CAPÍTULO 23

Mientras subía a su despacho, Brunetti sintió el deseo de dar media vuelta, salir de la questura y, como había hecho más de una vez cuando iba a la escuela, tomar el vaporetto e ir al Lido a pasear por la playa. ¿Quién iba a saberlo? Peor aún, ¿a quién iba a importarle? Patta, probablemente, estaría felicitándose de la facilidad con que había conseguido proteger a la clase media de una investigación embarazosa, y la signorina Elettra se ocuparía de los ingratos trámites de entregar el cadáver de la niña a la familia.

Brunetti entró en su despacho e inmediatamente marcó el número de la signorina Elettra. Cuando ella contestó, él dijo:

– Cuando salí de su despacho, Patta tenía un papel en la mano. ¿Sabe de qué se trata?

– No, señor -fue la lacónica respuesta.

– ¿Cree que podría echarle un vistazo?

– Un momento, preguntaré al teniente Scarpa -dijo ella, y entonces Brunetti la oyó preguntar en una voz que sonó más débil al apartar ella el teléfono-: Teniente, ¿sabe qué le pasa a la fotocopiadora del tercer piso? -Un largo silencio y de nuevo su voz, un poco más alta, como si se dirigiera a alguien que estaba más lejos-: Debe de haberse atascado el papel, teniente. ¿Haría el favor de echarle una mirada?

Durante el silencio que siguió, Brunetti dijo:

– No debería pincharle.

– Yo no como bombones -respondió ella secamente-. Pinchar al teniente me proporciona el mismo placer, con la ventaja de que no engorda.

A Brunetti no le parecía que la signorina Elettra corriera peligro de engordar, y no era dado a cuestionar las diversiones ajenas, pero le parecía que dedicarse deliberadamente a fastidiar al lugarteniente de Patta era un placer más peligroso que comer algún que otro bombón.

– Yo me lavo las manos -dijo riendo-. Pero admiro su valentía.

– Es un tigre de papel, comisario. Todos lo son.

– ¿Quiénes, todos?

– Los hombres como él, siempre adustos y callados, rondando tu mesa. Quieren hacerte creer que pueden cortarte en pedacitos y usar esquirlas de tus huesos para sacarse tu carne de entre los dientes. -Brunetti se preguntó si ésta sería también su opinión de los hombres del campamento gitano, pero, antes de que acabara siquiera de pensarlo, ella dijo-: No se preocupe por él, comisario.

– De todos modos, me parece más prudente no ponerse a malas.

Ella respondió con cierta aspereza en la voz.

– Puesto a elegir, el vicequestore prescindiría de él al instante.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti sinceramente sorprendido. El teniente Scarpa era el leal esbirro del vicequestore desde hacía más de una década, siciliano como él, un hombre que parecía darse por satisfecho con las migajas que caían de la mesa de los poderosos. A Brunetti siempre le había parecido implacable en su afán por ayudar a Patta en su carrera.

– Porque el vicequestore sabe que en él puede confiar -respondió ella, para total desconcierto del comisario, que confesó:

– No comprendo.

– Él sabe que en Scarpa puede confiar; sabe, pues, que no sería arriesgado deshacerse de él, siempre que le procurara un puesto mejor. Pero de mí no está tan seguro, de modo que nunca se atrevería ni a intentar siquiera prescindir de mis servicios. -Brunetti casi no reconocía su voz, exenta como estaba de su habitual tono humorístico. Pero entonces ella prosiguió, volviendo a su plácida entonación de siempre-: Y, contestando a su pregunta, la única persona que esta mañana ha entrado en su despacho, además de usted, es el teniente Scarpa.

– Ah -se permitió decir Brunetti, le dio las gracias y colgó el teléfono. Se acercó un papel y empezó una lista de nombres. Primero, el dueño del anillo y el reloj. Le era familiar el nombre de Fornari: con la mirada fija en la pared de enfrente, buscó en la memoria. La esposa había dicho que estaba en Rusia, pero el nombre del país, no ayudaba. ¿Qué vendía? ¿Accesorios de cocina? No Muebles de cocina que trataba de exportar a Rusia. Si ahí estaba, justo en el linde de la memoria: permisos di exportación, Guardia di Finanza, fábricas. Algo relacionado con dinero o con una empresa extranjera… pero no, no acababa de definirse, y Brunetti decidió desistir.

Escribió el nombre de la esposa, el de la hija, el del hijo y hasta el de la asistenta. Eran las únicas personas que podían estar en el apartamento la noche en que murió la niña. Añadió las palabras «zíngara», «romaní», «sinti», «nómadas» al pie de la hoja, echó la silla hacia atrás y reanudó la contemplación de la pared de enfrente, y entonces le vino a la memoria la cara de la niña muerta.

La mujer parecía lo bastante vieja como para ser la abuela, pero aquella cara arrugada, de mejillas hundidas, era la de la madre de una niña de once años. Ninguno de los tres hijos tenía más de catorce, por lo que no se les podía arrestar. No había visto niños en el campamento, ni siquiera indicios de la presencia de niños, lo que era aún más extraño: ni bicis, ni muñecas ni otros juguetes tirados en medio del desorden. Los niños italianos, durante el día, están en el colegio; la ausencia de los niños gitanos, empero, sugería que ellos estaban trabajando, o haciendo lo que ellos entendían por trabajo.

Los chicos Fornari debían de estar en la escuela a esta hora. Si la niña tenía dieciséis años, estaría terminando la secundaria, y el chico ya podía ir a la universidad. Levantó el teléfono y volvió a marcar el número de la signorina Elettra.

– Debo pedirle otro favor -dijo-. ¿Tiene acceso a los archivos de las escuelas de la ciudad?

– Ah, el Departamento de Instrucción Pública -dijo ella-. Juego de niños.

– Bien. La hija de los Fornari, Ludovica, tiene dieciséis años, y Matteo, su hermano, dieciocho. Me gustaría que viera si existe alguna particularidad que pueda sernos de interés.

Él esperaba oírle decir que la petición era muy vaga, pero ella se limitó a preguntar:

– ¿Nombre completo de los padres?

– Giorgio Fornari y Orsola Vivarini.

– Vaya, vaya -dijo ella al oír el segundo nombre.

– ¿La conoce? -preguntó Brunetti.

– No, señor. Pero me gustaría conocer a una mujer a la que han endilgado el nombre de Orsola y ella pone a su hija Ludovica.

– Mi madre tenía una amiga que se llamaba Italia -dijo él-. Y también conocía a muchos Benitos, a una Vittoria y hasta a un Addis Abeba.

– Otros tiempos. U otra mentalidad, imponer a una criatura un nombre que, más que nombre, es una fantasmada.

– Sí -dijo él, recordando a las Tiffanys, Denis y Sharons que había arrestado-. Mi mujer dijo una vez que si en una serie de televisión americana saliera un Pig Shit, tendríamos que prepararnos para una generación de ellos.

– Me parece que son más populares los brasileños.

– ¿Los brasileños?

– Los culebrones.

– Ah, desde luego -asintió él, sin saber qué decir.

– Veré qué puedo encontrar -dijo ella-. Y llamaré a esa dottoressa Pitteri.

– Muchas gracias, signorina -terminó él.

Brunetti sabía que podía buscar información sobre Giorgio Fornari con el ordenador, pero la zona de la memoria en la que estaba ubicado el nombre era la misma en la que se alojaban las habladurías y los rumores, de manera que la clase de información que le interesaba era la que no aparece en diarios y revistas ni en los informes del Gobierno. Trató de reconstruir la situación en la que había oído el nombre de Fornari por primera vez. Algo relacionado con dinero, y algo que tenía que ver con la Guardia di Finanza, porque días atrás, al leer en el periódico una alusión a la policía de delitos económicos, le vino a la memoria el nombre de Fornari.

Un antiguo condiscípulo de Brunetti era ahora capitán de la Guardia di Finanza. El comisario no había olvidado la tarde que habían pasado en la laguna unos tres años atrás. La patrullera, equipada a uno y otro lado con turbinas de película de acción, asombró a Brunetti, acostumbrado a las lanchas de la policía y de los carabinieri. Aquella tarde, el comisario aprendió el verdadero significado del concepto «gran velocidad», mientras el piloto los llevaba por el Canale di San Nicolò y más allá, como si no fuera a parar hasta avistar las islas de las costas de Croacia. El amigo de Brunetti justificó la excursión como «operación de coordinación con otras fuerzas del orden», pero en realidad, con la complicidad del piloto, aquello fue una escapada de colegiales, en la que no fallaron los gritos de júbilo ni las palmadas en la espalda, que no acabó hasta que se recibió por radio una llamada pidiendo su posición.

Desentendiéndose de la llamada, el piloto viró en redondo y la lancha salió disparada hacia la ciudad, dejando atrás las barcas de pesca como si fueran islotes y dando grandes saltos al tomar de través deliberadamente la estela de un transatlántico que se dirigía a la ciudad.

Impresionado por el recuerdo, Brunetti dijo en voz alta:

– Los transatlánticos. -Sin apartar la mirada de la pared, fue rescatando del olvido todo el episodio. Giorgio Fornari era amigo del capitán amigo de Brunetti, y un día lo llamó para hablarle de algo que le había contado el dueño de una tienda de Via XXII Marzo que se encontró atrapado en uno de tantos ingeniosos métodos utilizados por la gente para lucrarse a costa de la ciudad.

Al parecer, según dijeron a Fornari, en los cruceros era norma advertir al pasaje de que no era seguro hacer compras ni comer en Venecia. Puesto que la mayoría de cruceristas de los grandes transatlánticos que visitaban la ciudad eran norteamericanos que sólo se consideraban seguros en su casa, delante de su televisor, creían el aviso y se sentían agradecidos cuando el barco les proporcionaba una lista de tiendas y restaurantes «seguros» en los que no se les estafaría. Estos lugares no sólo eran de absoluta confianza -y aquí el capitán no había podido contener la risa al contárselo a Brunetti- sino que, además, les harían un descuento del diez por ciento, sólo con que lo solicitaran y mostraran la tarjeta de identificación que el barco distribuía a sus pasajeros.

Con creciente regocijo, el capitán había explicado que el personal de a bordo, siempre deseoso de proporcionar alegrías, ofrecía una especie de lotería a los pasajeros a su regreso al barco: enseñando el recibo de las compras o del almuerzo, las posibilidades de ganar un premio eran proporcionales al importe del desembolso.

«Y todos felices y contentos con sus descuentos», recordaba ahora Brunetti que había dicho el capitán con una sonrisa feroz. Y, al día siguiente, el personal de a bordo hacía la ronda de las tiendas y los restaurante, «recomendados», para recaudar su propio diez por ciento, gratificación relativamente modesta que los comerciantes satisfacían gustosos con tal de ver sus nombres en la lista de establecimientos seguros. Y, por si la tienda trataba de minimizar el importe de la venta, ya tenían ellos los recibos con el verdadero total. Más seguridad, imposible.

Giorgio Fornari había preguntado al capitán si no habría manera de poner fin a esto. El capitán, animado del espíritu de la verdadera amistad, había aconsejado a Fornari que mantuviera la boca cerrada y que recomendara a los comerciantes que hicieran otro tanto. Brunetti recordaba que el capitán le había dicho: «Me parece que se ha ofendido, porque lo considera ilícito.»

Brunetti comprendía que esta actitud no podía considerarse un fiel retrato de Fornari, sino, a lo sumo, una instantánea. Frente a una situación concreta, había reaccionado como un ciudadano honrado. Su amigo le dijo que Fornari estaba indignado porque pudieran aprovecharse de este modo de la ciudad unos individuos que no eran venecianos, ni siquiera italianos, ya que los barcos eran extranjeros. A lo que el capitán respondió a Fornari recordándole que semejante chanchullo no podría mantenerse, ni tal vez habría podido organizarse, sin el tácito consentimiento, y quién sabe si la colaboración, de «ciertos sectores» de la ciudad.

Pero ya se acercaban al muelle de la punta de la Giudecca, la escapada había terminado y el episodio de la indignación de Fornari ante la fraudulencia quedó archivado en la memoria de Brunetti.

– Imagina -dijo ahora en voz alta el comisario.

Sacó a Brunetti de la contemplación de este ingenioso apaño la llamada de la signorina Elettra, que dijo sin preámbulos:

– He encontrado varias cosas de ese tal Mutti.

Desafinó al pronunciar el nombre.

– ¿Qué ha encontrado?

– Como ya le dije, nunca ha pertenecido a una orden religiosa.

– Lo recuerdo, sí -dijo Brunetti, y agregó, porque el tono de ella parecía pedirlo-: ¿Pero…?

– Pero el padre Antonin no iba descaminado al hablar de Umbria. Mutti estuvo allí dos años, en Asís. Entonces llevaba hábito franciscano.

Ante tan prudente forma de expresión, Brunetti preguntó:

– ¿Qué hacía?

– Dirigía una especie de centro de recuperación.

– ¿Centro de recuperación? -preguntó Brunetti, advirtiendo que iba a aprender algo nuevo sobre la época en la que vivía.

– Un sitio al que los ricos pueden trasladarse un fin de semana en busca de…, bueno, de purificación.

– ¿Física? -preguntó él, recordando el balneario de Abano, en el que ella había estado hacía poco, pero sin olvidar la alusión al hábito franciscano.

– Y espiritual.

– Ah -dijo Brunetti, y luego-: ¿Y qué pasó?

– Pues que tanto las autoridades sanitarias como la Guardia di Finanza tuvieron que intervenir y clausurar el centro.

– ¿Y Mutti? -preguntó Brunetti, prescindiendo del tratamiento clerical.

– Él nada sabía de las finanzas del lugar, desde luego. Estaba allí en calidad de consejero espiritual.

– ¿Y la contabilidad?

– No existía.

– ¿Qué pasó?

– Fue acusado de fraude, multado y dejado en libertad.

– ¿Y?

– Y, al parecer, se trasladó a Venecia.

– En efecto -dijo Brunetti, y entonces decidió-: Haga el favor de llamar a la Guardia di Finanza. Pregunte por el capitán Zeccardi. Cuéntele todo eso y diga que quizá le interese investigar las actividades de Mutti.

– ¿Eso es todo, comisario?

– Sí -dijo Brunetti y entonces, recordando, rectificó-: No. Diga al capitán que con esto quiero agradecerle el paseo por la laguna. Él lo entenderá.

Durante la cena, Brunetti estuvo menos hablador de lo habitual en él, pero nadie pareció notarlo, enfrascados como estaban todos en un debate acerca de la guerra que parecía estar librándose en las calles de Nápoles.

– Hoy han disparado a dos -dijo Raffi, alargando el brazo hacia la fuente de los ruote con melanzane y ricotta-. Aquello es el Salvaje Oeste. Sales de casa para ir a la esquina a por un litro de leche y zacchetè! te vuelan la cabeza.

Con el tono de voz que usaba para calmar los arrebatos juveniles, Paola dijo:

– Imagino que, siendo Nápoles, lo más probable es que vayan a la esquina a por un litro de cocaína. -Sin cambiar de tono, preguntó-: ¿Más pasta, Chiara?

– No serán todos así, ¿verdad? -preguntó Chiara a su padre, asintiendo en respuesta al ofrecimiento de su madre.

– No -respondió Brunetti, asumiendo su papel de autoridad en materia policial-. Tu madre exagera, una vez más.

– Dicen los profesores que la policía y el Gobierno luchan contra la Mafia -dijo Chiara con una entonación que sonó a Brunetti a lección aprendida de memoria.

– ¿Y cuánto hace que luchan? -dijo Paola con una voz engañosamente serena-. Pregúntaselo al profesor la próxima vez que diga semejante estupidez -concluyó, procurando, como siempre, fomentar la confianza de sus hijos en el profesorado y también en el Gobierno. Brunetti fue a protestar, pero ella no le dio tiempo-: ¿Qué otra guerra hay en Europa que dure desde hace más de sesenta años? La tenemos ahí desde que terminó la auténtica, cuando los norteamericanos nos trajeron de vuelta a la Mafia, para ayudar a combatir -aquí su voz adquirió el tono melifluo que utilizaba al mencionar las obras de misericordia que más la repugnaban- el comunismo internacional. Así, en lugar del riesgo de que los comunistas pudieran entrar en el Gobierno después de la guerra, tuvimos a la Mafia, y seguiremos teniéndola colgada del cuello para siempre.

En su condición de miembro de las fuerzas del orden, Brunetti debía refutar esta afirmación y sostener que, bajo el enérgico liderazgo del Gobierno actual, la policía y otros órganos del Estado avanzaban a grandes pasos en su lucha contra la Mafia. Pero sólo preguntó qué había de postre.

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