La consternación de la signorina Elettra al enterarse del nombramiento de Alvise fue total, reacción que se generalizó cuando, en días sucesivos, la noticia corrió por la questura. «Alvise, jefe de una unidad operativa», «Alvise, jefe de una unidad operativa»: quienes la oían tenían que repetir la frase, lo mismo que aquel muchacho cuando se enteró de que Midas tenía orejas de asno. No obstante, al final de la semana siguiente, aún no se sabía, en concreto, cuáles eran las tareas y ni siquiera el carácter de la unidad: el personal contenía la respiración observando a Alvise pisar con titubeos los primeros peldaños de la escalera del éxito.
Con frecuencia, se le veía en compañía del teniente Scarpa, y se le oía tutear a su superior, confianza que no se habría tolerado a ninguno de los restantes miembros de la rama uniformada que, por otra parte, tampoco la deseaban. Curiosamente, el de ordinario locuaz Alvise se mostraba reservado acerca de sus nuevas funciones y reacio -quizá por ignorancia- a hablar de la naturaleza y objetivos de la unidad operativa. Él y Scarpa pasaban mucho tiempo juntos en el despachito del teniente, revisando papeles, y este último, hablando por el telefonino. Reticencia y discreción, que nunca fueron conceptos que se asociaran a Alvise, pronto se convirtieron en los rasgos característicos de su comportamiento.
Pero en la questura las novedades pronto dejaban de serlo y, al cabo de varios días, el personal volvió a desentenderse de Alvise y de sus actividades. Brunetti, sin embargo, estaba intrigado por la cuestión del dinero de Bruselas y sentía curiosidad por averiguar adónde iría a parar. Puesto que el proyecto estaba bajo la supervisión de Scarpa, no le cabía la menor duda de que sería el teniente quien decidiera su destino, y sólo se preguntaba a quién y a qué fin sería asignado.
Daba la impresión de que Berlín había despertado una inusitada actividad en Patta, de cuyo despacho brotaba un caudaloso torrente de memorándums, recordatorios, notas y sugerencias. Sus peticiones de datos estadísticos sobre el crimen y sus autores generaban olas de informes y, como Patta, hombre de la vieja escuela, no utilizaba el correo electrónico, una marea de papeles subía y bajaba la escalera, entrando y saliendo de los despachos de la questura. Hasta que, con la misma brusquedad con que había llegado, aquella marea de palabras se retiró, las aguas volvieron a su cauce, y Alvise siguió siendo la única novedad, al frente de su unidad operativa de un solo hombre.
Durante ese tiempo, el propio Brunetti optó también por olvidar la petición de don Antonin. Ni siquiera la noche en que él y Paola cenaron en casa de los padres de ella, que se iban a Palermo, preguntó a la contessa si había averiguado algo. Tampoco su suegra se refirió a su petición.
Al día siguiente a la cena, un lluvioso jueves, Brunetti llegaba a la questura a las ocho y media de la mañana cuando vio salir a Vianello, andando deprisa y poniéndose la chaqueta.
– ¿Qué sucede? -preguntó Brunetti.
– No lo sé -respondió el inspector, asiéndolo del brazo y llevándolo hacia el muelle, donde Foa, el piloto, estaba en la cubierta de una lancha de la policía, soltando el amarre. Al ver a Brunetti, el agente se llevó la mano a la visera, pero habló a Vianello.
– ¿Adónde, Lorenzo?
– Hacia arriba, al palazzo Benzon -respondió Vianello.
El piloto les dio la mano para ayudarles a subir a bordo, se volvió hacia el timón y separó la lancha del muelle. Cuando al llegar al Bacino, viró a la derecha, Brunetti y Vianello ya habían bajado a la cabina, para guarecerse de la lluvia.
– ¿Qué hay? -preguntó Brunetti, con la voz tensa por el nerviosismo que irradiaba el otro hombre.
– Han visto un cadáver en el agua.
– ¿Ahí arriba?
– Sí.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Se ha recibido la llamada hace sólo unos minutos. Era un pasajero del Uno, desde Sant'Angelo. El hombre estaba en cubierta y, cuando llegaban al palazzo Volpi, vio algo en el agua, cerca de la escalera. Ha dicho que parecía un cadáver.
– ¿Y ha llamado aquí?
– No; ha llamado al novecientos once, pero los carabinieri no tenían lancha disponible y nos han llamado a nosotros.
– ¿Lo ha visto alguien más?
Vianello miró por la ventanilla de su lado; la lluvia arreciaba y un viento del norte la lanzaba contra el cristal.
– Ha dicho que él estaba fuera. -No creyó necesario añadir que pocos viajarían fuera con semejante tiempo.
– Ya -dijo Brunetti-. ¿Y qué se sabe de los carabinieri?
– Han dicho que enviarían una lancha lo antes posible.
De pronto, a Brunetti le pareció que en la cabina le faltaba el aire, y se levantó, abrió la puerta y se quedó en el primer peldaño, parcialmente resguardado de la lluvia. Pasaron por delante del palazzo Mocenigo, el imbarcadero de Sant'Angelo y dejaron atrás la escalera que bajaba hasta el agua, a la izquierda del palazzo Benzon.
Brunetti pensó que sería preferible parar el motor, pero, antes de que pudiera decirlo, Foa ya lo había hecho, y la lancha siguió avanzando hacia la escalera. El silencio duró apenas unos segundos, hasta que Foa volvió a arrancar el motor dando marcha atrás, para frenar la embarcación, que se paró a pocos metros de la escalera que subía al muelle.
El piloto se acercó al costado de la lancha y se inclinó sobre la borda. Al poco rato, levantó un brazo señalando el agua. Brunetti, seguido de cerca por Vianello, salió a la lluvia. Los dos se acercaron a Foa mirando hacia donde señalaba el piloto.
A la izquierda de la escalera, a un metro aproximadamente, flotaba una forma difusa. La lluvia que acribillaba el agua desdibujaba el contorno de lo que tanto podía ser una bolsa de plástico como un periódico. Pero, a poca distancia, flotaba algo más. Un pie.
Vieron el pie, pequeño, unido a un tobillo.
– Lléveme a la calle Traghetto -dijo Brunetti al piloto-. Daré la vuelta andando.
Sin decir palabra, el piloto retrocedió, salió al canal y detuvo la lancha al pie de la escalera de la calle siguiente. La marea estaba baja, dejando ver los dos escalones de acceso al muelle cubiertos de algas. Brunetti podía elegir entre saltar al muelle, que estaría resbaladizo por la lluvia, o pisar las algas, sosteniéndose en el brazo de Vianello. Optó por esto último y, al notar que el pie derecho le resbalaba y golpeaba con la contrahuella del escalón, sintió pánico. Su cuerpo se venció hacia adelante, pero Vianello lo agarró con fuerza salvándolo de caer al agua. Brunetti buscó el equilibrio con la mano derecha, que también se escurrió y chocó con la contrahuella. Sintió la lluvia en la espalda al trepar al muelle. Una vez en tierra, se quedó quieto hasta que se le calmó el temblor de las rodillas.
Brunetti oyó un golpe sordo cuando una ola de través lanzó la lancha contra el muelle. Se volvió y ayudó a Vianello a subir el primer escalón. El inspector no resbaló, y Brunetti lo sostuvo hasta que estuvo arriba.
Tomaron por la primera bocacalle, giraron a la derecha y enseguida otra vez a la derecha, para volver al muelle. Cuando llegaron, tenían los hombros de las chaquetas empapados. Foa mantenía la lancha a cierta distancia.
Brunetti dio unos pasos junto a la pared del edificio del borde del canal y se inclinó a mirar al agua. La masa flotante seguía allí, a su derecha, a un metro del primer escalón. Si se situaba en él, la tendría a su alcance, y Vianello lo sostuvo mientras él se inclinaba hacia adelante.
Brunetti se separó de la pared, con precaución, metió un pie en el agua y bajó al segundo escalón. El agua le llegaba por las rodillas. Ya estaba a su lado Vianello, agarrándolo de la muñeca izquierda. Brunetti se inclinó hacia su derecha, alargó el brazo y palpó la parte más clara de la sombra que estaba en el agua. El delantero derecho de la chaqueta chocó contra la superficie del agua, que ya le llegaba por los muslos y estaba helada.
Seda. Tacto de seda. Brunetti enredó los dedos en las hebras y tiró con suavidad. No tuvo que esforzarse para atraerlo. Subió un peldaño, aquello se acercó y la seda se esparció y le envolvió la muñeca. Pasó una barca cargada de cajas de fruta, rumbo a Rialto. El que iba al timón ni se dignó mirar a los dos hombres que estaban en el borde del agua.
Brunetti se volvió hacia Vianello, que entonces lo soltó y se metió en el agua, a su lado. Brunetti dio un ligero tirón y aquello se acercó. Veían el pie, a poca distancia de la seda; entonces los alcanzaron las olas de la barca, y el pie describió un arco y, lentamente, se acercó a Vianello.
– Que Dios nos asista -murmuró el inspector. Bajó al peldaño inferior, se inclinó, rodeó el tobillo con los dedos y tiró con suavidad. Miró a Brunetti. La lluvia le resbalaba por la cara-. Yo lo haré.
Brunetti soltó la seda pero permaneció al lado de su amigo, preparado para sujetarlo si resbalaba en las algas. Vianello se inclinó hacia adelante y pasó los brazos por debajo del cuerpo y lo sacó del agua. Un trozo de tela largo que colgaba de las piernas se le pegó al pantalón. Con el cuerpo en brazos, el inspector dio un paso atrás para subir al muelle. Los dos hombres estaban chorreando.
Fuera del agua, Vianello dobló primero una rodilla, luego la otra, se inclinó y depositó el cadáver en el suelo. La falda se desprendió de su pantalón y se deslizó sobre el cuerpo de la chica. Un pie aún estaba calzado con una sandalia de plástico color de rosa, el otro estaba descalzo. Brunetti vio en la piel franjas más claras donde las tiras lo habían protegido del sol. La chica llevaba una chaqueta de punto abrochada hasta el cuello, aunque ya no necesitaba su calor.
Era pequeña, con una aureola de cabello rubio. Brunetti le miró la cara, los pies, las manos y, finalmente, aceptó el hecho de que era una niña.
Vianello se puso en pie como un anciano. De pronto, se oyó un estrépito y enseguida volvió el silencio. Allí estaba Foa, con la lancha casi pegada al muelle.
– Llame a Bocchese -gritó Brunetti al piloto, notando con extrañeza que podía hablar con voz normal-. Que venga un equipo. Y un médico.
Foa agitó una mano para indicar que había entendido y alargó el brazo hacia la radio.
– ¿No es preferible que vaya él a buscarlos? -sugirió Vianello-. Aquí no hace nada.
Brunetti dio instrucciones al piloto de regresar y traer al equipo de criminalística. Ni él ni Vianello pensaron en volver con la lancha.
Cuando la embarcación se alejó, ellos se apartaron del pequeño cuerpo y se guarecieron en un portal, vigilando la calle, para impedir que la gente se acercara. De vez en cuando, aparecía alguien por la esquina, que iba o venía de campo San Beneto, quizá en busca del siempre cerrado Museo Fortuny, pero la lluvia disuadía a los turistas de llegar hasta el final de la calle, para contemplar las aguas del célebre Gran Canal.
Al cabo de veinte minutos, Vianello empezó a tiritar, pero rechazó la sugerencia de Brunetti de ir a la calle della Mandola a tomar un café. Brunetti, irritado por su terquedad, dijo:
– Pues yo sí que voy -y se alejó sin más. La lluvia ya no importaba; el chapoteo de los pies en los zapatos lo acompañó hasta que entró en el primer bar que encontró.
El camarero lo miró sin pestañear e hizo un comentario sobre la lluvia, que Brunetti dejó sin respuesta, limitándose a pedirle un caffè corretto para tomar y otro en vaso de plástico para llevar. El camarero se los sirvió y Brunetti echó azúcar en los dos. Cuando se iba, el camarero le dijo que podía llevarse el paraguas marrón que estaba al lado de la puerta y devolverlo cuando quisiera.
Agradeciendo el paraguas, Brunetti volvió al muelle. Sin decir nada, puso el café en la mano de Vianello. El inspector retiró la servilleta que cubría el vaso y bebió el café como si fuera medicina, y lo era, en cierto modo. Fue a decir algo, pero se interrumpió al oír un motor que sonaba a su izquierda.
Al cabo de un momento, vieron la lancha de la policía, con Foa al timón y las siluetas de varios hombres en la cabina. Foa llevó la lancha a la calle Traghetto, donde los esperaban Brunetti y Vianello, que no salieron del portal hasta ver al primer técnico doblar la esquina, cargado con una maleta metálica. Poco después, salían Bocchese, el jefe del equipo y el dottor Rizzardi. Tras ellos, otros dos técnicos, vestidos con monos blancos desechables, que cargaban con el pesado utillaje de su ingrato oficio. Todos calzaban botas altas de goma.
Antes de que Brunetti pudiera preguntar cómo había podido llegar tan pronto, el doctor explicó:
– Bocchese me ha llamado a casa y se ha ofrecido para recogerme en la Salute. -Pasando junto a Brunetti, se acercó al cuerpo que estaba en el muelle. Rizzardi aflojó el paso al verlo y dijo-: Niños. Odio esto. -Ninguno de los presentes tuvo dificultad para interpretar sus palabras: todos aborrecían que las víctimas fueran niños.
Hasta ese momento, Brunetti no observó que ninguno de ellos llevaba paraguas, y advirtió que había dejado de llover. Probablemente, había subido la temperatura, pero él no lo notaba, con la ropa mojada pegada al cuerpo. Miró a Vianello, que ya no tiritaba.
Cuando se acercaban al cadáver, Brunetti dijo:
– Vianello la ha sacado. Estaba ahí delante, pero quizá no ha caído desde aquí. -Si la niña había entrado en el agua desde allí, las pisadas de ellos dos en los escalones habrían borrado las señales de lo que pudiera haber ocurrido.
Bocchese, Rizzardi y el primer técnico se arrodillaron alrededor del cuerpo, y Brunetti, por una perversa asociación de ideas, pensó en los cuadros de la Adoración de los Reyes, con los Magos de Oriente arrodillados alrededor de otra criatura. Ahuyentó el pensamiento y se acercó al grupo.
– ¿Diez años? -preguntó Rizzardi a nadie en particular mirando la cara de la niña. Brunetti trató de recordar el aspecto de Chiara a los diez años, lo pequeña que era, pero el recuerdo no llegaba.
La niña tenía los ojos cerrados, pero no parecía dormir. Brunetti se preguntaba de dónde habría salido el mito de que los muertos aparentan estar dormidos. Los muertos parecen muertos: tienen una inmovilidad que los vivos no pueden imitar. Los malos pintores, las novelas sentimentales, una comprensible ilusión pueden dar esa impresión, pero los muertos parecen lo que son.
Rizzardi tomó una mano de la niña y buscó el pulso, una formalidad absurda que a Brunetti le pareció conmovedora. El médico dejó la mano en el suelo y miró el reloj. Levantó un párpado y Brunetti captó un destello verde o azul, pero el doctor lo cerró enseguida. Con las dos manos, le abrió la boca y examinó el interior, luego le oprimió el pecho con una mano, pero no salió agua, suponiendo que fuera eso lo que él esperaba.
Rizzardi levantó la falda hasta encima de la rodilla. La tela había quedado aprisionada debajo del cuerpo, y la dejó como estaba. Subió los puños del jersey, pero no había marcas en las muñecas. Volvió a tomar la mano y esta vez le dio la vuelta y examinó la palma. La piel estaba áspera, arañada, como si se hubiera agarrado a una superficie abrasiva. Señales parecidas tenía la otra palma. Rizzardi se inclinó más para examinar las uñas y volvió a dejar las manos en el suelo.
En silencio, Bocchese entregó dos bolsas de plástico transparente al doctor, que cubrió con ellas las manos de la niña y las ató.
– ¿Alguien ha denunciado la desaparición de una niña? -preguntó Rizzardi.
– Hasta ayer, nadie, que yo sepa -respondió Brunetti. Miró a Vianello y éste movió la cabeza negativamente.
– Podría ser hija de turistas -dijo Rizzardi-. Nórdicos. Pelo rubio y ojos claros.
Lo mismo podría decirse de Paola, pensó Brunetti, pero calló.
El médico se puso en pie y en aquel instante el sol se abrió paso entre las nubes e iluminó la escena de unos hombres que rodeaban el cuerpo de una niña tendido en el suelo. Bocchese bajó la mirada y, al ver que su sombra se proyectaba sobre la cara de la niña, rápidamente, dio un paso atrás.
– No sabré algo seguro hasta que le haga la autopsia -dijo Rizzardi, y Brunetti observó que el médico había evitado sus expresiones habituales «abrirla» o «echar un vistazo».
– ¿Alguna idea? -no pudo menos que preguntar Brunetti.
El médico movió la cabeza negativamente.
– No hay señales de violencia más que en las manos.
Vianello dejó oír un gruñido interrogativo.
– Las abrasiones -explicó el médico-. Pueden darnos un indicio de dónde estaba antes de que ocurriera esto. -Volviéndose hacia el técnico, dijo-: Espero que encontremos algo sobre lo que pueda trabajar, Bocchese.
El técnico, que nunca se mostraba muy locuaz, no había dicho nada desde su llegada. Al oír su nombre, pareció salir de un trance. Miró alrededor y preguntó a Brunetti:
– ¿Han terminado?
– Sí.
Bocchese dijo entonces a su ayudante:
– Vamos a hacer las fotos.