SANSA

Sansa acudió al torneo de la Mano con la septa Mordane y Jeyne Poole, en una litera con cortinas de seda amarilla tan finas que veían a través de ellas. Convertían el mundo entero en oro. Al otro lado de los muros de la ciudad, junto al río, se habían plantado un millar de tiendas, y el pueblo llano acudía en riadas para presenciar los juegos. Tanto esplendor dejaba a Sansa sin aliento: las armaduras brillantes, los enormes corceles con gualdrapas de oro y plata, los gritos del gentío, los estandartes ondeando al viento… y los caballeros, sobre todo los caballeros.

—Es mejor que en las canciones —susurró cuando se acomodaron en los lugares que su padre le había prometido, entre los grandes señores y las damas de alcurnia.

Sansa llevaba aquel día un vestido precioso, una túnica verde que le resaltaba el castaño rojizo de la melena. Sabía que todos la miraban con aprobación y sonreían.

Vieron pasar a caballo a los héroes de mil canciones, cada uno más fabuloso que el anterior. Los siete caballeros de la Guardia Real, excepto Jaime Lannister, lucían armaduras del color de la leche y capas tan blancas como la nieve recién caída. Ser Jaime llevaba capa blanca, sí, pero el resto de su indumentaria era de oro de la cabeza a los pies, incluso el yelmo en forma de cabeza de león. También la espada era dorada. Ser Gregor Clegane, la Montaña que Cabalga, pasó al galope junto a ellos como una avalancha. Sansa recordaba a Lord Yohn Royce, que había visitado Invernalia hacía ya dos años.

—Su armadura es de bronce y tiene miles y miles de años, lleva grabadas unas runas mágicas que lo protegen de todo mal —susurró a Jeyne.

La septa Mordane les señaló a Lord Jason Mallister, vestido de índigo y plata, con alas de águila en el yelmo. Había abatido a tres banderizos de Rhaegar en el Tridente. Las niñas disimularon una risita al fijarse en el sacerdote guerrero Thoros de Myr, con la túnica roja ondeando al viento y la cabeza rapada, hasta que la septa les dijo que en cierta ocasión había escalado los muros de Pyke con una espada llameante en la mano.

Sansa no conocía al resto de los jinetes; había caballeros de los Dedos, de Altojardín y de las montañas de Dorne, jinetes libres y escuderos recién ascendidos a los que nadie había dedicado canciones, estaban los hijos más jóvenes de grandes señores y los herederos de las casas menores.

Los jóvenes todavía no habían protagonizado grandes hazañas, pero Sansa y Jeyne estaban seguras de que alguna vez sus nombres resonarían por los siete reinos. Ser Balon Swann. Lord Bryce Caron de las Marcas. El heredero de Bronze Yohn, Ser Andar Royce, y su hermano menor, Ser Robar, ambos con armaduras plateadas con incrustaciones en bronce de las mismas runas arcanas que protegían a su padre. Los gemelos Ser Horas y Ser Hobber, en cuyos escudos se veía el racimo de uvas que era el emblema de los Redwyne, burdeos sobre azul. Patrek Mallister, el hijo de Lord Jason. Seis Frey del Cruce: Ser Jared, Ser Hosteen, Ser Danwell, Ser Emmon, Ser Theo, Ser Perwyn, hijos y nietos del anciano Lord Walder Frey, y también su hijo bastardo, Martyn Ríos.

Jeyne Poole confesó que le daba miedo el aspecto de Jalabhar Xho, un príncipe exiliado de las Islas del Verano, que llevaba una capa de plumas verdes y escarlata sobre una piel negra como la noche, pero cuando vio al joven Lord Beric Dondarrion, con cabellos como el oro rojo y un escudo negro con el dibujo de un rayo, anunció que estaría dispuesta a casarse con él allí mismo.

El Perro también participaba en las lides, así como el hermano del rey, el atractivo Lord Renly de Bastión de Tormentas. Jory, Alyn y Harwin representaban a Invernalia y al norte.

—Comparado con los otros, Jory parece un pordiosero —bufó la septa Mordane.

Sansa no tuvo más remedio que darle la razón. La armadura de Jory era de color gris azulado, sin adorno de ningún tipo, y su fina capa gris parecía un trapo sucio. Pero hizo un excelente papel, desmontó a Horas Redwyne en su primera justa y a uno de los Frey en la segunda. En la tercera aguantó tres enfrentamientos contra un jinete libre, Lothor Brune, cuya armadura era tan austera como la suya. Ninguno de los dos cayó del caballo, pero la lanza de Brune era más firme y sus golpes mejor colocados, y el rey le dio la victoria. A Alyn y a Harwin no les fue tan bien. Ser Meryn de la Guardia Real desmontó a Harwin en la primera justa, y Alyn cayó ante Ser Balon Swann.

Las justas duraron todo el día y hasta bien entrado el ocaso, los cascos de los grandes caballos de guerra dejaron el campo convertido en un erial de tierra desgarrada. Sansa y Jeyne gritaron al unísono una docena de veces, cuando los jinetes chocaban y las lanzas saltaban en pedazos, mientras el pueblo llano animaba a sus favoritos. Jeyne se tapaba los ojos como una niña asustada cada vez que un hombre caía, pero Sansa era más dura. Una gran dama sabía comportarse durante un torneo. Hasta la septa Mordane advirtió su compostura, y le hizo un gesto de aprobación.

La actuación del Matarreyes fue excepcional. Descabalgó con facilidad a Ser Andar Royce y a Lord Bryce Caron de las Marcas, y luego tuvo un duro enfrentamiento contra el canoso Barristan Selmy, que había derrotado en las dos primeras lides a hombres que eran treinta y cuarenta años más jóvenes que él.

Sandor Clegane y su gigantesco hermano, Ser Gregor la Montaña, también parecían invencibles, derribaban a un rival tras otro con ferocidad. El momento más aterrador de la jornada se produjo durante la segunda justa de Ser Gregor, cuando acertó con la lanza a un joven caballero del Valle bajo el gorjal de la armadura con tal fuerza que se le clavó en la garganta y lo mató al instante. El joven cayó a menos de tres metros de donde estaba Sansa. Aún tenía la punta de la lanza de Ser Gregor clavada en el cuello, y la sangre brotaba en latidos lentos, cada uno más débil que el anterior. La armadura del joven era nueva, brillante; el acero, al reflejar la luz, mostraba destellos de fuego a lo largo del brazo extendido. En aquel momento el sol se ocultó tras una nube, y el fuego desapareció. La capa era azul, del color del cielo en un día despejado de verano, con un ribete de medialunas; pero a medida que se empapaba de sangre, la tela se oscurecía y las lunas se fueron tornando rojas una a una.

Jeyne Poole se echó a llorar y se puso tan histérica que la septa Mordane tuvo que llevársela para que recuperase la compostura, pero Sansa se quedó allí, con las manos entrelazadas sobre el regazo, observando la escena con una extraña fascinación. Era la primera vez que veía morir a un hombre. Pensó que también ella debería de estar llorando, pero no le salían las lágrimas. Quizá las lágrimas se le habían agotado llorando por Dama y por Bran. Se dijo que la cosa sería diferente si se hubiera tratado de Jory, o de Ser Rodrik, o de su padre. Para ella el joven caballero de la capa azul no era nadie, un desconocido del Valle de Arryn cuyo nombre había olvidado nada más oírlo. No habría canciones que lo recordaran, los juglares no glosarían sus hazañas. Qué pena.

En cuanto retiraron el cadáver, un muchacho con una pala echó tierra sobre el lugar donde había caído para tapar la sangre. A continuación se reanudaron las justas.

Ser Balon Swann fue el siguiente en caer ante Gregor, y el Perro derribó a Lord Renly. La caída de Renly fue tan violenta que pareció salir despedido volando de su caballo, con las piernas en el aire. Su cabeza chocó contra el suelo con un crac claramente audible que hizo que la multitud contuviera el aliento, pero sólo se le había roto una púa del asta dorada del yelmo. Lord Renly se puso en pie y el pueblo empezó a vitorearlo, porque el atractivo hermano menor del rey Robert era uno de los favoritos. Con una reverencia elegante, entregó la púa rota al vencedor. El Perro dejó escapar un bufido y la lanzó a la multitud. Varios hombres empezaron a pelearse por el pedacito de oro, hasta que Lord Renly se dirigió hacia ellos e impuso paz. Para entonces ya había regresado la septa Mordane, pero sola. Le explicó que Jeyne no se encontraba bien y que la había acompañado de vuelta al castillo. Sansa casi se había olvidado de Jeyne.

Más tarde un caballero de capa a cuadros se deshonró al matar al caballo de Beric Dondarrion, y lo eliminaron del torneo. Lord Beric cambió la silla a otra montura, pero inmediatamente lo derribó Thoros de Myr. Ser Aron Santagar y Lothor Brune se cruzaron tres veces, sin resultado; después Ser Aron cayó ante Lord Jason Mallister, y Brune ante el hijo menor de Yohn Royce, Robar.

Al final sólo quedaron cuatro: el Perro y su monstruoso hermano Gregor, Jaime Lannister el Matarreyes, y Ser Loras Tyrell, al que llamaban el Caballero de las Flores.

Ser Loras era el hijo pequeño de Mace Tyrell, señor de Altojardín y Guardián del Sur. Tenía dieciséis años, con lo que era el jinete más joven del torneo, pero había desmontado a tres caballeros de la Guardia Real aquella misma mañana, en sus tres primeras justas. Era el hombre más atractivo que Sansa había visto jamás. El peto de su armadura estaba repujado y esmaltado para formar un ramo de mil flores diferentes, y su corcel blanco como la nieve llevaba una auténtica manta de rosas blancas y rojas. Después de cada victoria Ser Loras se quitaba el casco y cabalgaba despacio por el perímetro del campo, al final cogía una rosa blanca de la manta y se la lanzaba a alguna hermosa dama de la multitud.

Su último enfrentamiento del día fue contra el joven Royce. Las runas ancestrales de Ser Robar no bastaron para protegerlo: Ser Loras le quebró el escudo y lo derribó de la silla con un estrépito aterrador. Robar se quedó tendido en el suelo, gimiendo, mientras el vencedor repetía su recorrido por el campo del honor. Por último apareció una litera que lo transportó a su tienda, aturdido e inmóvil. Sansa no llegó a verlo. Sólo tenía ojos para Ser Loras. Cuando el caballo blanco se detuvo ante ella sintió como si el corazón se le fuera a salir del pecho.

A las otras doncellas les había entregado rosas blancas, pero la que cogió para ella era roja.

—Mi dulce señora —dijo—, no hay victoria que sea ni la mitad de hermosa que vos.

Sansa aceptó la flor con timidez, enmudecida ante aquel despliegue de galantería. El cabello del joven era una cascada de rizos castaños, y tenía los ojos como oro líquido. Sansa aspiró la fragancia de la rosa, y la conservó entre las manos hasta mucho después de que Ser Loras se alejara.

Cuando por fin alzó la vista había junto a ella un hombre que la miraba. Era bajo, tenía barbita puntiaguda y un mechón de cabello plateado, era casi tan mayor como su padre.

—Debes de ser una de sus hijas —dijo. También tenía unos ojos grises que no sonreían aunque lo hiciera su boca—. Eres una Tully.

—Soy Sansa Stark —dijo ella algo incómoda. El hombre lucía una capa gruesa con cuello de pieles, y el broche de plata con que se la cerraba representaba un sinsonte. Tenía los modales desenvueltos de un alto señor, pero no lo había visto nunca—. No tengo el honor de conoceros, mi señor.

—Es Lord Petyr Baelish, mi niña. —La septa Mordane acudió al instante en su ayuda—. Del Consejo Privado del rey.

—Cuando era joven tu madre fue mi reina de la belleza —dijo el hombre con voz queda. El aliento le olía a menta—. Has heredado su cabello.

Le rozó la mejilla con los dedos al acariciarle un mechón castaño rojizo. De repente, se dio media vuelta y se alejó.

La luna ya estaba alta en el cielo y la multitud empezaba a cansarse, de modo que el rey decretó que los tres últimos combates tendrían lugar a la mañana siguiente, antes del combate cuerpo a cuerpo. El pueblo regresó a sus hogares comentando las justas que habían visto y los enfrentamientos que tendrían lugar al día siguiente, y la corte se dirigió hacia la ribera para dar comienzo al banquete. Hacía horas que seis gigantescos uros se asaban girando lentamente en espitas de palo, mientras los pinches de cocina los rociaban con mantequilla y hierbas hasta que la carne chisporroteaba crujiente. Junto a las tiendas se habían instalado mesas y bancos, sobre las que había fresas, hierbadulce y pan recién salido de los hornos.

A Sansa y a la septa Mordane se les asignaron lugares de gran honor, a la izquierda de la palestra elevada sobre la que estaban el rey y la reina. Cuando el príncipe Joffrey se sentó a su derecha, sintió un nudo en la garganta. No había vuelto a hablar con ella desde los espantosos sucesos del Tridente. Al principio Sansa pensó que lo detestaba por lo que le habían hecho a Dama, pero cuando se le secaron las lágrimas se dijo que, en realidad, no había sido culpa de Joffrey. La culpa había sido de la reina. A ella era a la que tenía que detestar, a ella y a Arya. De no ser por Arya no habría pasado nada malo.

Aquella noche no podía sentir nada malo hacia Joffrey. Estaba demasiado atractivo. Llevaba un jubón azul oscuro, tachonado con una doble hilera de cabezas doradas de león, y se ceñía la frente con una diadema delgada de oro y zafiros. El cabello le brillaba como si fuera de metal. Sansa lo miró y se estremeció, temerosa de que no le hiciera caso o, peor todavía, de que le dijera algo desagradable y tuviera que retirarse de la mesa entre lágrimas.

En lugar de eso Joffrey sonrió y le besó la mano, guapo y galante como los príncipes de las canciones.

—Ser Loras tiene buen ojo para la belleza, mi señora.

—Fue muy amable —objetó Sansa, tratando de parecer modesta y tranquila, aunque su corazón cantaba—. Ser Loras es un gran caballero. ¿Crees que ganará mañana el torneo, mi señor?

—No —replicó Joffrey—. Mi perro lo derrotará, y si no mi tío Jaime. Y dentro de pocos años, cuando tenga edad para participar en las justas, yo los derrotaré a todos.

Alzó la mano para llamar a un criado que llevaba una jarra de vino veraniego helado, y le sirvió una copa. Sansa miró a la septa Mordane con preocupación, pero Joffrey se adelantó y llenó también la copa de la septa, de manera que asintió, le dio las gracias y no añadió ni una palabra más.

Los criados llenaron las copas una y otra vez a lo largo de la noche, pero más adelante Sansa no recordaría haber probado siquiera el vino. No lo necesitaba. Estaba ebria con la magia de la velada, aturdida por el lujo y esplendor, embelesada por las maravillas con las que había soñado toda su vida sin atreverse a albergar la esperanza de ver jamás. Los juglares se sentaban ante la tienda del rey y llenaban el anochecer de música. Un malabarista hacía girar en el aire una cascada de bastones en llamas. El bufón particular del rey, un retrasado al que llamaban Chico Luna, bailaba sobre zancos con su traje de mil colores, y se burlaba de todo el mundo con tan hábil crueldad que Sansa llegó a preguntarse hasta qué punto tenía mermadas sus facultades mentales. Ni la septa Mordane estuvo a salvo de él: cuando el bufón cantó una cancioncilla acerca del Septon Supremo, se rió tanto que se derramó encima la copa de vino.

Y Joffrey fue la imagen viva de la cortesía. Se pasó la noche hablando con Sansa, la colmó de cumplidos, la hizo reír, le contó los pequeños cotilleos de la corte y le explicó las puyas de Chico Luna. Sansa estaba tan cautivada que olvidó toda cortesía y apenas si dirigió la palabra a la septa Mordane, que estaba sentada a su izquierda.

Mientras tanto se fueron sirviendo los diferentes platos de la cena. Una sopa espesa de cebada y venado. Ensaladas de hierbadulce, espinacas y ciruelas con frutos secos por encima. Caracoles en salsa de miel y ajo. Sansa no había probado nunca los caracoles, así que Joffrey le enseñó a sacarlos de su concha, y él mismo le puso el primero en la boca. Después sirvieron trucha pescada en el río aquel mismo día, horneada en barro; su príncipe la ayudó a romper la envoltura sólida para dejar al descubierto el pescado jugoso. Y cuando se sirvió la carne, él mismo le ofreció la mejor tajada con una sonrisa seductora. Sansa advirtió que el brazo derecho todavía le molestaba al moverlo, pero en ningún momento se quejó.

Más tarde se sirvieron empanadas de pichón y criadillas, manzanas asadas que olían a canela, y pastelillos de limón bañados en azúcar, pero para entonces Sansa estaba tan llena que apenas si pudo comerse dos pastelillos, por mucho que le gustaran. Estaba decidiendo si se enfrentaría a un tercer pastelillo cuando el rey empezó a gritar.

A medida que se iban sirviendo los diferentes platos el rey Robert había ido levantando la voz. A veces Sansa lo oía reír a carcajadas o rugir órdenes por encima del estruendo de la música y el ruido de los platos y los cubiertos, pero estaba demasiado lejos para entender lo que decía.

En aquel momento, en cambio, todo el mundo lo entendió.

—¡No! —rugió con una voz que ahogaba el resto de los ruidos. Sansa se quedó boquiabierta al ver que el rey se levantaba, inseguro, con el rostro congestionado. Llevaba en la mano una copa de vino y estaba completamente borracho—. ¡No consiento que me digas qué tengo que hacer, mujer! —gritó a la reina Cersei—. ¡Aquí el rey soy yo! ¿Entendido? ¡Yo soy el que manda, y si digo que mañana voy a pelear, es que voy a pelear!

Todos los asistentes lo miraban. Sansa se fijó en Ser Barristan, y en Renly, el hermano del rey, y también en el hombre bajito que antes le había tocado el pelo mientras le hablaba de una manera extraña, pero ninguno hizo ademán de interferir. El rostro de la reina era una máscara tan pálida que parecía esculpida en nieve. Se levantó de la mesa, se recogió las faldas y, sin decir palabra, se alejó seguida por sus sirvientes.

Jaime Lannister puso una mano en el hombro del rey, pero éste lo empujó hacia atrás. Lannister trastabilló y cayó. El rey se echó a reír con carcajadas ebrias, groseras.

—Vaya con el gran caballero, todavía te puedo tumbar. No lo olvides, Matarreyes. —Se golpeó el pecho con la copa adornada con piedras preciosas, de manera que el vino le salpicó la túnica de seda—. ¡Con mi maza en la mano no hay hombre en el reino capaz de enfrentarse a mí!

—Como digáis, Alteza —dijo Jaime Lannister, algo forzado, después de levantarse y sacudirse el polvo.

—Se te ha derramado el vino, Robert —dijo Lord Renly adelantándose con una sonrisa—. Espera, te traigo otra copa.

Sansa se sobresaltó cuando Joffrey le puso la mano en el brazo.

—Se hace tarde —dijo el príncipe. Tenía una expresión extraña en el rostro, como si no la viera—. ¿Hace falta que te acompañe alguien para volver al castillo?

—No —empezó a decir Sansa. Miró a la septa Mordane, y se sobresaltó al ver que tenía la cabeza apoyada en la mesa y dormía con ronquidos suaves, muy propios de una dama—. Es decir… sí, gracias, eres muy amable. Estoy cansada, y el camino es tan oscuro… Me gustaría que alguien me protegiera.

—¡Perro! —llamó Joffrey.

Sandor Clegane apareció tan de repente como si hubiera surgido de la noche. Se había cambiado la armadura por una túnica de lana roja, con una cabeza de perro recortada en cuero y cosida en el pecho. La luz de las antorchas hacía que su rostro quemado brillara con un tono rojo mortecino.

—¿Sí, Alteza?

—Acompaña a mi prometida al castillo, que nada malo le suceda —le ordenó el príncipe con tono brusco. Y, sin siquiera despedirse, Joffrey se alejó de ella a zancadas.

A Sansa le parecía sentir físicamente la mirada del Perro.

—¿Creías que Joff te iba a acompañar en persona? —Se echó a reír. Su carcajada era como el gruñido de un perro peleando—. Ni lo sueñes. —La cogió del brazo para ponerla en pie; Sansa no se resistió—. Vamos, no eres la única que tiene sueño. He bebido demasiado, y puede que mañana tenga que matar a mi hermano.

Se echó a reír de nuevo. Sansa, que de repente estaba aterrada, sacudió a la septa Mordane por el hombro para tratar de despertarla, pero sólo consiguió que la mujer roncara más fuerte. El rey Robert se había marchado con paso inseguro, y de pronto la mitad de los bancos se habían vaciado también. El festín había terminado y con él, el sueño.

El Perro cogió una antorcha para iluminar el camino. Sansa lo siguió. El terreno era rocoso y desigual, y la luz titubeante hacía que pareciera moverse bajo los pies. Avanzaron entre las tiendas, todas tenían un estandarte y una armadura en el exterior. El silencio se hacía más denso a cada paso. Sansa no soportaba mirar al Perro, le daba miedo, pero la habían educado para mostrarse siempre cortés. Una verdadera dama no haría caso de aquel rostro desfigurado, se dijo.

—Hoy habéis sido muy valeroso, Ser Sandor —consiguió recitar.

—Ahórrate los cumplidos vacíos, niña, y el tratamiento cortés —soltó Sandor Clegane con un bufido—. No soy ningún caballero. Escupo sobre los caballeros y sobre sus juramentos. Mi hermano es caballero. ¿Te has fijado en él?

—Sí —susurró Sansa, temblorosa—. Ha sido muy…

—¿Valeroso? —terminó el Perro.

La niña se dio cuenta de que se burlaba de ella.

—No había otro que lo superase —consiguió decir al final, orgullosa de sí misma; no había mentido.

—Tu septa te ha enseñado bien. —Sandor Clegane se detuvo de repente, en medio de un prado oscuro y desierto. Sansa no tuvo más remedio que detenerse junto a él—. Eres como esos pajarillos de las Islas del Verano, ¿verdad? Uno de esos pájaros parlanchines tan bonitos, repites todo lo que te han enseñado.

—Eres descortés conmigo —dijo Sansa, que sentía que el corazón se le aceleraba en el pecho—. Y me das miedo. Quiero marcharme ya.

—No había otro que lo superase —repitió el Perro—. Desde luego que no. Nadie ha podido superar a Gregor, nunca. Ese chico de hoy, el de la segunda justa, qué lástima, ¿no? Lo has visto, ¿verdad? El pobre idiota no pintaba nada en este torneo. No tenía dinero, ni escudero, ni nadie que lo ayudara a ponerse la armadura. Llevaba el gorjal mal ajustado. ¿Crees que Gregor no se dio cuenta? ¿Crees que la lanza de «Ser» Gregor fue a acertarle ahí por casualidad? Si lo crees es que tienes la cabeza hueca como la de un pájaro. La lanza de Gregor se clava donde quiere Gregor. Mírame. ¡Mírame! —Sandor Clegane le puso una mano enorme bajo la barbilla y la obligó a alzar la vista. Se acuclilló ante ella y acercó la antorcha—. Bonito espectáculo, ¿verdad? Mírame bien. Es lo que deseas. Lo has estado deseando todo el viaje por el camino real. Pues mírame bien.

Le aferraba la mandíbula con dedos de hierro. Tenía los ojos clavados en ella. Ojos ebrios, llenos de rabia. Sansa tuvo que mirar.

El lado derecho de su rostro estaba demacrado, con el pómulo afilado y un ojo gris bajo la ceja espesa. Tenía la nariz grande y ganchuda, y el pelo fino, oscuro. Lo llevaba largo y peinado hacia un lado, porque en el otro no tenía cabello.

El lado izquierdo de su rostro estaba destrozado. De la oreja apenas si quedaba el agujero, el fuego se había encargado de eso. El ojo aún veía, pero la carne de alrededor no era más que un amasijo cicatrizado, negra y dura como el cuero, llena de cráteres y hendiduras que brillaban, rojas y húmedas, cada vez que se movía. En la mandíbula se veía un trozo de hueso, allí donde el fuego había quemado toda la carne.

Sansa se echó a llorar. Él la soltó, y tiró la antorcha al suelo.

—¿Se te han acabado los cumplidos, niña? ¿Tu septa no te ha enseñado qué decir en estos casos? —No obtuvo respuesta—. Todos creen que fue en algún combate. Un asedio, una torre en llamas, un enemigo con una antorcha… Un imbécil me preguntó si me lo había hecho un dragón. —La carcajada fue más suave, pero igual de amarga—. Te voy a decir qué me pasó, niña —siguió, una voz en la noche, una sombra que se inclinaba sobre ella hasta que pudo oler el hedor del vino en su aliento—. Yo era más pequeño que tú, tenía seis años, o siete, no sé. Un tallista instaló su taller en la aldea cercana al castillo de mi padre, y para ganarse su favor nos envió regalos. Aquel anciano hacía unos juguetes maravillosos. No recuerdo qué me dio a mí, pero yo quería el regalo de Gregor. Era un caballero de madera, todo pintado, las articulaciones se movían, lo podías manejar con cordeles como si luchara. Gregor tenía cinco años más que yo, para él aquel juguete no tenía la menor importancia, ya manejaba una espada, medía un metro ochenta y tenía la musculatura de un toro. Así que le robé su caballero, pero no lo disfruté, te aseguro que no lo disfruté. Estaba muerto de miedo, y hacía bien, porque me descubrió. En la habitación había un brasero. Gregor no dijo ni una palabra, me cogió, me sujetó con un brazo y me aplastó la cara contra los carbones al rojo, y me tuvo así mientras yo gritaba y gritaba y gritaba. Ya has visto lo fuerte que es. Incluso entonces hicieron falta tres hombres para hacer que me soltara. Los septones hablan de los siete infiernos. ¿Qué saben ellos? Sólo alguien que ha sufrido quemaduras como las mías sabe lo que es el infierno.

»Mi padre dijo a todo el mundo que las sábanas de mi cama se habían incendiado, y el maestre me puso ungüentos. ¡Ungüentos! A Gregor también le correspondieron sus ungüentos. Cuatro años más tarde lo ungieron con los siete aceites, recitó sus juramentos de caballero, y Rhaegar Targaryen le dio un golpecito en el hombro y le dijo: “Levantaos, Ser Gregor”.

La voz ronca fue perdiendo fuerza. Se quedó ante ella, en silencio, acuclillado. No era más que una forma grande, la noche lo envolvía e impedía ver otra cosa. Sansa oyó su respiración trabajosa. Se dio cuenta de que ya no sentía miedo. Sentía compasión.

El silencio se prolongó largo rato, tanto que empezó a tener miedo una vez más, pero temía por él, no por ella. Le puso una mano en el hombro gigantesco.

—No era un buen caballero —susurró.

El Perro echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido. Sansa retrocedió tan bruscamente que estuvo a punto de caerse, pero él la sujetó por el brazo.

—No —dijo—. No, pajarito, no era un buen caballero.

Sandor Clegane no añadió ni una palabra más en todo el camino de regreso. La llevó hasta donde aguardaban los carromatos, dijo a un cochero que los llevara a la Fortaleza Roja, y subió tras ella. Atravesaron en silencio la Puerta del Rey y recorrieron las calles iluminadas por antorchas. Abrió la puerta trasera y la guió hasta el castillo, con el rostro quemado crispado y los ojos llenos de sombras. La siguió por las escaleras de la torre y la acompañó hasta la puerta misma de su dormitorio.

—Gracias, mi señor —dijo Sansa con docilidad.

—De lo que te he contado esta noche… —dijo el Perro con voz más ruda que de costumbre, agarrándola por un brazo e inclinado hacia ella—. Si alguna vez se lo cuentas a Joffrey… o a tu hermana, o a tu padre… o a quien sea…

—No se lo diré a nadie —susurró Sansa—. Lo prometo.

Con aquello no bastaba.

—Si alguna vez se lo cuentas a alguien —terminó—, te mataré.

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