CAPÍTULO 3

El funeral se celebró en sábado, por lo que nadie tuvo que faltar al trabajo ni a la escuela. El lunes por la mañana, la vida había recuperado su ritmo normal, y todos salieron de casa a la hora de costumbre, menos Paola: el lunes era uno de los días en que no tenía que acudir a la universidad, y su lugar de trabajo era su escritorio. Brunetti la dejó durmiendo. Al salir a la calle, encontró un día tibio y soleado, un poco húmedo todavía. Se encaminó hacia Rialto, donde compraría un periódico.

Le producía alivio comprobar que la pena que sentía era leve. Pensar que su madre había escapado por fin de una situación que la propia Amelia habría encontrado intolerable, de haber sido consciente de ella, le deparaba consuelo y una sensación parecida a la paz.

Los tenderetes de bufandas, camisetas y chorradas turísticas ya estaban abiertos cuando pasó por delante, pero hoy sus pensamientos lo cegaban a sus colores chillones. Saludó con un movimiento de la cabeza a uno o dos conocidos, pero sin aflojar el paso, para disuadirlos de cualquier intención de pararlo. Miró el reloj de la pared, como hacía cada vez que pasaba por delante y giró hacia el puente. La tienda de Piero, a su derecha, era la única que aún vendía comida: las demás se habían pasado a chucherías de una u otra índole. Lo asaltó de pronto un olor a sustancias químicas y tintes, como si hubiera sido transportado a Marghera o el conglomerado industrial hubiera venido hasta él. Era un olor ácido y penetrante que mordía la membrana pituitaria y hacía llorar. La tienda de jabón ya llevaba algún tiempo allí, pero hasta ahora los colores artificiales de la mercancía sólo eran una ofensa para la vista, mientras que hoy las emanaciones atacaban el olfato. ¿Pretendían que la gente se lavara con eso?

Camino de campo San Giacomo vio paquetes de pasta, botellas de aceto balsámico y frutos secos, en puestos que antes sólo vendían fruta fresca. Su llamativo colorido era como un dolor, el equivalente visual de los olores que le habían hecho apretar el paso. Hacía años que Gianni y Laura cerraron su puesto de fruta y se fueron, lo mismo que el tipo del pelo largo y su esposa, pero éstos lo habían traspasado a unos indios o cingaleses. ¿Cuánto tardaría el mercado de fruta en desaparecer del todo, y los venecianos, en verse obligados a comprar la fruta en los supermercados, como todo el mundo?

Interrumpió su letanía de calamidades el recuerdo de la voz de Paola diciendo que, si un día quería oír a las viejas suspirar por los tiempos pasados y preguntarse adónde iríamos a parar, prefería sentarse una hora en la sala de espera de un médico, pero no estaba dispuesta a aguantárselo a él, en su propia casa.

Brunetti sonrió al recordarlo y, al llegar a lo alto del puente, antes de empezar el descenso, se quitó la bufanda. Cortó hacia la izquierda por el Ufficio Postale, subió y bajó el puente y entró en Ballarin a tomar un café y un brioche. De pie en la barra, entre la gente, descubrió que el recuerdo de la queja de Paola -lamentándose de sus lamentaciones- lo había animado. Al verse reflejado en el espejo de detrás de la barra, sonrió a su imagen.

Pagó y reanudó el camino al trabajo, gozando del aire más templado. Al atravesar el campo Santa Maria Formosa se desabrochó el abrigo. Cerca de la questura, vio a Foa, el piloto, apoyado en el costado de la lancha, mirando canal arriba, hacia el campanario de la iglesia griega.

– ¿Qué ocurre, Foa? -preguntó parándose al lado de la embarcación.

Foa se volvió y, al ver quién era el que preguntaba, sonrió.

– Es uno de esos tuffetti chalados, comisario. Está ahí, pescando, desde que he llegado.

Brunetti miró al canal, hacia el campanario, sin ver nada más que la quieta superficie del agua.

– ¿Dónde está? -preguntó caminando junto a la lancha hasta situarse un paso por delante de la proa.

– Se ha sumergido por ahí -dijo Foa señalando aguas arriba-, cerca de ese árbol de la orilla de enfrente.

Lo único que Brunetti veía era el agua y, al fondo, el puente y el campanario inclinado.

– ¿Cuánto hace que se ha sumergido?

– Parece una eternidad, pero no hará más de un minuto -dijo el piloto volviéndose hacia Brunetti.

Los dos hombres callaron, registrando con la mirada la superficie del agua mientras esperaban que apareciera el tuffetto.

Y allí estaba ya, emergiendo como un pato de plástico en una bañera. Ni rastro de él y, al momento, se deslizaba silenciosa y suavemente levantando pequeñas olas.

– ¿No le hará daño ese pescado? -preguntó Foa.

Brunetti miró el agua de al lado de la lancha: gris, quieta, opaca.

– No más del que nos hace a nosotros, supongo -respondió.

Cuando Brunetti volvió a mirar, el pequeño pájaro negro había vuelto a sumergirse. Dejó a Foa observando, entró en el edificio y subió a su despacho.

Aquella mañana, al salir de casa, una de las preocupaciones de Brunetti era el inminente regreso del vicequestore Giuseppe Patta. Su superior inmediato llevaba ausente dos semanas, en una conferencia sobre cooperación internacional de la policía contra la Mafia, que se celebraba en Berlín. A pesar de que la invitación puntualizaba que los asistentes debían detentar el grado de comisario o equivalente, Patta decidió que era necesario que fuera él. En su ausencia, su secretaria, la signorina Elettra Zorzi, le llamaba a Berlín por lo menos dos veces al día, para pedirle instrucciones sobre los casos en curso, lo que sin duda había amenizado su estancia en Berlín. Como Patta nunca llamaba a la questura durante sus viajes, no se enteró de que la signorina Elettra establecía el contacto telefónico desde un balneario de Abano Terme, donde seguía un tratamiento de dos semanas de sauna, lodo y masaje.

Ya en su despacho, después de repasar los papeles que encontró encima de la mesa, Brunetti abrió el periódico y leyó la primera plana. A continuación, pasó directamente a las páginas ocho y nueve, en las que podría encontrar el reconocimiento de la existencia de países que no fueran Italia. Elecciones amañadas en Asia Central, con doce muertos y el ejército en la calle; empresario ruso y dos guardaespaldas, muertos en una emboscada; desprendimientos de tierra en América del Sur, provocados por talas ilegales y lluvias torrenciales; temor de la inminente quiebra de Alitalia.

¿Ocurrían realmente estas cosas con tan desesperante regularidad, se preguntó Brunetti, o los periódicos, simplemente, las aireaban cuando el fin de semana no daba mucho de sí y no tenían sobre qué escribir, excepto deportes? Volvió otra página, pero no vio nada interesante. Quedaban Cultura, Espectáculos y Deportes, pero esta mañana no estaba de humor para esos temas.

Sonó el teléfono. Él contestó dando su apellido, y el agente de la puerta le dijo que un sacerdote deseaba verlo.

– ¿Un sacerdote? -repitió Brunetti.

– Sí, comisario.

– ¿Hará el favor de preguntarle cómo se llama?

– Por supuesto. -El agente tapó el micro y, al cabo de unos instantes, su voz volvió-: Dice que es el padre Antonin, dottore.

– Ah, que suba -dijo Brunetti-. Indíquele el camino. Yo lo esperaré en la escalera.

El padre Antonin, el sacerdote que había dado la última bendición al féretro de su madre, era amigo de Sergio, no suyo, y Brunetti no se explicaba qué podía traerlo a la questura.

Brunetti conocía a Antonin hacía décadas, desde que él y Sergio iban al colegio. Entonces Antonin Scallon era un bravucón que trataba de obligar a los otros chicos, sobre todo a los más pequeños, a obedecerle y llamarle jefe. Brunetti no comprendía cómo Sergio podía ser amigo de aquel chico, aunque observaba que Antonin nunca daba órdenes a Sergio.

En secundaria, los dos hermanos habían ido a escuelas diferentes, y Brunetti perdió de vista a Antonin. Años después, éste entró en el seminario y, cuando se ordenó, marchó a África, de misionero. Durante los años que Antonin pasó en un país cuyo nombre Brunetti nunca conseguía recordar, las únicas noticias que Sergio recibía de él eran las que daba una circular que llegaba poco antes de Navidad, en la que se exponía con entusiasmo la labor que desarrollaba la misión y que siempre terminaba pidiendo dinero. Brunetti no sabía si Sergio había respondido a la petición; él, por principio, nunca mandó nada.

De pronto, hacía unos cuatro años, Antonin estaba otra vez en Venecia, desempeñando las funciones de capellán en el Ospedale Civile y habitando en la casa madre de los dominicos, al lado de la Basílica. Sergio mencionó su regreso de pasada, como antes le enseñaba las cartas de África. Aparte de esto, la única vez que su hermano le habló de su antiguo amigo fue para preguntarle si tenía inconveniente en que el clérigo asistiera al entierro y diera su bendición, petición a la que Brunetti no habría podido negarse, ni de haberlo deseado.

Fue hasta la escalera. Antonin, vestido con ropa talar, enfilaba el último tramo. Mantenía la mirada en los pies y una mano en la barandilla. Desde arriba, Brunetti lo veía pobre de pelo y estrecho de hombros.

El sacerdote se paró unos peldaños más abajo, hizo dos inspiraciones profundas, levantó la cabeza y vio a Brunetti que lo observaba.

Ciao, Guido -dijo sonriendo. Tenía la edad de Sergio, es decir, dos años más que Brunetti, pero quien viera juntos a los tres hombres pensaría que el eclesiástico era el tío de los otros dos. Estaba muy delgado, casi esquelético. Los pómulos se recortaban en su cara descarnada sobre dos oscuros triángulos de piel tirante.

El visitante se dio impulso asido al pasamanos, se miró los pies otra vez y siguió subiendo. Brunetti no pudo menos que observar cómo oprimía el pasamanos a cada peldaño que subía. Al llegar arriba, volvió a pararse y tendió la mano a Brunetti. No trató de abrazarlo ni de darle el ósculo de la paz, y Brunetti sintió alivio.

– No me acostumbro a las escaleras -dijo el recién llegado-. Estuve más de veinte años sin verlas y me había olvidado de ellas. Aún me resultan extrañas. Y agotadoras. -La voz era la misma, el acento conservaba el sonido sibilante propio del Véneto, pero había perdido la cadencia, que era lo que lo habría identificado inmediatamente. Al ver que su visitante no se movía, Brunetti comprendió que Antonin hablaba de la escalera para recobrar el aliento.

– ¿Cuánto tiempo estuviste allí? -preguntó Brunetti, poniendo de su parte para alargar el momento.

– Veintidós años.

– ¿Dónde estabas? -preguntó, antes de recordar que debería saberlo, aunque sólo fuera por las cartas que recibía Sergio.

– En el Congo. Es decir, cuando yo llegué se llamaba Zaire, pero después volvieron a llamarlo Congo. -Sonrió-. El mismo sitio, pero países diferentes. En cierto modo.

– Es interesante -dijo Brunetti en tono neutro. Sostuvo la puerta abierta para que entrara Antonin, la cerró y lo siguió, andando despacio-. Siéntate -añadió, girando una de las sillas situadas delante de la mesa y poniendo la otra frente a ella, a distancia prudencial. Esperó para sentarse a que se hubiera acomodado su visitante-. Gracias por venir a dar la bendición.

– No es la mejor ocasión para volver a ver a los viejos amigos después de tanto tiempo -respondió el clérigo con una sonrisa.

¿Era esto un reproche porque ni él ni Sergio hubieran tratado de ponerse en contacto con él en los años transcurridos desde su regreso a Venecia?

– Yo visitaba a tu madre en la residencia -prosiguió Antonin-. Muchos de los que estaban allí habían pasado por el hospital -dijo refiriéndose al centro geriátrico privado, situado en las afueras de la ciudad, en el que la madre de Brunetti había vivido sus últimos años-. Es un buen sitio; las monjas son muy cariñosas. -Brunetti asintió con una sonrisa-. Siento no haber coincidido contigo o con Sergio. -El clérigo se puso en pie bruscamente, pero era sólo para levantarse el abrigo y echarlo hacia un lado; hecho esto, volvió a sentarse y continuó-: Las hermanas me decían que los dos ibais a menudo.

– No tanto como habríamos debido ir, supongo -dijo Brunetti.

– No creo que pueda hablarse de «deber» en estas circunstancias, Guido. Se va cuando se puede ir, y se va por amor.

– ¿Sabía ella que íbamos? -preguntó Brunetti sin pensar.

Antonin se miró las manos enlazadas en el regazo.

– Creo que quizá sí se daba cuenta. Yo no sé lo que piensan ni lo que sienten esos ancianos. -Levantó las manos trazando en el aire el arco de una interrogación-. Creo que notan los sentimientos. Los perciben. Supongo que saben si la persona que está con ellos es cariñosa y que está allí porque los quiere o los aprecia. -Miró a Brunetti y volvió a mirarse las manos-. O los compadece.

Brunetti observó que las uñas de Antonin llegaban sólo hasta la mitad del lecho de la uña, y al principio pensó que debía de mordérselas, hábito insólito en un hombre de su edad. Pero luego vio que eran muy delgadas, escamosas, ligeramente cóncavas y con manchas, y pensó que su aspecto podía deberse a una enfermedad, quizá contraída en África. En tal caso, ¿por qué no se había curado?

– ¿Captan todas esas cosas del mismo modo? -preguntó Brunetti.

– ¿Te refieres a la compasión? -preguntó Antonin.

– Sí. Debe de ser diferente del amor y del aprecio, ¿no?

– Es posible -dijo el sacerdote, y sonrió-. Pero los que yo he visto están contentos de recibirla. A fin de cuentas, es mucho más de lo que tienen la mayoría de los ancianos. -Antonin había asido un pliegue de la sotana y lo pellizcaba distraídamente con los dedos de la otra mano, marcando un borde largo y vivo. Lo soltó, miró a Brunetti y dijo-: Vuestra madre tuvo la suerte de que tantas personas fueran a verla con cariño y con aprecio.

Brunetti, por toda respuesta, se encogió de hombros. Hacía años que a su madre se le había acabado la suerte.

– ¿Por qué has venido? -preguntó Brunetti y, al percibir la brusquedad de la pregunta, añadió-: Antonin.

– Es una de mis feligresas -dijo el sacerdote e inmediatamente rectificó-: Es decir, lo sería si yo tuviera parroquia. Es hija de uno de los hombres a los que visito en el hospital. De eso la conozco. Su padre lleva allí varios meses.

Brunetti asintió pero no hizo comentarios, táctica habitual en él para inducir a la gente a seguir hablando.

– En realidad, se trata del hijo de la mujer -dijo el sacerdote mirándose el regazo.

Como Brunetti ignoraba la edad del enfermo y la de su hija, no podía adivinar la del hijo de la mujer, por lo que no podía prever la índole del problema, pero el hecho de que Antonin hubiera venido a hablarle de él indicaba que se trataba de algo que no estaba en consonancia con la ley.

– Su madre está muy preocupada -prosiguió Antonin.

Las causas que podían preocupar a una madre eran múltiples, bien lo sabía Brunetti: su propia madre se había preocupado por él y por Sergio, y Paola se preocupaba por Raffi, aunque él sabía que Paola no tenía el motivo de preocupación de la mayoría de las madres: la droga. Era una suerte vivir en una ciudad en la que la población de jóvenes era escasa, pensó Brunetti, no por primera vez. Ya que tenían que vivir en un mundo regido por el capitalismo, había que dar gracias a Dios por este fortuito efecto secundario: con una clientela potencial tan pequeña, pocos serían los que estuvieran dispuestos a incurrir en las molestias y los gastos de comercializar drogas en Venecia.

Ante el persistente silencio de Brunetti, Antonin preguntó:

– ¿Te molesta que te consulte sobre esto, Guido?

Brunetti sonrió.

– Aún no sé cuál es la consulta, Antonin, por lo que no puede molestarme.

En un primer momento el sacerdote pareció sorprendido por la respuesta, pero enseguida asomó a sus labios una amplia sonrisa que casi consiguió imprimir en su cara un aire de turbación.

Già, già. Se hace difícil hablar de eso. -Hizo una pausa y añadió-: Será que he perdido la costumbre de tratar de los asuntos de la opulencia.

– Me parece que no entiendo lo que quieres decir. -La frase encerraba una pregunta.

– Donde yo estaba, en el Congo, la gente tenía otros problemas: las enfermedades, la pobreza, el hambre, o los soldados que venían a llevarse todo lo que tenían y, a veces, a sus hijos. -El sacerdote miró a Brunetti, para comprobar si le seguía-. Por eso he perdido la habilidad de atender a problemas que no son de supervivencia, problemas de riqueza, no de pobreza.

– ¿Lo echas de menos? -preguntó Brunetti.

– ¿Qué? ¿África?

Brunetti asintió.

Antonin trazó un arco en el aire con las manos.

– Es difícil decirlo. Echo de menos una parte: la gente, la inmensidad del lugar, la sensación de estar haciendo algo importante.

– Pero regresaste -observó Brunetti, afirmando, no preguntando.

Antonin lo miró a los ojos y dijo:

– No tuve más remedio.

– ¿La salud? -preguntó Brunetti, observando su rostro demacrado y recordando la fatiga con que lo había visto subir la escalera.

– Sí -dijo el sacerdote, y añadió-: En parte.

– ¿Y la otra parte? -preguntó Brunetti, porque comprendía que habían llegado a un punto en el que se esperaba de él que lo preguntara.

– Problemas con mis superiores -respondió el sacerdote.

A Brunetti no le interesaban demasiado los problemas de este hombre con sus superiores, pero, al recordar las ansias de mando del joven Antonin, tampoco lo sorprendían.

– Regresaste hace cuatro años, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Fue cuando empezó la guerra?

Antonin movió la cabeza negativamente.

– En el Congo siempre hay guerra. Por lo menos, donde estaba yo.

– ¿Guerra por qué causa?

Antonin lo sorprendió con la pregunta:

– ¿De verdad te interesa, Guido, o preguntas por cortesía?

– Me interesa.

– Bien. La guerra, aunque siempre hay más de una, consiste en muchas miniguerras o saqueos. Siempre se trata de arrebatar a otro algo que él posee y que tú deseas. Una vez has reunido suficientes hombres con las armas correspondientes, te parece que puedes ir a quitar lo que deseas a los hombres que lo defienden con sus armas. Y entonces empieza un combate, o una batalla, o una guerra, y al final los hombres que conservan más armas o más hombres se quedan con las cosas que los dos bandos querían.

– ¿Qué cosas?

– Cobre, diamantes. Otros minerales. Mujeres. Animales. Depende. -Antonin miró a Brunetti y prosiguió-: Te pondré un ejemplo. En el Congo se encuentra un mineral que es necesario para fabricar los chips de los telefonini. Ya puedes imaginar lo que harán los hombres para conseguirlo.

– No -dijo Brunetti moviendo la cabeza ligeramente de derecha a izquierda-. No creo poder imaginarlo.

Antonin guardó silencio un momento y dijo:

– No; supongo que no puedes, Guido. No creo que la gente que tiene leyes y policías y coches y casas pueda hacerse una idea de lo que es vivir sin ley. -Y, antes de que Brunetti pudiera decirlo, el sacerdote admitió-: Ya sé, ya sé, aquí la gente habla de la Mafia, que hace lo que quiere, pero por lo menos hay unos límites…, bueno, una especie de límites, para lo que se les consiente que hagan y dónde. Quizá, para hacerte una idea de lo que es aquello, podrías imaginar lo que sería esto si todo el poder estuviera en manos de la Mafia, si no hubiera Gobierno, ni policía, ni ejército, nada más que bandas de matones que piensan que tener un arma les da derecho a apoderarse de lo que quieran o de quien quieran.

– ¿Y así vivías? -preguntó Brunetti.

– Al principio, no; pero al final las cosas habían empeorado. Antes teníamos cierta protección. Y luego, durante un año, poco más o menos, las fuerzas de la ONU estaban por allí y mantenían un orden relativo. Pero se fueron.

– ¿Y entonces te fuiste tú?

El sacerdote hizo una profunda inspiración, como si hubiera recibido un puñetazo.

– Sí; entonces yo me fui -dijo-. Y ahora tengo que ocuparme de los problemas de la opulencia.

– Lo dices como si no te gustara -observó Brunetti.

– No se trata de si me gusta o no me gusta, Guido. Se trata de ver la diferencia e intentar convencerte a ti mismo de que los efectos en las personas son los mismos y que los ricos que están bien atendidos y protegidos sufren tanto como esos infelices que no tienen nada y hasta ese nada les arrebatan.

– ¿Pero no llegas a convencerte?

Antonin sonrió y se encogió de hombros con gesto elegante.

– La fe todo lo puede, hijo.

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