CAPÍTULO 7

Camino de la questura, Brunetti iba pensando en lo que había dicho el sacerdote. Los muchos años de batallar no sólo con el crimen sino con los avatares de la vida habían anulado su capacidad para confiar instintivamente en los demás. Quizá esta confianza era, como la fe de la contessa, algo por lo que cada cual podía optar libremente.

Al llegar a este punto de sus reflexiones, tuvo que reconocer en justicia que nada de lo que había visto u oído inducía a desconfiar de Antonin. En realidad, lo único que había hecho aquel buen hombre era acudir al entierro de la madre de un viejo amigo, a darle una bendición. ¿Qué impedía a Brunetti considerar esto un acto de pura generosidad? En suma: años atrás, Antonin le era antipático y después se había hecho cura.

No obstante la fe de su madre, el anticlericalismo formaba parte de la estructura genética de Brunetti: su padre sólo decía pestes del clero, actitud que respondía al desprecio por el poder que su experiencia de la guerra había hecho nacer en él. La madre nunca discutía las ideas de su marido aunque tampoco defendía al clero, a pesar de que ella tenía buenas palabras para todo el mundo, incluso, una vez, para un político. Estos pensamientos lo acompañaron durante todo el camino al trabajo.

Tal como temía, Brunetti encontró en su mesa los frutos de la asistencia del vicequestore Giuseppe Patta a la conferencia de Berlín, transmitidos, seguramente, por teléfono desde su habitación del Adlon. La «alerta anticrimen» de la semana siguiente estaría dedicada a la Mafia, con el fin, y cómo no, de extirparla de raíz, objetivo que el país había estado persiguiendo, con distinto grado de laxitud, durante más de un siglo.

Brunetti leyó el mensaje de Patta, enviado probablemente por correo electrónico a la questura por la signorina Elettra desde su habitación de Abano Terme.

Nos hallamos en estado de guerra: debemos considerarnos en guerra con la Mafia, a la que hay que tratar como un Estado dentro de otros Estados.

Todos nuestros efectivos deben ser movilizados.

Intensificar al máximo la colaboración entre agencias.

1. Nombrar agentes de enlace.

2. Ministerio del Interior, Carabinieri, Guardia di Finanza: entablar y mantener contactos.

3. Cursar solicitud de fondos especiales con arreglo a la Legge 41 bis.

4. Incentivar dinámica intercultural.

Al llegar a este punto, Brunetti dejó de leer, preguntándose por el significado de «dinámica intercultural». Su larga experiencia le había enseñado que los habitantes del Véneto ven las cosas con una perspectiva distinta de los de Sicilia, pero no creía que ello supusiera un abismo que hubiera que salvar con un lo-que-fuere intercultural. Por otra parte, a Patta no se le habrían ocultado las ventajas de disponer de unos potenciales «fondos especiales».

Brunetti concentró la atención en la carpeta, cada día más abultada, en la que se acumulaban las declaraciones de los testigos de una reyerta con arma blanca que se había producido la semana anterior delante de un bar de la riva de la Giudecca. La pelea había terminado con dos heridos en el hospital, uno con un pulmón perforado por un cuchillo de descamar pescado y el otro con una herida en un ojo, causada por el mismo cuchillo, que probablemente lo dejaría tuerto.

Según las declaraciones de cuatro testigos, durante un altercado verbal, uno de los hombres sacó el cuchillo para agredir al otro, pero el cuchillo cayó al suelo y el otro hombre lo recogió y se sirvió de él. Las declaraciones discrepaban en lo concerniente a la propiedad del cuchillo y la secuencia de la reyerta. El hermano y el primo de uno de los hombres, que se encontraban en el bar en el momento de la pelea, insistían en que su pariente había sido atacado, mientras el cuñado y un amigo del otro decían que éste había sido víctima de una agresión no provocada. Por lo tanto, las declaraciones de unos y otros estaban en tela de juicio. En el mango del cuchillo estaban las huellas de los dos hombres, y en la hoja, sangre de ambos. Seis de los clientes del bar, vecinos de la Giudecca, no recordaban haber visto ni oído nada, y dos trabajadores albaneses que habían entrado a tomar una cerveza, habían desaparecido después del primer interrogatorio y antes de que se les pidieran papeles.

Leído el último papel, Brunetti levantó la cabeza, pensando en la similitud que existía entre la dinámica cultural de la Giudecca y la que se atribuye a Sicilia.

Vianello apareció en la puerta del despacho.

– ¿Sabes algo de esa pelea? -preguntó Brunetti, usando las páginas del informe para indicar una silla al inspector.

– ¿Esos dos idiotas que acabaron en el hospital?

– Sí.

– Uno trabajaba en Porto Marghera, de estibador, pero lo echaron.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.

– Por lo de siempre: mucho vino y poco seso, y mucha merma en la mercancía que descargaba.

– ¿Cuál de los dos?

– El que ha perdido el ojo -respondió Vianello-. Carlo Ruffo. Una vez hablé con él.

– ¿Estás seguro? -preguntó Brunetti. El informe médico del expediente sólo decía que el ojo estaba en peligro-. Me refiero a lo del ojo.

– Eso parece. Ha pillado una infección en el hospital, y lo último es que no creían poder salvárselo. Y parece que la infección se ha extendido al otro ojo.

– ¿Entonces se quedará ciego? -preguntó Brunetti.

– Ciego y violento.

– Extraña combinación.

– Eso no detuvo a Sansón -dijo Vianello, sorprendiendo a Brunetti con la referencia-. Conozco a ese tipo. Ni aun ciego, ni sordo, ni mudo, dejaría de ser violento.

– ¿Crees que empezó él?

Vianello se encogió de hombros con elocuencia.

– Si no él, fue el otro. A fin de cuentas, viene a ser lo mismo.

– ¿También es violento el otro?

– Eso dicen, sólo que él se desahoga con su mujer y sus hijos.

Brunetti observó, al cabo de un momento:

– Lo dices como si fuera de dominio público.

– Lo es, en la Giudecca.

– ¿Y nadie dice nada?

Vianello volvió a alzar los hombros.

– Imaginan que no es asunto suyo, es su mentalidad. También piensan que nosotros no podríamos hacer nada, y probablemente es la verdad. -Vianello puso una pierna encima de la otra echando el cuerpo hacia atrás-. Si yo le levantara la mano a Nadia, antes de dos segundos ella me habría clavado a la pared de la cocina con el cuchillo del pan. -Reflexionó unos instantes y agregó-: Quizá otras mujeres deberían reaccionar así.

Brunetti no deseaba seguir con el tema y preguntó:

– ¿Tienes algún favorito para propietario del cuchillo?

– Supongo que era Ruffo. Siempre llevaba uno, o eso me han dicho.

– ¿Y qué sabes del otro, Bormio? -preguntó Brunetti, recordando el nombre que había leído en el expediente.

– Sólo lo que dice la gente.

– Cuenta.

– Que es conflictivo, sobre todo, con su familia, como te he dicho, pero que nunca empezaría una pelea con alguien más fuerte que él. -Vianello se cruzó de brazos-. O sea que yo apuesto por Ruffo.

– ¿Por qué estas cosas siempre pasan allí? -preguntó Brunetti, que no creyó necesario mencionar la Giudecca.

Vianello levantó las manos con gesto de incomprensión y las dejó caer en el regazo.

– No lo entiendo. Quizá porque la mayoría son trabajadores. Hacen un duro trabajo físico y eso les induce a servirse del cuerpo para enfrentarse a un conflicto. O quizá porque siempre se han resuelto las cosas así: a puñetazos o a cuchilladas.

Brunetti no tenía nada que decir a esto.

– ¿Vienes por lo de las nuevas órdenes? -preguntó.

Vianello asintió, aunque sin poner los ojos en blanco.

– Sí; quería saber qué piensas que saldrá de esto.

– ¿Te refieres además de proporcionar a Scarpa otro trabajo descansado? -preguntó Brunetti, con un cinismo que lo sorprendió incluso a sí mismo. Si Patta iba a beneficiarse de la actual turbulencia que se había desatado en el seno de la Mafia, procuraría que el teniente Scarpa, ayudante y siciliano paisano suyo, saliera favorecido.

– Es casi poético que destinen a Scarpa a una unidad especial contra la Mafia, ¿no te parece? -preguntó Vianello con fingida inocencia.

Pensando en su condición de comisario, Brunetti moderó su respuesta.

– No podemos estar seguros de eso -respondió. Pero él lo estaba.

– No -convino Vianello, y añadió con regodeo-: Respecto a él no podemos estar seguros de nada. -Ya más serio, preguntó-: ¿Crees que va a salir algo en limpio de todo eso que viene en los periódicos?

– Paola lo llamó un «triunfo» nuestro.

– Patético, ¿no? -reconoció Vianello-. Cuarenta y tres años, para capturar a este tipo. Hoy los periódicos dicen que fue a Francia a operarse y envió una solicitud a la oficina de la Seguridad Social de Palermo para que le pagaran la factura.

– Y se la pagaron, ¿no?

– ¿Qué dirías que ha estado haciendo durante cuarenta y tres años?

– Bien -empezó Brunetti. De pronto, notó que se le tensaba la voz, como si fuera a sustraerse a su control-. Por lo visto, dirigir la Mafia en Sicilia. Y supongo que vivir tan tranquilo rodeado de su mujer y sus hijos; ayudando a los niños con los deberes, cuidando de que hicieran la Primera Comunión… Y no me cabe duda de que, cuando se muera, tendrá unos funerales conmovedores, con parientes y amigos, y que un obispo, y quién sabe si un cardenal, celebrará la misa, y será enterrado con pompa y ceremonia, y se rezarán responsos por el eterno descanso de su alma. -Al terminar esta larga respuesta, la voz de Brunetti temblaba de desprecio y desesperación.

Vianello preguntó sobriamente:

– ¿Crees que lo delató uno de los suyos?

– Es lo más probable -asintió Brunetti-. Un jefe joven o, en todo caso, más joven, debió de pensar que le gustaría probar sus métodos para dirigir el tinglado, y el viejo era un estorbo. Dirigen una empresa multinacional, con sus ordenadores, sus contables y sus abogados, y tenían que obedecer a este viejo que vivía en una especie de gallinero glorificado y escribía sus mensajes en trozos de papel… No hacía falta más que una llamada telefónica.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Vianello, como si deseara explorar a fondo el cinismo de su superior.

– Ahora, como nos dijo Lampedusa, si queremos que todo siga igual tiene que parecer que las cosas cambian.

– Eso viene a resumir la historia de nuestro país, ¿no?

Brunetti asintió y golpeó la mesa con la palma de las manos.

– Vamos a tomar un café.

En la barra, tomando el café, Brunetti refirió a Vianello sus conversaciones con los dos sacerdotes.

– ¿Lo harás? -preguntó el inspector cuando Brunetti hubo terminado.

– ¿Hacer qué? ¿Investigar al tal Mutti?

– Sí -respondió Vianello apurando el café, después de hacerlo girar en la taza.

– Supongo.

– Es interesante cómo lo has enfocado -observó Vianello.

– ¿A qué te refieres?

– Que ese padre Antonin viene a verte porque desea informarse acerca de Mutti y, si no me equivoco, lo único que has hecho hasta ahora es tratar de informarte acerca del padre Antonin.

– ¿Qué tiene eso de raro?

– Que consideras sospechosa o, por lo menos, extraña su petición. O su persona.

– Y tiene algo de sospechoso -insistió Brunetti.

– ¿Y qué es, concretamente?

Brunetti tardó en encontrar la respuesta. Al fin empezó:

– Recuerdo…

– ¿Hablas de cuando era niño? -interrumpió Vianello, y agregó-: No me gustaría que a mí se me juzgara ahora por lo que era entonces. Yo era idiota.

La seriedad de fondo de lo que Vianello trataba de explicar impidió a Brunetti hacer el chiste fácil sobre el tiempo del verbo utilizado por el inspector.

– Te parecerá un argumento muy difuso -dijo-, pero, más que otra cosa, fue su forma de hablar lo que me hizo desconfiar. -No le gustó cómo sonaba la respuesta y agregó-: No; algo más. Parecía dar por descontado que el otro era un ladrón o un estafador, cuando la única prueba que pudo darme es la de que el joven le daba dinero.

– ¿Qué tiene eso de extraño? -preguntó Vianello.

– Porque, mientras Antonin hablaba yo tenía la sensación de que si el joven le hubiera dado el dinero a Antonin todo habría sido correcto.

– No esperarás que me sorprenda oír hablar de codicia en un cura.

Brunetti sonrió y preguntó, dejando la taza en el mostrador:

– ¿Crees, pues, que debería investigar al otro?

Vianello se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

– Tú siempre me dices que siga al dinero, y me parece que aquí el dinero va en esa dirección.

Brunetti echó mano al bolsillo y dejó unas monedas en el mostrador.

– Puede que tengas razón, Lorenzo. Quizá debamos ver qué pasa en esas reuniones.

– ¿Las del tal Mutti? -preguntó Vianello, sorprendido.

– Sí.

Vianello abrió la boca para protestar, pero enseguida la cerró y apretó los labios.

– ¿Te refieres a una de esas reuniones religiosas?

– Sí -respondió Brunetti. En vista de que Vianello no decía nada le azuzó-: Bien, ¿qué te parece?

Vianello, mirando a su superior a los ojos, dijo:

– Si vamos, vale más que llevemos a las señoras. -Sin dar a Brunetti tiempo de hacer objeciones, el inspector añadió-: Los hombres siempre parecemos más inofensivos cuando vamos acompañados de mujeres.

Brunetti volvió la cara para que Vianello no le viera sonreír. Ya fuera del bar, preguntó:

– ¿Te parece que podrás convencer a Nadia?

– Se lo preguntaré, pero antes esconderé el cuchillo del pan.

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