ARYA

El aroma del pan caliente que salía de las tiendas en la calle de la Harina era más dulce que ningún perfume que Arya hubiera olido jamás. Respiró hondo y se acercó un paso más a la paloma. Era un ave rechoncha, con manchas marrones, que parecía muy ocupada picoteando un trozo de corteza incrustado entre dos piedras de la calle, pero alzó el vuelo en cuanto la sombra de Arya la rozó.

La espada de madera silbó, y acertó al animal a medio metro del suelo. Cayó en un revoloteo de plumas marrones. La niña saltó sobre ella en un abrir y cerrar de ojos, la agarró por un ala mientras se debatía y le lanzaba picotazos a los dedos. La cogió por el cuello y se lo retorció hasta que sintió cómo se rompía el hueso.

Comparadas con los gatos, las palomas eran muy fáciles.

Un septon que pasaba por allí la miró con recelo.

—Es el mejor lugar para cazar palomas —le dijo Arya al tiempo que se estiraba las ropas y recogía la espada de madera—. Vienen a por las migas.

Él se alejó a toda prisa. Arya se ató la paloma al cinturón y echó a andar calle abajo. Un hombre empujaba un carrito de dos ruedas lleno de tartas. El aire se impregnó del olor de los arándanos, los limones y los albaricoques. El estómago le rugió con un sonido hueco.

—¿Me dais una? —se oyó decir—. De limón, o… de lo que sea.

—Son tres monedas de cobre —dijo el hombre del carrito después de mirarla de arriba abajo. Obviamente, lo que veía no le gustaba.

—Os la cambio por una paloma bien gorda —dijo Arya dándose unos golpecitos en la bota con la espada de madera.

—Los Otros se lleven tu paloma —replicó el hombre del carrito.

Las tartas estaban recién salidas del horno. El olor le hacía la boca agua, pero no tenía tres monedas de cobre. Ni siquiera una. Miró al hombre, recordando lo que le había dicho Syrio acerca de ver de verdad. Era bajo, tenía una barriga redonda, y parecía apoyarse más en la pierna izquierda al caminar. Pensó que, si cogía una tarta y echaba a correr, no podría atraparla, pero él pareció leerle el pensamiento.

—Ni se te ocurra acercar esas manos sucias. Los capas doradas saben qué hacer con las ratas ladronas como tú, no lo dudes.

Arya miró hacia atrás con cautela. En la entrada de un callejón había dos guardias de la ciudad. Las capas les llegaban casi hasta el suelo, eran gruesas, de lana teñida de color dorado, mientras que las cotas de mallas, las botas y los guantes eran negros. Uno llevaba una espada larga colgada del cinturón, el otro una porra de hierro. Arya lanzó una última mirada anhelante a las tartas, y se alejó del carrito a buen paso. Los capas doradas no se habían fijado en ella, pero con sólo verlos se le ponía un nudo en el estómago. Se había mantenido lo más lejos posible del castillo, pero pese a la distancia las cabezas que se pudrían en la cima de los muros rojos se veían demasiado bien. Los cuervos revoloteaban ruidosos sobre ellas. En el Lecho de Pulgas se comentaba que los capas doradas se habían aliado con los Lannister, y que su comandante tenía ahora rango de lord, además de tierras en el Tridente y un asiento en el Consejo Privado del rey.

También había oído otros comentarios, cosas que daban miedo, cosas que no comprendía. Unos decían que su padre había asesinado al rey Robert, y que Lord Renly lo había matado a él. En cambio otros aseguraban que Renly había matado al rey en una pelea, cuando los dos hermanos estaban borrachos. Si no, ¿por qué había huido en medio de la noche, como un vulgar ladrón? Según una versión, al rey lo había matado un jabalí durante la cacería, y según otra, había muerto comiendo jabalí con tanta gula que había estallado en la mesa. Otros decían que no, que el rey había muerto sentado a la mesa, pero porque Varys la Araña lo había envenenado. No, lo había envenenado la reina. No, había muerto de viruelas. No, se había ahogado con una espina de pescado.

Lo único que tenían en común todos los rumores era la certeza de que el rey Robert había muerto. Las campanas de las siete torres del Gran Sept de Baelor habían repicado todo un día y toda una noche, el retumbar de su dolor recorrió la ciudad como una marea de bronce. Las campanas sólo repicaban así por la muerte de un rey, según le contó a Arya el hijo de un curtidor.

Ella lo único que quería era volver a casa, pero no era tan sencillo salir de Desembarco del Rey. Los rumores de guerra estaban en todas las bocas, y los capas doradas estaban sobre los muros de la ciudad como pulgas sobre… bueno, sobre ella, por ejemplo. Había estado durmiendo en el Lecho de Pulgas, en tejados y en establos, en cualquier lugar donde encontraba un rincón para tenderse, y no había tardado en comprender por qué aquel barrio tenía semejante nombre.

Tras escapar de la Fortaleza Roja, no había pasado un día sin que Arya visitara las siete puertas de la ciudad. La Puerta del Dragón, la Puerta del León y la Puerta Antigua estaban cerradas y con barrotes. La Puerta del Lodazal y la Puerta de los Dioses estaban abiertas, pero sólo para los que querían entrar en la ciudad: los guardias no permitían que nadie saliera por ellas. Los que querían marcharse tenían que hacerlo por la Puerta del Rey o por la Puerta de Hierro, que estaban vigiladas por guerreros Lannister con sus capas rojas y sus yelmos adornados con leones. Arya los había espiado desde el tejado de una posada cercana a la Puerta del Rey, y había visto que registraban los carros y carromatos, que obligaban a los jinetes a abrir sus alforjas, y que interrogaban a todo el que quería salir a pie.

A veces consideraba la posibilidad de salir a nado, pero el río Aguasnegras era ancho y profundo, y todo el mundo decía que las corrientes eran traicioneras. Y no tenía dinero para pagar a un barquero, ni sacar pasaje en una nave.

Su señor padre le había enseñado que no debía robar jamás, pero cada vez le resultaba más difícil recordar por qué. Si no conseguía salir, y pronto, tendría que arriesgarse con los capas doradas. Desde que aprendió a cazar palomas con la espada de madera no había vuelto a pasar hambre, pero tenía miedo de ponerse enferma si seguía comiendo aquella carne. Antes de encontrar el Lecho de Pulgas, se había comido las primeras crudas.

En el Lecho había tenderetes con calderos en cada callejón, en los que hervían guisos que llevaban años al fuego; allí se podía cambiar media paloma por un pedazo de pan del día anterior y un «cuenco de estofado», y hasta te ponían la otra mitad al fuego y te la asaban, siempre que uno mismo le quitara las plumas. Arya habría dado cualquier cosa por un tazón de leche y un pastelillo de limón, pero el estofado tampoco estaba tan mal. Por lo general llevaba cebada, trozos de zanahoria, nabo y cebolla, y en ocasiones hasta manzana, y siempre había una capa de grasa en la superficie. Ella procuraba no pensar en la carne. Una vez le había tocado un trozo de pescado.

Pero los tenderetes de los calderos siempre estaban llenos y, aunque se apresuraba a recoger la comida Arya notaba los ojos clavados en ella. Algunos le miraban las botas o la capa, y sabía qué estaban pensando. En cambio otros le metían la mirada por debajo de las ropas. No sabía qué pensaban ésos, cosa que le daba todavía más miedo. En un par de ocasiones la persiguieron por los callejones, pero hasta entonces no la habían atrapado.

El brazalete de plata que había pensado vender se lo robaron la primera noche que pasó fuera del castillo, junto con el hato de ropa buena, mientras dormía entre los restos quemados de una casa del callejón del Cerdo. Lo único que le quedaba era la capa con que se tapaba, las prendas de cuero sobre las que se había acostado, la espada de madera… y Aguja. Por suerte dormía sobre ella, de lo contrario también la habría perdido. Valía más que el resto de los objetos juntos. Desde entonces Arya había llevado siempre la capa echada sobre el brazo derecho, para ocultar la espada que le colgaba de la cintura. En cambio la espada de madera la llevaba en la mano izquierda, para que todo el mundo la viera, con la esperanza de desanimar a los ladrones. Pero en los tenderetes de los calderos había hombres que no se desanimarían aunque llevara un hacha de guerra. Aquello bastaba para quitarle las ganas de comer paloma y pan duro. A menudo prefería acostarse con hambre antes que arriesgarse a las miradas.

Cuando saliera de la ciudad podría recoger bayas, o robar manzanas y cerezas en los huertos. Recordaba haber visto varios desde el camino real, cuando llegaron al sur. También podría buscar raíces en el bosque, o incluso cazar algún conejo. En la ciudad los únicos animales que corrían eran las ratas, los gatos y algunos perros famélicos. Le habían dicho que en los tenderetes de los calderos se pagaba un puñado de monedas de cobre por una camada de cachorros, pero no quería ni pensar en eso.

Al final de la calle de la Harina había un laberinto de callejuelas sinuosas y callejones sin salida. Arya pasó entre la multitud, tratando de alejarse lo máximo posible de los capas doradas. Había descubierto que lo mejor era ir por el centro de la calle. A veces tenía que esquivar caballos o carromatos, pero al menos los veía venir. Si caminaba cerca de los edificios, alguien podía agarrarla. En algunos callejones había que ir rozando los muros, porque los edificios estaban tan próximos que casi se tocaban.

Una pandilla de niñitos escandalosos pasó corriendo junto a ella mientras hacían rodar un aro. Arya los miró con rencor, le recordaban los tiempos en que jugaba al aro con Bran, con Jon y con el pequeño Rickon. Se preguntó cuánto habría crecido ya Rickon, y si Bran estaría muy triste. Habría dado cualquier cosa por tener allí a Jon, oír cómo la llamaba «hermanita» y sentir cómo le revolvía el pelo. Aunque no le hacía ninguna falta que se lo revolvieran. Se había visto reflejada en los charcos, y no creía posible que pudiera haber un cabello más revuelto que el suyo.

Había tratado de hablar con los niños que veía en las calles, con la esperanza de trabar amistad con alguno que le ofreciera un lugar donde dormir, pero seguramente se había expresado mal o algo así. Los pequeños la miraban con cautela, y si se acercaba a ellos echaban a correr. Sus hermanos mayores le hacían preguntas a las que Arya no podía responder, la insultaban, e intentaban robarle lo que tenía. El día anterior una muchacha flaca y descalza, que la doblaba en edad, la tiró al suelo e intentó quitarle las botas, pero Arya la golpeó en la oreja con la espada de madera, y la otra se alejó ensangrentada y sollozante.

Mientras bajaba por la ladera de la colina hacia el Lecho de Pulgas, una gaviota pasó volando sobre ella. Arya la miró, pensativa, aunque estaba fuera del alcance de su espada. La había hecho pensar en el mar. Quizá aquélla fuera la salida. La Vieja Tata contaba cuentos acerca de muchachos que embarcaban como polizones en galeras mercantes, navegaban y corrían aventuras. A lo mejor Arya también podía hacerlo. Decidió ir hasta el río. Le quedaba de camino hacia la Puerta del Lodazal, que todavía no había visitado aquel día.

Cuando llegó, los muelles estaban extrañamente silenciosos. Divisó a una pareja de capas doradas que caminaban por el mercado del pescado, pero ellos no la miraron. La mitad de los puestos estaban vacíos, y le pareció que en las dársenas había muchos menos barcos de los que recordaba. Tres galeones de guerra del rey avanzaban en formación por el Aguasnegras, los cascos pintados de color oro hendían las aguas a medida que los remos subían y bajaban. Arya los observó un rato y echó a andar por la ribera.

Cuando vio a los guardias en el tercer malecón, con capas de lana gris ribeteadas de seda blanca, casi se le paró el corazón. Los colores de Invernalia le llenaron los ojos de lágrimas. Estaban cerca de una pequeña galera mercante trirreme, amarrada junto a la orilla. Arya no supo leer el nombre, estaba escrito en un idioma extraño, myriano, bravoosi, tal vez alto valyriano. Agarró por la manga a un estibador que pasó junto a ella.

—Por favor —dijo—, ¿qué barco es ése?

—Es el Bruja del Viento, de Myr —le respondió el hombre.

—¡Sigue aquí! —exclamó Arya. El estibador le lanzó una mirada desconcertada, se encogió de hombros y siguió su camino. Arya corrió hacia el malecón. El Bruja del Viento era el barco que había apalabrado su padre para llevarla a casa… ¡y aún estaba allí! Creía que habría zarpado hacía ya muchos días.

Dos de los guardias jugaban a los dados, mientras el tercero hacía una ronda con la mano sobre el pomo de la espada. No quería que la vieran llorar como a una niñita, así que se detuvo para frotarse los ojos. Los ojos los ojos los ojos… ¿por qué?

«Mira con los ojos», oyó susurrar a Syrio.

Arya miró. Conocía a todos los hombres de su padre. Los tres de las capas grises eran desconocidos.

—Eh, tú —dijo el que hacía la ronda—. ¿Qué buscas aquí, chico?

Los otros dos alzaron la vista.

Arya hizo un esfuerzo supremo por controlarse para no salir corriendo, sabía que si lo hacía la perseguirían. Se obligó a acercarse. Esperaban a una chica, pero la habían tomado por un chico. Pues, entonces, sería un chico.

—¿Queréis comprar una paloma? —Le mostró el pájaro muerto.

—Largo de aquí —replicó el guardia.

Arya obedeció. No tuvo que fingir miedo, lo sentía de verdad. A su espalda, los hombres volvieron a concentrarse en los dados.

Nunca supo cómo había conseguido regresar al Lecho de Pulgas, pero cuando llegó a las callejuelas retorcidas y sin pavimentar que discurrían entre las colinas estaba jadeante y sudorosa. El Lecho tenía un olor propio, apestaba a pocilgas, establos y curtidurías, y también a pellejos de vino agrio y a burdeles baratos. Arya recorrió el laberinto como en sueños. Hasta que no le llegó el olor del guiso que se cocía en un tenderete, no se dio cuenta de que ya no tenía la paloma. Se le debía de haber caído del cinturón al correr, o tal vez se la habían robado sin que se diera cuenta. Sintió ganas de llorar de nuevo. Tendría que volver a la calle de la Harina, y no sabía si podría cazar otra tan gorda.

A lo lejos, al otro lado de la ciudad, las campanas empezaron a sonar.

Arya alzó la vista y escuchó, ¿qué significaría aquel nuevo repique?

—¿Qué pasa ahora? —preguntó un hombre gordo, desde uno de los tenderetes de los calderos.

—Los dioses se apiaden de nosotros, otra vez las campanas —aulló una vieja.

—¿Se ha muerto el niño rey? —gritó una prostituta pelirroja, envuelta en finas sedas, asomándose a la calle por la ventana de un segundo piso—. Es lo que tienen los niños, no duran nada. —Se echó a reír, y un hombre desnudo la agarró desde atrás, le mordió el cuello y le sobó los grandes pechos blancos, que se veían por debajo de la escasa ropa.

—Puta imbécil —replicó también a gritos el hombre gordo—. El rey no ha muerto, son campanas de llamada. Sólo las de una torre. Cuando muere el rey suenan todas las de la ciudad.

—Oye, deja de morderme o te voy a hacer sonar yo a ti las campanas —dijo la mujer de la ventana al hombre que estaba detrás de ella, al tiempo que lo apartaba de un codazo—. Entonces, ¿quién se ha muerto?

—Es una llamada —repitió el gordo.

Dos chicos de la edad de Arya pasaron junto a ella, pisoteando un charco. Una anciana los maldijo, pero ellos siguieron corriendo. No eran los únicos, todo el mundo se dirigía colina arriba para ver a qué venía tanto jaleo. Arya corrió tras el chico que iba más despacio.

—¿Qué pasa?

—Los capas doradas lo llevan al sept. —El chico se había vuelto para mirarla, sin aminorar el paso.

—¿A quién? —gritó sin parar de correr.

—¡A la Mano! Buu dice que le van a cortar la cabeza.

Un carromato había dejado un surco profundo en la calle. El chico lo salvó de un salto, pero Arya no lo vio. Tropezó y cayó de bruces, se hizo un arañazo profundo en la rodilla contra una piedra y se magulló los dedos al caer en la tierra dura. Aguja se le enredó entre las piernas. Contuvo un sollozo mientras se ponía en pie. Tenía el pulgar de la mano izquierda lleno de sangre. Cuando se lo lamió, vio que se había arrancado la mitad de la uña. Las manos le dolían, y también tenía la rodilla ensangrentada.

—¡Abrid paso! —gritó alguien desde la calle transversal—. ¡Abrid paso a mis señores de Redwyne!

Arya apenas tuvo tiempo de apartarse del camino para que no la arrollaran cuatro guardias a lomos de caballos enormes que pasaron al galope. Llevaban capas a cuadros de colores azul y vino. Tras ellos iban dos jóvenes señores, que parecían idénticos, a lomos de yeguas zainas también iguales. Arya los había visto un centenar de veces en el patio, eran los gemelos Redwyne, Ser Horas y Ser Hobber, dos muchachos poco agraciados, de cabellos rojos y rostros cuadrados llenos de pecas. Sansa y Jeyne Poole los llamaban Ser Horror y Ser Baboso, y siempre que los veían hacían comentarios entre risitas. En aquel momento no tenían nada de graciosos.

Todo el mundo iba en la misma dirección, con prisa por averiguar a qué venía el tañido de las campanas. Sonaban cada vez más fuerte, a nadie le podía pasar desapercibida su llamada. Arya se unió a la riada de gente. La uña del pulgar le dolía tanto que tenía que aguantarse para no llorar. Iba chupándose el dedo a medida que caminaba, escuchando los comentarios a su alrededor.

—… la Mano del Rey, Lord Stark. Lo llevan al Sept de Baelor.

—Pero ¿no estaba muerto?

—Ya no le falta mucho. Me apuesto un venado de plata a que lo decapitan.

—Eso espero, el muy traidor. —El hombre escupió al suelo.

—Él jamás… —empezó Arya, intentando que la oyeran. Pero eran adultos, y ella sólo una chiquilla.

—¡No seas idiota! No le van a cortar la cabeza. ¿Desde cuándo llevan a los traidores a las escaleras del Gran Sept?

—Pues desde luego no lo van a ungir caballero. Me han dicho que fue Stark el que mató al viejo rey Robert. Le cortó el gaznate en el bosque, y cuando lo encontraron estaba tan tranquilo, diciendo que había sido un jabalí.

—No es verdad, el que lo mató fue su hermano, el tal Renly, el del casco con astas de oro.

—Cierra esa boca mentirosa, mujer, no sabes lo que dices; el hermano del difunto rey era un buen hombre.

Antes de llegar a la calle de las Hermanas, la multitud era ya tan densa que no se podía caminar sin tropezar con alguien. Arya se dejó llevar por la corriente humana en la subida hasta la cima de la colina de Visenya. La plaza de mármol blanco estaba abarrotada de personas que hablaban a gritos y daban empujones para acercarse más al Gran Sept de Baelor. El tañido de las campanas allí era ensordecedor.

Arya se coló entre la multitud, se agachó para pasar entre las patas de los caballos, siempre con la espada de madera en la mano. Desde el centro de la muchedumbre sólo podía ver brazos, piernas y barrigas, así como las siete esbeltas torres del sept, que se alzaban hacia el cielo. Divisó un carromato de madera, y se le ocurrió que podría subirse encima para ver algo, pero a otros se les había ocurrido la misma idea y el cochero los echó a todos a latigazos, entre maldiciones.

Arya estaba cada vez más nerviosa. Mientras se abría paso hacia la parte delantera, la empujaron contra un pedestal de piedra. Al alzar los ojos vio a Baelor el Santo, el rey septon. Se colgó la espada del cinturón y empezó a trepar. La uña herida dejó marcas de sangre sobre el mármol pintado, pero siguió subiendo, y por fin pudo situarse entre los pies del rey.

Y, entonces, vio a su padre.

Lord Eddard estaba en el púlpito del Septon Supremo, fuera de las puertas del sept, apoyado entre dos capas doradas. Vestía un rico jubón de terciopelo gris, con un lobo blanco bordado con cuentas en la pechera, y una capa de lana gris ribeteada de piel, pero Arya jamás lo había visto tan flaco, y tenía el rostro marcado por el dolor. Más que mantenerse en pie, lo sujetaban, y la escayola de la pierna rota parecía sucia y podrida.

A su lado estaba el Septon Supremo en persona, un hombrecillo achaparrado, canoso, grueso, vestido con túnica blanca y una corona enorme de oro y cristales que le rodeaba la cabeza con un halo de todos los colores del arco iris cada vez que se movía.

En torno a las puertas del sept y frente al púlpito de mármol había una multitud compuesta por caballeros y grandes señores. Entre ellos destacaba Joffrey, vestido íntegramente de escarlata, con ropas de seda y satén estampadas con dibujos de venados rampantes y leones rugientes. Llevaba en la cabeza una corona de oro. La reina madre estaba a su lado, vestía una túnica negra de luto con adornos color escarlata, y se cubría el cabello con un velo de diamantes negros. Arya reconoció al Perro, que llevaba sobre la armadura gris una capa nívea. Junto a él había cuatro hombres de la Guardia Real. Varys el eunuco paseaba entre los caballeros en zapatillas, vestido con una túnica de damasco estampada, y a Arya le pareció que el hombre bajo la capa plateada y la barbita puntiaguda podía ser el que en cierta ocasión se había batido en duelo por su madre.

Y entre ellos estaba Sansa, vestida con ropas de seda color azul claro, la larga cabellera castaña bien lavada y rizada, y brazaletes de plata en las muñecas. Arya frunció el ceño, ¿qué hacía allí su hermana? ¿Y por qué parecía tan contenta?

Una larga hilera de lanceros con capas doradas mantenía a raya a la multitud, dirigidos por un hombre recio, con una armadura muy ornamentada, llena de lacados negros y filigranas de oro. La capa tenía el brillo metálico del hilo de oro.

Cuando las campanas dejaron de sonar, en la plaza se hizo el silencio, y su padre alzó la cabeza y empezó a hablar con voz tan débil que apenas se le oía. «¿Qué?» y «¡Más alto!», empezaron a gritar a espaldas de Arya. El hombre de la armadura negra y dorada avanzó hacia su padre y le dio un empujón brusco. Arya habría querido gritar que lo dejaran en paz, pero sabía que nadie la escucharía. Se mordió el labio.

—Soy Eddard Stark, señor de Invernalia y Mano del Rey —dijo su padre empezando de nuevo, en voz más alta, de manera que sus palabras se escucharon en toda la plaza—. Estoy aquí para confesar mi traición ante los dioses y los hombres.

—No —sollozó Arya. Bajo ella, la multitud empezó a gritar insultos y obscenidades. Sansa se ocultó el rostro entre las manos.

—Traicioné la fe de mi rey y la confianza de mi amigo Robert —gritó su padre, alzando más la voz para hacerse oír—. Juré defender y proteger a sus hijos, pero su sangre estaba todavía caliente cuando conspiré para deponer y asesinar a su hijo, y apoderarme del trono. Que el Septon Supremo, Baelor el Bienamado y los Siete sean testigos de que lo que digo es verdad: Joffrey Baratheon es el heredero legítimo del Trono de Hierro, Señor y Protector de los Siete Reinos, por la gracia de todos los dioses.

Alguien entre la multitud lanzó una piedra, que acertó a su padre. Arya gritó. Los capas doradas impidieron que cayera, pero la sangre le manaba de una herida profunda en la frente. Llovieron más piedras. Una golpeó al guardia que estaba a la derecha de su padre, otra chocó contra la coraza del caballero de la armadura negra y dorada. Dos hombres de la Guardia Real se situaron ante Joffrey y la reina para protegerlos con sus escudos.

Deslizó la mano bajo la capa, y palpó la empuñadura de Aguja en su vaina. Apretó el puño con los dedos, con todas sus fuerzas.

«Por favor, dioses —rezó—. Protegedlo, que no hagan daño a mi padre.»

—Tal como pecamos, hemos de pagar —entonó el Septon Supremo con voz profunda, mucho más alta que la de su padre, mientras se arrodillaba ante Joffrey y su madre—. Este hombre ha confesado sus crímenes aquí, en este lugar sagrado, ante los ojos de los dioses y los hombres. —Alzó las manos en gesto suplicante, y un halo de colores pareció rodearle la cabeza—. Los dioses son justos, pero Baelor el Santo nos enseñó que también son misericordiosos. ¿Qué se hará con este traidor, Alteza?

Mil voces se alzaban en gritos, pero Arya no las oyó. El príncipe Joffrey… no, el rey Joffrey, salió de detrás de los escudos de sus guardias.

—Mi madre me pide que permita a Lord Eddard vestir el negro, y Lady Sansa me ha suplicado piedad para su padre. —Miró a Sansa, sonrió y por un momento Arya pensó que los dioses la habían escuchado. Pero Joffrey se volvió hacia la multitud y siguió hablando—. Son mujeres, y sus corazones son blandos. Mientras yo sea vuestro rey, la traición no quedará sin castigo. ¡Ser Ilyn, traedme su cabeza!

La multitud rugió, y Arya sintió que la estatua de Baelor se movía, empujada por la muchedumbre. El Septon Supremo agarraba la capa del rey, Varys se le acercó agitando los brazos, hasta la reina le decía algo, pero Joffrey hizo un gesto de negación. Señores y caballeros se hicieron a un lado para dejar paso al hombre alto y descarnado, un esqueleto con cota de mallas, la Justicia del Rey. Arya oyó, muy lejos, el grito de su hermana. Sansa había caído de rodillas y sollozaba histérica. Ser Ilyn Payne subió por los peldaños del púlpito.

Arya se escurrió entre los pies de Baelor y saltó entre la multitud al tiempo que sacaba a Aguja. Cayó sobre un hombre que llevaba delantal de carnicero y lo derribó. Alguien chocó contra su espalda y estuvo a punto de tirarla por los suelos. Todo el mundo empujaba y se apretaba para adelantarse, pisoteando al pobre carnicero. Arya trató de abrirse paso con Aguja.

En lo más alto del púlpito, Ser Ilyn Payne hizo un gesto, y el caballero vestido de oro y negro dio una orden. Los capas doradas tiraron a Lord Eddard sobre el mármol, con la cabeza y el pecho por encima del borde.

—¡Eh, tú! —gritó a Arya una voz furiosa.

Pero ella siguió corriendo, empujando a unos, esquivando a otros, derribando a todo el que se cruzaba en su camino. Una mano intentó agarrarle la pierna, Arya se defendió lanzando un tajo, pateó espinillas, una mujer cayó y Arya pasó por encima de ella, tirando de espada a diestro y siniestro, pero no servía de nada, de nada, había demasiadas personas: en cuanto conseguía abrirse un hueco, el camino se volvía a cerrar. Alguien la derribó hacia un lado. Todavía alcanzaba a oír los gritos de Sansa.

Ser Ilyn sacó de la vaina que llevaba a la espalda un enorme espadón. Cuando alzó la hoja por encima de la cabeza, la luz del sol pareció dibujar ondas en el metal oscuro, y arrancó destellos de un filo más cortante que el de cualquier navaja.

«Hielo —pensó—. Tiene a Hielo.» Las lágrimas le corrieron por el rostro y la cegaron.

Y en aquel momento, una mano surgió de entre la multitud y se cerró en torno a su brazo como una trampa para lobos, con tanta fuerza que Aguja se le escapó de entre los dedos. La mano la levantó casi en vilo, la manejaba como si fuera una muñeca. Un rostro se presionó contra el suyo, una cabeza de pelo largo negro, barba enmarañada y dientes podridos.

—¡No mires! —ladró una voz ronca.

—No… no… no… —sollozó Arya. El anciano la sacudió con tanta fuerza que los dientes le entrechocaron.

—Cierra la boca y cierra los ojos, chico. —A lo lejos, como envuelto en niebla, oyó un… un sonido… un ruido suave, siseante, como si un millón de personas dejaran de contener el aliento a la vez. Los dedos del anciano, duros como el hierro, se le clavaban en el brazo—. Eso es, mírame a mí. —El aliento le olía a vino agrio—. ¿Me recuerdas, chico?

El olor la ayudó a recordar. Arya vio el pelo grasiento, la capa negra polvorienta y llena de parches que le cubría los hombros caídos, los ojos negros entrecerrados que la miraban. Y reconoció al hermano negro que había ido a visitar a su padre.

—Me recuerdas, ¿eh? Muy bien, eres un chico listo. —Escupió al suelo—. Esto ya ha terminado. Vendrás conmigo, y sin abrir la boca. —Arya fue a decir algo, pero la sacudió con más fuerza todavía—. He dicho que sin abrir la boca.

La multitud empezaba a marcharse de la plaza. Ya no la empujaban, todos volvían a sus vidas cotidianas. En cambio ella ya no tenía vida. Como entumecida, siguió a…

«Yoren, eso es, se llama Yoren.» No vio cómo recogía a Aguja, hasta que se la devolvió.

—Espero que sepas cómo se utiliza esto, chico.

—No soy un… —empezó.

El hombre la empujó hacia el hueco de una puerta, le metió los dedos sucios entre el pelo, y la obligó a levantar la cabeza.

—No eres un chico inteligente. Eso es lo que ibas a decir, ¿verdad?

En la otra mano tenía un cuchillo.

Cuando la hoja bajó como una centella hacia su rostro, Arya se echó hacia atrás, pataleó salvajemente y movió la cabeza de un lado a otro, pero la tenía sujeta por el pelo, tan fuerte que sintió como si le desgarrase el cuero cabelludo, y notó en los labios el sabor salado de las lágrimas.

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