CAPÍTULO 6

Cuando llegó al penúltimo rellano de la escalera, Brunetti no percibió en el aire indicios de almuerzo. Si, por algún impedimento, Paola no había tenido tiempo de prepararlo, quizá podrían comer fuera. Antico Panificio, que estaba a menos de dos minutos, hacía pizza a mediodía y, aunque Brunetti prefería comerla por la noche, ahora le apetecía. Quizá la de rucola y tocino, o mozzarella di bufala con pomodorini. Mientras salvaba los últimos peldaños, iba añadiendo y quitando aditamentos a su pizza imaginaria hasta que, al introducir la llave en la cerradura, se quedó con rucola, salchicha y champiñones, aunque ignoraba de dónde había sacado los dos últimos ingredientes.

La perspectiva de la pizza se desvaneció cuando, al abrir la puerta, vio a Paola entrar en la sala portando una enorme ensaladera. Ello significaba que uno de los chicos, sin duda, en un momento de optimismo suicida, había decidido almorzar en la terraza. Sin pararse a cerrar la puerta, Brunetti dio tres pasos por el pasillo y, asomando la cabeza a la sala, gritó a los tres miembros de su familia, que ya estaban sentados fuera, esperándolo:

– Mi silla, en el sol.

En esta época del año, el sol empezaba a hacer acto de presencia en la terraza durante un rato, que iba prolongándose a medida que avanzaba la estación. Pero, en estas primeras semanas de primavera, daba sólo en un extremo y apenas dos horas, una antes y una después del mediodía astronómico, de manera que en la zona soleada cabía una única silla y, como Brunetti consideraba que era no sólo prematuro sino temerario comer a la intemperie en estas fechas, siempre reclamaba para sí aquel sitio de privilegio.

Después de hacer valer su derecho una vez más, el padre de familia volvió sobre sus pasos y cerró la puerta. Desde la sala, donde había estado dando el sol durante buena parte de la mañana, oyó arrastrar sillas en la terraza.

Su sitio, en la cabecera de la mesa, quedaba de espaldas al sol. Fue hacia él y, al pasar, oprimió el hombro de su hija. Chiara llevaba un fino jersey, y Raffi, sólo una camisa de algodón, mientras que Paola se había puesto, encima del jersey, un chaleco de pluma que, según creía recordar Brunetti, pertenecía a Raffi. ¿Cómo unos padres tan frioleros habían podido traer al mundo estas dos tropicales criaturas?

Se agradecía el sol en la espalda. Paola tomó el plato de Chiara y, del gran bol situado en el centro de la mesa, le sirvió fusili con aceitunas negras y mozzarella. Aún era un poco pronto para ensaladas, pero a Brunetti ésta le recreaba la vista y el olfato. Paola dejó el plato delante de Chiara y le pasó una pequeña fuente de hojas de albahaca, de las que Chiara tomó un par y las desmenuzó sobre la pasta.

Paola sirvió entonces a Raffi y a Brunetti, que también picaron albahaca en la pasta y, por último, se sirvió a sí misma. Antes de sentarse, dejó la cuchara a un lado y tapó la ensaladera con un plato.

Buon appetito -dijo sentándose.

Brunetti tomó unos bocados, saboreándolos con todo el cuerpo. La última vez que habían comido esa ensalada era a finales del verano, y destapó una botella del Masi rosato para acompañarla. Se preguntó si no sería pronto para un rosato, y entonces vio la botella que estaba encima de la mesa y reconoció el color y la etiqueta.

– Después hay calamari ripieni -dijo Paola, sin duda para ayudarles a decidir si repetían de pasta. Chiara, que la víspera había decidido añadir el pescado y el marisco a la lista de cosas que, en su calidad de vegetariana, no debía comer, optó por más pasta, lo mismo que Raffi, quien sin duda despacharía también la ración de calamari de su hermana sin merma de apetito ni remordimiento de conciencia. Brunetti se sirvió una copa de vino y asumió la expresión del hombre que jamás pensaría en quitar el alimento de la boca a sus hijos hambrientos.

Chiara ayudó a llevar los platos a la cocina y volvió con una fuente de zanahorias y guisantes, mientras Paola sacaba una bandeja de calamari, y a Brunetti le pareció oler la zanahoria, el puerro y quién sabe si los langostinos picados del relleno. La conversación era general y monotemática: escuela, escuela y escuela, en la que Brunetti introdujo una variación al decir que aquella mañana había visto a la contessa, que le había dado cariñosos saludos para todos. Paola volvió hacia él una mirada larga al oírlo, pero los chicos no encontraron en la noticia nada de particular.

Al ver a Chiara alargar la mano hacia la bandeja de los calamares, Paola distrajo a Raffi con la pregunta de si él y Sara Paganuzzi aún pensaban ir al cine aquella noche y si querría comer algo antes de salir. Raffi respondió que el cine había sido sustituido por una traducción del griego que Sara tenía que terminar, y que aquella noche él iría a su casa, a cenar y ayudarla en el trabajo.

Paola preguntó cuál era el texto, lo que dio lugar a un cambio de impresiones sobre el atolondramiento y la insensatez de la Guerra del Peloponeso, lo bastante interesante para ambos como para no darse cuenta de que Chiara y Brunetti acababan con los calamares. Ni observaron que Brunetti tapaba el plato de Chiara con el suyo vacío.

Derrotada Atenas y destruidas las murallas, Raffi acabó con las verduras y preguntó qué había de postre.

Pero ya el sol había desaparecido no sólo de la espalda de Brunetti sino del cielo, que se había cubierto rápidamente de nubes llegadas del este.

Paola se levantó, recogió los platos y dijo que de postre sólo había fruta y que podían comerla dentro. Brunetti no se lo hizo repetir, echó la silla hacia atrás, agarró la fuente de la verdura y la botella de vino y se fue a la cocina. Después de permanecer tanto rato expuesto a las veleidades de la primavera, sentía frío en todo el cuerpo y no le apetecía la fruta. Paola dijo que prepararía café mientras fregaba los cacharros y lo envió a la sala a leer el periódico.

Allí lo encontró al cabo de veinte minutos, contemplando los tejados y el cielo, con el periódico en el regazo, sin abrir. En primera plana, el titular del día pregonaba nuevos detalles sobre la reciente captura de uno de los jefes de la Mafia.

Ella se paró detrás del sofá, con una taza de café en cada mano y preguntó:

– ¿Leyendo la crónica de vuestro triunfo?

Brunetti cerró los ojos.

– Eso es -respondió-. Un triunfo.

– Basta con eso para que uno se plantee seriamente emigrar, ¿no?

– Cuarenta y tres años buscándolo, y lo encuentran a dos kilómetros de su casa. -Él levantó una mano y la dejó caer en el periódico, con una palmada de impotencia-. Cuarenta y tres años, y los políticos entonan himnos de alabanzas a la policía. Un triunfo.

– Quizá en realidad quieren decir triunfo para el poder de la Mafia -sugirió Paola-. Sería más fácil que el Gobierno, sencillamente, les diera el derecho de nombrar a su propio ministro. -Tras una pausa de reflexión, preguntó-: ¿Cómo podría llamarse? ¿Ministro del Poder Alternativo? ¿Ministro de Extorsión?

Dejó el café en la mesa y se sentó al lado de su marido.

A pesar de saber que no debía decir tal cosa, Brunetti preguntó:

– ¿Qué te hace pensar que no?

– ¿No qué?

– Que no tienen su propio ministro.

Ella le lanzó una mirada de súbita alarma, al comprender que acababa de oír algo que él no debía haber dicho. No respondió, y su silencio se hizo tan elocuente que él se sintió obligado a continuar:

– Se alzan voces -dijo inclinándose a tomar la taza.

– ¿Voces?

Brunetti asintió y tomó un sorbo de café, sin mirarla.

Paola interpretó correctamente la señal de que había que cambiar de tema, y preguntó:

– ¿Qué dice mi madre?

– Aquel cura amigo de Sergio que vino al entierro, Antonin Scallon, me ha pedido que me informe sobre cierta persona.

– Guido, ¿es que ahora trabajas para el Opus Dei? -preguntó ella con fingido horror.

A Brunetti le llevó varios minutos explicar el motivo de la visita de Antonin y, mientras hablaba, notaba que se sentía incómodo al referir aquel episodio. Allí había algo que no encajaba ni con lo que él recordaba de Antonin ni con su propio instinto: no podía creer en los motivos que Antonin atribuía a los personajes de la historia ni en las explicaciones dadas por el propio Antonin para justificar su visita.

– ¿Dirías que Antonin y la madre del chico tienen una historia? -preguntó Paola cuando él acabó el relato.

– Debí suponer que te faltaría tiempo para lanzarte a su yugular -dijo él, no sin admiración.

– No creo que sea la yugular lo que hace al caso -observó Paola, levantando su taza de café.

Brunetti sonrió, reflexionando sobre la idea, mientras pensaba que le vendría bien una grappa o un coñac para sustituir a la fruta que había rehusado.

– Ya lo había pensado -dijo-. Desde luego, es una posibilidad. Al fin y al cabo, el pobre hombre ha pasado veinte años en África.

La reacción no se hizo esperar.

– ¿Significa eso que tiene que haber vuelto convertido en un adicto al sexo, por la propensión de las razas inferiores a los excesos libidinosos?

Él se echó a reír, divertido por la propensión de su mujer a atribuirle la peor de las opiniones sobre la naturaleza humana. Aunque en la actualidad Paola tenía que hacer un esfuerzo de voluntad para seguir votando a los políticos que representaban a la izquierda, Brunetti se alegraba cada vez que comprobaba que su instinto de defensa del débil seguía intacto.

– Yo apostaría por todo lo contrario. Sospecho que debía de considerarse tan superior a los africanos que evitaba todo contacto con ellos y, al regresar, se prendó de la primera europea que lo miró a la cara.

– ¿Y el celibato? -preguntó ella.

Aun sabiendo que ella conocía la respuesta, Brunetti dijo:

– El celibato y la castidad son dos cosas distintas, y no hace falta que yo te lo recuerde. Tienen que hacer voto de no contraer matrimonio, y luego la mayoría interpreta la regla como más le conviene. -Brunetti se recostó en el respaldo y cerró los ojos. Al poco rato, oyó cómo ella dejaba la taza en la mesa.

– ¿Crees que pueda estar diciendo la verdad, que le preocupe realmente que ese hombre se desprenda del apartamento y del dinero? -preguntó ella.

– ¿Qué te hace preguntar eso?

– Que se portara bien con tu madre.

Él la miró sorprendido.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo dijeron las monjas. Y un día que fui a visitarla, lo encontré en la habitación. Le sostenía la mano y ella parecía contenta.

Después de una larga pausa, y sin creer en sus propias palabras, Brunetti dijo:

– Es posible. -Como tenía que irse pronto para volver a la questura, renunció a explorar esa posibilidad. Repasando los sucesos de la mañana, recordó su frustración-. No se me ocurría nadie, de las personas que conozco, que admitiera que cree en Dios -dijo.

– Cínico -dijo Paola, devolviéndole el buen humor.

Camino de la questura, Brunetti sintió la tentación de entrar en un bar a tomar un coñac, pero no sucumbió a ella y quedó muy satisfecho de sí mismo por su autodominio. Aquel día su ruta pasaba por el campo SS. Giovanni e Paolo, y decidió entrar en la rectoría por si estaba Antonin o, mejor aún, por si no estaba, lo que le permitiría informarse sobre él.

Y así fue, porque, según le dijo el ama de llaves que le abrió la puerta, el padre Antonin había salido, pero podía hablar con el señor párroco, si quería. Brunetti conocía a aquella mujer de pelo blanco, y estaba tratando de recordar dónde la había visto. Al fin lo consiguió.

– El puesto de flores de Rialto -dijo.

La sonrisa hizo bailar las arrugas de la mujer.

– Sí, signore, de mi sobrina nieta. La ayudo martes y sábados, cuando traen las flores. -Le puso una mano en el antebrazo-. Hace años que nos conocemos, ¿verdad, signore? -Y agregó-: Y también a su esposa y a su hija. Una chica muy guapa.

– También lo es su sobrina, signora.

– El sábado tendremos muchos lirios -dijo la mujer, y a Brunetti le encantó que se acordara de sus flores preferidas.

– Ayudan a mantener la paz en la familia -dijo con fingida resignación.

– Durante todos estos años, si me permite decirlo, no me ha parecido que para eso le hicieran falta las flores, signore. -La mujer dio un paso atrás para dejarle entrar, dando por descontado que él querría hablar con el párroco.

– No deseo molestar al señor párroco -mintió él.

– No es molestia, signore, créame. El padre Stefano ha acabado de almorzar y está libre. -La mujer fue hacia la escalera que conducía a la parte superior de la casa, se volvió y dijo suavizando el tono-: Seguro que se alegra de tener compañía.

Mientras la mujer se paraba en lo alto de la escalera a hacer varias inspiraciones profundas, Brunetti admiró un grabado del Sagrado Corazón que estaba colgado de la pared de su derecha. Un Jesús de larga melena se oprimía el pecho con una mano y mantenía la otra levantada con el índice extendido, como llamando al camarero.

Sacó a Brunetti de su contemplación el sonido de los pasos de la mujer que se alejaban por el pasillo. De pronto, notó el frío que hacía en aquella casa, un frío húmedo, como si la primavera que tan activa estaba en el resto de la ciudad, aún no hubiera encontrado tiempo para llegar hasta aquí. Y comprendió por qué la mujer llevaba dos gruesos jerséis y unas medias marrones gruesas como no había visto hacía décadas.

La anciana se paró delante de una puerta de mano derecha y dio unos golpes con los nudillos, esperó un momento y volvió a llamar, con fuerza suficiente como para romperse los dedos, o la puerta. Debió de oír algo al otro lado, porque entró en la habitación diciendo en voz muy alta:

– Padre Stefano, tiene visita.

Brunetti oyó una voz de hombre, pero no distinguió las palabras de la respuesta. La mujer apareció en el vano de la puerta y le hizo seña de que entrara.

– ¿Desea beber algo, signore? Él ya ha tomado su café, pero no me cuesta nada hacer otro.

– Muy amable, signora -respondió Brunetti-, pero acabo de tomarlo en el campo.

Ella titubeaba, indecisa entre las exigencias de la hospitalidad y las de la edad, y Brunetti insistió:

– De verdad, signora, se lo agradezco de todos modos.

Esto pareció satisfacerla. Dijo que estaría abajo por si necesitaban algo y se fue.

Brunetti se acercó al lugar del que había partido la voz. A la izquierda de las ventanas que daban al campo, y de espaldas a ellas, estaba un anciano, sentado en una butaca honda, en la que, lo mismo que la contessa en la suya, casi se perdía. Un pelo blanco y lanudo rodeaba una tonsura natural casi tan blanca, lo mismo que la cara. Unos ojos de niño miraban a Brunetti desde el rostro de un asceta. El sacerdote levantó la cabeza, apoyó las manos en los brazos de la butaca y empezó a izar el cuerpo.

– No, padre, no se levante, por favor -dijo Brunetti, salvando la distancia antes de que el otro acabara de ponerse en pie, y le tendió la mano inclinándose.

– Encantado de verlo, hijo. Muy amable de visitar a este anciano. -Hablaba en el dialecto veneciano con melodiosa voz de tenor. Si la mano del anciano hubiera sido de papel, no habría sido menor el miedo de Brunetti a estrujarla con la suya.

Debía de haber sido alto, pensó Brunetti. Lo deducía de la longitud del antebrazo y la distancia entre la rodilla y el tobillo. El anciano llevaba el hábito de su orden, una larga túnica blanca, y su escapulario negro había adquirido un tinte de herrumbre con los años y los muchos lavados. Calzaba zapatillas de piel negra, una de ellas, abierta por la punta, como una boca de gato.

– Siéntese, siéntese, por favor -dijo el sacerdote mirando en torno con perplejidad, como si acabara de darse cuenta de dónde estaba y lo preocupara encontrar asiento para su visitante.

Brunetti vio un pesado sillón de madera con raído asiento bordado y lo transportó en brazos. Se sentó y sonrió al anciano, que se inclinó para darle unas palmadas en la rodilla.

– Encantado de verlo, hijo. Me alegra que venga a verme. -El anciano meditó unos momentos sobre este prodigio y preguntó-: ¿Viene a confesarse, hijo?

Brunetti sonrió y movió la cabeza negativamente.

– No, padre, gracias. -Al ver el gesto del anciano, agregó, alzando la voz-: Ya me he confesado, padre. Pero le agradezco la pregunta. -Desde luego, se había confesado. Y no era necesario decir a este anciano cuántos años habían transcurrido desde su confesión.

El sacerdote suavizó la expresión y preguntó:

– ¿En qué puedo servirle entonces?

– Me gustaría hablar de su huésped.

– ¿Huésped? -repitió el anciano, como si no estuviera seguro de haber oído bien la palabra o, en todo caso, de lo que pudiera significar. Miró por encima del hombro de Brunetti y en torno a ambos-. ¿Huésped?

– Sí, padre. Del padre Antonin Scallon.

El sacerdote mudó de expresión, quizá el cambio no fue más que una ligera crispación de los labios o un enturbiamiento de la mirada.

– ¿El padre Scallon? -preguntó con voz opaca, y Brunetti lamentó el desliz de no haberse referido al huésped por el apellido.

– Sí -dijo Brunetti, como si no hubiera advertido el cambio de actitud del sacerdote-. La semana pasada asistió al entierro de mi madre y quería darle las gracias. -Notó que estaba hablando en una voz muy alta, porque casi lo ensordecía. A modo de aclaración, agregó-: Mi esposa me ha pedido que viniera a darle las gracias.

– ¿Y si ella no se lo hubiera pedido? -preguntó el sacerdote, y la astucia de la pregunta obligó a Brunetti a rectificar la opinión de que aquel hombre tenía disminuidas las facultades mentales, además del oído.

Brunetti se encogió de hombros ligeramente y, como si de pronto se diera cuenta de la rudeza del gesto, dijo:

– Es lo correcto, padre. Fue a la escuela con mi hermano, y alguien de la familia tenía que darle las gracias.

– ¿Y su hermano? -preguntó el anciano.

Tratando de adoptar un aire evasivo, Brunetti dijo:

– Mi hermano no podía venir y me ha pedido que viniera yo en su nombre.

– Comprendo -respondió el sacerdote y se miró las manos. Ahora Brunetti observó que en una de ellas tenía un rosario. El anciano levantó la cabeza y preguntó-: ¿No hubo tiempo para eso en el funeral?

– Verá, padre, todos estábamos un poco…, ¿cómo le diría? Estábamos aturdidos y cuando llegamos a casa de Sergio nos dimos cuenta de que a ninguno se le había ocurrido invitarle a venir.

– Pero, si dijo la misa, ¿no estaría ya invitado?

Brunetti hacía lo posible por aparentar confusión.

– Dijo la misa el párroco de mi madre. El padre Scallon -ahora se refirió a él protocolariamente- le dio la bendición en el cementerio.

– Ahora lo entiendo -dijo el sacerdote-. Y usted desea darle las gracias por la bendición.

– Sí, padre. Pero, como no está, volveré en otro momento -sugirió Brunetti, sin la menor intención de hacer tal cosa.

– Podría dejarle una nota -dijo el anciano.

– Sí, desde luego. Eso habría podido hacer. Pero fue una señal de respeto para nuestra madre que asistiera y por eso… -Brunetti se interrumpió-. Espero que lo comprenda, padre.

– Sí -dijo el hombre con una sonrisa que envolvió a Brunetti con su dulzura-. Creo que lo comprendo. -Inclinó la cabeza, y Brunetti vio que pasaba varias cuentas del rosario. Luego el anciano alzó la cabeza y dijo-: Es extraño eso de la muerte de la madre. Suele ser uno de los primeros funerales a los que asistimos y, en ese momento, nos parece el peor. Pero, si hay suerte, resulta ser el mejor.

Brunetti dejó transcurrir unos momentos antes de decir:

– No sé si le sigo, padre.

– Si hemos sido afortunados, todos los recuerdos serán buenos y no dolorosos. Creo que entonces es más fácil despedirse de una persona. Porque de una madre solemos tener recuerdos buenos. Y aún más afortunados nos sentimos si hemos sido buenos con ella y no tenemos nada que reprocharnos; eso ocurre a menudo. -Como Brunetti no respondiera, preguntó-: ¿Usted fue bueno con su madre?

Brunetti, que había engañado a este hombre respecto a Antonin, comprendió que al menos en esto debía decir la verdad.

– Sí, fui bueno con ella. Pero ahora que ha muerto pienso que no lo bastante bueno.

El sacerdote volvió a sonreír.

– Oh, nunca somos lo bastante buenos con los demás, ¿no le parece?

Brunetti tuvo que contenerse para no poner la mano en el brazo del anciano. En lugar de eso, preguntó:

– ¿Me equivoco al suponer que tiene ciertas reservas acerca de Antonin, padre? -Antes de que el sacerdote pudiera responder, añadió-: Perdone la pregunta. No deseo ponerle en un compromiso. No me conteste si no quiere. En realidad, no es asunto mío.

El sacerdote meditó unos momentos y dijo, para sorpresa de Brunetti:

– Si alguna reserva tengo, hijo, es acerca de usted y de por qué se esfuerza tanto por disfrazar este interrogatorio. -Suavizó sus palabras con una sonrisa y agregó-: Hace usted preguntas sobre él, pero me parece que ya ha formado una opinión. -Después de una pausa, el anciano prosiguió-: Usted me parece una persona honrada, y me desconcierta que me interrogue de ese modo, con una suspicacia que trata de disimular. -La mirada del sacerdote había adquirido una intensidad nueva, como si en el fondo de sus ojos se hubiera encendido una luz-. ¿Me permite una pregunta, hijo?

– Por supuesto -respondió Brunetti sosteniendo la mirada del anciano pero deseando bajar los ojos.

– No viene de Roma, ¿verdad?

Puesto que mantenían la conversación en veneciano, la pregunta sorprendió a Brunetti, que respondió:

– No, padre. Yo soy veneciano. Lo mismo que usted.

El sacerdote sonrió por la reivindicación de Brunetti, o quizá por su vehemencia.

– No me refería a eso, hijo. Se nota en cada palabra que dice. Quiero decir si representa a Roma.

– ¿Se refiere al Gobierno? -preguntó Brunetti, confuso.

El sacerdote tardó algún tiempo en responder.

– No, a la Iglesia.

– ¿Yo? -se escandalizó Brunetti.

El anciano sonrió, resopló, tratando de ahogar el sonido de la risa, pero tuvo que rendirse y, echando la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada profunda que sonó como agua que corriera por una cañería lejana. Se inclinó, dio una palmada a Brunetti en la rodilla sin dejar de reír y al fin consiguió serenarse.

– Perdón, hijo, perdón -dijo enjugándose las lágrimas con el borde del escapulario-. Pero como usted tiene aspecto de policía, he pensado que podían haberlo enviado ellos.

– Soy policía -dijo Brunetti-, pero de verdad.

Por alguna razón, esto hizo que el sacerdote se echara a reír otra vez, y hubo de transcurrir algún tiempo antes de que se calmara su hilaridad y más tiempo antes de que Brunetti le explicara detalladamente la razón de su curiosidad sobre Antonin, por más que ahora no era menor su curiosidad por las razones que pudiera tener el anciano para sospechar de él.

Cuando Brunetti acabó de hablar, se hizo un distendido silencio entre los dos hombres.

– Él es mi huésped -dijo el anciano finalmente-, y yo tengo para con él las obligaciones de un anfitrión. -A juzgar por su forma de hablar, Brunetti comprendió que el sacerdote defendería a su huésped con la vida, si fuera necesario-. Fue enviado de vuelta de África en circunstancias que no se aclararon. Los documentos oficiales que recibí para comunicarme que el padre Antonin -Brunetti notó el afecto con que el anciano utilizaba ahora el nombre de pila- iba a ser mi huésped no dejaban lugar a dudas de que quienes me lo enviaban consideraban que se hallaba en desgracia. -Hizo una pausa, invitando a preguntar. Como Brunetti no decía nada, prosiguió-: Ya lleva tiempo conmigo, y no he visto en su conducta nada que justifique esa opinión. Es un hombre bueno y amable. Quizá demasiado convencido de la rectitud de su juicio, pero me temo que lo mismo puede decirse de la mayoría de nosotros. Sólo algunos, con los años, nos sentimos menos seguros de lo que creemos saber.

– ¿Aparte de que nunca somos lo bastante buenos con los demás? -preguntó Brunetti.

– Eso por supuesto.

Brunetti aceptó la exhortación que encerraban estas palabras y asintió. Advirtió que la fatiga había entrado en la habitación y se había instalado en los ojos y la boca del anciano.

– Me gustaría saber en qué medida merece confianza -dijo Brunetti de pronto.

El anciano se agitó en la butaca. Era tan frágil que sólo tuvo que mover unos huesos y la tela que los cubría.

– Creo que no merece desconfianza, hijo. -Y, añadió con señales de íntimo regocijo-: Aunque, a mi edad, digo eso de casi todo el mundo a casi todo el mundo.

Brunetti no pudo resistir la tentación de preguntar:

– ¿A no ser que venga de Roma?

El anciano sacerdote se puso serio y asintió.

– Entonces aceptaré su consejo -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Y se lo agradezco.

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