CAPÍTULO 18

El día en que Pucetti distribuyó las fotos de la niña gitana, Brunetti estaba sentado a su mesa y deliberadamente había apartado a un lado la carpeta que contenía las fotos restantes, como si ello pudiera ayudarle a apartarlas también de su pensamiento. Casi se alegró cuando oyó que llamaban a la puerta.

– Avanti -gritó.

Entró la signorina Elettra diciendo:

– ¿Tiene un momento, comisario?

– Por supuesto -dijo él señalando una silla.

Ella cerró la puerta, cruzó el despacho, se sentó y puso una pierna encima de la otra. No traía papeles en la mano, pero su postura daba a entender que pensaba quedarse un rato.

– ¿Sí, signorina? -preguntó Brunetti con sonrisa pronta.

– Tal como me pidió, dottore, he hecho averiguaciones acerca de ese sacerdote.

– ¿Cuál de ellos?

– Ah, sólo uno es sacerdote, el padre Antonin -respondió ella, añadiendo, sin darle tiempo a preguntar-: El otro, Leonardo Mutti, no pertenece a ninguna orden religiosa; por lo menos, a ninguna que esté aprobada por el Vaticano.

– ¿Puede decirme cómo lo ha averiguado?

– Fue fácil encontrar la fecha y lugar de nacimiento: como es residente en Venecia, no tuve más que mirar los archivos municipales. -Un mínimo movimiento de su mano derecha indicó la suma facilidad de la pesquisa-. Y luego lo único que tuvo que hacer mi amigo es introducir su nombre y fecha de nacimiento en los archivos del Vaticano. -Aquí hizo un inciso para comentar-: Son una maravilla. Allí está todo.

Brunetti asintió.

– Leonardo Mutti no aparece ni como sacerdote secular ni como miembro de una orden reconocida.

– ¿Reconocida?

– Dice mi amigo que tienen archivos de todas las órdenes reconocidas, es decir, las que controlan, además de algunos grupos marginales, como el de esos chalados de Lefèvre y gente por el estilo, pero el nombre de Mutti tampoco sale en ninguno.

– ¿Ha entrado usted en esos archivos? -preguntó Brunetti, más por cortesía que porque tuviera una idea de lo que ello podía representar.

– Ah, no -dijo ella, levantando una mano para rechazar semejante idea-. Son muy buenos para mí. Una maravilla, como le decía: es casi imposible acceder al sistema. Sólo con autorización.

– Comprendo -dijo él, como si así fuera-. ¿Y Antonin? ¿Qué ha encontrado su amigo acerca de Antonin?

– Que hace cuatro años fue apartado de su parroquia en África y enviado a un pueblo de Abruzzo, pero por lo visto, se movieron hilos y ha acabado aquí, de capellán del hospital.

– ¿Qué hilos?

– No lo sé, ni mi amigo ha podido descubrirlo. Pero Antonin estuvo en lo que podríamos llamar un exilio interior durante cosa de un año antes de ser trasladado a Venecia. -Como Brunetti guardara silencio, ella dijo-: Normalmente, cuando vuelven, digamos, en circunstancias poco claras, suelen quedarse en su destino mucho más tiempo, incluso hasta la jubilación.

– ¿Por qué fue trasladado? -preguntó Brunetti.

– Se le acusó de fraude -dijo ella, y añadió-: Perdone, debí de empezar por ahí.

– ¿Qué clase de fraude?

– Lo corriente en África y misiones del Tercer Mundo en general: escribes cartas a tu país explicando las muchas necesidades que tienen, lo poco de que disponen y lo pobre que es allí la gente. -Esto recordó a Brunetti las cartas que Antonin enviaba a Sergio-. Pero la misión del padre Antonin se había adaptado a los nuevos tiempos -prosiguió ella con un deje de admiración en la voz-. Colgó una página web con fotos de su parroquia de la selva y de sus alegres feligreses acudiendo a misa. Y de la nueva escuela construida con las donaciones. -Ladeó la cabeza al preguntar-: Signore, ¿cuando iba al colegio no le pedían que rescatara a niños?

– ¿Que rescatara a niños?

– Echando el dinero de la paga en la hucha de cartón, que se enviaba a las misiones para rescatar a un niño pagano y salvarlo para Jesús.

– Creo que en mi colegio tenían esas huchas, pero mi padre no me dejaba dar dinero.

– Nosotros también las teníamos -dijo ella, sin especificar si había contribuido o no a salvar almas paganas para Jesús. Pero era evidente que se callaba algo más, él no sabía qué era, pero estaba seguro de que pronto le sería revelado-. El padre Antonin utilizaba la misma táctica en su página web. Enviando dinero a una cuenta bancaria, pagabas la educación de un niño durante un año. -Brunetti, que tenía a varios huérfanos indios a sus expensas, empezó a sentirse incómodo-. Él hablaba de educación y de capacitación, no de religión, por lo menos, en la página -explicó ella y, sin darle tiempo a preguntar, añadió-: Debía de pensar que las personas que visitan una página web están más interesadas en la educación que en la religión.

– Quizá -dijo Brunetti-. ¿Qué más?

– Pues que se descubrió el chanchullo porque alguien vio que las fotos de la feliz congregación de Antonin también aparecían en la página web de una escuela dirigida por un obispo de Kenia. Y no sólo eso sino que las piadosas reflexiones sobre la fe y la esperanza también eran las mismas. -Sonrió-. Debieron de suponer que no se haría un cruce de datos, digamos, eclesiástico. -Y, dejando ya traslucir su cinismo, preguntó-: Además, todos los negros parecen iguales, ¿no?

Desestimando el comentario, Brunetti preguntó:

– ¿Qué pasó?

– La persona que lo descubrió es un periodista que hacía un reportaje sobre las misiones.

– ¿Un periodista con o sin simpatías?

– Afortunadamente para Antonin, con.

– ¿Y?

– El periodista informó a alguien del Vaticano, que tuvo un discreto cambio de impresiones con el obispo de Antonin, y el padre Antonin se encontró en Abruzzo.

– ¿Y el dinero?

– Ah, ahora viene lo más interesante. Resulta que Antonin no tenía nada que ver con el dinero, que iba a una cuenta que su obispo había abierto en su propio nombre, junto con un porcentaje del dinero que recaudaba el obispo de Kenia, que usaba las fotos de Antonin. El padre Antonin nunca supo cuánto dinero recaudaban, eso no le interesaba, mientras pudiera mantener la escuela y alimentar a los niños. -Ella sonrió ante la ingenuidad del hombre-. Podríamos decir que era una especie de testaferro -prosiguió-. Era europeo, tenía contactos en Italia, conocía aquí a personas que podían diseñar una página web y sabía apelar a la generosidad de la gente. -Volvió a sonreír, ahora fríamente-. De no ser por el periodista, probablemente, seguiría en África, salvando almas para Jesús.

Indignado, tanto por la injusticia cometida con Antonin como por lo que su primera reacción revelaba de sus propios prejuicios, Brunetti dijo:

– ¿Y él no protestó? Era inocente.

– Pobreza. Castidad. Obediencia. -Ella marcó una pausa después de cada palabra-. Por lo visto, Antonin se toma en serio sus votos. De modo que obedeció la orden de Roma, regresó e hizo su trabajo en Abruzzo. Pero alguien debió de descubrir lo que había sucedido realmente. Quizá el periodista lo contó a alguien, y Antonin fue enviado a Venecia.

– ¿Él ha contado a alguien la verdad? -preguntó Brunetti.

La joven se encogió de hombros.

– Él hace su trabajo, visita a los enfermos, entierra a los muertos.

– ¿Y trata de impedir que sigan cometiéndose fraudes? -apuntó Brunetti.

– Eso parece -admitió ella mal de su grado, optando por mantener intacta su suspicacia sobre el clero, a pesar de la evidencia. Se inclinó hacia adelante, empezando a levantarse-. ¿Quiere que siga investigando a Leonardo Mutti?

A pesar de que el instinto le decía que no debía perder más tiempo con esto, Brunetti se sentía en deuda con Antonin y manifestó:

– Sí, por favor. Antonin dijo que Mutti es de Umbria. Quizá allí encuentre algo.

– Sí, comisario -afirmó ella acabando de ponerse en pie-. Vianello me dijo lo de esa niña. Qué horror.

¿Se refería a la muerte, a la enfermedad o a que probablemente había muerto mientras robaba o a que nadie la había reclamado? En lugar de preguntárselo, Brunetti respondió:

– No me la quito de la cabeza.

– Lo mismo dice Vianello. Quizá se mitigue la impresión cuando se resuelva el caso.

– Sí. Quizá -respondió Brunetti. En vista de que él no decía más, la joven volvió a su propio despacho.

Tres días después, pasaron a Brunetti una llamada del puesto de carabinieri de San Zaccaria.

– ¿Es usted el que pregunta por la gitana? -inquirió una voz de hombre.

– Sí.

– Me han dicho que le llame.

– ¿Usted es?

Maresciallo Steiner -respondió el hombre, y al oír el nombre, Brunetti comprendió que el leve acento que vibraba en la voz era alemán.

– Muchas gracias por llamar, maresciallo -dijo Brunetti, optando por la cortesía, aunque tenía la impresión de que no serviría de mucho.

– Padrini me ha enseñado la foto que trajo su hombre. Dice que quiere información.

– Exactamente.

– Mis hombres la trajeron un par de veces. Se siguió el procedimiento habitual: llamar a una agente femenina, esperar a que llegue y registrar a la niña. Registrar a las que han detenido con ella. Lo mismo cada vez. Luego llamar a los padres. -Una pausa y Steiner prosiguió-: O a los que dicen ser los padres. Esperar a que lleguen o, si no se presentan, llevar a los críos al campamento y entregarlos. Es el procedimiento. Ni comentarios, ni cargos, ni siquiera una palmada en la mano para que no vuelvan a hacerlo. -Las palabras de Steiner expresaban sarcasmo pero el tono era de fatiga y resignación.

– ¿Puede decirme, en concreto, quién la ha reconocido? -preguntó Brunetti.

– Como ya le he dicho, dos de mis hombres. Era muy bonita, no parecía una de ellos. Por eso la recuerdan.

– ¿Podría ir a hablar con ellos? -preguntó Brunetti.

– ¿Por qué? ¿Es que ustedes van a llevar el caso?

Inmediatamente, Brunetti se puso en guardia, decidido a evitar todo conato de conflicto de competencias que pudiera estar previendo el maresciallo y dijo amigablemente:

– No creo que pueda hablarse de caso propiamente dicho, maresciallo. Sólo necesito de sus archivos un nombre y, si fuera posible, una dirección, para obtener de los padres una identificación positiva. -Brunetti hizo una pausa y agregó en tono de cómplice camaradería-: De los padres o de los que se digan sus padres. -Lo único que Brunetti oyó de Steiner fue un gruñido ahogado, que tanto podía ser de asentimiento como de aprobación, y prosiguió-: Cuando lo tengamos, podremos entregarles el cadáver y cerrar el caso.

– ¿Cómo murió? -preguntó el carabiniere.

– Ahogada, como decían los periódicos -respondió Brunetti, y añadió-: En esto, por lo menos, no se equivocaron. -Ahora el gruñido fue de inequívoca conformidad-. Sin señales de violencia. Debió de caer al canal. Probablemente, no sabía nadar -dijo, sin que se le ocurriera añadir: «la pobre».

– Sí; no deben de pasar mucho tiempo en la playa, ¿verdad? -dijo Steiner y esta vez tocó a Brunetti hacer sonido de asentimiento-. ¿Por qué va a molestarse en venir? Yo puedo darle la información por teléfono.

– No; quedará mejor en el informe poner que hablé personalmente con usted -dijo Brunetti en tono confidencial, como si hablara con un viejo amigo-. ¿Sería posible hablar también con sus hombres?

– Un momento, veré quiénes están aquí ahora. -Steiner dejó el teléfono y no volvió a levantarlo hasta al cabo de un buen rato-. No; los dos han terminado el servicio. Lo siento.

– ¿Podrá darme usted mismo la información, maresciallo?

– Aquí estaré.

Brunetti le dio las gracias, dijo que llegaría en veinte minutos y colgó.

Como tenía prisa, no se paró a decir a nadie adónde iba. Además, quizá fuera preferible ir solo, si más no, para dar a Steiner la impresión de que la policía no se tomaba mucho interés en la muerte de la niña sino que, simplemente, quería despachar el trámite. No es que Brunetti tuviera un motivo concreto para actuar con prevención frente a los carabinieri: su actitud obedecía a un instinto puramente atávico.

Camino del puesto de carabinieri, la imaginación de Brunetti pintaba a Steiner con los rasgos de un Übermensch tirolés: alto, rubio, ojos azules, mandíbula enérgica. El despacho al que fue introducido el comisario estaba ocupado por un hombre bajo y moreno que podía pasar perfectamente por sardo o siciliano. Tenía un pelo tan espeso y grueso que debía de costarle trabajo encontrar a un peluquero capaz de cortárselo. No obstante, los ojos eran gris claro y desentonaban de la tez oscura.

– Steiner -dijo el maresciallo cuando entró Brunetti. Los dos hombres se estrecharon la mano, y el comisario, después de rehusar el ritual ofrecimiento de café, solicitó toda la información posible acerca de la niña o de su familia.

– Aquí tengo el expediente -dijo Steiner, acercándose una carpeta marrón y calándose unas gafas de gruesos cristales. Agitó la carpeta en el aire-. Son gente muy activa. -Dejó la carpeta en la mesa y agregó-: Aquí está todo: nuestros informes, los del puesto de Dolo y también los de los servicios sociales. -Abrió la carpeta, levantó varias hojas y empezó a leer-: Ariana Rocich, hija de Bogdan Rocich y de Ghena Michailovich. -Miró a Brunetti por encima de las gafas y, al ver que el comisario tomaba notas, dijo-: La carpeta es suya. He mandado sacar copias.

– Gracias, maresciallo -dijo Brunetti, guardando el bloc en el bolsillo.

Steiner volvió a fijar la mirada en el papel y prosiguió, como si no hubiera habido interrupción:

– Por lo menos, éstos son los nombres que figuran en sus papeles. Lo cual no significa gran cosa.

– ¿Falsos? -preguntó Brunetti.

– ¿Quién sabe? -preguntó Steiner a su vez, dejando caer la hoja que tenía en la mano-. La mayoría de los que tenemos aquí vinieron de la ex Yugoslavia en calidad de refugiados bajo los auspicios de la ONU o tienen documentos de países que ya no existen. -Con un dedo sorprendentemente largo y delicado, empujó la carpeta hacia adelante mientras decía-: Algunos llevan aquí tanto tiempo que ya tienen pasaporte italiano. Pero este grupo procede de Kosovo. O eso dicen ellos. No hay manera de averiguarlo. Probablemente, tampoco serviría de algo. Una vez aquí, ya no hay manera de librarse de ellos, ¿verdad?

Brunetti musitó entre dientes una afirmación y luego preguntó:

– Ha dicho que sus hombres habían detenido a otros niños. -Steiner asintió-. ¿Los mismos padres? ¿Cómo ha dicho que se llaman? ¿Rocich?

Steiner pasó varias hojas que fue poniendo a un lado, boca abajo. Finalmente, levantó una, la leyó de arriba abajo y dijo:

– Eran tres, Ariana y dos más. -Levantó la mirada-. Como ya sabe, no podemos guardar informes de los niños, pero he preguntado, y esto es lo que me han dicho. -Brunetti asintió y Steiner prosiguió-: Dicen mis hombres que la detuvieron dos veces, las dos, robando. -Brunetti sabía que la policía no podía arrestar a nadie de menos de catorce años, sólo tomarlo bajo custodia hasta que pudiera ser devuelto a los padres o al adulto a cuyo cuidado estuviera. No se podían guardar informes por escrito, pero la memoria aún no era ilegal-. Los otros dos, niño y niña, son de la misma familia; por lo menos, en sus papeles figura el mismo apellido, aunque con ellos no hay manera de saber quién es el verdadero padre.

– ¿Viven en el mismo sitio?

– No querrá decir la misma casa, ¿verdad comisario?

– No, por supuesto. Campamento. ¿Viven en el mismo?

– Eso parece. Está en las afueras de Dolo. Lleva allí unos quince años. Desde que las cosas se vinieron abajo en Yugoslavia.

– ¿Cuántos son?

– ¿Quiere decir en el campamento o en total?

– En el campamento y en total, supongo.

– No sabría decirle -respondió Steiner quitándose las gafas y arrojándolas sobre la carpeta abierta-. En el campamento puede haber entre cincuenta y cien, más si hay una fiesta, una reunión, una boda o cualquier tipo de celebración. No podemos hacer más que contar las caravanas o los coches y multiplicarlos por cuatro. -Steiner sonrió y se pasó la mano por el pelo. A Brunetti le pareció oírlo crepitar-. Nadie sabe por qué, pero es el número que usamos.

– ¿Y en total? Quiero decir en Italia.

Ahora Steiner se mesó el pelo con las dos manos y Brunetti oyó realmente que hacía ruido.

– Cualquiera sabe. El Gobierno ha dicho cuarenta mil, y podrían ser cuarenta mil. Pero también podrían ser cien mil. Nadie lo sabe.

– ¿Nadie los cuenta?

Steiner lo miró.

– Creí que iba a preguntar si a nadie le importa.

– Eso también, desde luego -dijo Brunetti, que ya no se sentía tan distante del hombre.

– Nadie los cuenta, desde luego -dijo Steiner-. Es decir, se cuenta a la gente de los campamentos, si a lo que hacemos puede llamársele contar. Y se cuentan los campamentos de todo el país. Pero los números varían de un día para otro. Esa gente se mueve mucho, de manera que a unos no se les cuenta y a otros se les cuenta más de una vez. Llega un momento en que se trasladan porque empieza a ser peligroso quedarse en el mismo campamento. -Steiner lo miró largamente y añadió-: Y, no debería decir esto, pero la gente que ve, o quiere que se vea, en ellos un peligro para la sociedad, acostumbra a exagerar el número.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Brunetti, a pesar de que se hacía una idea.

– Los vecinos se cansan de que les roben los coches, de que entren a robar en sus casas o de que los chicos de los campamentos peguen a sus hijos en el colegio. Y entonces empiezan a formarse grupos, o llámeles bandas si quiere, en los alrededores de los campamentos y, si el número de nómadas que hay en el país es alto, esos grupos se creen justificados en querer deshacerse de ellos. Y empiezan a complicarles la vida. -Observando que Brunetti seguía atentamente su explicación, Steiner optó por no describir los medios por los que se les complicaba la vida y prosiguió-: Y una mañana en el campamento hay menos gente y menos Mercedes. Y, durante una temporada nadie entra a robar en las casas de la zona y los niños van al colegio y se portan bien. -Steiner volvió a mirarlo fijamente y preguntó-: ¿Quiere que le hable con franqueza?

– Se lo ruego.

– También se marchan si nosotros les llevamos muy a menudo a los críos que pillamos en las casas, o saliendo de las casas o con destornilladores metidos en los calcetines o en el cinturón. A las cinco o seis veces, se van.

– ¿Y qué pasa entonces?

– Que se van a otro sitio y entran en otras casas.

– ¿Así, sencillamente?

Steiner se encogió de hombros.

– Recogen sus cosas y siguen viviendo como han vivido siempre. Y es que ellos no tienen que pagar alquiler, ni hipoteca, ni ir a trabajar, como nosotros.

– Da la impresión de que no siente por ellos mucha simpatía -aventuró Brunetti.

Steiner meneó la cabeza.

– No es eso, comisario. Es que llevo años arrestándolos y llevándoles a sus hijos, y no me hago ilusiones.

– ¿Cree que alguien se las hace? -preguntó Brunetti.

– Algunos sí. Los que hablan de la igualdad y el respeto por las diferentes culturas y tradiciones. -A pesar de aguzar el oído, Brunetti no detectó ni asomo de sarcasmo o ironía en las palabras de Steiner-. Luego está también el sentimiento de culpabilidad por lo que se les hizo durante la guerra. Es comprensible y es natural que se les trate de modo diferente.

– ¿Y qué significa eso?

– Eso significa que si usted o yo, en lugar de enviar a nuestros hijos a la escuela, los enviáramos a robar por las casas, no podríamos tenerlos con nosotros mucho tiempo.

– ¿Y ellos sí?

– No creo que tenga usted que preguntar eso, comisario -dijo Steiner no sin aspereza en la voz. Nuevamente, se pasó la mano derecha por el pelo y, cambiando de tema, preguntó-: Ahora que ya sabe quién era, ¿qué piensa hacer?

– Hay que informar a los padres.

Steiner asintió.

Después de dar al maresciallo tiempo de responder, oportunidad que éste no aprovechó, Brunetti dijo:

– Como el cadáver lo encontré yo, supongo que habré de ser yo quien se lo diga.

Steiner contempló un momento a Brunetti y dijo:

– Sí.

– ¿Alguien de los servicios sociales los conoce?

– Más de uno.

– Mejor si pudiera ser una mujer -dijo Brunetti-. Para que hable con la madre.

Le pareció que Steiner hacía una mueca, pero en aquel momento el maresciallo se levantó. Tomó la carpeta, dio la vuelta a la mesa y la tendió a Brunetti.

– Aquí encontrará varios informes de los asistentes sociales. -Brunetti miró la carpeta pero no hizo ademán de cogerla. Steiner sonrió y agitó ligeramente la carpeta-. Necesito un cigarrillo, pero no puedo fumar aquí dentro. Lea mientras estoy fuera y, cuando vuelva, me dice lo que haya decidido hacer, ¿de acuerdo?

Brunetti tomó la carpeta y Steiner salió del despacho cerrando la puerta con suavidad.

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