CAPÍTULO 20

De Vianello, ni rastro. No estaba en la sala de agentes y nadie sabía adónde había ido. Brunetti entró en el despacho de la signorina Elettra por si el inspector estaba con ella o, lo que era menos probable, con Patta.

– ¿Ha visto a Vianello? -preguntó, sin saludar.

Ella levantó la mirada de los papeles que tenía delante y, después de una pausa más bien larga, dijo:

– Creo que lo espera en su despacho, comisario -y volvió a inclinar la cabeza sobre los papeles.

– Gracias -dijo Brunetti.

Ella no contestó.

Hasta que estuvo en la escalera no advirtió Brunetti la brusquedad de su tono y la frialdad con que ella había respondido, pero ahora no tenía tiempo para ceremonias. Encontró a Vianello en el despacho, de pie delante de la ventana, mirando hacia el otro lado del canal. Antes de que Brunetti pudiera hablar, el inspector dijo:

– Steiner me ha llamado, para decirme que la lancha estaba llegando al puesto y que estarán aquí dentro de unos minutos.

Brunetti asintió con un gruñido, fue a la mesa y levantó el teléfono. Cuando oyó a Patta contestar con su nombre, dijo:

Vicequestore, Brunetti. Al parecer, los carabinieri han localizado a los padres de la niña que se ahogó la semana pasada. Sí, señor, la gitana -confirmó, preguntándose si durante la última semana se habrían ahogado más niñas sin que Patta se lo hubiera comunicado-. Los carabinieri desean que alguien de la questura esté presente cuando les informen -añadió, procurando imprimir en su voz impaciencia e irritación. Escuchó un momento y dijo-: Cerca de Dolo. No, señor; no me han dicho exactamente dónde. Pero he pensado que usted es la persona más indicada para acompañarles por ser la de más alto rango.

En respuesta a la pregunta de su superior, Brunetti dijo:

– Contando el trayecto en la lancha y la espera de un coche en piazzale Roma, porque parece que ha habido un malentendido y no llegará hasta las tres…, no creo que lleve más de dos horas, quizá un poco más, depende de lo que tarde el coche. -Brunetti escuchó un rato y dijo-: Desde luego, lo comprendo. Pero no hay otra manera de informarles. Allí no hay teléfonos ni los carabinieri tienen un número de telefonino al que poder llamar.

Brunetti miró a Vianello apartando el auricular del oído, mientras Patta vertía sus pretextos al aire. De pronto, Vianello se inclinó hacia adelante señalando a la entrada del canal por donde venía la lancha. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y se acercó el teléfono.

– Comprendo, vicequestore, pero no estoy seguro de la conveniencia… Desde luego, me hago cargo de la importancia de mantener buenas relaciones con los carabinieri, pero sin duda ellos preferirán que una persona de más alta…

Brunetti cruzó una mirada con Vianello e hizo con el índice un movimiento de rotación, dando a entender que la conversación podía prolongarse. Así fue, hasta que Vianello echó a andar hacia la puerta y Brunetti interrumpió a su superior diciendo:

– Puesto que insiste, señor… Le haré un informe completo cuando regrese.

El comisario colgó el teléfono, agarró el sobre con las fotos de la niña y salió rápidamente detrás de Vianello, que ya bajaba la escalera.

Vianello saltó a la lancha y estrechó la mano de Steiner al tiempo que extendía la otra para sostener a Brunetti, que embarcaba a su vez. El inspector se dirigió al maresciallo tuteándolo, y Brunetti decidió imitar el tono de camaradería de Vianello y propuso el tuteo, dando su nombre de pila a Steiner, quien, con una palmada en el brazo, dijo que le llamara Walter.

Todavía de pie en la cubierta, Brunetti explicó que Patta le había pedido que fuera a dar la noticia a los padres de la niña, omitiendo los detalles de la conversación. Steiner permaneció impasible y sólo se permitió decir:

– Los superiores eficaces conocen la importancia de saber delegar.

– Por supuesto -respondió Brunetti, y la camaradería iniciada con el tuteo se consolidó.

Los hombres entraron en la cabina mientras la lancha avanzaba lentamente hacia piazzale Roma, donde debía reunirse con ellos una funcionaria de los servicios sociales. Durante el viaje, Brunetti refirió a Steiner cómo se había hallado el cadáver y le puso al corriente de los resultados completos de la autopsia.

El maresciallo asintió.

– Ya había oído decir que esconden cosas ahí, pero nunca nos habíamos topado con uno de esos casos. -Meneó la cabeza varias veces, como tratando de ensanchar el campo de su comprensión de la conducta humana-. Una niña de once años que se esconde joyas en la vagina. -Guardó silencio un momento y murmuró-: Dio mio.

La lancha pasaba por debajo de Rialto, pero ninguno de los hombres que viajaban en la cabina se apercibió de ello.

– La asistente social se llama Cristina Pitteri. Hace unos diez años que trata con gitanos -dijo Steiner con voz átona, lo que hizo que Brunetti y Vianello intercambiaran una rápida mirada.

– ¿En qué consiste su trabajo? -preguntó Vianello.

– Tiene el título de asistente social psiquiátrica -explicó Steiner-. Trabajaba en el frenopático del palazzo Boldù, pero pidió el traslado y acabó en la oficina que se encarga de los distintos grupos nómadas.

– ¿Hay otros? -preguntó Vianello.

– Sí. Están los sinti. No son tan asociales como los gitanos, pero proceden de los mismos lugares y viven poco más o menos de la misma forma.

– ¿Ella qué hace, concretamente? -preguntó Brunetti.

Steiner meditó la respuesta hasta que la lancha dejó atrás el Ponte degli Scalzi y la estación.

– Se encarga de lo que llaman liaison interétnica dijo haciendo hincapié en la palabra extranjera.

– ¿Qué significa eso?

La expresión de Steiner se suavizó con una sonrisa, pero sólo momentáneamente.

– A mi modo de ver, eso significa que trata de conseguir que nosotros los entendamos y que ellos nos entiendan.

– ¿Eso es posible? -preguntó Vianello.

Steiner se levantó y empujó la puerta que conducía a la escalera.

– Vale más que se lo pregunte a ella -dijo por encima del hombro, subiendo a cubierta.

El piloto acercó la lancha a uno de los muelles de taxis situados a la derecha del imbarcadero del 82. Los tres hombres saltaron a tierra. Brunetti y Vianello siguieron a Steiner hacia un sedán oscuro que esperaba con el motor en marcha. Una mujer robusta de pelo castaño y corto que aparentaba unos cuarenta años estaba en la acera, al lado del coche, fumando. Vestía falda, jersey y chaqueta con cuello a caja y calzaba zapatos planos, color marrón oscuro, con lustre de piel cara. La mujer tenía la cara redonda con unas facciones que parecían haber sido comprimidas: los ojos, muy juntos, y el labio superior, mucho más abultado que el inferior, contribuían a dar la impresión de que el conjunto iba emigrando lentamente hacia la nariz, en una especie de deriva continental.

Steiner se acercó a la mujer y le tendió la mano. Ella tardó un momento en corresponder al saludo, lo justo para que se notara.

Dottoressa -dijo él con formal deferencia-, le presento al dottor Brunetti y al ispettor Vianello, su ayudante. Ellos encontraron a la niña.

Ella tiró el cigarrillo, examinó un instante la cara de Brunetti y, después, la de Vianello antes de tender la mano al comisario. El contacto fue tan rápido como flácido. A modo de saludo, intercambiaron títulos. Ella movió la cabeza de arriba abajo mirando a Vianello, dio media vuelta y subió al asiento trasero del coche. Un silencioso Steiner se instaló delante, al lado del conductor. Los otros dos pasajeros, en vista de que la dottoressa Pitteri no se movía, dieron la vuelta por detrás del vehículo, hacia la puerta del otro lado. Brunetti la abrió unos centímetros, tuvo que esperar un claro en el tráfico para entrar y se sentó en la incómoda plaza del centro, ladeando las rodillas hacia la izquierda para no rozar el muslo de la mujer. Vianello subió a su vez y, después de cerrar, se comprimió contra la puerta.

El uniformado conductor dijo a media voz unas palabras a Steiner, que respondió afirmativamente, y el coche se apartó del bordillo.

– La dottoressa Pitteri trabaja con los romaníes desde hace años, comisario -dijo Steiner-. Conoce a los padres de la niña y estoy seguro de que su presencia nos será de gran ayuda cuando les demos la noticia.

– Espero que ayude también a la familia de la niña interrumpió la dottoressa Pitteri con mal reprimida acritud-. Que me parece lo más importante.

– Eso, por supuesto, dottoressa -respondió Steiner plácidamente. Hablaba sin desviar la mirada de la calzada, como si se creyera responsable de advertir al conductor de cualquier peligro que pudiera surgir.

Enfilaron el puente, y Brunetti volvió la mirada hacia la izquierda, donde se levantaban las chimeneas y los depósitos de Marghera. Aquella mañana, los periódicos decían que hoy sólo podían circular los coches con matrícula par; los impares circularían mañana. Llevaban un mes sin apenas lluvias, sólo lloviznas, y sabía Dios lo que estaría flotando en el aire que respiraban. «Micropolvo» lo llamaban, y Brunetti no podía leer este nombre sin imaginar cómo las partículas de sustancias tóxicas que Marghera había estado lanzando a la atmósfera durante tres generaciones, iban penetrando en los tejidos de su cuerpo y le impregnaban los pulmones.

Vianello, cuya preocupación por la ecología había sido tema de chanza en la questura -ya no lo era-, miraba en la misma dirección.

– Trata de cerrar eso -dijo sin preámbulos señalando con la barbilla las chimeneas de la zona industrial-, y al día siguiente están todos en la calle gritando: «Salvemos nuestros puestos de trabajo.» -El inspector levantó una mano hacia las emblemáticas chimeneas y la dejó caer golpeándose el muslo con lo que a Brunetti le pareció un melodramático gesto de frustración y abatimiento.

Nadie habló durante un rato, hasta que la dottoressa Pitteri preguntó:

– ¿Cree preferible que los trabajadores se mueran de hambre, ispettore? ¿Y también sus hijos? -Había en su voz una combinación de ironía y condescendencia, y hablaba articulando las palabras con claridad, como si temiera que un hombre tan zafio como un inspector de policía no pudiera entender una pregunta más compleja.

– No, dottoressa -dijo Vianello-. Sólo deseo que dejen de emitir cloruro vinílico monómero al aire que respiran nuestros hijos.

– Hace años que dejaron de emitirlo -dijo ella.

– Eso dicen -respondió Vianello, y agregó-: Si usted prefiere creerlo así…

En el silencio que siguió a estas palabras, sonó con extraña fuerza el ruido de un camión que pasó junto a ellos.

Brunetti observaba por el retrovisor la expresión de la dottoressa, y la vio fruncir los labios y apartar la vista de las ofensivas chimeneas.

Aunque el comisario tenía interés en saber todo lo que aquella mujer pudiera decirle acerca de los gitanos, la evidente antipatía que existía entre ella y Steiner le dificultaba abordar el tema en presencia de éste.

– ¿Ha estado ya en el campamento, maresciallo? -preguntó Brunetti en tono formal.

– Dos veces.

– ¿En relación con los Rocich?

– Una vez. La otra fue para acompañar a una mujer que había tratado de robarle la cartera a un turista en el vaporetto. -La voz de Steiner era un dechado de neutralidad.

– ¿Qué hizo con ella?

– Meterla en el coche y traerla. -Brunetti pensó que Steiner había terminado, pero entonces continuó-: La historia de siempre: ella dijo que estaba embarazada. Aquel día estábamos escasos de efectivos y no podía perder tiempo en llevarla al hospital para comprobar si era cierto lo del embarazo, tomar declaración al turista y a los testigos, llamar a los servicios sociales… -Aquí dejó que su voz se apagara un momento-. De manera que decidí llevarla al lugar en el que dijo que vivía, y asunto concluido.

– ¿Y no se preocupó de recoger testimonios de lo que había sucedido realmente? -preguntó de pronto la dottoressa-. ¿Dio por descontado que era culpable?

– No eran necesarios.

– Me gustaría que me dijera por qué, maresciallo. ¿Porque supuso que, siendo gitana, tenía que ser culpable de lo que se la acusara? ¿Especialmente si la acusaba un turista? -Puso énfasis en la última palabra, recalcando cada sílaba.

– No; no fue por eso -dijo Steiner, sin dejar de mirar hacia adelante.

– ¿Por qué entonces? -insistió la mujer-. ¿Por qué resultó tan claro que era culpable?

– Porque una de las testigos le sujetó el brazo cuando estaba sacando la cartera del bolsillo del hombre y porque las dos testigos eran monjas. -Steiner hizo una pausa, para dejar que la información calara y agregó-: Me pareció que ellas no mentirían.

La mujer calló, pero sólo un momento.

– ¿A usted le parece que la mujer se habría arriesgado a hacer eso delante de unas monjas?

– No llevaban hábito -dijo Steiner.

Brunetti se había abstenido de mirarla durante esta conversación, pero ahora no pudo resistir la tentación. Ella miraba a la cabeza de Steiner con tanta rabia que a Brunetti no le hubiera sorprendido ver que la gorra del carabiniere empezaba a echar humo y se incendiaba.

Viajaban en silencio. De vez en cuando se oía por la radio la voz del operador, pero el tono era bajo y no se entendían las palabras desde el asiento de atrás, y ni Steiner ni el conductor parecían prestar atención. El conductor entró en la rampa de la carretera del aeropuerto. Hacía tiempo que Brunetti no iba al aeropuerto más que en barco y lo sorprendió la súbita aparición de rotondas en los cruces. Él conducía poco y mal, de manera que no podía adivinar si las rotondas suponían o no una mejora, y ahora no quería romper el silencio con semejante pregunta.

Dejaron el aeropuerto a la derecha y, al poco rato, pararon en un semáforo. De pronto, apareció en la ventanilla del conductor una mujer con falda larga que sostenía en brazos algo que tanto podía ser una criatura como un balón de fútbol envuelto en una toquilla. Con una mano, se tapaba la nariz y la boca con el pañuelo de la cabeza, como para protegerse de los gases de los tubos de escape y extendía la otra con la palma hacia arriba, en ademán suplicante.

Los cinco ocupantes del coche miraban fijamente hacia adelante. Al ver los uniformes de los hombres que ocupaban el asiento delantero, la mujer se apartó y se dirigió al vehículo que estaba detrás. El semáforo cambió y reanudaron la marcha.

El silencio se iba haciendo más denso a medida que pasaba el tiempo. Desde la autostrada se veían campos y bosques, casas aisladas y complejos de granjas. Árboles en flor. Brunetti mirando a uno y otro lado, descubrió que, a pesar de la tensión que se respiraba en el coche, aún podía disfrutar del panorama de una naturaleza pujante. Este verano tenían que ir a algún sitio verde, pasar las vacaciones entre campos y bosques, nada de playa, ni arena, ni rocas, por más que protestaran los chicos. Largos paseos, aire puro, riachuelos, risueñas nubes sobre glaciares rutilantes. El Alto Adigio, quizá. ¿No tenía Pucetti un tío que regentaba una casa de agroturismo cerca de Bolzano?

Brunetti notó que el coche aminoraba la marcha. Cuando alzó la cabeza, estaban saliendo de la autostrada. Al final de la rampa, giraron a la izquierda y se encontraron en una autovía que discurría entre edificaciones bajas: naves industriales, cercados de venta de coches usados, gasolineras, un bar, un aparcamiento, otro aparcamiento. Al segundo semáforo, torcieron a la derecha, por entre casas unifamiliares, cada una en su parcela. Cuando se acabaron las casas, empezaron los campos.

Más semáforos, más casas, pero éstas estaban rodeadas de cercas de tela metálica. En muchos jardines se veían perros, perros grandes. Recorrieron otro kilómetro, el conductor señaló con la mano, aminoró la marcha y torció a la derecha.

Brunetti vio que paraban frente a una verja. El conductor hizo sonar el claxon una vez y otra, y, en vista de que no había respuesta, se apeó dejando abierta la puerta del coche y abrió la verja. Una vez hubo entrado el coche, a una palabra de Steiner, paró, se bajó y cerró la verja.

Brunetti vio frente a ellos un desigual semicírculo de coches y, detrás, una fila de remolques aparcados desordenadamente. Los había de madera y de metal, y algunos eran modernos y aerodinámicos. Uno de ellos tenía techo a dos aguas y una pequeña chimenea en el centro, que recordó a Brunetti los dibujos de los libros infantiles. En los costados de los remolques y en el espacio entre uno y otro se amontonaban y desperdigaban cajas de plástico y de cartón, mesas plegables, barbacoas e infinidad de bolsas de plástico reventadas y arrugadas. Más allá se veían senderos abiertos en la maleza, que enseguida se borraban. Entre los matorrales asomaba chatarra oxidada: un frigorífico, una anticuada lavadora con escurridor de manubrio, un par de somieres y un coche abandonado.

Mucho mejor aspecto tenían los coches que estaban delante de los remolques, la mayoría eran nuevos o, por lo menos, se lo parecían a Brunetti, que no era experto en la materia.

El conductor detuvo el coche en lo que podía considerarse el centro del anárquico aparcamiento y quitó el contacto. Brunetti oyó los leves crujidos del motor al enfriarse, el chirrido de los muelles de la puerta de Steiner al abrirse y, luego, trinos de pájaros que llegaban, quizá, de los árboles del otro lado de la tela metálica que rodeaba el campamento.

Entonces vio abrirse la puerta de una caravana, luego la de otra, luego las de otras dos, y a hombres que bajaban las escaleras. Los hombres no hablaban ni parecían comunicarse entre sí, pero se acercaron y se pararon delante del coche de los policías formando una fila irregular, como si actuaran de común acuerdo.

Vianello y después el conductor abrieron sus puertas y se apearon. Cuando Brunetti volvió a mirar a los hombres que se habían parado delante del coche, vio que otros tres se habían unido a ellos. Y notó que los pájaros dejaron de cantar.

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