stannis Baratheon, que en el pasado había soportado un año de asedio en Bastión de Tormentas, sobreviviendo a base de ratas y del cuero de las botas, mientras en el exterior Lord Tyrell y Lord Redwyne organizaban festines a la vista de sus muros.

—Tráeme el jubón, por favor. El gris, el que tiene el emblema del lobo huargo. Quiero que el armero sepa quién soy. Igual eso lo vuelve más sincero.

—Lord Renly es tan hermano de Lord Stannis como del rey —dijo Jory mientras se dirigía hacia el guardarropa.

—Pero por lo visto no lo invitaban a esas expediciones.

Ned no sabía que pensar de Renly, siempre tan amistoso y sonriente. Hacía pocos días Renly lo había llevado aparte para mostrarle un exquisito medallón de oro en forma de rosa. Dentro había un retrato en miniatura, del vívido estilo myriano, que representaba a una hermosa joven con ojos de gacela y una cascada de suave cabello castaño. Renly parecía muy deseoso de saber si la chica le recordaba a alguien, y cuando Ned se encogió de hombros por toda respuesta se mostró decepcionado. Le confesó que la dama era la hermana de Loras Tyrell, Margaery, pero algunos decían que se parecía a Lyanna.

—Pues no —le había respondido Ned, divertido. ¿Sería posible que Renly, tan parecido a Robert de joven, se hubiera encaprichado de la chica que consideraba una nueva Lyanna? Le pareció una extravagancia.

Jory le tendió el jubón y le ayudó a ponérselo.

—Puede que Lord Stannis regrese para el torneo de Robert —dijo mientras Jory le anudaba la prenda por la espalda.

—Sería todo un golpe de suerte, mi señor.

Ned sonrió, sombrío, mientras se colgaba una espada larga del cinto.

—En otras palabras, que es improbable.

Jory le puso la capa sobre los hombros y se la cerró en la garganta con el broche propio del cargo de la Mano.

—El herrero vive sobre su taller, en una casa grande al comienzo de la calle del Acero. Alyn conoce el camino, mi señor.

Ned asintió.

—Los dioses ayuden al criado si me está haciendo perder el tiempo.

Era una pista muy pequeña en la que depositar sus esperanzas, pero el Jon Arryn que Ned Stark había conocido no era de los que se ponían armaduras de plata enjoyadas. El acero era el acero. Servía para protegerse, no para adornarse. Podía haber cambiado, claro. No sería el primero que veía las cosas de otra manera tras unos cuantos años en la corte… Pero el detalle era demasiado llamativo para que Ned lo pasara por alto.

—¿Puedo serviros en algo más?

—Tendrás que empezar a visitar prostíbulos.

—Dura misión me encomendáis, señor —sonrió Jory—. A mis hombres no les importará ayudarme. Creo que Porther ya ha empezado por su cuenta.

El caballo favorito de Ned estaba ensillado y lo aguardaba en el patio. Varly y Jacks se unieron a él. Debían de estar asfixiados en los cascos de acero y las cotas de mallas, pero no se quejaban. Lord Eddard pasó por la Puerta del Rey y salió al hedor de la ciudad, con la capa blanca y gris ondeando a sus espaldas. Le parecía ver ojos por todas partes, y puso el caballo al trote. Sus guardias lo siguieron.

Atravesaron las concurridas calles de la ciudad, pero no podía evitar mirar hacia atrás con frecuencia. Tomard y Desmond habían salido del castillo temprano aquella misma mañana para ocupar posiciones en la ruta que iban a seguir y vigilar que nadie fuera tras ellos, pero incluso así Ned no se sentía seguro. La sombra de la Araña del Rey y de sus pajaritos lo ponía tan nervioso como una doncella en su noche de bodas.

La calle del Acero comenzaba en la plaza del mercado, junto a la Puerta del Río, que era como se la denominaba en los mapas, o la Puerta del Lodazal, que era como la llamaba la gente. Un comediante subido en unos zancos se movía entre la multitud como un insecto gigantesco, entre el griterío de una horda de críos descalzos que lo seguían. Cerca de allí, un par de niños que no serían mayores que Bran se batían en duelo con palos, rodeados por los gritos de ánimo de unos y las maldiciones furiosas de otros. Una vieja puso fin a la contienda mediante el sistema de asomarse por la ventana y vaciar un cubo de agua sucia sobre las cabezas de los contendientes. A la sombra del muro los granjeros pregonaban la mercancía de sus carretas: «Manzanas, las mejores manzanas, serían baratas aunque costaran el doble»; o «Melones, dulces como la miel», o «Patatas, cebollas, ajos, que se acaban, que se acaban».

La Puerta del Lodazal estaba abierta, y unos cuantos Guardias de la Ciudad, con capas doradas, se encontraban bajo el rastrillo apoyados en las lanzas. Cuando una columna de jinetes procedentes del oeste se acercó a ellos, los guardias se pusieron en acción, empezaron a gritar órdenes y a organizar el tránsito de personas y carros para que el caballero pudiera entrar con su escolta. El primer jinete que cruzó la puerta portaba un largo estandarte negro. La seda ondeaba al viento como si estuviera viva. En el tejido aparecía el dibujo de un cielo nocturno hendido por un rayo púrpura.

—¡Dejad paso a Lord Beric! —gritaba el jinete—. ¡Dejad paso a Lord Beric!

Tras él llegó el señor en persona, un joven gallardo de pelo dorado rojizo y capa de seda negra tachonada de estrellas.

—¿Venís a combatir en el torneo de la Mano, mi señor? —le preguntó un guardia.

—¡Vengo a ganar el torneo de la Mano! —replicó Lord Beric sobre el clamor de la multitud.

Ned se alejó de la plaza por la calle del Acero y siguió su tortuoso recorrido por una larga colina, pasando junto a herreros que trabajaban en sus fraguas al aire libre, mercenarios que regateaban por cotas de mallas y mercaderes encanecidos que trataban de vender espadas y navajas. Cuanto más ascendían, más grandes eran los edificios. El hombre que buscaban estaba en la cima de la colina, en una gran casa de madera y yeso cuyos pisos superiores descollaban sobre la calle estrecha. La doble puerta de la entrada era de ébano y arciano, y tenía tallada una escena de caza. Un par de caballeros de piedra montaban guardia en la entrada, sus armaduras eran unas hermosas obras de brillante acero rojo que los transformaban en un grifo y un unicornio. Ned dejó el caballo al cuidado de Jacks y entró en la casa.

La joven criada se fijó al instante en el broche y el emblema de Ned, y el maestre salió de inmediato, todo sonrisas y reverencias.

—Trae vino para la Mano del Rey —dijo a la criada, al tiempo que señalaba a Ned el sillón más cómodo—. Soy Tobho Mott, mi señor, poneos cómodo, os lo ruego. —Llevaba una casaca de terciopelo negro con martillos bordados en las mangas con hilo de plata. Del cuello le colgaba una cadena de plata muy pesada, con un zafiro del tamaño de un huevo de paloma—. Si lo que queréis son armas nuevas para el torneo de la Mano, habéis venido al lugar indicado. —Ned no se molestó en corregirlo—. Mi trabajo cuesta su buen dinero, mi señor, y lo digo con orgullo —siguió mientras llenaba dos copas de plata—. En los Siete Reinos no hay artesano capaz de igualar mis piezas, eso os lo aseguro. No tenéis más que visitar todas y cada una de las forjas de Desembarco del Rey para comparar. Para aporrear a martillazos una cota de mallas vale cualquier herrero de pueblo. Lo que yo hago son obras de arte.

Ned bebió un sorbo de vino y dejó que el hombre siguiera parloteando. Tobho se jactó de que el Caballero de las Flores compraba allí su armadura, así como otros muchos grandes señores, los que entendían del buen acero, incluso Lord Renly, el hermano del propio rey. ¿Había visto la Mano la armadura nueva de Lord Renly, la verde con las astas doradas? No había otro armero en la ciudad capaz de conseguir un verde tan intenso; él sabía cómo dar color al mismísimo acero; la pintura y los esmaltes eran los recursos del aprendiz. ¿O tal vez lo que buscaba la Mano era una espada nueva? Tobho había aprendido de niño a trabajar el acero valyriano en las forjas de Qohor. Para coger armas viejas y forjarlas de nuevo había que conocer los hechizos.

—El lobo huargo es el emblema de la Casa Stark, ¿verdad? Puedo haceros un yelmo de huargo tan realista que los niños huirán nada más veros —le aseguró.

—¿Le hiciste un yelmo con un halcón a Lord Arryn? —preguntó Ned con una sonrisa.

—La Mano vino a visitarme, acompañado por Lord Stannis, el hermano del rey —contestó Tobho Mott después de una larga pausa y de dejar a un lado la copa de vino—. Por desgracia ninguno de los dos me hizo el honor de encargarme armas ni armaduras.

Ned se lo quedó mirando sin decir palabra, a la espera. A lo largo de los años había aprendido que a veces el silencio da más fruto que las preguntas. Aquélla fue una de esas ocasiones.

—Querían ver al chico —añadió al final el armero—. Así que los llevé a la fragua.

—El chico —repitió Ned. No tenía ni la menor idea de a quién se refería—. A mí también me gustaría ver al chico.

—Como deseéis, mi señor —dijo Tobho Mott dirigiéndole una mirada fría, desconfiada, sin rastro de su anterior amabilidad.

Guió a Ned a una puerta trasera y por un patio estrecho, hasta el enorme silo de piedra donde estaba la fragua. Cuando el armero abrió la puerta, la ráfaga de aire caliente hizo que Ned se sintiera como si entrara en la boca de un dragón. En el interior refulgía una forja en cada esquina y el aire apestaba a humo y a azufre. Los trabajadores alzaron la vista de las tenazas y los martillos el tiempo justo para secarse el sudor de la frente, mientras los aprendices de torso desnudo seguían manejando los fuelles.

El maestro llamó a un muchacho alto, más o menos de la edad de Robb, pero con el pecho y los brazos muy musculosos.

—Éste es Lord Stark, la nueva Mano del Rey —dijo al chico de ojos azules y hoscos, que se retiraba de la frente el pelo empapado de sudor. Tenía el cabello negro como la tinta, espeso e indómito. La sombra de una barba incipiente le oscurecía la mandíbula—. Éste es Gendry. Es muy fuerte para su edad, y trabaja duro. Enséñale a la Mano el yelmo que has hecho, chico.

El muchacho los guió hacia su mesa de trabajo y, casi con timidez, tendió a Ned un yelmo de acero con forma de cabeza de toro y dos enormes cuernos curvos.

Ned dio vueltas al yelmo entre sus manos. Era de acero basto, sin pulir, pero que denotaba una mano experta.

—Un trabajo excelente. Sería un placer que me permitieras comprarlo.

—No está en venta —dijo el chico arrebatándoselo de las manos.

—Estás hablando con la Mano del Rey, chico. —Tobho Mott lo miraba horrorizado—. Si su señoría quiere este yelmo, regálaselo. Te ha hecho el honor de pedírtelo.

—Lo he forjado para mí —replicó el muchacho con testarudez.

—Os pido mil perdones, mi señor —dijo el maestro a Ned—. El chico es todavía basto como el acero sin trabajar, le sentarán bien unos cuantos golpes. De todas maneras, ese yelmo es un trabajo de aprendiz. Perdonadlo y prometo que os haré otro como nadie ha visto jamás.

—El muchacho no ha hecho nada que deba perdonarle. Gendry, cuando Lord Arryn vino a verte, ¿de qué hablasteis?

—Me hizo preguntas, mi señor, nada más.

—¿Qué preguntas?

—Que cómo estaba —contestó el chico encogiéndose de hombros—, que si me trataban bien, que si me gustaba el trabajo, y cosas sobre mi madre. Que quién era, y qué aspecto tenía y todo eso.

—¿Qué le respondiste? —insistió Ned.

—Murió cuando yo era muy pequeño. —Gendry se apartó de la mente un mechón de pelo negro—. Sé que tenía el pelo rubio y que a veces me cantaba canciones, de eso sí me acuerdo. Trabajaba en una taberna.

—¿Lord Stannis también te hizo preguntas?

—¿El calvo? No, ése no dijo ni palabra, sólo me miraba como si yo fuera un violador y me hubiera tirado a su hija.

—Cuidado con lo que dices, malhablado —intervino el maestro—. Estás ante la Mano del Rey. —El chico bajó los ojos—. Es un muchacho listo, pero muy terco. Ese yelmo es porque los demás dicen que es obstinado como un toro, hasta lo llaman así, Cabeza de Toro. Y por lo visto a él le gusta.

Ned apartó el espeso pelo negro de la frente del chico.

—Mírame, Gendry. —El aprendiz alzó la vista. Ned estudió la forma de la mandíbula, los ojos como hielo azul. «Claro. Ya lo entiendo», pensó—. Sigue trabajando, muchacho. Siento haberte molestado.

Volvió a la casa con el maestro.

—¿Quién pagó la tasa para el aprendizaje del chico? —preguntó a la ligera.

—Vos mismo habéis visto que es muy fuerte. —Mott parecía alarmado—. Tiene buenas manos, parecen hechas para sostener el martillo. Promete mucho. Lo acepté como aprendiz sin que me pagaran.

—Dime la verdad —replicó Ned—. Las calles están a rebosar de chicos fuertes. El día que aceptes a un aprendiz gratis será el día en que el Muro se derrumbe. ¿Quién pagó su cuota?

—Un señor importante —confesó el maestro de mala gana—. No me dijo su nombre y no lucía ningún emblema. Me pagó en oro el doble de la tarifa habitual, y me dijo que me pagaba una vez por el chico y otra por mi silencio.

—Descríbemelo.

—Era recio, fuerte, no tan alto como vos. De barba castaña pero con hebras rojas, o eso me pareció. Llevaba una capa de buen tejido, terciopelo púrpura muy grueso con bordados de plata. Se había echado la capucha sobre la cara y no lo vi bien. —Titubeó un instante—. No quiero meterme en problemas, mi señor.

—Ninguno queremos, pero vivimos en tiempos problemáticos, maestro Mott —dijo Ned—. Ya sabes quién es el chico.

—Sólo soy un armero, mi señor. Sólo sé lo que me dicen.

—Ya sabes quién es el chico —repitió Ned con paciencia—. No te hago ninguna pregunta.

—Es mi aprendiz —replicó el hombre. Miró a Ned cara a cara, con ojos duros como el hierro forjado—. No me importa quién fuera antes de llegar aquí.

Ned asintió. Tobho Mott, maestro armero, le caía bien.

—Si llega un día en que Gendry prefiera esgrimir espadas en vez de forjarlas, envíamelo. Tiene madera de guerrero. Hasta entonces, maestro Mott, cuenta con mi agradecimiento. Y con mi promesa: si alguna vez quiero un casco para asustar a los niños, acudiré a ti.

Su guardia aguardaba en el exterior con los caballos.

—¿Habéis averiguado algo, mi señor? —preguntó Jacks mientras Ned montaba.

—Sí —respondió Ned, todavía intrigado.

¿Por qué había mostrado interés Jon Arryn en un bastardo del rey, y por qué eso le había costado la vida?

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